21 ideas para el siglo XXI

VVAA para Foreign Policy Edición Española
Junio 2007.

Vivimos en una era de ansiedad. El miedo al próximo atentado terrorista flota en el aire de Madrid a Moscú. Entre el cambio climático, la guerra de Irak y las bombas nucleares, la lista de temores va alargándose. Por eso FP ha preguntado a 21 pensadores: ¿hay soluciones que hagan del mundo un lugar mejor?


PROBLEMA: Los dictadores
Una Carta Magna mundial
Gari Kaspárov

Cuando las democracias contemporizan con los dictadores, los peores regímenes del mundo consiguen salir impunes incluso del asesinato
El mundo civilizado está en peligro. Hezbolá, Irán y Corea del Norte siguen existiendo sin que se les pidan muchas cuentas por el peligro que representan. Se da la bienvenida a la diplomacia a terroristas y dictadores, a pesar de su absoluto desprecio, e incluso odio, hacia la civilización occidental. El compromiso y el apaciguamiento están fracasando, como siempre. Es preciso un nuevo marco que sustituya los viejos acuerdos y estructuras que rigen la diplomacia mundial. Y no me refiero a la reforma de la ONU, una organización tan anticuada que hasta las sugerencias para reformarla se han quedado ya viejas. Naciones Unidas se creó para congelar una crisis –la guerra fría–, no para resolverla. La actual no es fría, sino caliente, y no es por territorios, ideologías ni comercio: es por el valor de la vida humana.
El mundo necesita una nueva organización basada en una Carta Magna global, una declaración de derechos humanos inalienables que todos los países reconozcan. Sin ellos, nos vemos arrastrados al mínimo denominador común. El comunismo cayó derrotado no por el relativismo moral y las largas reuniones, sino gracias a la oposición de dirigentes firmes y de moralidad inmutable, unida a la superioridad creciente de la tecnología y el nivel de vida de Occidente.
Mis partidas de ajedrez contra diversas generaciones de ordenadores me hicieron ver que es imposible detener la marcha de la tecnología. El afortunado periodo que hemos vivido, en el que las armas de destrucción masiva (ADM) son increíblemente caras y difíciles de fabricar, llega a su fin. No existe una solución única para impedir la proliferación del terrorismo y las ADM, pero debemos reconocer que no hay solución posible con los mecanismos actuales. Hay países que hablan de democracia y luego firman acuerdos secretos con aliados estratégicos que no hacen ningún caso de los valores demoque acabarse. Es preciso un frente común de sanciones estrictas y estratégicas combinadas con paquetes de ayuda para que funcionen los incentivos del palo y la zanahoria. También hay que mantener las intervenciones militares conjuntas para proteger vidas humanas. Hay que defender los valores consagrados en esa nueva Carta Magna como si fueran fronteras, porque es lo que son.
Hoy, los países que valoran la democracia y la vida controlan la mayor parte de los recursos mundiales, así como su poder militar. Si se unen y se niegan a mimar a los regímenes sin escrúpulos y que patrocinan el terrorismo, su autoridad será irresistible. Su riqueza combinada puede financiar nuevas tecnologías para remediar su adicción al petróleo, que ahora otorga poder a muchos terroristas y dictadores.
El objetivo de ese pacto no sería construir muros para aislar a los millones de personas que viven bajo regímenes autoritarios. Todo lo contrario, consistiría en comportarse como auténticos dirigentes y dar ejemplo, además de incentivos concretos para hacer que se respeten los derechos humanos. No hay más que ver cómo el acicate de la entrada en la Unión Europea ha promovido reformas radicales en toda Europa del Este. Ese modelo debe repetirse a escala mundial.
En el famoso discurso que pronunció en 1946 en Fulton (Missouri, EE UU), Winston Churchill advirtió que la recién creada ONU debía ser “una fuerza para actuar, y no sólo una serie de palabras superficiales”. Hoy vemos que no hicieron caso de sus advertencias. Los llamados líderes del mundo libre hablan de promover la democracia mientras tratan a los dirigentes de los regímenes más autocráticos como iguales. Una Carta Magna mundial prohibiría esta hipocresía y ofrecería un poderoso incentivo para la reforma. Las políticas de compromiso han fracasado en todas las instancias y en todos los rincones. Ha llegado ya la hora de reconocer ese fracaso e intentar una nueva vía.

Gari Kaspárov es presidente del Frente Civil Unido en Rusia. Fue campeón mundial de ajedrez durante más de veinte años.

 

Problema: Medicina para los pobres
Una idea muy sencilla
Sebastian Mallaby

La mitad del mundo muere de enfermedades para las que hay cura. He aquí una solución gratis
Entre todas esas ideas que no cuentan con el reconocimiento suficiente, mi favorita es la de Jean Lanjouw, economista de la Universidad de California en Berkeley que murió hace dos años. Pretendía mejorar la oferta de medicamentos en los países pobres, y el coste de la medida era exactamente cero. Además, a diferencia de la mayoría de los planes para mejorar el mundo, no necesitaba tratados, cumbres ni una compleja coordinación internacional.
Desde hace cinco años, se ha avanzado en dos de los frentes del problema de falta de fármacos en los países menos favorecidos. El primero es el hecho de que, aunque existen desde hace tiempo vacunas contra enfermedades como la polio, la fiebre amarilla y la hepatitis B, muchos de esos países no tienen dinero para comprarlas y, durante los 90, los fabricantes dejaron de producirlas. La solución a esta falta de poder adquisitivo es costosa, pero simple: numerosos donantes, encabezados por la Fundación Bill y Melinda Gates, comienzan a aportar dinero a un fondo para comprar vacunas.
El segundo aspecto tiene que ver con la inexistencia de incentivos para que las compañías farmacéuticas creen nuevas curas para las enfermedades de pobres. Casi todo el trabajo de desarrollo farmacéutico en el mundo está centrado en la salud de los ricos: de los 1.233 medicamentos aprobados entre 1975 y 1997, sólo 13 tenían como objetivo curar las enfermedades tropicales. En este caso, la solución consiste en compromisos de compra por adelantado, por los que los donantes prometen adquirir un número determinado de dosis de una medicina a un precio establecido. La primera de estas promesas se hizo en febrero y fue para comprar remedios contra las infecciones por neumococo, causa de la neumonía y la meningitis, que mata a 1,6 millones de personas cada año.
La idea de Lanjouw pretende resolver un tercer aspecto de ese rompecabezas, como es la disponibilidad de medicamentos. Su objetivo son males que afectan a todos por igual, tanto en los países ricos como en los pobres. En el caso de estas afecciones –dolencias cardiacas, cáncer, diabetes–, hay incentivos para crear nuevos fármacos, pero escasas probabilidades de que lleguen a los pacientes más necesitados, porque están protegidos por patentes y, gracias a la política comercial de EE UU, las patentes defienden el monopolio de los inventores, incluso en los países en vías de desarrollo, lo cual significa que allí no puede comprarlos nadie.
Aquí llega la solución de Lanjouw: enmendar la ley de patentes de EE UU de tal forma que el inventor de un fármaco, a cambio de tener protegida su patente en el mercado estadounidense, renuncie a sus derechos en los Estados con una renta per cápita inferior, por ejemplo, a 1.000 dólares al año (unos ochocientos euros). Eso no eliminaría los incentivos para desarrollar fármacos, porque los innovadores seguirían obteniendo los beneficios del monopolio en los mercados ricos.
Lanjouw propuso esta enmienda hace unos seis años, pero nunca se puso en marcha. Al principio, las empresas farmacéuticas no querían saber nada sobre menoscabar los derechos de propiedad intelectual. Después, la Fundación Gates, patrocinadora de ideas innovadoras en la política mundial de salud, también se mostró reacia a la idea, al parecer por la creencia equivocada de que enfermedades como las cardiacas son poco frecuentes en los países pobres. Y luego, en 2005, Lanjouw contrajo un cáncer muy raro. Las enfermedades extrañas no atraen inversiones farmacéuticas, así que las curas escasean. Jean lo entendía mejor que nadie.

Sebastian Mallaby dirige el Centro Maurice Greenberg de Estudios Geoeconómicos en el Consejo de Relaciones Exteriores de Washington (EE UU).

 

Problema: Calentamiento global
450 formas de frenar el cambio climático
Bill McKibben

Es innegable que la Tierra está calentándose. Lo que hay que hacer ahora es trazar un límite
El número más importante en la Tierra es, casi con seguridad, el 450. Y casi con la misma seguridad puede decirse que no es una cifra que tenga mucho significado para la mayoría de los políticos. Al menos, no por ahora.
Cualquiera que no tenga una seria manía ideológica sabe ya, a estas alturas, que el calentamiento global es un problema cada vez más cercano. Incluso en Estados Unidos, por fin, empiezan a borrarse los efectos de 20 años de desinformación por parte del sector energético: los huracanes Katrina y Gore han disipado la mayor parte de las dudas. Pero son muchos menos los que se hacen cargo de la auténtica magnitud del problema y de la velocidad a la que puede echársenos encima.
Para explicarlo brevemente: antes de la Revolución Industrial, la concentración atmosférica de dióxido de carbono era de casi 280 partes por millón. El CO2, por su estructura molecular, regula la cantidad de energía solar que se queda atrapada en el fino envoltorio de nuestra atmósfera. Marte, que tiene muy poco, es un planeta frío; Venus, que tiene mucho, es un infierno. Nosotros estábamos en el lugar ideal, que permitió que la civilización humana se desarrollase. Sin embargo, a medida que quemábamos carbón, gas y petróleo, el dióxido de carbono extra producido por esa combustión empezó a acumularse en la atmósfera. A finales de los 50, cuando empezó a medirse, tenía unas concentraciones atmosféricas ya superiores a las 315 partes por millón.Ahora, esa cifra es de 380 partes por millón, y crece cada vez con más rapidez: desde hace unos años, añadimos alrededor de 2 partes por millón anuales. Y, como era de prever, la temperatura ha empezado a aumentar.
Hace 20 años, cuando la opinión pública empezó a ser consciente del calentamiento global, nadie sabía exactamente cuánto dióxido de carbono era demasiado. Los primeros modelos climáticos elaborados por ordenador predijeron lo que podía ocurrir si se duplicaba el volumen de CO2 en la atmósfera, hasta 550 partes por millón. Pero en los últimos años, los especialistas se han mostrado inclinados a colocar el límite de peligro alrededor de las 450 partes por millón. Ése es el punto en el que el climatólogo más destacado de Estados Unidos, James Hansen, de la NASA, ha dicho que tenemos que detenernos si queremos evitar que la temperatura aumente más de dos grados Celsius. ¿Por qué es un número mágico el de dos grados? Porque, por lo que sabemos, ése es el punto en el que el deshielo de las capas de la Antártida y Groenlandia sería rápido e irrevocable. Sólo el hielo que cubre Groenlandia haría que el nivel del mar subiera unos siete metros, más que suficiente para cambiar la Tierra de forma casi irreconocible.
Hasta ahora, los esfuerzos diplomáticos para tomar medidas enérgicas sobre el cambio climático se han visto obstruidos por un par de factores. Uno, la absoluta intransigencia de EE UU, donde el 5% de la población mundial produce la cuarta parte del dióxido de carbono del planeta. Incluso suponiendo que el próximo presidente se decida a emprender un nuevo rumbo, las negociaciones internacionales que entonces puedan reanudarse seguirán entorpecidas por falta de un objetivo real y comprensible. En el Tratado de Kioto era tan importante el proceso como el resultado, puesto que se trataba de empezar a construir la infraestructura para un sistema internacional de controles del carbono. Pero aún no se daban las condiciones para fijar un objetivo real, urgente y definitivo.
Ahora ya ha llegado el momento. En vez de vagas promesas, lo que necesitamos son cifras. Será muy difícil parar en el límite de 450 partes por millón; hará falta un cambio tecnológico y social a gran escala, con las inversiones de capital económico y político que implica una transformación de ese tipo.
Y aunque consigamos aunar la voluntad política, eso no resolverá el problema: la Tierra seguirá calentándose, con consecuencias muy graves, por no decir catastróficas. Ahora bien, sin un objetivo tan fácil de vigilar como la media del Dow Jones o el volumen del PIB, las posibilidades de progresar de manera clara y centrada son casi nulas. En el futuro será fácil identificar a los hombres y mujeres de Estado: serán los que lleven una pequeña insignia que diga “450” en la solapa. En cierto sentido, ése es quizá el único número que importa.

Bill McKibben es profesor en Middlebury College (Vermont, EE UU). Es autor de Deep Economy (Times Books, Nueva York, 2007).

 

Problema: Las desigualdades
Un exceso de riqueza
Howard Gardner

Al dejar que los mercados controlen nuestros destinos, hemos perdido la perspectiva de lo que significa ser “suficientemente rico”
Desde el comienzo de la civilización, los mercados han sido ubicuos. Muchos se han beneficiado de su claridad y eficacia. Pero hay dos opiniones muy comunes sobre ellos –que es mejor que no estén regulados y que son intrínsecamente benignos– que resultan ingenuas y anticuadas. La verdad es que todos los mercados necesitan cierto grado de regulación, y que lo normal es que haya ganadores y perdedores, algo tan probable como el hecho de que la economía de mercado beneficie a todos.
En Estados Unidos, para mucha gente –quizá la mayoría–, los mercados son sagrados. Los estadounidenses, en general, no pueden ni imaginarse una sociedad que no gire en torno a un mercado libre. Al hablar con ellos (sobre todo, con los jóvenes), mi equipo de investigación se ha encontrado con que está muy extendida la idea de que cualquier intervención del Gobierno es mala, que el indicador más exacto del éxito es el volumen de dinero acumulado y que, en general, la mejor forma de saber cuánto vale una persona es saber cuánto dinero tiene; a excepción, quizá, de los magistrados del Tribunal Supremo. A la gente le cuesta creer que los consejeros delegados de empresas y las estrellas del deporte, antes, no ganaban millones, que la tasa impositiva marginal de las rentas altas era superior al 90% y que algunas personas pueden vivir felices sin necesidad de numerosos coches, casas y colegios privados.
La acumulación y transmisión de riqueza de una generación a otra en Estados Unidos ha ido demasiado lejos. Cuando un joven gestor de fondos de protección puede llevarse a casa una suma que recuerda al PIB de un país pequeño, es que algo no va bien. Cuando un empresario hecho a sí mismo puede acumular dinero suficiente como para comprar ese país, es que algo está realmente mal. Es imposible negar que el fundamentalismo de mercado ha ido demasiado lejos.
Hay dos maneras modestas y generosas de cambiar esta situación. En primer lugar, no debería permitirse que una persona pueda llevarse a casa una cantidad más de cien veces superior a lo que gana un trabajador medio de su país al año. Si éste gana 40.000 dólares, la persona que tenga un salario mayor debe tener un límite de cuatro millones. Todo lo que pase de esa cantidad debe regalarlo a alguna causa humanitaria o devolverlo al Gobierno, como donación general o para que se dedique a una partida concreta.
Segundo, no debería permitirse que una persona acumule un patrimonio más de cincuenta veces superior a la renta anual permitida. Es decir, en el caso anterior, nadie debería poder dejar a sus beneficiarios más de doscientos millones de dólares. Todo lo que pasara de ahí debería ir a parar a causas humanitarias o al Gobierno.
A quien considere que están mal esas limitaciones a la riqueza personal, le recuerdo que, hace sólo 50 años, esta propuesta habría parecido razonable e incluso generosa. Nuestros criterios para decidir cuánto es suficiente se han vuelto irracionalmente avariciosos. Si estas ideas se llevaran a la práctica, estoy seguro de que se aceptarían a una velocidad asombrosa, y la gente se preguntaría por qué no habían estado siempre en vigor.
Como sociedad, transmitiríamos una señal inequívoca de que creemos que no debe permitirse que ninguna persona ni familia acumule una riqueza sin límites. Además, podríamos usar esos miles de millones de dólares –seguramente, billones– para empezar a resolver los problemas de los que otros están escribiendo en esta serie de soluciones para salvar el mundo.

Howard Gardner es catedrático de Conocimiento y Educación en la Escuela de Posgrado de Ciencias de la Educación de Harvard (EE UU).

 

Problema: Extremismo religioso
Una solución radical
Scott Appleby

Demasiadas amenazas actuales tienen sus raíces en la religión. Necesitamos una alianza capaz de separar el bien del mal
La proliferación de la ideología y el poder religiosos –un fenómeno que se extiende por todo el mundo, desde Bagdad hasta Roma, desde Teherán hasta Jerusalén, desde Kabul hasta Washington– está elevando el conflicto corriente a un nivel espiritual y apocalíptico que intensifica su potencial destructivo. ¿Cómo podemos enfriar los ánimos? O, dicho de otra forma, ¿cómo podemos contrarrestar la retórica del choque de civilizaciones y neutralizar a los radicales intolerantes?
El mundo necesita una ofensiva religiosa que no ofenda. Nuestro laico aparato de política exterior ha ignorado tradicionalmente la religión, confiando, sin resultados, en que así desaparecería. Pero el mundo musulmán, desde África occidental hasta el sureste asiático, se apoya en la religión. Para que se forjen alianzas significativas entre sociedades que han tenido choques recientes o que albergan resentimientos históricos, la religión –nos guste o no– debe tener un papel fundamental. Y ningún acercamiento entre pueblos puede ser más eficaz que una alianza entre musulmanes y católicos.
Los más cínicos pueden pensar que es una locura promover una alianza entre religiones que han sido fuentes de intolerancia y conflicto internacional. Ese pesimismo no viene al caso. Los musulmanes y los católicos constituyen las dos comunidades religiosas más grandes del mundo, cada una con más de mil millones de fieles. Son agrupaciones con pluralidad interna, dotadas de recursos sin explorar para la resolución de conflictos y la reducción de la violencia y que están esforzándose por encontrar una forma de convivir, una con otra y con el llamado mundo laico. No son enemigas inevitables del progreso; quienes insisten en esa idea están atrapados en sus propios estereotipos gastados. El desarrollo de unas relaciones duraderas de tipo profesional, personal e institucional entre las comunidades musulmana y católica es una tarea difícil pero necesaria.
El trabajo de cooperación podría comenzar de forma modesta, como proyecto cultural y educativo, patrocinado de forma conjunta por grandes organizaciones cívicas, católicas y musulmanas. Esa colaboración inicial podría derivar en desarrollar un equipo de equipos internacional e interdisciplinario: estudiosos, intelectuales y líderes religiosos católicos y musulmanes que, entre todos, construirían una relación de hermandad y conocimiento mutuo. Serían embajadores culturales y religiosos de facto, dotados del arma más importante en el arsenal del diplomático: la comprensión.

Scott Appleby dirige desde la cátedra John M. Regan Jr. el Instituto Joan B. Kroc de Estudios Internacionales para la Paz y es profesor de Historia en la Universidad de Nôtre Dame (Indiana, EE UU).

 

Problema: Desigualdad entre sexos
El segundo sexo
Stephen Lewis

La organización global más importante no ha reconocido aún la batalla más importante del mundo: la lucha por los derechos de la mujer
Naciones Unidas tiene ante sí la recomendación de un grupo de alto nivel sobre la reforma de la ONU para crear un nuevo organismo internacional dedicado a las mujeres. Nunca, en los 62 años de historia de Naciones Unidas, había existido una oportunidad semejante. Se puede decir, sin temor a equivocarse, que la lucha por la igualdad entre sexos es la batalla más importante del planeta. Y, si logramos que se cree un organismo dedicado a las mujeres, con el apoyo firme del nuevo secretario general (para muchos, ésa será la prueba de fuego de su mandato), la aprobación de la Asamblea General y el respaldo de los grupos de mujeres en todo el mundo, quizá dispondremos, por fin, de una entidad de peso para ayudar a cambiar su vida en todas partes.
El nuevo organismo estaría dirigido por un subsecretario general –que se escogería entre personalidades de cualquier zona del mundo, sin restricciones– y debería tener, al menos, mil millones de dólares anuales para empezar, además del mandato de establecer programas específicos para las mujeres en cada sitio. Tendría que estar formado por expertos en cuestiones femeninas, y no por la mezcla variopinta de generalistas de muchos de los organismos que hoy se limitan a dar la imagen de que impulsan los temas de igualdad de sexos.
El Día Internacional de la Mujer –el 8 de marzo– estuvo lleno de gritos de angustia y llamamientos a la acción dirigidos a Naciones Unidas. Los grandes personajes de la comunidad de la ONU, en un discurso detrás de otro, llamaron la atención sobre el maremágnum de injusticias que se cometen contra ellas, desde los atroces niveles de mortalidad materna, pasando por los datos aterradores sobre violencia sexual, hasta la vulnerabilidad de mujeres y niñas frente a la pandemia del VIH/sida. Todos los discursos reconocieron que ha habido ligeros avances, pero subrayaron que todavía queda mucho camino por recorrer.
Ese camino será más corto, sin duda, si logramos crear el organismo dedicado a las mujeres. Son demasiadas las que han visto su mundo fatalmente diezmado por la pobreza, la enfermedad y el conflicto en medio de la pasmosa indiferencia de los varones. Un organismo para ellas no será una panacea instantánea, pero sí nos dará la oportunidad de cambiar la situación de desigualdad entre los sexos.

Stephen Lewis fue enviado especial de la ONU para el VIH/sida en África.

 

Problema: La guerra contra las drogas
Legalicémoslas
Christopher Hitchens

¿Queremos derrotar a los camellos y a los capos de la droga? Pues compremos lo que venden
El mayor cambio para mejorar la política exterior estadounidense, y para el que no haría falta más que un sencillo acto de voluntad política, sería el de abandonar la guerra contra las drogas. Esta reliquia de la era de Nixon lleva mucho tiempo siendo el hazmerreír dentro de las propias fronteras estadounidenses (donde los narcóticos están a disposición de cualquiera que los desee y lo único que puede garantizarse es que el dinero irá a parar a manos de criminales). Pero esos mismos rendimientos decrecientes tienen un efecto deplorable en la política internacional de EE UU.
Pensemos en el caso de Afganistán. Hace 30 años era un país de viñedos, famoso por sus uvas pasas. Ahora padece tal deforestación que un agricultor tendría que ser muy optimista para plantar una viña, mientras que el que cultiva amapolas, por lo menos, tiene asegurados ciertos ingresos. Nos dedicamos a quemar y destruir el único cultivo real del país. Y los beneficiarios de esta política son los talibanes. ¿Por qué no, en lugar de esto, compramos las cosechas afganas, las utilizamos para fabricar calmantes y quemamos o arrojamos a la basura el resto (si es que hace falta) mientras que, en paralelo, ofrecemos incentivos y ayudas a los viticultores? Ya pagamos a los turcos para que cultiven opio con fines médicos; no necesitan el dinero. Los ingresos que ahora van a parar a narcotraficantes y terroristas podrían emplearse directamente en la reconstrucción de Afganistán. Puede decirse que sería una situación en la que todos saldríamos ganando. Y esto, por no hablar más que de los opiáceos. La utilidad de la marihuana para combatir el glaucoma y ayudar a aliviar el dolor de la quimioterapia está ya muy documentada. Además, la despenalización de las drogas significaría asimismo que habría menos impurezas letales (porque los traficantes cortan el material) y menos glamour del que se asocia a la prohibición. Las posibilidades de corrupción de las instancias oficiales también disminuirían, así como las guerras entre bandas. No hace falta ser apóstol de Milton Friedman para comprender que cualquier intento de prohibir un producto con tanta demanda y tanta facilidad de abastecimiento está condenado al fracaso.

Christopher Hitchens es colaborador de Vanity Fair y autor de Thomas Paine’s ‘Rights of Man’: A Biography (Atlantic Monthly Press, Nueva York, 2007).

 

Problema: La moribunda democracia rusa
¡Salvemos a los rusos!
Nicholas Eberstadt

Los ciudadanos de la antigua superpotencia están muriendo en cantidades catastróficas. Por muy poco, podemos probar que no les hemos olvidado
En los siete años transcurridos desde que Vladímir Putin llegó al poder, la población rusa padece un exceso de mortalidad. Desde 2000, han muerto de forma prematura casi 3,9 millones más de personas –un millón de mujeres y casi tres millones de hombres– de las que habrían fallecido si se hubieran mantenido las magníficas condiciones sanitarias de la época de Gorbachov. Esa cifra representa más del doble de las bajas totales que sufrió el Imperio Ruso bajo el reinado de Nicolás II en la Primera Guerra Mundial. Y otra comparación todavía más asombrosa: el número de muertes prematuras per cápita en Rusia está quizá a la altura o por encima del número de muertes por VIH/sida en el África subsahariana. Es la triste prueba de que una sociedad que es culta y urbanizada puede sufrir un declive prolongado de la salud incluso en tiempos de paz. Para eterna vergüenza de Putin, el Kremlin ha preferido ignorar la espantosa y continua hemorragia de vidas rusas que se pierden por esta enorme herida nacional. Pero eso no significa que se deba hacer lo mismo.
Salvar a millones de rusos durante los próximos decenios no sería una mera hipérbole: bastarían unas intervenciones políticas relativamente baratas para rescatar a miles cada año. La espiral de la muerte en Rusia gira, sobre todo, en torno a un tipo de fallecimientos innecesarios y prevenibles, causados por enfermedades del corazón y traumatismos graves (dos factores muy relacionados en ese país con el consumo excesivo de alcohol). ¿Por qué no dar una respuesta enérgica mediante programas de prevención cardiovascular, educación sobre el alcohol, campañas de seguridad en la carretera y la creación de equipos de urgencias en los centros urbanos de Rusia? Un reciente estudio de la Universidad Johns Hopkins (EE UU) indica que hay unas cuantas iniciativas médicas que, planeadas con inteligencia, podrían dar enorme rendimiento: las medidas de seguridad en el tráfico podrían ahorrar muertes con un coste de sólo 5 dólares al año por vida salvada; las cardioterapias con aspirina y betabloqueantes pueden hacerlo por unos veinticinco dólares, y el precio de cada deceso evitado gracias a los equipos médicos de urgencias con ambulancias no alcanza los 1.500 dólares. Una campaña internacional para salvar a los rusos no sólo tendría enormes repercusiones humanitarias, sino que permitiría cosechar dividendos políticos importantes. En un momento en el que el aislamiento de Rusia es cada vez mayor, sería un gesto simbólico importante para asegurar a sus habitantes que no les hemos olvidado. Como no debería olvidarse que la demografía y la democracia tienen su suerte mucho más unida de lo que se cree. La historia contemporánea muestra una sólida relación entre el tipo de gobierno y la salud de los gobernados. Las democracias constitucionales, que incluyen el respeto a la vida de sus ciudadanos, están obligadas a proteger y cuidar a la gente de una manera totalmente distinta a las autocracias y las dictaduras. Considerar las vidas humanas como algo importante –y catalizar más voces políticas en favor de ese sentimiento dentro de Rusia– puede ser un primer paso para reavivar el proyecto democrático del país.

Nicholas Eberstadt ocupa la cátedra Henry Wendt de Economía Política en el American Enterprise Institute de Washington (EE UU) y es asesor principal en la Oficina Nacional de Investigaciones sobre Asia..

 

Problema: El fracaso de la ayuda exterior
Financiar lo que funciona
Esther Duflo

El problema no es que seamos demasiado generosos o demasiado tacaños: lo que necesitamos es ayudar a los pobres a que se ayuden a sí mismos
Todo el mundo es bastante cínico a propósito de la ayuda exterior. Los contribuyentes de los países desarrollados se quejan de que el dinero, muchas veces, se gasta en unos aparatos burocráticos desmesurados y acaba en las cuentas en Suiza de dictadores de países subdesarrollados o se malgasta en proyectos bienintencionados pero inútiles. A los pobres les molesta el uso de la ayuda como instrumento para comprar apoyo político, su falta de control sobre ella, las modas a las que está sometida y su carga administrativa.
Para responder a esa situación, algunos críticos sugieren que se deje de ofrecer ayuda. Pero renunciar a la solidaridad humana esencial es moralmente inaceptable y políticamente peligroso. Transmitiría un mensaje muy negativo a los más desfavorecidos del mundo. Otros, por el contrario, dicen que la ayuda exterior debería multiplicarse, hacer un gran esfuerzo para erradicar la pobreza de todo el planeta. Pero, por desgracia, nuestra capacidad de recaudar grandes cantidades de dinero para ayuda y de gastar bien esas sumas no ha sido nunca demasiado brillante.
La solución consiste en reformar la manera de asignar la ayuda exterior. En primer lugar, una parte debería destinarse a facilitar a los Estados la prueba y valoración de los problemas de sus habitantes más pobres. La mayor parte del resto (excluida la ayuda para catástrofes) serviría para subvencionar la ampliación de proyectos que hayan demostrado su eficacia. Aquellos que muestren la voluntad de poner en práctica proyectos incluidos en una lista aprobada tendrían derecho a la ayuda económica y técnica necesaria. Los países que deseen el dinero para testar algo que no esté en esa lista tendrían acceso a la subvención para programas piloto, con la condición de que sus planes de evaluación fueran sensatos y aceptaran una vigilancia estricta de su aplicación. Si esta idea estuviera hoy en vigor, habría ya varios proyectos que cumplirían los requisitos para la ampliación, como el de desparasitar a los niños que viven en las regiones afectadas y el de dar incentivos a los padres para que inmunicen a sus hijos.
Según esta propuesta, la mayor parte del dinero de la ayuda se dedicaría a programas de éxito comprobado y transparente. Sería posible calcular cuántas vidas salva un proyecto concreto, por ejemplo, con lo que se acallaría el escepticismo tanto en los países ricos como en los pobres. Desaparecería la arbitrariedad con la que se escogen los países receptores y los proyectos. La financiación se condicionaría a la puesta en práctica de los mismos, lo cual evitaría el desperdicio. Y esa obligación de responsabilidad y transparencia justificaría el aumento de la ayuda, lo cual contribuiría a la lucha contra la pobreza en el mundo. Gastar el dinero de la ayuda de forma eficaz y racional es posible. Hacer gala de la voluntad política necesaria restablecería una confianza que se está perdiendo a toda velocidad.

Esther Duflo ocupa la cátedra Abdul Latif Jameel de Alivio de la Pobreza y Economía del Desarrollo en el MIT (Massachusetts, EE UU).Esther Duflo ocupa la cátedra Abdul Latif Jameel de Alivio de la Pobreza y Economía del Desarrollo en el MIT (Massachusetts, EE UU).

Problema: Un tratado olvidado
Nueva ley del mar
Paul Saffo

Cómo una simple firma podría beneficiar a todo el mundo
¿Quieren retrasar el calentamiento global? ¿Alimentar a los pobres? ¿Prevenir el terrorismo? Si es así, seguro que su primer impulso no es pedir a un pesado aparato burocrático, docenas de países y miles de grupos políticos que acepten una sola vía para resolver las crisis más urgentes que padece el mundo. Los tratados internacionales tardan años en redactarse y, aun en el improbable caso de que se ratifiquen tal como se concibieron en un principio, tienen pocas garantías de éxito. Sin embargo, el Senado de Estados Unidos tiene ahora la capacidad de mostrar una excepción a esta máxima del derecho internacional. Con una sola votación puede contribuir a la estabilidad ambiental y ayudar a la sociedad civil en todo el planeta. Ha llegado el momento de que EE UU ratifique, por fin, el Convenio de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.
Este tratado, que establece el marco legal internacional por el que se rigen los océanos, entró en vigor en 1994 y cuenta con un respaldo mayoritario en todo el mundo. Pero a la hora de la verdad, hasta que Washington lo ratifique, es letra muerta. Las objeciones originales que retrasaron su ratificación –sobre todo, las disposiciones sobre extracciones en las profundidades marinas– quedaron resueltas hace tiempo, pero el acuerdo sigue bloqueado por un puñado de senadores republicanos conservadores a los que preocupa una concepción estrecha y anticuada de la soberanía nacional.
Los aspectos que ayudaría a mejorar el convenio son cada vez más cruciales: la conservación de las reservas de pescado, la protección ambiental yla supresión de la piratería y la delincuencia en alta mar, cuya existencia va en aumento. Un tratado eficaz impulsaría los esfuerzos para proteger unas reservas de pescado que están en declive y de las que depende casi el 15% de la población mundial como fuente fundamental de proteínas. Dejaría claros los derechos de acceso a estrechos estratégicos y protegería el comercio mundial al homogeneizar los esfuerzos internacionales para controlar la piratería. Además, ofrecería protección al frágil entorno marino en un momento en el que el cambio climático que se avecina nos plantea enormes incertidumbres.
Pocos pasos puede dar EE UU más fáciles o más beneficiosos para el mundo que ratificar este tratado. Los problemas que aborda, desde las reservas de alimentos hasta el terrorismo, no pueden seguir esperando.

Paul Saffo es analista de tecnología en Silicon Valley y profesor asociado en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Stanford (EE UU).

 

Problema: La dependencia del petróleo
Encender el interruptor
Amy Myers Jaffe

Casi todo el petróleo del mundo estará pronto en manos de autócratas poco fiables. Habrá que electrificarse
P oco a poco, en silencio, el mundo del petróleo ha cambiado. Las grandes compañías que dominaban los mercados energéticos en la segunda mitad del siglo XX –ExxonMobil, BP, Royal Dutch Shell y otras semejantes– poseen ahora menos del 10% del crudo y del gas en el mundo. De su puesto les han apartado diversas empresas nacionales controladas por los gobiernos, que poseen ahora casi el 80% de las reservas de petróleo, dominan de forma aplastante la producción y los precios y no se recatan a la hora de emplear su poder geopolítico.
No es posible eludir la realidad de que, en gran parte, el futuro suministro de oro negro dependerá de estos monstruos nacionales. Las connotaciones de esta reestructuración del sector deberían despertar las alarmas en las capitales de los grandes consumidores de crudo. La lista de empresas petrolíferas nacionales que en los últimos años han tenido una producción estancada o en declive debido a disturbios civiles, ineficacia, injerencia oficial o corrupción es larga e incluye a países como Indonesia, Irán, Irak, México, Rusia y Venezuela. De hecho, muchos productores importantes podrían imitar al Estado persa y convertirse en importadores netos de petróleo en los próximos años, entre ellos México e incluso Venezuela, a medida que los ingresos se desviaran hacia gastos sociales internos más acuciantes en vez de dedicarlos a unas reinversiones muy necesarias. Por todo ello, en el futuro, el suministro de oro negro podría dejar de materializarse en las cantidades previstas y necesarias.
Toda estrategia energética que se limite a tontear con el problema, sin entrar en él, muestra una peligrosa falta de previsión. Necesitamos una solución radical, con más posibilidades a largo plazo. Y, en este sentido, el medio del futuro es quizá la electricidad. Canadá, Francia, Alemania y Estados Unidos generan electricidad a partir de distintas fuentes de combustible pero, en general, sin recurrir al petróleo. Hay que transformar la flota automovilística en vehículos híbridos, de enchufe, capaces de funcionar tanto con electricidad como con gasolina, como el Renault Kangoo y los modelos híbridos Toyota Prius y Dodge Sprinter. Este cambio prepararía mejor a la gente para cualquier contingencia. Si escasea el petróleo, enchufamos los coches. Con el tiempo, si hay que restringir el carbono, podremos enchufar los vehículos para obtener electricidad a partir de energía nuclear o solar, combustibles limpios renovables o carbón del que se haya eliminado el carbono. Si lográsemos reducir la demanda de gasolina, eliminaríamos el 70% del aumento previsto en la demanda de petróleo. Disponemos de la tecnología necesaria para hacerlo. Sólo tenemos que utilizarla.

Amy Myers Jaffe ocupa la cátedra Wallace S.Wilson de estudios sobre la energía en el Instituto James Baker III de Política Pública y es profesora asociada en Rice University (EE UU).

Problema: La guerra contra el terror
Cómo ganar
John Arquilla

Tras seis años de guerra, Estados Unidos todavía no reconoce al enemigo
Red” es la palabra más empleada para describir a las organizaciones terroristas islamistas desde el 11-S. Sin embargo, seis años después del primer gran conflicto armado entre Estados y redes, las naciones siguen luchando como en la última guerra. No ha habido casi ninguna señal de que la persecución de Al Qaeda y sus aliados se base en ninguna idea seria sobre el nuevo tipo de problemas que suponen unos adversarios que trabajan en grupos pequeños e interconectados, con un control central mínimo.
Los países siguen pensando en acumular tropas sobre el terreno y atacar con una fuerza aplastante, tal como intentó hacer el Ejército de Estados Unidos en Irak. Pero las redes allí presentes han sabido esquivar los golpes sin problema y han continuado su molesta insurgencia con una brutalidad creciente. En este nuevo tipo de conflicto –que podemos llamar guerra de redes–, la dinámica fundamental consiste en que unos se esconden y otros les buscan. Se acabaron los tiempos en los que unas fuerzas masivas se enfrentaban a oscuras en una llanura. Ahora, si no se encuentra al enemigo, no se puede luchar contra él.

Para tener alguna esperanza de acabar derrotando al terrorismo, los países necesitan comprender las redes como forma organizativa peculiar, no sólo como una cómoda etiqueta. En la práctica, eso significa atacar sus nodos, no limitarse a debilitarlos mediante invasiones o bombardeos de Estados sospechosos de ayudarles. No puede atacarse con un Ejército de tierra, lo que hace falta es colocar sobre el terreno unas fuerzas propias ágiles y configuradas en red. Irónicamente, el Ejército estadounidense empezó la guerra contra el terrorismo de esa forma, cuando bastaron 11 equipos A de las Fuerzas Especiales –menos de 200 soldados– para derrocar a los talibanes y hacer huir a Al Qaeda. Los equipos estaban conectados entre sí y con los aviones de combate que les sobrevolaban. Resultaron imparables.
Sin embargo, desde finales de 2001, los generales estadounidenses han reafirmado su preferencia tradicional por las unidades grandes y pesadas, primero en Afganistán y luego en Irak. Como consecuencia, hoy nos encontramos en dos atolladeros, en gran parte por no querer combatir las redes con redes. Todavía estamos a tiempo de cambiar de rumbo.

John Arquilla es catedrático de Análisis de la Defensa en la Escuela Naval de Posgrado (EE UU).

Problema: La malnutrición
Tomar vitaminas
Bjørn Lomborg

La falta de alimentos no es lo único que roba a los pobres del mundo un futuro saludable
La malnutrición afecta a una de cada seis personas. Aunque estamos avanzando en la buena dirección –a pesar de que cada año se añaden más de setenta millones de personas a la población mundial, el número de los que padecen carencias alimenticias ha disminuido–, más de tres millones morirán este año por no estar debidamente nutridos. Alrededor de ochocientos millones están infraalimentados de forma crónica.
La forma más conocida de desnutrición es la falta de calorías. Pero existe otra más extendida. No es tan visible ni fotografiable, por lo que llama poco la atención. Y, sin embargo, podría resolverse con facilidad. Tiene un nombre tan poco sexy como “carencia de micronutrientes”: falta de yodo, vitamina A y hierro.
Los niños con falta de yodo no se desarrollan como es debido, ni física ni intelectualmente; no necesitan más que sal yodada. La ausencia de vitamina A aumenta el riesgo de ceguera; sería posible facilitar su administración incluyéndola en alimentos básicos como el arroz dorado transgénico.
La carencia de hierro afecta a 3.500 millones de personas, más de la mitad de la población mundial. Un déficit de hierro detiene el crecimiento y dificulta las facultades mentales: disminuye hasta en 15 puntos el coeficiente intelectual de un niño normal. Reduce la capacidad de realizar un trabajo manual hasta en un 17%. Hoy mina la salud y la energía de 500 millones de mujeres e impide el crecimiento del 40% de los niños en los países en vías de desarrollo. Y, sin embargo, sabemos cómo resolver este problema: reforzar la harina, el arroz y la sal es barato y sencillo. En otros casos, sería posible repartir humildes cazuelas de hierro, que desprenden el mineral poco a poco al usarlas. Resolver la carencia de micronutrientes mejoraría rápidamente, y de forma barata, la vida de miles de millones de personas. Costaría aproximadamente 25 centavos ayudar a cada individuo con falta de hierro, y los beneficios obtenidos en cuanto a aumento de la productividad, por ejemplo, serían de unos 50 dólares por persona. En otras palabras, se podría hacer un bien más de doscientas veces mayor que lo gastado. Hay pocas apuestas más rentables.

Bjørn Lomborg es director del Centro del Consenso de Copenhague, profesor adjunto en la Escuela de Empresa de Copenhague y autor de Cool It (Knopf, Nueva York, 2007).

Problema: Rumores en la Red
Periodismo digital ético
Lluís Bassets

La Red, que se ha convertido en un nuevo espacio comunicativo, debe heredar la ética periodística de los medios tradicionales
La nueva galaxia comunicativa ha nacido en una zona muy alejada del periodismo tradicional. Sus modos de expresión tienen más que ver con la conversación privada que con la organización del espacio público. De ahí que todo, sus contenidos, sus códigos éticos e incluso sus formas expresivas, sean radicalmente nuevas y muy chocantes para las audiencias de los viejos medios de comunicación.
Han merecido una valoración negativa algunas de las características de este nuevo espacio comunicativo, como son el exceso de información, la escasa fiabilidad de sus contenidos, la libertad expresiva que puede llegar al insulto y a la calumnia, o la trivialidad de los mensajes que se convierten en aparente alternativa a los medios tradicionales. La competencia de este nuevo espacio comunicativo está erosionando de forma acelerada el mercado tradicional y sus modelos de negocios, sin que se perciba todavía la existencia de otros alternativos. La información poco elaborada, con escaso contexto y análisis, construida fundamentalmente sobre la mera acumulación de datos, se convierte gracias a los buscadores en alternativa práctica a las noticias de los periódicos y de los informativos radiofónicos y televisivos.
No es extraño que de la propia Red estén surgiendo iniciativas que pretenden imponer códigos éticos a los bloggers, como es el caso de la encabezada por Tim O’Reilly y Jimmy Wales; el primero, creador del concepto web 2.0 o crowdsourcing (suministro de contenidos por parte del público), y el segundo, de una de las variantes prácticas de esta idea que es la Wikipedia. El control de cada blogger sobre los contenidos de su bitácora y de las opiniones que suscita o la eliminación de los comentarios anónimos son algunas de las ideas que ya se han lanzado.


Esto está muy bien, pero hay que ir más lejos. La apuesta consiste en trasladar a la Red, a los portales y a los blogs los criterios pro-fesionales y la ética del viejo oficio periodístico. La veracidad, la lealtad a los lectores, la disciplina de la verificación, la independencia en relación a las fuentes de las informaciones, el escrutinio de los gobiernos y administraciones, el servicio al pluralismo ideológico y social, la atención al interés general, y tantos otros conceptos básicos en la prensa ideal, se hallan en un proceso de profunda erosión. Es probable que una de las claves del futuro del periodismo resida en su capacidad para perpetuar una tradición ética, una cultura profesional y un conjunto de buenas prácticas que son las propias del periodismo de calidad, culto y de referencia en este mundo nuevo de la información digital. Para conseguirlo, un paso elemental es que los periodistas tradicionales se conviertan también en ciberperiodistas.

Lluís Bassets es director adjunto del diario español El País, donde tiene un blog.

PROBLEMA: Seguridad en Internet
Señores de su dominio
Mikko Hypponen

El fraude bancario por Internet está creciendo de forma desenfrenada porque es muy sencillo. He aquí un remedio que significará ganancias
La seguridad informática es un asunto complejo, y no existe ninguna panacea. Pero algo que sigue desconcertándome es cómo utilizamos la banca on line. Piensen en la dirección de Internet de su banco. Seguramente acaba en uno de los dominios de primer nivel: “.com” si están en EE UU, o, según el país, “.uk”, “.de”, “.es”, “.jp” y otros semejantes. Por eso, sitios web con nombres como “bankofamerica-online.com”, “lloydstsb-banking.com”, “hsbclogin. com” y “paypalaccount.com” son muy peligrosos. Parece que son los de verdad, pero están en manos de delincuentes. Todos los días aparecen nuevas páginas falsas de bancos. Están alojadas en webs con nombres ambiguos que parecen la dirección de un banco auténtico y en unos dominios que se han inscrito con información falsa. Los impostores bombardean a los consumidores con correos de tipo phishing y les atraen a esas páginas, en las que les roban toda la información sobre su dinero.
¿Cómo es posible que ocurra? En la actualidad, cualquiera dispuesto a pagar una tarifa de aproximadamente cinco dólares puede inscribir el nombre de dominio que desee, siempre que no esté ya ocupado. De modo que crear esas páginas de imitación es rápido, fácil y barato. ¿Por qué operan los bancos y otras instituciones financieras en dominios públicos de primer nivel como .com? La Corporación para la Asignación de Nombres y Números de Internet, el organismo que crea los dominios de primer nivel, debería crear uno nuevo, seguro, sólo para eso; algo como “.bank”, por ejemplo.
De esa forma, sólo podrían inscribir nuevos dominios, dentro de ese dominio de primer nivel, organizaciones financieras legítimas. Y el precio no sería barato; podría ser, por ejemplo, 50.000 dólares, una cifra demasiado cara para la mayoría de los imitadores. Los bancos estarían encantados. Se apresurarían a pasar sus páginas a uno más seguro.
La creación de un nuevo dominio para un sector concreto tiene precedentes. Ya lo hemos hecho con los museos, con su genérico y restringido “.museum”. Si podemos proteger los almacenes que contienen valiosas obras de arte de los ladrones más desvergonzados que hay en Internet, seguro que podemos encontrar la forma de proteger nuestro dinero.

Mikko Hypponen es responsable de investigación en F-Secure Corp., con sede en Helsinki (Finlandia).

 

Problema: La pandemia del sida
Una inyección preventiva
Seth Berkley

La vacuna contra el sida es posible si aceleramos el paso
Los estragos del sida no son nada nuevo. Para la mayor parte del mundo, los inconmensurables datos de la enfermedad –por ejemplo, los 25 millones de personas que ya han sucumbido al virus y los 4,3 millones que contrajeron el VIH sólo el año pasado– se han vuelto demasiado corrientes. El sida debilita los esfuerzos para acabar con la pobreza, el hambre y el analfabetismo, combatir las grandes enfermedades infecciosas y mejorar el nivel de vida y la salud de madres e hijos en todo el mundo. A pesar de que en los últimos 25 años ha habido avances prometedores, incluidos programas de tratamiento y prevención, el virus sigue estando un paso por delante de la comunidad internacional. Lo que no sabemos es que la ciencia y la industria están desarrollando ya instrumentos que dan esperanzas de acabar con esta plaga sin precedentes.
El mundo ha avanzado mucho en la expansión del tratamiento del sida y los programas asistenciales, pero el número de infecciones sigue aumentando, sobre todo entre las mujeres, los niños y los grupos marginados. Por cada persona que obtiene tratamiento para toda la vida, se infectan siete. De seguir así, la situación es insostenible. Las pruebas científicas indican que es posible hallar una protección inmunológica, es decir, una vacuna. Sólo con que tuviera el 50% de eficacia y se administrase a la tercera parte de los adultos en los países en vías de desarrollo, podría reducir el número de nuevas infecciones a menos de la mitad en el plazo de 15 años.
Aunque el interés por las vacunas contra el sida ha revivido –existen en estos momentos más de treinta pruebas en 24 países–, debemos redoblar los compromisos políticos y económicos para acabar con esta pandemia. El problema es que las pruebas clínicas de vacunas siguen un modelo convencional que es demasiado lento y no permite dejar claro cuáles son las candidatas más prometedoras ni establecer prioridades. Para acelerar la fase de desarrollo, sería preciso encaminar las mejores vacunas por una vía rápida en la que todas las pruebas puedan hacerse una detrás de otra. Las pruebas actuales con 3.000 personas tardan un mínimo de tres años en dar resultados provisionales. En cambio, seis pruebas con 500 personas de poblaciones de alto riesgo, comparando distintas vacunas candidatas, podrían completarse en la mitad de tiempo con los mismos recursos. Esto adelantaría en años el descubrimiento de la vacuna que tan desesperadamente necesita el mundo.

Seth Berkley es presidente y consejero delegado de la Iniciativa Internacional para la Vacuna del Sida.

 

PROBLEMA: La democracia nada liberal
No a la representación sin impuestos
Philip Bobbitt

La gente sólo se interesa por el sistema cuando se ve obligada a pagar por él
Amedida que la democracia aumenta en el mundo, debemos asegurarnos de que, al mismo tiempo, las poblaciones democráticas tengan interés por la política de sus países. Paradójicamente, ese interés necesita no sólo que estén representados, sino que paguen impuestos.
Me explicaré. Una situación en la que un Estado no cobra impuestos a sus ciudadanos, sino que vive de los ingresos que produce la venta de su patrimonio, es una situación enfermiza; y cada vez más habitual. Cuando ocurre eso, las instituciones representativas nunca se afianzan, los beneficios salen al extranjero en vez de invertirse para diversificar la economía y los funcionarios del gobierno asignan prácticamente todos los contratos. A los demagogos populistas les encanta este sistema, en todas partes. Les proporciona un electorado que cree que la culpa de su pobreza es de otros países precisamente porque compran sus recursos. Mantiene a la gente a merced de las dádivas e impide que surjan unas instituciones democráticas que sirvan de contrapeso. Socava los derechos de propiedad y el imperio de la ley, porque el legislador supremo no es el pueblo, sino el Estado.
Los habitantes de muchos países del mundo viven engañados. Les han hecho creer que la riqueza privada es enemiga de la riqueza del pueblo porque las fortunas individuales proceden a menudo de la corrupción. Quizá creen que el gobierno cuida de la gente, pero en realidad no hace más que repartir la riqueza del pueblo (normalmente, después de considerables “gastos administrativos”). Lo más insidioso es que les dicen que la riqueza se crea a costa de pobreza, que es una batalla a todo o nada, lo cual distorsiona la actitud política de la sociedad e incluso sus relaciones internacionales. No comprenden que su situación de desventaja está imbricada en el tejido de sus sistemas políticos y económicos, porque no puede haber “representación sin impuestos”.
La última muestra de este desgraciado sistema se ha producido en Irak. La nueva Constitución iraquí no supo dar a cada ciudadano una participación igual e inalienable en una empresa privada que controla el crudo y el gas del país. En vez de exigir al Estado que cobre impuestos a los ciudadanos para financiar sus bienes, la Carta Magna le otorga directamente los ingresos del petróleo. Esta situación tendrá profundas repercusiones de corrupción, bajo rendimiento económico e instituciones representativas débiles. Al final, paralizará la democracia por la que tanto han y hemos sufrido.
Irak no es más que el último país en probar que no puede haber representación real sin impuestos. Para que este Estado –y cualquier otro que sea rico en recursos pero en situación difícil– tenga esperanzas de llegar a ser representativo, honrado y transparente, en el que todos los ciudadanos tengan interés, conviene que piense en revisar su composición constitucional. Sólo cuando las poblaciones democráticas ayuden a financiar el sistema, compartan la carga y las oportunidades que da la riqueza del país y exijan responsabilidades, devolverán el control de su país adonde corresponde.

Philip Bobbitt ocupa la cátedra del Centenario de A.W.Walker en la Facultad de Derecho de la Universidad de Texas y es profesor visitante en la cátedra Samuel Rubin de la Facultad de Derecho de Columbia (EE UU).

 

PROBLEMA: La malaria
Cómo detener a un asesino en serie
Jeffrey Sachs

Cada día, la malaria mata a 7.000 niños. Por tres dólares cada uno, podríamos acabar con estas muertes innecesarias
La malaria es un asesino masivo. Este año morirán probablemente por esta enfermedad transmitida por los mosquitos entre uno y tres millones de niños; más o menos 7.000 al día. Alrededor del 90% de todo ese asombroso volumen de enfermedad y muerte se producirá en África. No hay excusas para no actuar, sobre todo porque esta enfermedad es prevenible en gran parte y tratable. Además de la pérdida de vidas, perjudica la productividad, afecta a la escolaridad y los estudios e impide el crecimiento económico. La malaria es un factor que contribuye a retrasar la transición demográfica hacia unos índices de fertilidad más bajos, un paso crucial en el camino para salir de la pobreza.
Se sabe cómo resolver esta crisis. Un sencillo paquete de tecnologías podría controlar la enfermedad en África de aquí a 2010. Si se combina la prevención (con mosquiteros tratados con insecticida y tratamientos contra la malaria) con unos fármacos muy eficaces, las llamadas terapias de combinación a base de artemisinina, es posible reducir notablemente la transmisión del mal y salvar vidas. Estas medidas esenciales, junto con la aplicación de insecticidas de interior cuando sea necesario, la mejora de la logística en la distribución de medicamentos y la formación de los profesionales de la sanidad en cada comunidad, podrían dar un vuelco a las perspectivas sanitarias y económicas de África. El lastre que suponen los casos graves y las muertes por paludismo podría disminuir, tal vez, en un 90% o más en las regiones en las que se apliquen de forma intensiva la prevención, el diagnóstico y el tratamiento oportuno.
¿Y quién debe pagar todo esto? Mis colegas y yo calculamos que el coste total de controlar por completo la malaria en África sería de unos 3.000 millones de dólares anuales hasta 2015. Es demasiado para un continente pobre como África, pero una minucia para los países ricos. En el mundo desarrollado viven más de 1.000 millones de personas, de modo que el coste asciende a menos de tres dólares por cabeza. El control total de la malaria en África ofrece a los países desarrollados una forma inigualable de fomentar la seguridad del planeta a largo plazo, al salvar la vida de millones de personas e impulsar las perspectivas económicas de muchos de los lugares más pobres del mundo.

Jeffrey Sachs es el director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia (EE UU).

PROBLEMA: La pobreza
El mundo en venta
C. K. Prahalad

El sector privado es la mejor arma contra la pobreza masiva
Las crisis que persisten en el mundo –el genocidio en África, la inmigración ilegal, los Estados fallidos y en bancarrota como Bangladesh, Nepal, Pakistán y Sri Lanka– transmiten un mensaje común. Son problemas que perduran cuando se combinan una pobreza profunda y la pérdida de esperanza. Da la impresión de que los beneficios de la globalización han dejado de lado a más de 3.000 millones de los más necesitados del mundo. Puede discutirse si la globalización es buena o mala para los pobres. Es una discusión puramente teórica. Al final es como la gravedad; no sirve de nada negar su existencia. La tarea es desafiar la gravedad y construir un avión que vuele. Nuestra responsabilidad es asegurarnos de que el proceso beneficie a todos, convertir la desesperación en esperanza y la pobreza en oportunidad.
Ese esfuerzo debe comenzar con una meta clara: hay que democratizar el comercio. Cada persona, como microconsumidor, debe tener acceso a productos y servicios de primera categoría. Pero, al mismo tiempo, debe tener acceso a los mercados mundiales como microproductor, para vender el fruto de su trabajo a un precio justo. ¿Parece utópico? Es más realista de lo que se cree. Abundan los ejemplos. Los nuevos modelos de negocio, como los quioscos de Internet en los que se paga por cada uso, los envases monodosis de aspirinas y champú y el pago a plazos han facilitado el consumo a los pobres. Y éstos, como microproductores, también pueden ser una realidad. Valga el ejemplo de Amul, una explotación láctea en Gujarat (India) construida como cooperativa con 2,5 millones de granjeros en 12.000 pueblos. Es ya el primer productor de leche del planeta –casi 6,5 millones de litros al día– y se está convirtiendo en una marca mundial. China e India han demostrado que cientos de millones de personas pueden salir de la pobreza más profunda en el espacio de una generación.
¿Cuál ha sido la clave de su éxito? La ayuda no es la respuesta a este tipo de pobreza masiva. Los subsidios, las subvenciones y la filantropía pueden ser factores, pero la verdadera solución es el desarrollo local del sector privado, y eso exige acciones concretas que tengan en cuenta los antecedentes históricos del país en cuestión. Amul ha prosperado porque previó una necesidad comercial de la población agraria y pobre de India. En China, el Partido Comunista está reconociendo, por fin, la importancia de los derechos de propiedad para proteger el éxito empresarial. Los gobiernos y las empresas que comprendan que lo que sirve para sacar a la gente de la pobreza en Bangladesh no tiene por qué servir en Haití no sólo prosperarán sino que contribuirán a sumar millones de nuevos productores y consumidores a la economía mundial. Es posible tener un sector privado que salga ganando y, al mismo tiempo, haga el bien. Los pobres están listos. ¿Lo estamos nosotros? –

C. K. Prahalad es profesor de Estrategia Empresarial en la Universidad de Michigan (EE UU).

PROBLEMA: La proliferación nuclear
Ofrecer seguridad
William Odom

Las políticas previstas para detener la expansión de las armas atómicas están empeorando las cosas
La difusión de las nuevas tecnologías en todos los ámbitos es imparable. Las armas nucleares no son ninguna excepción. Al contrario, las políticas llevadas a cabo por Estados Unidos para impedir su proliferación la han acelerado. Al principio, Washington compartió sus conocimientos nucleares con Gran Bretaña y Francia. Luego se mostró permisivo con el programa clandestino de Israel. Recientemente, su rápido cambio de actitud, de hostil a acomodaticia, respecto a los programas de India y Pakistán –después de que ambos hicieran una demostración nuclear– ha convertido el Tratado de No Proliferación y el régimen mundial basado en él en papel mojado.
Ahora que los países del eje del mal son el principal foco de atención de la política de no proliferación en EE UU, las amenazas del presidente George W. Bush no han servido más que para empujar a Irán y Corea del Norte a acelerar sus respectivos programas. Pyongyang ya ha puesto en evidencia a Bush, e Irán quizá conceda un aplazamiento, pero no renunciará. Bombardear sus instalaciones podría retrasarles, pero, a estas alturas, habría que recurrir a una invasión por tierra para detenerles del todo.
Es decir, la estrategia para asegurar la no proliferación está dañando los intereses de seguridad que pretendía defender, que se concretan en la estabilidad regional. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ésa ha sido la máxima prioridad de la Casa Blanca en el golfo Pérsico y el noreste de Asia.
Sin embargo, la política de no proliferación que lleva a cabo es desestabilizadora e irresponsable, y va en detrimento de esa prioridad. En vez de reconocer que los Estados aspiran a tener armas nucleares, sobre todo, cuando se sienten inseguros, el Gobierno estadounidense ha puesto a los regímenes más frágiles y peligrosos del mundo contra las cuerdas. Los resultados eran de prever. La invasión de Irak ha hecho que la región esté en la situación más inestable desde 1945. La política estadounidense en el noreste asiático ya ha producido una Corea del Norte nuclearizada. Peor aún, muchos surcoreanos interpretan esa políticacomo discriminación contra los coreanos en general y se han puesto de parte de su vecino del Norte. Otros no dicen nada y esperan heredar las armas nucleares norcoreanas, tanto si se produce la reunificación como si se da una solución de dos Estados para la península. Una Corea con armamento atómico y sin tropas de Washington es la fórmula más segura para que Japón se vuelva nuclear. Y eso no sólo empujará a Corea hacia la órbita de seguridad de China sino que pondrá en marcha la rivalidad atómica estratégica entre chinos y japoneses.
¿Qué se puede hacer? En primer lugar, reconocer que dos Estados nucleares nuevos, unidos a la estabilidad en la región, es un resultado mejor que dos Estados nucleares con agitación regional. Segundo, reconocer que para prevenir la proliferación es preciso que los Estados se sientan seguros. Eso requiere estrategias específicas para cada país en función de sus necesidades de seguridad. Por ejemplo, si Washington renunciara a su política de cambio de régimen, dejara de lado la cuestión de la proliferación y propusiera negociaciones directas y bilaterales con Teherán, no hay duda de que éste respondería de manera positiva. Al fin y al cabo, Irán se opone tanto a Al Qaeda como a los talibanes, aborrece el tráfico de drogas en Afganistán, querría comprar tecnología de producción de petróleo a Estados Unidos y prefiere que Irak tenga estabilidad; y EE UU comparte todos esos intereses. Nada facilitaría tanto los planes estadounidenses de restablecer el equilibrio de poder en Oriente Medio como cooperar con el país persa.
Cuando esos esfuerzos diplomáticos fallen, la alternativa sensata es aplicar estrategias regionales de disuasión, no la guerra preventiva. Ésa es la responsabilidad particular y la frustrante carga que debe soportar la única superpotencia mundial.

William Odom, teniente general retirado, es miembro del Hudson Institute y catedrático en la Universidad de Yale (EE UU). Dirigió el Organismo de Seguridad Nacional (NSA, en sus siglas en inglés) entre 1985 y 1988.

PROBLEMA: Soluciones simples
Un coro de soluciones
Thomas Homer-Dixon

No hay soluciones fáciles. A lo mejor hay que intentar todas a la vez
La humanidad se enfrenta hoy a dos retos nuevos, unidos e inauditos: producir energía suficiente a medida que disminuyen las reservas mundiales de petróleo barato y, al mismo tiempo, prevenir un cambio climático catastrófico. Sin una actuación decidida habrá conmociones climáticas y energéticas y cada vez más graves que provocarán enormes trastornos en la agricultura, la industria y el bienestar general de la gente y, con el tiempo, dañarán la prosperidad y la estabilidad política de numerosas sociedades de todo el mundo. Por desgracia, no hay una respuesta única para esta disyuntiva entre energía y clima. Y, aunque el dilema energético es el más complicado, hay que dejar de buscar y proponer ideas aisladas para resolverlo.
Las nuevas investigaciones sobre el comportamiento de los sistemas muy adaptables (el inmune, los mercados o la ecología de los bosques) demuestran que, a medida que sus problemas se complican, sus soluciones deben hacerlo también. La extrema adaptabilidad se consigue mediante un gran número de experimentos locales y variados. Se prueban muchas cosas a la vez para averiguar cuáles de ellas –y qué combinaciones– son las que sirven.
Para resolver la encrucijada de la disminución de los recursos energéticos y el aumento de las temperaturas tendremos que recurrir de forma simultánea a una serie de tecnologías y políticas económicas, algunas de las cuales no son aún ni imaginables. Colocaremos paneles solares y molinos en los tejados de nuestros edificios al mismo tiempo que extraemos calor del suelo bajo los cimientos. Experimentaremos electrolizando el agua y transportando hidrógeno por tuberías al mismo tiempo que gasificamos el carbón y bombeamos millones de toneladas de dióxido de carbono al interior de la Tierra. Probaremos con impuestos sobre el carbono, mercados de derechos de emisión y normas de compensación de carbono. Algunas de estas cosas funcionarán, y cada una surtirá algún efecto. Ninguna de ellas será decisiva. Pero es posible que todas juntas sean solución suficiente.
Al fin y al cabo, varios de los mayores triunfos que ha tenido la humanidad en los últimos decenios han surgido de estrategias múltiples, muchas veces experimentales y a menudo aplicadas de forma simultánea, sin que hubiera ningún plan global. El rápido declive del aumento de la población en muchos países pobres desde los 70 se debió a la conjunción de la accesibilidad a métodos anticonceptivos, mayor índice de alfabetización femenina, más poder económico para las mujeres y la difusión de las pautas culturales de la modernidad. Ni los demógrafos más optimistas podrían prever ese resultado.
Lo mismo ocurre con nuestro dilema ecológico: sabremos cuál es la solución más rápida si experimentamos con grupos sinérgicos de soluciones apropiados para problemas concretos en lugares y momentos específicos. No hay que desanimarse. No hace falta escoger sólo una de la lista de ideas excelentes que aquí figuran. Tal vez tengamos que probarlas todas.

Thomas Homer-Dixon es director del Centro Trudeau de Estudios sobre la Paz y los Conflictos y catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Toronto (Canadá).