En su Crónica de Berlín, Walter Benjamin confesaba que llevaba años dándole vueltas a una idea: organizar biográficamente el espacio de su vida en un mapa. Para ello, decía, necesitaría un plano sobre el que, con la ayuda de diversos colores, pudiera ir marcando las casas de sus amigos y amigas, los espacios de reunión de algunos colectivos a los que perteneció, las habitaciones de hoteles y burdeles en las que durmió, los bancos del Tiergarten, el camino de la escuela, las tumbas que vio ocupar, los cafés ya desaparecidos cuyos nombres repite cada día, las canchas de tenis, las salas doradas de baile... De este modo, el que hasta hoy es el gran pensador de la memoria urbana, formulaba algo que puede parecer obvio, pero que acaso no lo sea: que toda ciudad es una medida cruzada entre el espacio y la vida, que todo mapa está atravesado de recuerdos. Por eso a Benjamin le fascinaba E.T.A. Hoffmann, "el padre de la novela berlinesa", y admiraba su capacidad de perderse en aquellos barrios "repletos de todas aquellas cosas que pueden estimular a un narrador, y cuyo rastro sólo puede seguir aquel que se detenga a leer en ellas". Y es que toda ciudad, de hecho, lleva inscrita en su piel el trazado de sus interminables historias. Y Berlín, la ciudad natal de Benjamin, contiene escrita en su superficie, quizás más que cualquier otra ciudad, la historia de todo el siglo XX, con sus tragedias y miserias, sus heridas y sus momentos de gozo. Benjamin, filósofo, judío y comunista, abandonó Berlín, y Alemania, en la primavera de 1933, cuando Hitler accedió a la cancillería del Tercer Reich. Su vida, como la de tantos otros, ya estaba sentenciada a muerte.
Como recordaría más tarde Hanna Arendt, "pocos eran los que aún recordaban su nombre cuando eligió la muerte en aquellos primeros días de otoño de 1940". Hoy, la Walter- Benjamin - Platz le recuerda, en la zona de Charlottenburg donde aprendió sus primeras letras, en el Kaiser Friedrich - Wilhelm Gymnasium, y cerca, curiosamente, de la Sinagoga de Fasanenstrasse (incendiada en la Noche de los Cristales Rotos y ahora ya reconstruida; Leni Riefenstahl vivía casi delante, y tuvo que saber, aunque nunca quiso reconocerlo, de los gritos de "¡matemos a los judíos!" con que los berlineses amenazaron en 1931 a los fieles que salían de celebrar el año nuevo); y, cerca, también, de la plaza dedicada a George Grosz , el artista más odiado por los nazis, a causa de sus ácidas caricaturas de Hitler. Casi a la entrada de la plaza, desde Wielandstrasse, en el número 15, una placa recuerda que allí vivió Charlotte Salomon, desde que nació, en 1917, hasta que huyó de Alemania en 1939; la placa informa que, en 1943, fue deportada a Auschwitz, donde sabemos que fue gaseada, con 26 años, probablemente tan pronto bajó del tren. Se podría seguir rastreando en la historia de ese centímetro del plano de Berlín.
Porque es apenas un centímetro, pero, como todos en Berlín, tiene una densidad que, más allá de la singularidad de sus historias, nos habla del drama de toda una época. Y así, desde la guerra de 1914 hasta el reencuentro de la ciudad, dividida por el Muro entre 1961 y 1989, y el vertiginoso salto al siglo XXI, Berlín ha recorrido, con el resto del mundo, eso que los pocos que lo han vivido, desde el principio, han acabado por confesar, con un cierto abatimiento, que ha sido demasiado para una generación. De hecho, demasiado incluso para cualquiera de las generaciones que lo ha vivido por etapas. Hoy, en algún quiosco de Berlín, un visitante puede encontrar postales con las fotografías de Willy Römer de los soldados alemanes volviendo abatidos del frente en 1918 ó de la revuelta espartaquista de obreros y militares contra el gobierno socialdemócrata, ocupando armados la avenida Unter den Linden, en enero de 1919. También puede toparse con la imagen del Berliner Stadtsschloss, en pleno esplendor imperial, o taladrado por los bombardeos de 1945, o dinamitado en 1961 por el gobierno de la RDA que construiría después, frente al solar todavía hoy vacío, el Palacio de la República.
Ciudad palimpsesto
Y así sucede en todos los rincones de Berlín. Entre el fastuoso Pergamon Museum y el barroco Zeughaus (el antiguo Arsenal berlinés, convertido en el Deusches Historisches Museum), en pleno centro monumental, la fachada decimonónica de un edificio abandonado muestra todavía hoy, a quien quiera entretenerse, las cicatrices de una metralla sin fecha. En un rincón del barrio de Kreuzberg, conviven el magnífico Schleisches Tor (Bonjour Tristesse) de Alvaro Siza, restos del riquísimo patrimonio industrial urbano, casas ocupadas -de cuando aquí empezó la furia okupa contra la especulación inmobiliaria- y comercios turcos ya con más de tres décadas de vida. Pasearse hoy por Berlín es descubrir un palimpsesto complejísimo en el que, a cada paso, se abre un episodio de la historia, el rastro de una herida.
De hecho, en pocos lugares del mundo el trazado de una ciudad se ha esforzado por hacer visible, de forma tan planificada, las heridas de su propio pasado. Un pasado que, de forma muy especial, afecta a aquello que, en Berlín, pesa todavía como culpa colectiva: la generalizada complicidad con la barbarie del Tercer Reich. Günter Grass escribió en 1989 acerca de "la carga histórica como responsabilidad política", y algo de eso hay en la voluntad memorialista de los berlineses. Por su parte, Vladimir Jankélévich escribió, recordando que "Auschwitz no es simplemente un caso particular de la barbarie humana", páginas sabias y todavía hoy necesarias, sobre el perdón, el olvido, el crimen imprescriptible y lo inexpiable. Y, frente a la indiferencia y la amnesia, frente a la superficialidad, reclamaba el recuerdo y el recogimiento. Y es quizás también eso, que el sentido común denomina el peso de la culpa, lo que ha llevado a Berlín a inscribir, en el trazado urbano, el mapa de esa culpa inexpiable. Pero, ¿cómo puede darse a ver el dolor?, ¿cómo la ciudad puede hacer visible las marcas y heridas de su pasado más indigno?
La última inscripción urbana del dolor es el Memorial que Peter Eisenman ha levantado en el centro del Berlín histórico, entre Potsdammerplatz y la Puerta de Brandemburgo. Pero no es el primenterio mero y, sin duda, no será el último. Daniel Liebeskind ya levantó, en Kreuzberg, el Museo Judío, un edificio atravesado por el vacío y el silencio que ilustra la vida cotidiana de los judíos alemanes, su aportación a la cultura y su trágica desaparición; pero, de hecho, la construcción de Liebeskind es mucho más que un mero continente, pues su diseño zigzagueante, sus paredes agrietadas, su jardín de cemento y su estremecedor Holocaust - Turm tienen, más allá de los contenidos que acogen, auténtica vocación de memorial. Por otra parte, en toda la ciudad quedan marcas de las ochenta sinagogas que existían en 1932, de las cuales hoy sólo permanecen cinco (incluída la de Oranienburgerstrasse, cuya espléndida cúpula dorada, evidentemente reconstruída, puede vislumbrarse desde casi todo Berlín), así como de muchos de sus vecinos deportados y asesinados en los años treinta y cuarenta. En la Grosse Hamburger Strasse, cerca de donde estaba el más antiguo ce-judío de Berlín (con más de doce mil tumbas profanadas y destruídas por los nazis en 1943), el artista Christian Boltanski ulitizó un solar vacío para clavar, en las paredes medianeras de una casa bombardeada, las placas con los nombres, oficios y fechas de nacimiento y muerte de los residentes, en su mayoría judíos, que vivieron allí. En el interior del Reichstag, en cuya fachada todavía luce el polémico lema Demdeutschen Volk ("Al pueblo alemán"), Hans Haacke levantó su instalación, con las mismas letras góticas, a un concepto no étnico que, a su juicio, como al de tantos berlineses, debería sustituir al peligroso Volk /pueblo: Der Bevölkerung ("La población"), un concepto de carácter demográfico que lleva consigo la marca antiracial de la mezcla. Un cristal en el suelo de la Belbelplatz, delante de la Humboldt Universität, permite entrever "La biblioteca vacía", subterránea, de la artista israelí Mischa Ullman, que recuerda cómo se acaba cuando se empiezan quemando libros. Por toda la ciudad quedan, todavía, en los lugares más inesperados, las marcas de los 166 kilómetros del muro que dividió la ciudad durante 29 años. La lista sería interminable.
Contra el olvido
Algunos, como Martin Walser, ya se han pronunciado contra esta obsesión memorialista. Otros pocos, sin duda apresuradamente, han hablado de parque temático del sufrimiento, negándose, con ello, a pensar lo específico de lo que está sucediendo en Berlín: ¿cómo puede vivir una ciudad sabiendo que exterminó -o permitió o calló ante el exterminio- a más de cincuenta mil de sus ciudadanos y que expulsó -o permitió o calló ante la expulsión- a más de cien mil? Por ello, muchos otros piensan que el duelo, como la responsabilidad por lo que sucedió, es interminable.
Quizás haya que recurrir a la idea del duelo para entender esta presencia, cada vez mayor, en el espacio urbano de Berlín, de memoriales que desafían al olvido y que cuestionan los límites de la imagen y del espacio físico para hacer visible la presencia fantasmática del dolor. Porque lo que está en juego aquí, parece, es esa presencia recurrente y obsesiva del vacío dejado por todas las ausencias. Platón pretendía expulsar, de su ciudad ideal, no sólo la poesía, sino también el duelo, por considerarlo un signo de inmoderación, en el límite de la locura por lo que tiene de incontrolable. Derrida, también él filósofo y judío, reivindicó a menudo contra Platón el duelo como categoría histórica, porque sólo el duelo (cuya etimología remite inequívocamente al dolor) permite afrontar el vacío de la pérdida en aquello que toda muerte tiene de singular. Nada restituye de la pérdida, nada puede borrar las infamias de la historia -eso es indudable- y, sin embargo, en la medida que el duelo pertenece al registro de lo fraternal, es como si Berlín quisiera convertir en física la manifestación de su dolor, su responsabilidad histórica o su culpa. También Aquiles lloró abrazado a Príamo cuando entendió que no hay elección: o ser anfitrión o ser verdugo. O el habla o la muerte. Lo cual, pensando en Berlín, podría reformularse: o la imagen y el memorial o la muerte. O hacer hablar al espacio urbano del dolor que lo atraviesa o mantenerse en la muerte y perseverar el olvido. No parece que haya elección.
Con el Memorial de Eisenman no se borra ni se expía ninguna culpa. Tampoco, con él, se salda ninguna deuda pendiente -sería obsceno tan solo pretenderlo. Más bien, como también señaló Benjamin en su Crónica de Berlín, sucede precisamente lo contrario: "Quien ha empezado a abrir el abanico de los recuerdos encuentra siempre nuevas piezas, nuevas varillas. Ninguna imagen le satisface porque ha comprendido que, al desplegarse, lo esencial se presenta en cada uno de los pliegues". Y ahí, precisamente, entre pliegue y pliegue, acaso se esté escribiendo el Berlín del siglo XXI con una lección, nada menospreciable, de cómo encararse, desde el espacio urbano, con el pasado. Y los pliegues, acaso, puedan encontrarse donde no están indicados por ninguna guía. Quizás, tal vez, en ese patio destartalado, bajo las vías volantes del metro, cerca de la Savigny - Platz, donde, en medio de la quincalla, pueden todavía encontrarse algunas cajas polvorientas de cartón con miles de fotografías domésticas, en blanco y negro, con fechas temblorosas escritas a lápiz. Imágenes anónimas y calladas que intentan, todavía hoy, encontrar su lugar, acaso ya perdido para siempre, en el nuevo Berlín.