¿Sabe usted qué es un lector? Quignard misteriosamente habla de quienes pasan su existencia entre libros y cuya pasión es alcanzar al estupor que provoca la lectura. El lector es un conjunto de fragmentos llameantes, de reflexiones poéticas sobre la sed de leer y la naturaleza enigmática de cada página. Así, desde los primeros párrafos, va surgiendo un libro fantasmal y paradójico: nada se concluye, nunca deja de atraernos, se nos oculta a veces en su parte media, sólo al final deja entrever cómo ha sido tejido.
Más que un ensayo o un relato, El lector tiene como argumento inicial la volatilización repentina de un obsesivo «lector», doble de Pascal Quignard. El yo del narrador, paso a paso, «habla a un usted de un él que ha desaparecido sin que se pueda encontrar su huella». ¿Ardió? ¿Fue devorado por los libros? Este hecho imaginario y entre sombras evoca una seducción —el mucho leer y mucho escribir— que es abrasadora e imposible.
En el fondo, Quignard viene a describir cómo en toda lectura se esfuma la realidad, pues «quien lee a libro abierto lee a mundo cerrado». El lector se abre como ese libro que toma en sus manos, y se abisma en su deletreo; se entrega a él como si se dedicara a algún arte mágico, en un estado flotante, en una espera solitaria y fuera del tiempo.
Pascal Quignard (nacido en 1948), es el escritor más riguroso y profundo de su generación. Se han traducido al castellano más dos docenas de sus libros, entre ellos La lección de música, Todas las mañanas del mundo, El sexo y el espanto, Villa Amalia y Las sombras errantes, Las solidaridades misterosas y los Pequeños tratados. Pero en El lector —escrito en 1976 cuando Quignard era precisamente lector de la editorial Gallimard—, están las semillas de toda su abundante trayectoria literaria.
cuatro.ediciones, 2008. Ed. y trad. por Julián Mateo Ballorca
— Arte y Literatura, abril, 2008
— Entrevista con Pascal Quignard (Octavi Martí, El País 05/04/2008):
PREGUNTA. ¿Las sombras errantes es un diario de sus lecturas y reflexiones?
RESPUESTA. No, no, es un proyecto distinto, más ambicioso. Es el primer volumen de una serie de diez libros, de Le dernier royaume. Quisiera modificar la percepción del tiempo. No creo en la existencia de un pasado, un presente y un futuro. San Agustín hablaba de dos tiempos: el uterino y el posterior al nacimiento. Los revolucionarios franceses, cuando entraron en las casas de los señores, destruyeron los clavecines y los violonchelos. Eran instrumentos que identificaban con el viejo orden. Durante el siglo XIX fueron los ingleses quienes los conservaron, así como el savoir faire artesano. Y ahora, de nuevo, son los franceses quienes los fabrican.
P. Usted escribe poemas en latín…
R. ¡El latín es un volcán que no está apagado! El actual Papa acaba de reintroducir la misa en latín. Durante siglos los estudiantes pudimos estudiar en nuestra lengua al mismo tiempo que aprendíamos el latín. Para un francés, para un italiano, para un español, para cualquiera que hable un idioma latino, era excepcional, vivir como adultos y al mismo tiempo asistir a la escena primera, primitiva si usted quiere, de nuestro idioma, a su nacimiento, conocer su origen. No sabemos qué sorpresas nos deparará el pasado. El siglo XX ha sido extraordinario porque nos ha ofrecido una gran variedad de imágenes, por la multiplicidad de experiencias humanas que etnólogos, psiquiatras, historiadores, arqueólogos o psicoanalistas han puesto a nuestra disposición. En 1940 aún no se habían descubierto las grutas de Lascaux.
P. Pero el descubrimiento de toda esa variedad va aparejado a la uniformización que conlleva la mundialización de la economía.
R. No creo ni en un movimiento moderno que suponía hacer tabla rasa del pasado ni en el posmodernismo en cuanto mezcla acrítica de ese pasado. Creo en la recapitulación, en la transmisión…, quién sabe si el mundo antiguo, japonés o chino, no desmentirá el aparente éxito actual de la mundialización bajo su forma americana.
P. Usted ha escrito que “la homogeneidad cultural, histórica, es el destino del hombre…”.
R. … Y que “la heterogeneidad natural, originaria, es el destino del arte” y que “la fragmentación es el alma del arte”. No soporto los vínculos, las fórmulas de transición. Lo más importante que ha aportado el cine a la narrativa es esa posibilidad de pasar de una escena a otra, dejando al espectador la posibilidad de reconstruir el tejido. Sólo se muestra lo que cuenta…
P. Es una lógica que también aplica a la cocina.
R. Sí. La mejor cocina es la que permite reconocer cada uno de los elementos que integran un plato. Nada menos interesante que esas salsas amorfas que camuflan que una verdura, un pescado o una carne llegan al comensal sin la frescura necesaria o con un grado de cocción equivocado. Esas salsas son como las explicaciones típicas de la novela del XIX.
P. Esa voluntad de fragmentación le acerca al cuento.
R. ¡Es que Villa Amalia y Las sombras errantes son a su manera recopilaciones de cuentos! El cuento hace funcionar los personajes sin necesidad de explicar o modificar la acción. Y nos dicen que lo que está en el fondo de nuestro pensamiento no es la verdad sino el sueño, la posibilidad de soñar lo que nos falta. La frontera entre el deseo y el sueño es tenue. Y el cine no queda lejos.
P. En su obra la música ocupa un lugar importante. En Villa Amalia, ¿la protagonista es musicóloga o compositora?
R. Hace algo que a mí me gusta mucho, que es reducir una composición a lo esencial, quitarle todos los adornos. Antes, cuando podía tocar el violín o el violonchelo, era menos sensible a la cuestión pero, con los años y debido al reumatismo, me he refugiado en el piano. Y lograr componer, con unos elementos mínimos, una música que no traicione lo que ha leído antes en una partitura, procura una alegría intensa. Es la que vive mi protagonista. No hay una pasarela directa entre música y literatura sino entre música y lectura. Un buen libro, por su entonación, su ritmo, es música. Cuando se lee, se escucha.
P. Villa Amalia propone tres bloques: en el primero la protagonista rompe con el mundo, corta con todo y todos. En el segundo conoce la felicidad que, por definición, es breve e intensa. En el tercero se reconcilia con sus orígenes —el pasado—, y une muerte y arte.
R. ¡Es un buen resumen! Cuando escribo una novela me siento como un ciervo que se aleja y busca la paz en el corazón del bosque. Hoy parece difícil comprender eso, pero hay un placer muy intenso en el gesto de marchar, de alejarse de cierta cotidianidad. Hace 13 años que dejé la seguridad de un trabajo y corté con el mundo editorial. Los primeros meses, el primer año, es extraño: no tienes citas, comidas, cenas, entrevistas organizadas. Nadie te llama. Hay una cierta forma de venganza, que es lógica, porque si tú has querido alejarte, los demás sienten eso con cierta agresividad. La sociedad tiende a comportarse de manera mafiosa. Mire, en el siglo XVII, un comerciante o un magistrado, cuando cumplía los 50 años, tenía derecho a consagrar el resto de su vida a Dios. Ahora la obsesión es mantener los vínculos sociales hasta el último minuto, entretener a los jubilados o hacerles trabajar de nuevo. No te dejan escapar hacia una relación más vertical, como la que podían buscar los eremitas o quienes se refugiaban en un convento. Eso permite tener una mirada distinta sobre lo que es tener una vida plena, sobre lo que es la felicidad. Creo que una de las cosas más tristes, más siniestras que le pueden ocurrir a uno es tener que simular alegría y felicidad todo el tiempo, como esas personas que viven de salir en la pequeña pantalla: me suicidaría si tuviese como oficio el ser feliz por obligación. ¡Qué suplicio!
— Estudio sobre sus lecturas y escritos en La imagen que hoy nos falta, cuatro.ediciones, 2016