¿Cómo un régimen como el nazismo pudo gozar de un consenso político tan fuerte? La respuesta no se halla en el nacionalismo exacerbado y racista que se respiraba en la Alemania de 1930, sino en los esfuerzos del régimen por propiciar un estado de confort material a costa de los países ocupados y de la expoliación de los prisioneros judíos.
Este libro trata sobre una pregunta simple, que no siempre ha encontrado respuesta: ¿cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pudieron los alemanes, cada uno en su nivel, permitir y cometer crímenes masivos sin precedentes, en particular el genocidio de los judíos de Europa? Aunque el odio, fomentado por el Estado, hacia todas las poblaciones "inferiores" (los polacos, los bolcheviques, y los judíos) formaba sin duda parte de las condiciones necesarias, eso no constituye una respuesta suficiente.
En los años anteriores al régimen hitlerista no había más resentimiento entre los alemanes que entre los demás europeos; su nacionalismo no era más racista que el de otras naciones. No hubo una Sonderweg (excepción alemana) que permitiera establecer una relación lógica con Auschwitz. La idea de que una xenofobia específica y un antisemitismo exterminador se habrían desarrollado desde muy temprano en Alemania no se apoya en ninguna base empírica. Suponer que un error de consecuencias especialmente funestas tiene necesariamente causas específicas y lejanas es un error. El Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP) debe la conquista y la consolidación de su poder a un conjunto de circunstancias, y los factores más importantes se ubican después de 1914, no antes.
La relación entre pueblo y élite política bajo el nacionalsocialismo está en el centro de este estudio. Está establecido que el edificio del poder hitleriano fue, desde el primer día, extremadamente frágil, y hay que preguntarse cómo se estabilizó, de manera aproximada pero suficiente como para durar doce años excitantes y destructivos. Por eso conviene precisar la pregunta planteada al principio de manera general ("¿cómo pudo ocurrir eso?"): ¿Cómo una empresa que de manera retrospectiva aparece tan abiertamente mistificadora, megalómana y criminal como el nazismo pudo ser objeto de un consenso político de una amplitud que hoy nos resulta difícil explicar?
Para intentar aportar una respuesta convincente, considero al régimen nazi desde un ángulo que lo presenta como una dictadura al servicio del pueblo. El período de la guerra, que también hizo surgir muy claramente las otras características del nazismo, permite responder de la mejor manera a esas preguntas tan importantes. Hitler, los Gauleiter (jefes regionales) del NSDAP, una buena parte de los ministros, secretarios de Estado y consejeros actuaron como demagogos clásicos, preguntándose sistemáticamente cómo asegurar y consolidar la satisfacción general, comprando cada día la aprobación de la opinión o, por lo menos, su indiferencia. Dar y recibir fue la base sobre la cual erigieron una dictadura consensual, siempre mayoritaria en la opinión; el análisis del derrumbe interno al final de la primera guerra mundial hizo aparecer los escollos que debía evitar su política de beneficencia popular.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los responsables nazis trataron, por un lado, de distribuir los víveres de manera que su reparto fuera sentido como justo, sobre todo por los más pobres; por otro, hicieron de todo para mantener la estabilidad, al menos aparente, del Reichsmark (RM) con el fin de cortar decididamente cualquier recuerdo inquietante de la inflación de la guerra de 1914 o del derrumbe de la moneda alemana en 1923; finalmente procuraron -lo que no había ocurrido durante la Primera Guerra Mundial- retribuir de manera suficiente a las familias, que recibían cerca del 85% del salario neto anterior de los soldados movilizados (contra menos de la mitad para las familias británicas y estadounidenses en la misma situación). No era raro que las esposas y las familias de los soldados alemanes tuvieran más dinero que antes de la guerra; también se beneficiaban con los regalos traídos masivamente por los soldados con licencia y con los paquetes enviados al ejército por correo desde los países ocupados.
Para reforzar esta ilusión de adquisiciones garantizadas, e incluso susceptibles de crecer, Hitler logró que los campesinos, los obreros, y también los empleados y los pequeños y medianos funcionarios no fueran afectados de manera significativa por los impuestos de guerra, lo cual también representaba una diferencia importante en relación con Gran Bretaña y Estados Unidos. Pero este beneficio otorgado a la gran mayoría de los contribuyentes alemanes estuvo acompañado de un aumento considerable en la carga fiscal de las capas sociales con altos o muy altos ingresos. El impuesto excepcional de 8.000 millones de Reichsmarks que debieron pagar los propietarios inmobiliarios hacia fines de 1942 constituye un ejemplo sorprendente de la política de justicia social practicada ostensiblemente por el Tercer Reich. Lo mismo ocurrió con la exención fiscal de las primas por el trabajo nocturno, en domingo y días feriados, acordada después de la victoria sobre Francia, y considerada hasta hace poco por los alemanes como un logro social.
Así como el régimen nazi fue implacable en el caso de los judíos y de las poblaciones que consideraba, desde un punto de vista racial, como inferiores o extranjeras (fremdvölkisch), también su conciencia de clase lo impulsó a repartir las cargas de manera que los más débiles salieran beneficiados.
Pero es evidente que sólo las clases más ricas (el 4% de los contribuyentes alemanes ganaba entonces más de 6.000 RM anuales) no podían aportar con sus impuestos los fondos necesarios para el financiamiento de la Segunda Guerra. Entonces, ¿cómo se financió la guerra más costosa de la historia mundial para que la mayoría de la población se encontrara lo menos afectada posible? La respuesta es evidente: Hitler hizo que los arios ahorraran recursos a expensas del mínimo vital de otras categorías de población.
Para conservar el favor de su propio pueblo, el gobierno del Reich también arruinó las demás monedas de Europa, al exigir gastos de ocupación cada vez más elevados. Para asegurar el nivel de vida de su población, hizo robar millones de toneladas de productos alimenticios para dar de comer a sus soldados y enviar lo que quedaba a Alemania. De la misma manera que se suponía que el ejército alemán se alimentaba a expensas de los países ocupados, también debía pagar los gastos corrientes con el dinero de esos países, lo que logró ampliamente.
Los soldados alemanes desplegados en el extranjero -es decir, casi todos- y el conjunto de las prestaciones brindadas a la Wehrmacht por los países ocupados, las materias primas, los productos industriales y artículos alimenticios comprados en el lugar y destinados a la Wehrmacht o a ser enviados a Alemania, todo era pagado con monedas distintas a los Reichsmarks. Los responsables aplicaban expresamente los siguientes principios: si alguien debe morir de hambre, que sean los otros; si la inflación de guerra es inevitable, que afecte a todos los países salvo a Alemania.
"Bienestar" del pueblo
La segunda parte del libro trata sobre las estrategias elaboradas para lograr esos fines. Las arcas alemanas estuvieron así alimentadas por los miles de millones provenientes de la expoliación de los judíos de Europa, lo que constituye el objeto de la tercera parte. Mostraré de qué manera fueron expoliados los judíos, primero en Alemania y luego en los países aliados y en aquellos ocupados por la Wehrmacht. (...)
Apoyándose en una guerra predadora y racial de gran envergadura, el nacionalsocialismo fue el principio de una verdadera igualdad, especialmente por una política de promoción social de una amplitud sin precedentes en Alemania, que lo hacía al mismo tiempo popular y criminal.
El confort material y las ventajas obtenidas del crimen en gran escala, ciertamente de manera indirecta y sin comprometer la responsabilidad personal, eran aceptadas con buena voluntad, alimentando la conciencia, en la mayoría de los alemanes, de la solicitud del régimen. Y, recíprocamente, de allí obtenía su energía la política de exterminación, ya que adoptaba el criterio del bienestar del pueblo. La ausencia de resistencia interna digna de ese nombre y, posteriormente, la falta de sentimiento de culpabilidad, se deben a esta constelación histórica. Esto es objeto de la cuarta parte del libro.
Respondiendo así a la pregunta "¿cómo pudo suceder lo que sucedió?", se nos hace imposible cualquier reducción pedagógica a simples fórmulas antifascistas; ésta es una respuesta difícil de mostrar públicamente, y casi imposible de separar de las historias nacionales de la posguerra, la de los alemanes en la República Democrática Alemana (RDA), en la República Federal de Alemania (RFA) y en Austria. Sin embargo, parece necesario aprehender el régimen nazi como un socialismo nacional para, por lo menos, poner en duda la proyección recurrente de la culpa sobre individuos y grupos claramente circunscriptos, que son tanto el dictador delirante, enfermo y "carismático" y su entorno inmediato, como los ideólogos del racismo (según una moda pasajera, propia de una generación que ha conocido la misma socialización) que están estigmatizados; para otros son (de manera exclusiva o no) los banqueros, los grandes empresarios, los generales o los comandos asesinos, presos de una locura homicida. En la RDA, en Austria y en la RFA se adoptaron las estrategias de defensa más diversas, pero todas iban en el mismo sentido y garantizaban a la población mayoritaria una existencia apacible y una conciencia tranquila. (...)
Se asocia -en general un poco rápidamente- a los que se aprovecharon de la arianización con los grandes industriales y los banqueros. Las comisiones de investigación sobre el período nazi, establecidas durante los años 1990 en muchos Estados europeos y en grandes empresas, y constituidas por historiadores especializados, reforzaron esta impresión, que es falsa si se mira la situación de conjunto. La historiografía, un poco más matizada, agrega de buena gana a algunos funcionarios nazis de rango más o menos elevado al grupo de los que se aprovecharon de la arianización. Desde hace algunos años aparecen también en la mira vecinos comunes alemanes, y también polacos, checos o húngaros, personas cuyos dudosos servicios a la potencia ocupante eran con frecuencia retribuidos con bienes "desjudaizados". Pero toda teoría que se centre únicamente en los aprovechadores privados tomaría un camino equivocado y pasaría al costado de la cuestión central: ¿en qué se transformaron los bienes de los judíos de Europa expropiados y asesinados? (...)
Esta técnica de financiamiento de la guerra, aplicada en Alemania desde 1938, que consistía en imponer la conversión del patrimonio privado en préstamos al Estado, fue ignorada por quienes trataron la arianización con una perspectiva jurídica, moral o historiográfica. Esta posición correspondía a la voluntad de los dirigentes alemanes de acallar la utilidad material del saqueo. Como la mención de la conversión forzada de los valores judíos en préstamos al Estado era un tabú, las cifras concretas de los ingresos siguieron siendo secretas. La persecución de los judíos debía presentarse y considerarse como una cuestión puramente ideológica, y las víctimas sin defensa de un gigantesco asesinato predador aparecer como enemigos despreciables.
En 1943, una lista establecida por el Alto Comando de la Wehrmacht, que detallaba diecinueve problemas políticos y militares que eran fuente de perturbaciones entre los soldados, perturbaciones que los oficiales debían evitar con respuestas tan homogéneas como fuera posible, incluía esta pregunta: "¿No fuimos demasiado lejos con la cuestión judía?" La respuesta era: "¡Mala pregunta! ¡Es un principio nacionalsocialista, tiene que ver con nuestra Weltanschauung (concepción del mundo); no hay discusión sobre ello!" (1). Ahora bien, no hay ninguna razón para confundir la argumentación puesta a disposición de los adoctrinadores nazis con los hechos históricos. (...)
En Alemania hubo, innegablemente, una gran cantidad de escépticos. La mayoría de los que se dejaron llevar por el nazismo lo hicieron sobre la base de puntos imprecisos del programa. Algunos siguieron al NSDAP porque la emprendía contra Francia, enemigo hereditario; otros, porque ese Estado joven rompía fuertemente con las representaciones morales tradicionales. Algunos eclesiásticos católicos bendijeron las armas comprometidas en la cruzada contra el bolchevismo pagano y se opusieron a la confiscación de los bienes de la Iglesia, así como también a los crímenes de la eutanasia (ver Heim, pág. ); a la inversa, los Volksgenossen (literalmente "camaradas del pueblo", es decir ciudadanos arios) de sensibilidad fundamentalmente socialista se entusiasmaron con las dimensiones anticlericales y antielitistas del nacionalsocialismo.
Precisamente porque se apoyaba en afinidades parciales diversas, el seguimiento ciego de millones de alemanes, cada uno con motivaciones puntuales aunque de consecuencias funestas, pudo ser reformulado a posteriori sin dificultad como una "resistencia" desprovista de eficacia histórica.
El actor Wolf Goette, mencionado en el capítulo sobre los saqueadores (satisfechos) de Hitler, estaba tan alejado de la ideología nazi como Heinrich Böll. Siempre encontró la política alemana "vomitiva", y experimentaba un "sentimiento de vergüenza espantoso" cuando se cruzaba con una persona que llevaba la "insignia amarilla". Sin embargo, a diferencia de Böll, en un primer momento consideró la película Ich klage an ("Yo acuso"), que hacía la apología de la eutanasia, como un documento de "orientación limpia y conveniente", como una obra de arte impactante que "demostraba con una calidad cinematográfica notable" la "necesidad" de la eutanasia "en algunos casos de enfermedades incurables", aun cuando luego expresó discretas dudas "sobre la hipótesis de que un Estado arbitrario reivindicara esta idea". Pero, independientemente de su posición en cuanto a las diversas medidas políticas, Goette seguía valorando las posibilidades para su carrera y de consumo que le procuraba la dictadura alemana en Praga, una ciudad pletórica de riquezas. Estaba preocupado por sus pequeños intereses personales, y eso lo neutralizaba políticamente. (2)
Por otra parte, sólo el ritmo desenfrenado de la acción le permitía a Hitler mantener en equilibrio la mezcla siempre inestable de los intereses y de las posiciones políticas más diversas. Es aquí donde residía la alquimia política de su régimen. Impedía el derrumbe por el encadenamiento casi ininterrumpido de las decisiones y de los acontecimientos. Valorizaba al NSDAP y sostenía a los militantes de la primera hora, los Gauleiter y los Reichsleiter, de manera mucho más comprometida que los ministros. Su habilidad para estructurar el poder se manifestó después de 1933 en el hecho de que no dejó que el Partido todopoderoso se redujera a un simple apéndice del Estado. Supo, por el contrario -a diferencia del Partido Socialista Unificado de Alemania del Este (SED) tiempo después- movilizar el aparato del Estado con un éxito sin precedentes, permitiéndole desarrollar una creatividad concurrente a los objetivos de "agitación nacional" y utilizar las fuerzas del país hasta el extremo.
En su mayoría, los alemanes sucumbieron al vértigo en un primer momento, a la embriaguez de la aceleración de la historia después, y finalmente -con Stalingrado, cuyo impacto fue acentuado internamente por los bombardeos "de saturación" y el terror ahora manifiesto- a un estado de conmoción que provocó el mismo entorpecimiento. Los ataques aéreos suscitaron más indiferencia que miedo y llevaron a un cierto "no me importa"; los muertos caídos en el frente oriental reforzaron la tendencia a centrarse en las preocupaciones de lo cotidiano y en la espera de los próximos signos de vida del hijo, del marido o del novio (3).
Los alemanes vivieron los doce años del nazismo como un estado de urgencia permanente. En el torbellino de los acontecimientos, perdieron toda noción de equilibrio y de medida. "Todo esto me hace sentir el efecto de una película" (4) observaba en 1938, plena crisis de los Sudetes, Vogel, el almacenero mencionado por Víctor Klemperer. Un año más tarde, nueve días después del comienzo de la campaña contra Polonia, Herman Göring les aseguraba a los obreros de las fábricas Rheinmetall-Borsig, en Berlín, que pronto podrían contar con dirigentes "a los que la energía empuja hacia adelante" (5). En la primavera de 1941, Joseph Goebbels confirmaba esta idea en su diario: "Toda la jornada, un ritmo loco"; "la vida ofensiva y fulgurante comienza de nuevo ahora", o bien, en la embriaguez antibritánica de la victoria: "Paso todo el día con un sentimiento de felicidad febril" (6).
Hitler mencionaba con frecuencia, en su círculo más restringido, la posibilidad de su muerte cercana, con el fin de mantener el ritmo insensato necesario para el equilibrio político de su régimen. Se movía como un equilibrista diletante que sólo logra conservar el equilibrio gracias a movimiento de oscilación cada vez más amplios, cada vez más rápidos, luego precipitados y vanos, y que termina, inevitablemente, por caer. Por eso el análisis de las decisiones políticas y militares de Hitler gana en pertinencia cuando hace abstracción de la propaganda a ultranza sobre el futuro, y vuelve a situar esas iniciativas con relación a sus motivaciones inmediatas y a los efectos buscados a corto plazo.
1 - Servicios administrativos de la Wehrmacht, Puntos discutidos (mayo de 1943), NA, RG 238, box 26 (Reinecke Files).
2 - Wolf Goette (1909-1995) a su familia y a A., Archives Wolk Goette, Praga, 1939/1942, WOGOs Briefe.
3 - Birthe Kundrus, Kriegerfrauen. Familienpolitik und Geschlechterverhältnisse im Ersten und Zweiten Weltkrieg, Hamburgo, 1995, p. 315.
4 - Victor Klemperer, Mes soldats de papier: Journal 1933-1941, París, 2000, p. 397.
5 - Völkischer Beobachter, 11 de setiembre de 1939.
6- Elke Fröhlich (ed.), Die Tagebücher von Joseph Goebbels, Munich 1997, parte I, vol. 9, p.
171 (5 de marzo de 1941), p. 229 (6 de abril de 1941), p. 247 (14 de abril de 1941).