Antología de la ópera desconocida

Benet Casablancas
La Vanguardia, 08/06/2005

Dentro del riquísimo legado musical del siglo XX la ópera ocupa una posición central, acorde con su relevancia artística e histórica. El teatro musical, denominación que abraza mejor la diversidad y potencialidad del género, ha sido siempre particularmente sensible tanto a los avatares sociales comoa la propia evolución del lenguaje musical. De hecho, ha sido éste a menudo el terreno privilegiado por los compositores para dar sus pasos más valientes en la incesante renovación de códigos y técnicas, ampliando el marco estético y estilístico de sus propuestas. Como subraya Donald Mitchell, texto y situación dramática actúan como catalizadores y a la vez garantes de innovaciones que en la sala de conciertos, y sin el soporte o coartada de aquellos, difícilmente habrían sido admitidas, al superar los hábitos auditivos del público. Ello es válido para las obras más avanzadas de Strauss, Berg, Bartok, Hindemith, Janacek, Schönberg o Shostakovich, las cuales evitan toda concesión al oyente en favor de la desnuda verdad dramática. Los autores mencionados, junto con figuras como Debussy, Zemlinsky , Schreker, Busoni, Korngold, Szymanovski, Ravel, Stravinsky, Prokofiev, Enesco, Martinu, Britten y muchos de los nombres que pasarían a engrosar las filas de la Entartete Musik - Krenek, Schulhoff, Ullmann, Goldschmid, Haas, Braunfels, Krasa - marcan los puntos álgidos del género en la primera mitad de siglo, período pródigo en logros artísticos del más alto nivel. Las obras de estos autores, auténticos hitos de la modernidad, son universalmente apreciadas, si bien están lejos de ser programadas con la frecuencia que su altísima calidad -superior en muchos casos a la del repertorio más trillado- merece. Realizaciones como Pélléas et Mélisande de Debussy, Elektra de Strauss, Wozzeck y Lulú de Berg, El castillo de Barba-Azul de Bartok, Erwartung o Moses und Aron de Schönberg o la trilogía expresionista (y Cardillac ) de Hindemith, conforman la espina dorsal del mejor teatro musical del siglo pasado, referentes directos de la evolución del género, cuya impronta subyace en muchas creaciones coetáneas. Obras dotadas de libretos de notable entidad literaria y alto voltaje dramático, a menudo de palpitante actualidad, y cuya reposición en escenarios internacionales suscita la emocionada admiración del público. Por diversas razones, nuestra sociedad musical no ha sabido todavía apreciar en su justa magnitud la categoría artística de estos autores. El caso de Schreker y Zemlinsky es ejemplar: la reputación del primero llegó a equipararse en su tiempo a la de Strauss, con piezas maestras como Das ferne Klang, Die Gezeichneten, Der Schatgräber o Irrelohe, en las que el sonido se transfigura hasta erigirse en dimensión central de una música de raro refinamiento, en una idiosincrática simbiosis de Debussy y el postromanticismoc entroeuropeo, y cuyos libretos revelan la huella de Freud y Schnitzle . El eclecticismo de Zemlinsky, por su parte, fue señalado ya por Adorno como atributo sobresaliente de su elocuente paleta expresiva, de extraordinaria plenitud lírica y generosa sensualidad orquestal, equidistante de los fulgores Jugendstil, el éxtasis visionario, el descarnamiento expresionista y el elegante cincelado neoclásico, con gemas como Una tragedia florentina, Der Geburtstag der Infantin o Die Träumgörge. Sin olvidar a Korngold, hijo del influyente crítico vienés, dotado de precoz talento y que deslumbró al mundo musical con las óperas Die tote Statd, de ecos inquietantes, y Das Wunder der Heliane, de acuciante lirismo y maravillosas calidades tímbricas.

Savia nueva 
Desde el final de la guerra hasta el día de hoy, sucesivas generaciones de compositores han seguido cultivando el género con ahínco, desoyendo los cantos de sirenas que preconizaban su agotamiento, insuflando nueva savia en los moldes antiguos y alumbrando nuevos formatos. Baste mencionar los nombres de Dallappicola, con títulos como Ulisse, Volo di notte o Il prigioniero, de elevado dramatismo, tamizando su serialismo humanista con una diáfana luz mediterránea; Britten, agregando nuevas piezas maestras a su producción anterior; Zimmermann, con ese documento estremecedor que es Die Soldaten, que parece ubicar al protagonista de la primera ópera de Berg en el paisaje posterior al hongo atómico; Messiaen y su inabarcable San Francisco de Así; Ligeti y esa fiesta de los sentidos y el ingenio paródico que es Le Grand Macabre, sellando una de las producciones más imaginativas y originales del siglo; Berio, con la sofisticada claridad de texturas, diversificación del color armónico y bellísimo tratamiento de la voz y la orquesta de Opera, Un re in ascolto y La Vera storia, fruto de su colaboración con Eco y Calvino; Henze, con su vastísima producción, de sólido oficio y eficaz pulso dramático; Stockhausen, con sus delirios megalomaníacos; y aportaciones asimismo valiosas de autores como Cerha, Schnittke, Penderecki o Tippett. El panorama tiene continuidad en creadores más jóvenes como Harvey, Holliger, Rihm, Ètvos, Adams, Sciarrino, Saaharaio, Knussen o Haas, sea en formato convencional o de cámara.

Los españoles se han incorporado también, aunque con cierto retraso, al cultivo del género, debido a la inmadurez estructural de la vida musical saliente del franquismo y a la fragilidad de cauces y apoyos, prácticamente nulos en el caso de Catalunya. La mención de nombres como Montsalvatge, Luis de Pablo -con títulos tan estimables como Kiu, El viajero indiscreto o La señorita Cristina -, Halffter, Soler -cuya cuantiosa producción, en su mayor parte sin estrenar, supera la quincena de títulos-, García Abril o Guinjoan, ilustre debutante con Gaudí, basta para comprobarlo, pero la nómina se extiende a otros autores, también entre los más jóvenes.

En nuestro país la situación dista de estar normalizada, si bien en los últimos años ha habido avances significativos. Autores como Janácek, Schostakovich o Britten han empezado a ocupar el lugar que les corresponde, tarea en la que se ha distinguido el nuevo Liceo, lo que le ha procurado alguno de sus éxitos más sonados y que aplaudimos sin reservas. Pero conviene no confundir al público, alimentando la confusión interesada entre los clásicos de la modernidad, muchos con casi un siglo a sus espaldas, con la creación estrictamente actual. El feliz estreno en Barcelona de El caso Makropoulos (1925) de Janácek llegó a ser presentado por algún medio como muestra de atención al repertorio contemporáneo cuando la misma precede en un año a la inacabada Turandot de Puccini. La superación del retraso existente debe sortear éste y otros malentendidos, que no contribuyen a la formación de un nuevo tipo de público, más abierto a las propuestas de sus contemporáneos, y que no se conforma con la cansina reposición, una y otra vez, de un puñado de títulos: ¡Qué contraste con el público teatral, ávido de nuevas sensaciones, cercanas a su propia realidad y preocupaciones! La rehabilitación de los grandes clásicos -necesaria y todavía insuficiente- no puede colmar esta laguna. Autores fundamentales de la música de nuestro tiempo - Ligeti, Berio o Henze - continúan inéditos en buena parte de nuestros escenarios.

¿ Transgresión ? 
El segundo elemento de distorsión, de efectos todavía más perversos, es consecuencia directa del culto a la personalidad de los directores escénicos y la moda de las puestas en escena pretendidamente transgresivas y con voluntad de escándalo (no es preciso extendernos sobre lo pueril de tales ínfulas, menos aún ante sus modalidades más escatológicas). ¿Es acaso necesario maquillar con intervenciones a menudo gratuitas realizaciones de la magnitud de Wozzeck, Die Soldaten o Le Grand Macabre para recordar la insensatez de la guerra, el sometimiento del ser humano a las distintas instancias que coartan su libertad y denigran su dignidad? ¿Acaso Fidelio no supone un cántico perenne y renovado de fe en los ideales más nobles de la humanidad cada vez que sus notas musicales son entonadas sobre un escenario? Es esta carga de piedad y compasión la que -frente a una realidad amenudo violenta y envilecedora- distingue a las mejores realizaciones artísticas. Si algo hace grande a la ópera es su condición de suma concurrente de disciplinas artísticas, el encaje e interacción equilibrada de las mismas al servicio de un efecto artístico global donde texto, escena y música -voces y orquesta- refuerzan su potencial para confluir en una realidad de nivel superior. Forma de papanatismo -secundada desgraciadamente por algunos intelectuales- muy extendida por estos pagos que termina por usurpar el espacio de la verdadera renovación del género que no es otro, como siempre ha sido -y se nos disculpará la verdad de Perogrullo- que la creación de nuevas óperas, de nuevas músicas y libretos capaces de interesar y seducir a un público que no quiere verse anclado en el pasado -la ópera como liturgia social y mausoleo- sino que desea ampliar el ámbito de su experiencia estética y musical. A ellos se dirigen los esfuerzos de tantos creadores, cuya voz no debería ser silenciada si no queremos -entonces sí- conducir el género a su obsolescencia.

La ampliación y enriquecimiento del repertorio -vemos sólo la punta del iceberg- y una decidida atención a la creación deberían ser pues los objetivos prioritarios. La programación en curso de algunos de los principales escenarios mundiales arroja un saldo bien distinto, marcando la difererencia y apuntando el camino a seguir: Messiaen (San Francisco de Asís), Busoni (Doktor Faust), Zemlinsky (Der Zwerg, Una tragedia florentina y Der König Kandaules, ésta última en Tenerife y Gran Canaria), Janácek (con distintos títulos), Korngold (Die Tote Stadt), Ullmann (Der Kaiser von Atlantis), Weill (varias piezas), Hindemith (Santa Susanna), Dukas (Ariane et Barbe- Bleu), Prokofiev (con distintas obras), Corghi (Il disoluto assolto), Alfano (Cyrano de Bergerac), Martinu (Pasión griega), Britten (varios títulos), Schnittke (Gesualdo), Hartmann (Simplicius Simplicissimus), Maderna (Satyricon), Takemitsu (My Way of Life), Henze (Bassarids y L´Upupa und der Triumph der Sohnesliebe , en Madrid), Zender (Chief Joseph), Matthus (Die Weise von Liebe und Tod des Cornets Christoph Rilke) , Vivier (Kopernikus y Rêves d´un Marco Polo), Dillon (Philomela), Eötvös (Angels in America , que sigue a Trois soeurs , Le balcon y Chinese Opera), Batgtistelli (Richard III), Dazzi (Le Luthier de Venise), Haas (Nacht), Hosokawa (Hanjo, Dayer (Memoires d´une jeune fille triste) , Giraud (Le vase de parfums), Hölszky (El buen Dios de Manhattan), Boesmans (Julie y Reigen), Zwidam (Rage d´amours), De Raaff (Raaff), Bolcom (A Wedding), D´Amico (Dannata Epicurea), sin olvidar el referido Gaudí de Guinjoan, en Barcelona.

Como vemos, queda mucho camino por recorrer. El panorama se agrava en Catalunya por la falta de directrices en el terreno de la política musical. Una vez más la comparación con otras regiones españolas está lejos de favorecerle. Cuando en la capital del estado se anuncian nuevos encargos, extensivos a los compositores más jóvenes, no se han hecho públicos proyectos similares por parte de la dirección del Liceo, que nos consta percibe lo anómalo de la situación. A ello se suma el silencio de nuestros gestores culturales, que cierran una vez más sus oídos a capítulo tan importante de nuestro patrimonio artístico. De todo ello parece desprenderse el mensaje tácito de que la ópera catalana ha llegado a su fin, como si después de Montsalvatge y Guinjoan no fuesen ya necesarias más óperas catalanas (de hecho, los escasos encargos concedidos hasta ahora han tenido por destinatarios a autores madrileños). Si bien existen algunas iniciativas privadas encomiables, parece que la planificación y el establecimiento de los cauces necesarios para asegurar la pervivencia de un género de tanta raigambre en nuestro país debería formar parte de los objetivos centrales de nuestro primer coliseo. No parece lícito que una institución financiada con dineros públicos dimita de sus responsabilidades en este campo. Estamos ante su principal asignatura pendiente. La política de encargos de la OBC -como la de otras orquestas del país- supone un esfuerzo encomiable en esta línea, digno de emulación. A menudo son los propios programadores los que subestiman las expectativas del público, como la evolución de la oferta sinfónica y de cámara corrobora. La ópera no puede quedar al margen de esta dinámica. Los esfuerzos aplicados a tal fin, con los únicos límites de la profesionalidad y la calidad, y con la ambición que todo proyecto artístico reclama, darán sin duda sus frutos. Con ello saldrá ganando el conjunto de nuestra vida musical, haciéndose más incitante, más plural, más equilibrada, más saludable y más acorde con las auténticas necesidades de nuestra época.

 

B. Casablancas es compositor y musicólogo. Dirige el Conservatorio Superior de Música del Liceo y es profesor de la UPF. Autor del ensayo ´El humor en la música ´ (Reichenberger), acaba de publicar el CD ´Petita Música Nocturna. Obra de cambra , pianística i vocal ´ (Columna Música)