Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho a mandar a los demás. La libertad es un regalo del cielo, y cada individuo de la especie tiene derecho a gozar de ella tan pronto como disfruta de la razón. Si alguna autoridad ha establecido la naturaleza es la del poder paterno, pero el poder paterno tiene límites y en el estado natural terminaría en cuanto los hijos estuvieran en condiciones de gobernarse. Cualquier otra autoridad tiene un origen distinto de la naturaleza. (...) o la fuerza y la violencia de quien se ha apoderado de ella, o el consentimiento de quienes a ella se han sometido por un contrato establecido o supuesto entre ellos y aquél a quien han conferido la autoridad.
El poder que se adquiere por la violencia no es más que una usurpación, y no dura más que el tiempo en que la fuerza del que manda se impone sobre la de los que obedecen, de suerte que, si estos últimos pasan a ser a su vez los más fuertes y se sacuden el yugo, lo hacen con el mismo derecho y la misma justicia con el que el otro se lo había impuesto. La misma ley que había hecho la autoridad entonces, la deshace: es la ley del más fuerte.
A veces la autoridad establecida por la violencia cambia de naturaleza. Es cuando continúa y mantiene por el consentimiento expreso de aquellos a quienes sometió, pero entra así en la segunda especie de la que voy a hablar, y el que se la había arrogado, al convertirse entonces en príncipe, deja de ser tirano.
El poder que procede del consentimiento de los pueblos supone necesariamente condiciones que hagan que su uso sea legítimo, útil a la sociedad y ventajoso para la república y que lo fijen y lo restrinjan dentro de unos límites, pues el hombre no debe ni puede darse por entero y sin reservas a otro hombre, porque tiene un dueño superior al que pertenece enteramente. Es Dios, cuyo poder sobre la criatura es siempre inmediato, dueño tan celoso como absoluto, que no pierde nunca nada de sus derechos ni los comunica en modo alguno. Permite él, para el bien común y para el mantenimiento de la sociedad, que los hombres establezcan entre sí un orden de subordinación, que obedezcan a uno de ellos pero quiere que ello sea según la razón y con mesura, y no ciegamente y sin reservas, a fin de que la criatura no se arrogue los derechos del creador. Cualquier otra sumisión es verdadero crimen de idolatría (...) Así, pues, no son esas ceremonias en sí mismas, sino el espíritu de su establecimiento, lo que hace inocente o criminal su práctica. Un inglés no tiene reparo en servir al rey rodilla en tierra, el ceremonial no significa más que lo que se ha querido que significara. Pero entregar el propio corazón, el propio espíritu y la propia conducta sin reserva alguna a la voluntad y al capricho de una pura criatura y hacer de ella el mótivo único de las propias acciones es sin duda un crimen de lesa majestad divina en primer grado. De otro modo, ese poder de dios de que tanto se habla no sería más que un vano ruido, del que la política humana haría uso según su fantasía y del que el espíritu de irreligión podría a su vez burlarse: confundidas todas las ideas de poder y de subordinación, el príncipe se burlaría de Dios, y el súbdito del príncipe (...)
Por lo demás, el gobierno, aunque hereditario en una familia y en manos de uno solo, no es un bien particular, sino un bien público que, por consiguiente, no puede ser arrebatado jamás al pueblo, el único al que pertenece esencialmente y en plena propiedad. Así, es siempre él quien lo cede, e interviene siempre en el contrato que adjudica su ejercicio. El Estado no pertenece al príncipe, es el príncipe el que pertenece al Estado, porque para eso el Estado le ha escogido, para esso se ha comprometido él respecto a los pueblos a la administración de los negocios y para eso se han comprometido aquéllos por su parte a obedecerle de acuerdo con las leyes (...) En una palabra, la corona, el gobierno y la autoridad política son bienes cuyo propietario es el cuerpo de la nación, de los cuales los príncipes son usufructuarios, ministros y depositarios (...)
Ese depósito se confía a veces a un cierto estamento de la sociedad, a veces a varios escogidos entre todos los estamentos, y a veces a uno solo.
Las condiciones de ese pacto son diferentes en los diferentes estados. Pero en todas partes tiene derecho la nación a mantener ante todos y contra todos el contrato por ella establecido; ningún poder puede cambiarlo, y cuando deja de regir recupera ella su derecho y la plena libertad para establecer uno nuevo con quien guste y en el modo que guste.