Aprender a sentir

Alex Doherty
ZNet/Vision & Strategy; 31 de Octubre, 2005 
Traducido por Felisa Sastre y revisado por Anahí Seri 

 “ El loco fascista no puede llegar a ser inofensivo si sólo se detecta, según las circunstancias políticas predominantes, en los alemanes o italianos y no también entre los estadounidenses y los chinos; si no se es capaz de detectarlo en uno mismo; si no nos familiarizamos con las instituciones sociales que lo incuban diariamente ". (1)

En ‘Life and Death' la feminista radical estadounidense Andrea Dworkin nos cuenta una conversación que mantuvo en cierta ocasión con su padre sobre el racismo:

“Me dijo que él tenia sentimientos racistas contra los negros, a lo que le contesté que era imposible ya que él era un defensor de los derechos civiles. Él me reveló entonces la clase de sentimientos que tenía y por qué eran malos. También me explicó que como profesor, y más tarde como tutor, había trabajado con niños negros y tuvo que asegurarse de que sus sentimientos racistas no les hicieran daño. Aprendí de mi padre que tener esos sentimientos no los justifica; que las “buenas personas” tiene malos sentimientos y que eso no contribuye a que los sentimientos sean menos malos; que enfrentarse al racismo es una proceso, algo en lo que una persona debe implicarse de forma activa. Son malos sentimientos y las “buenas” personas tienen la responsabilidad de enfrentarse a ellos ” (2).

Lo que resulta llamativo de los comentarios de su padre es lo poco familiares que resultan. ¿Con qué frecuencia hemos escuchado a alguien admitir que tiene sentimientos racistas? ¿O admitir que es sexista, homófobo o que tiene cualquier otro tipo de prejuicio? La mayoría de nosotros (incluido yo mismo) con demasiada frecuencia seguimos la línea de la joven Dworkin- “como estoy a favor de los derechos civiles no puedo tener sentimientos racistas”. O “dado que apoyo el feminismo no puedo tener actitudes sexistas”. De acuerdo con esta manera de enfocar el asunto el prejuicio no es una cuestión emocional o institucional sino más bien una cuestión de lógica.

Es obvio que los prejuicios y los comportamientos opresivos se fomentan mediante ciertas actitudes institucionales y se controlan con otras. No obstante, la naturaleza de muchas de las organizaciones creadas por la izquierda organizada durante años sugiere que o bien la cuestión no se ha comprendido bien o sólo a un nivel muy superficial. Ciertos ambientes sociales e institucionales ayudan no sólo a fomentar nuestras más obvias tendencias negativas como el sexismo y el racismo, sino también otros males menos obvios, como la competitividad para alcanzar el reconocimiento y el aplauso. Resulta chocante que mientras quienes nos sentimos de izquierdas nos lanzamos rápidamente a criticar a los miembros de las facciones rivales por su supuesta vanidad y tendencias dominantes, pocos estamos dispuestos a admitir nuestras propias ambiciones y nuestra necesidad de reconocimiento y aplauso. Además, el carácter profundamente debilitante de nuestro entorno institucional y social hace poco plausible que el mero reconocimiento de nuestras tendencias negativas sea suficiente para que desaparezcan.

Desde la más tierna infancia se nos obliga a percibirnos a nosotros mismos y a nuestros compañeros en continua competencia. En la escuela se nos anima no sólo a buscar las alabanzas de los que tienen autoridad, sino que se nos enseña a auto valorarnos en comparación con otros, por ejemplo, lo cercanos que estamos de ser los mejores en una materia determinada. Pero lo profesores no sólo fomentan tal comportamiento sino que llegan a conseguir que los propios niños creen entidades jerárquicas. En todas las clases de deporte durante mi época escolar, los profesores de educación física seleccionaban a dos de los mejores jugadores de fútbol y les pedían que ellos a su vez eligieran entre los miembros de la clase para formar dos equipos. Como es lógico, seleccionaban primero a los mejores jugadores, dejando a los peores para el final, con lo que de hecho establecían unas categorías jerárquicas especialmente duras. Por suerte, yo era de los medianos de la clase y por ello me libré de ese tipo de humillaciones, y de los probables efectos psicológicos y emocionales que no resulta difícil imaginar. Las diversas formas de educación social e institucional que sufrimos- y que ayudan a formar nuestra personalidad- no deberían subestimarse y es un gran error suponer que semejante educación pierde su influencia cuando se reconoce su naturaleza. Es probable que nuestras relaciones con los compañeros sean aún más significativas en el desarrollo de neurosis y tendencias autoritarias: el acoso en las escuelas británicas continúa siendo una epidemia con consecuencias a menudo desastrosas , aunque sólo preocupe a los medios de comunicación cuando se llega a un elevado nivel de violencia o al suicidio.

Otro efecto del marco social e institucional en el que vivimos, que me parece recibe escasa atención, es el de incapacitar o debilitar nuestras emociones positivas. Reproducimos cotidianamente no sólo al loco fascista de Reich sino a personas emocionalmente empobrecidas. Hace un año, precisamente, pasé unos días en la ocupada Cisjordania, El grupo con el que viajaba estuvo en Belén, Ramala, Hebrón y varias aldeas palestinas. Nos reunimos con gentes cuyos parientes habían sido asesinados durante la Intifada y con familias a quienes habían demolido sus casas. Hablando con sinceridad, no puedo decir que el viaje suscitara sentimientos muy diferentes de los que había experimentado al leer las noticias sobre el conflicto. La cercanía de la opresión y el sufrimiento no me proporcionó una visión nueva ni una comprensión más profunda. Ni tuve miedo en momento alguno. Hebrón está dominado por una pequeña colonia israelí, habitada por unos centenares de colonos religiosos de Gush Emunin (N.T.:Bloque de los Creyentes). Estos colonos armados que hostigan constantemente a la población local están “protegidos” por miles de soldados israelíes. Cerca del antiguo mercado- hace tiempo abandonado por los locales- hay checkpoints controlados por soldados israelíes armados hasta los dientes. En los edificios altos que lo rodean, hay camuflados nidos de ametralladoras de las Fuerzas Armadas Israelíes. A pesar de un ambiente tan amenazador nunca sentí miedo. En efecto, con frecuencia siento más miedo al pasear por ciertas zonas de mi ciudad, Liverpool, que el que experimenté mientras lo hacía por Hebrón.

Mi incapacidad de sentir lo que considero que hubieran sido las emociones apropiadas durante el tiempo que pasé en Cisjordania me perturbó y me llevó a dos posibles conclusiones:

1. Soy un monstruo incapaz de experimentar emociones como la aflicción y el miedo.
2. Mi educación me ha preparado mal para reaccionar adecuadamente.

Tal vez no sea yo quien debe juzgar si soy un monstruo insensible. Pero parece probable que la incapacidad emocional de la que hice gala es un fenómeno inducido y no algo congénito. A pesar de considerarme de izquierdas desde mi temprana edad, como muchos chicos de mi generación, la mayor parte de mi infancia la pasé jugando a la guerra, luchando, viendo películas violentas y disfrutando con fantasías violentas. Mientras un niño palestino es probable que responda a los soldados israelíes con miedo y cólera, la respuesta de un joven británico sería la del entusiasmo y la admiración. Debo pensar que las imágenes dominantes del militarismo que ofrecen los medios de comunicación le confirieron un aura de respeto a los soldados a pesar de mi conocimiento de los numerosos crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas Israelíes. Sospecho que si me hubiera encontrado con un terrorista de Hamas me hubiera sentido más atemorizado.

En ‘Message Received', Greg Philo presenta un estudio sobre la repercusión en los niños de la violencia en televisión. El estudio analiza cómo respondieron los niños ante la película ‘Pulp Fiction' y subraya las reacciones emocionales muy negativas que describían:

“La mayoría de los niños identificaron a los asesinos como gente guay y los no guay eran los asesinados, o a quienes se percibía como gente débil...Cinco niños destacaron a Vincent y Jules como a los más guay. Para ello, dieron numerosos argumentos, algunos de lo cuales estaban relacionados con el estilo, como “sus trajes”, “la forma en que habla y actúa Vincent”. Otro niño comentó que Vincent y Jules “nunca cometen errores”. Otro decía que “Jules no es tímido en su forma de relacionarse con la gente”, y otro más habló de su imagen de auto-confianza. Otra importante cualidad de los guay era la de “no asustarse” y, relacionada con ella, la capacidad de controlarse y controlar a los otros. Como comentaba uno de ellos: ‘Jules controla siempre' (3) 

Algunos niños también parecían percibir jerarquías entre la gente guay:

“Fue interesante...que un niño nombrara a (Marsellus) Wallace como el personaje más guay. Yo le pregunté por qué Marsellus era más guay que Vincent y me contestó que ‘porque Vincent está un nivel por debajo de Marsellus'. La cuestión del control aparece muy clara- quienquiera que tenga más control es el más guay”... Los niños que valoraban el control y la fuerza como elementos para ser guay está claro que también identificaban la debilidad con no ser ‘guay'. Por ejemplo, el niño que citó a Marsellus Wallace como guay escribió que los que no son guay son “personas pequeñas, delgadas y frágiles”.

El estudio, además, resalta que el glamour sirve para amortiguar o desviar otras formas alternativas de comprensión.:

“La cuestión interesante es en qué manera las imágenes, el estilo y el entusiasmo que genera la película pueden ocultar otras posibles reacciones ante la crueldad y el asesinato. Es lo que una niña mencionó en su respuesta a la pregunta sobre cómo era posible que alguien que asesina a gente pueda ser guay. Era la niña que quería tener en su habitación fotos de John Travolta con un arma. En el primer momento, se quedó perpleja ante la pregunta, hizo una pausa mientras pensaba qué contestar. Esta fue su respuesta:

“La película trata de que resulten guay y lo consigue. Si intentara mostrarlos violentos y horribles también lo sentiríamos así. Los disfrazan con su forma de vestir y andar, con trajes y corbatas que les hacen parecer guay, algo así como Soy el jefe y tengo el control...la violencia era molesta...pero resultaba...estoy buscando la palabra...como un camuflaje en relación con lo demás.”

El estudio llega la conclusión que mientras la exposición a tales materiales no es probable que conduzca a un comportamiento violento puede contribuir a normalizar la peores formas de agresión, como el matonismo y otros comportamientos intimidatorios (4).

En el caso de la violencia relacionada con los gansters, al menos nos podemos sentir tranquilos por el hecho de que en los medios de información se difunde una gran cantidad de valores contrarios. Los programas de noticias de TV, por ejemplo, no hacen parecer más atractiva la vida real de los gansters sino que, de hecho, los presentan como seres viles y sus acciones se condenan duramente. Esa es una diferencia en el tratamiento de los medios respecto a las fuerzas armadas británicas y a las estadounidenses, a quienes no sólo se presenta de forma atractiva en las películas sino en los noticiarios y documentales. En este caso, los mensajes con valores opuestos son casi inexistentes. Más aún, en películas como Pulp Fiction, aunque los personajes resulten atractivos, su violencia ni se suaviza ni se censura por lo que los espectadores, al menos, pueden experimentar sentimientos contradictorios hacia ellos. Esto contrasta de forma muy marcada con el tratamiento que se da a los militares en la realidad y en la ficción.

El fenómeno de los periodistas “empotrados” ha recibido una enorme cobertura en los medios de información durante la invasión de Irak y en los inmediatos momentos posteriores. Muchos comentaristas de izquierda arguyen que este nuevo fenómeno representa un método particularmente insidioso de transmitir desinformación como si fueran noticias. Tanto si es verdad como si no lo es, no voy a tratarlo aquí pero la investigación sugiere que los británicos “empotrados”, salvo excepciones, no han sido influenciados en sus informaciones. Un estudio de la Universidad de Cardiff ha llegado a la conclusión de que, en sentido estricto, los empotrados fueron relativamente veraces. En comparación con los locutores de televisión, que han sido los más manipuladores, salen muy favorecidos.

El efecto verdaderamente peligroso de los empotrados no está relacionado con el puramente propagandístico sino en que influyen de forma paliativa en nuestra percepción visual de la guerra.:

“Uno de los límites principales impuestos a los empotrados fue, de hecho, la tradición de la emisoras británicas que- por razones dignas de encomio- imposibilita mostrar imágenes gráficas particularmente violentas. Los periodistas son muy conscientes de ello, y actúan en consecuencia, lo que crea un problema que consiste, irónicamente, en la capacidad de los empotrados para llevar al espectador a la primera línea del frente. La cobertura que se da parece situarnos muy cerca de la realidad de la guerra pero excluye la cara fea de esa realidad...Esto se percibe en las respuestas que se dan en las encuestas y en los grupos de opinión que afirman que los empotrados llevan a sus cuartos de estar una visión “esterilizada”, casi de ficción, una versión de la guerra para la televisión. Las consecuencias ideológicas de esto son muy profundas. Puede ocurrir que los periodistas empotrados, a pesar de su habitual objetividad y valentía incuestionables, se vean forzados a producir un tipo de cobertura que, para algunos, puede hacer que la guerra sea más aceptable” (5).

“Mucho antes de que pueda tener lugar una guerra termonuclear, tenemos que maltratar nuestra salud mental. Comencemos por los niños. Es imprescindible cogerlos a tiempo porque sin el más cuidadoso y rápido lavado de cerebro sus mentes sucias verían nuestras sucias jugarretas. Los niños no son todavía tontos pero tenemos que convertirlos en tan imbéciles como nosotros mismos, con un elevado coeficiente intelectual, si es posible. (6) 


En una sociedad imperial, la reducción de la capacidad de empatía de la población nacional es una necesidad funcional. Resulta dudoso creer que la violencia criminal en la que se implica el Estado británico de forma repetida, pudiera producirse si la totalidad de la población percibiera a nuestras víctimas como seres humanos reales y semejantes a nosotros. Esto mismo ocurre con la violencia interna en nuestra sociedad. Por ejemplo, la violencia endémica y los abusos sexuales que sufre la población femenina del Reino Unido no tendrían lugar sin la deshumanización (habitualmente de carácter sexual, propagada por los medios de comunicación y la industria pornográfica). Es un error suponer que las tendencias sexuales sádicas y la misoginia extrema son exclusivas de los violadores y de otros sujetos “desviados”; muy probablemente la mayoría de la población adulta masculina tiene, en mayor o menor grado, esas misma tendencias. Puede que no se muestren con un comportamiento especialmente violento pero es probable que incrementen el carácter deshumanizado y agresivo que el sexo ha asumido para mucha gente, para quienes la actividad sexual se parece cada vez más a la pornografía.

Quienes no tenemos unas respuestas emocionales adecuadas ante el sufrimiento y la injusticia, reaccionamos a este hecho de formas variadas. En mi caso se produjeron sentimientos paranoicos en el sentido de que soy el único que me enfrento a este problema. Para otros tiene consecuencias diferentes. En las manifestaciones y en la organización de reuniones no es infrecuente encontrar activistas y participantes que tienen arrebatos emocionales que suenan falsos, o declaraciones de cólera o de dolor que uno intuitivamente siente que nacen no de auténticas emociones sino del deseo de expresar emociones que uno no siente. Mientras discutíamos sobre estos asuntos, una amiga mía me decía cuán diferentes había encontrado las manifestaciones a favor de Palestina de las de los trabajadores sociales en paro a las que había asistido. Me explicaba cómo la emoción de los trabajadores sociales sonaba auténtica comparada con la de algunos manifestantes por Palestina. Esto no es sorprendente porque no es sencillo aprender a emocionarse por un pueblo lejano y a quien en los medios se nos ha enseñado a verlo como casi infrahumano. Los trabajadores sociales en huelga, por contraste, protestaban por una injusticia que ellos y sus colegas estaban soportando.

En los grupos de activistas en los que he estado implicado hemos intentado, conscientemente, diseñar nuestra estructura organizativa y nuestras actuaciones de forma que pudieran contrarrestar los comportamientos opresivos. A pesar de ello, en la mayoría de las ocasiones, no lo hemos acompañado de debates y discusiones abiertas sobre nuestras tendencias negativas y nuestras deficiencias emocionales. Por desgracia, la mayoría de nosotros invertimos sólo una pequeña parte de nuestro tiempo trabajando en instituciones con estructuras y características progresistas, y pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en instituciones opresivas y en ambientes sociales que actúan contra lo mejor que hay en nuestra naturaleza, y que nos inculcan tendencias opresoras y anti-sociales. A ello hay que añadir que todos nosotros llevamos a nuestras espaldas el peso de años de educación institucional y expectativas familiares. Algunos, por supuesto, hemos sido más afortunados que otros y hemos crecido en un ambiente familiar que ha potenciado nuestras capacidades y ha favorecido lo mejor que hay en nosotros; otros, asimismo, hemos asistido a guarderías y escuelas que tenían un carácter progresista. Pero, incluso esos aspectos favorables sólo pueden considerarse un paliativo parcial ante el poder que el sistema de los medios de información estatales y corporativos ejerce contra el individuo.

Nuestros diversos intentos de evadir los problemas son sin duda poco saludables para los individuos en cuestión, y secundariamente es peligroso para nuestro trabajo de poner en marcha un movimiento, lo que en consecuencia es peligroso para aquellos a quienes intentamos ayudar. A mí me han parecido profundamente inquietantes las expresiones de falsas emociones en ciertos activistas, lo cual incluso ha debilitado, hasta cierto punto, mi deseo de seguir en la organización. Si algo así ha influido en un activista relativamente comprometido, sus probables efectos en otras gentes son fáciles de imaginar. De ahí que nuestro fracaso al reconocer y luchar contra nuestras incapacidades emocionales pueda ser un factor que influya en nuestros fracasos para poner en marcha movimientos mayores y más comprometidos.

Además, el fracaso al intentar ser más abiertos con respecto a estos asuntos puede conducir a la decepción entre activistas ya comprometidos. Hablando personalmente, ha habido momentos en los que he tenido la sensación de ser el único que se enfrentaba a esos problemas y que mis compañeros activistas eran, sin excepción, individuos por encima del bien y del mal, que no sufrían dificultades similares. Si se reflexiona sobre. claramente poco probable que sea así, pero en ausencia de debate es fácil ver cómo pueden aparecer tales paranoias acompañadas de decepción.

Parafraseando a Dworkin, como con cualquier otra materia aprender a sentir, es un proceso, algo en el que la persona debe implicarse activamente. Para quienes están comprometidos en aliviar el sufrimiento extremo, este proceso puede parecer algo trivial, una introspección en la que no merece la pena invertir tiempo. No obstante, si nos tomamos en serio nuestra preocupación por acabar con el sufrimiento y la injusticia, resulta crucial reconocer y abordar los factores que retrasan la puesta en marcha de movimientos populares. En asuntos semejantes no sólo está en juego nuestro desarrollo personal sino también las vidas de millones de personas en el mundo.

alexjamesdoherty@yahoo.co.uk

Notas
(1). Wilhem Reich, The Mass Pychology of Fascism, Souvenir Press, 1972, p.xv.

(2). Andrea Dworkin, Life and Death, Virago, p.224.

(3). Glasgow Media Group, Message Received, p.44.

(4). Podemos ir más allá en la especulación sobre los efectos que esas películas pueden causar. Resulta deprimente, pero quizás es probable que incluso en la edad adulta nuestras relaciones personales y lo que hacemos para sentirnos atractivos sexualmente estén marcados por los medios de comunicación y por la cultura predominante en nuestra sociedad. El concepto de lo que resulta atractivo físicamente ha variado enormemente con el tiempo e incluso,hoy, es distinto en las diferentes sociedades, lo que indica que muchos de los atributos que se consideran atractivos son históricamente coyunturales. Puede que muchas de las cualidades de la personalidad que consideramos atractivas puedan ser asimismo parcialmente inducidas en lugar de innatas.

(5). Se puede acceder al Informe en cardiff.ac.uk

(6) R.D. Laing ; ‘The Politics of Experience and The Bird Of Paradise', Penguin, 1967, p.49