A diferencia de otros países, España salió de la dictadura encerrándose en un prolongado silencio, de casi treinta años; en otras coordenadas, en efecto, se asiste al derribo de las estatuas de los dictadores y la supresión de los símbolos de regímenes sin honra. Tras la aplicación de algunas medidas de este género poco después de la muerte del general Franco, nada de eso se produjo en España hasta las recientes decisiones y anuncios -que han suscitado polémica en el seno de la oposición- de José Luis Rodríguez Zapatero y su Gobierno: creación de una comisión ministerial para rehabilitar moralmente a las víctimas del franquismo, preparación de una ley destinada a prohibir los símbolos del franquismo, retirada de una estatua del general Franco en Madrid, proyecto de modificación de la sede del Valle de los Caídos.
En estas circunstancias, España se encara a medidas y debates que ponen término al silencio subsiguiente al periodo abierto por una terrible guerra civil seguida de la dictadura franquista hasta la muerte del generalísimo. En 1882, Ernest Renan explicaba, en su célebre conferencia sobre ¿Qué es una nación? que una nación precisa saber olvidar los actos de violencia que han acompañado a su fundación:
España, actualmente, rompe con esta concepción clásica que propugna que una nación, a fin de proyectarse hacia el futuro, deje de lado -o relegue al fondo de su memoria- la sangre vertida en una guerra civil o una dictadura.
En cualquier caso, es factible distinguir -si se consideran experiencias distintas en cuyo seno un pasado violento es objeto de determinadas interpretaciones sociales o políticas- dos casos o ejemplos diferenciados a propósito de la cuestión. Según el primero, un episodio conflictivo violento -una guerra civil o una revolución- desencadena o propicia a lo largo de su propia estela una serie de debates políticos con un enfoque o talante en mayor o menor medida apasionado. Los franceses, por ejemplo, han invertido dos siglos en poner el punto final a su revolución... que no finalizó verdaderamente -así lo expresó el historiador francés François Furet- hasta la conmemoración de su bicentenario en 1989. Desde este punto de vista, las incipientes polémicas registradas en España vienen a reavivar los enfrentamientos de la guerra civil, de una manera no violenta pero sí con unas connotaciones acompañadas de un notable grado de pasión. En tal caso, la nación, contrariamente a las propuestas de Renan, se desgarra; los respectivos terrenos y ámbitos se definen en función de las posturas opuestas y contrarias del pasado, la guerra civil se prolonga o reactiva bajo formas distintas que cabe asociar, según los casos, a la memoria y la conmemoración.
Sin embargo, en el mundo contemporáneo ha hecho su aparición un segundo caso o ejemplo, e incluso se ha impuesto un segundo rasgo, adecuadamente sintetizado por un solo término, el de víctimas. El factor en liza en este caso ya no es la prosecución -en un plano simbólico- de enfrentamientos históricos, sino una serie de demandas y solicitudes de reconocimiento y posibles indemnizaciones acompañadas, dado el caso, de dinámicas de perdón y reconciliación. En tal perspectiva, desde hace unos cuarenta años ha aflorado todo tipo de movimientos que propugnan que se reconozca la realidad de los actos de violencia extrema de que han sido víctimas, ellos mismos o sus antepasados. Por ejemplo, los armenios tanto en la diáspora como en Armenia, exigen que la comunidad internacional, pero también y en primer lugar Turquía, reconozca el genocidio de 1915, que este último país se niega a considerar como tal para referirse más bien a crímenes en masa y matanzas, en ciertos casos -por otra parte- recíprocas. Los descendientes de antiguos esclavos y víctimas de la trata negrera quieren que se reconozca efectivamente la realidad de este pasado y exigen en ocasiones el pago de indemnizaciones en especial a Estados Unidos. Inspiradas en el modelo de Sudáfrica, en diversos países funcionan comisiones encargadas de establecer la verdad pero también de proceder en favor del perdón o la reconciación tras un periodo de racismo asesino o dictadura bárbara y cruel. En los antiguos países comunistas existen instancias o instituciones que tratan de afrontar el pasado habida cuenta de los daños y perjuicios más patentes sufridos por las víctimas. En Argentina existen movimientos de mujeres e hijos de desaparecidos que no se limitan a denunciar los crímenes de la dictadura militar, sino que intentan volcarse hacia el futuro a fin de que se implanten los valores de justicia y democracia en el seno de la vida colectiva.Yasí podrían citarse otros muchos casos.
Lo propio y característico de los fenómenos del segundo ejemplo, asumidos incluso por parte de una instancia como pueda ser un Estado, reside en el hecho de que de ningún modo -ni siquiera de manera simbólica- alientan o propician el reavivamiento los enfrentamientos y actos de violencia del pasado. Anteponen, en todo caso, un factor muy distinto: el hecho de que se han registrado víctimas y de que éstas deben -al menos- ser objeto de reconocimiento. Indudablemente, en algunos casos estas exigencias pueden patinar pues, en efecto, la competencia creada entre las propias víctimas acaba en acusaciones de tono excluyente de un grupo respecto de otro o en acusaciones injustas; por añadidura, cuando un grupo se recluye en el interior de una identidad definida exclusivamente a partir de una acción destructiva de que ha sido víctima, corre el peligro de volver por los fueros del rencor, la cólera y la violencia o bien de la melancolía, de la frustración ante la imposibilidad de articularse de modo positivo, de dirigir su mirada al futuro anteponiendo realidades bien diferenciadas de todo lo que pueda referirse a una entidad ya entera, completa e inalterada; es decir, léase una cultura, una capacidad de invención y creación, unas tradiciones, unas formas y actitudes religiosas, etcétera.
Puede considerarse, en consecuencia y simplificando, que existen dos clases de orientaciones y prácticas políticas asociadas a la evocación de un pasado hecho de violencia y sufrimiento. En el primer caso, se trata de volver sobre un pasado en realidad no digerido con ansioso afán de calmar y aquietar las pasiones y de dar con una especie de ámbito de consenso entre las partes afectadas. En esta perspectiva, debe entenderse la política actual del Gobierno español como un esfuerzo tendente a hacer entrar al franquismo en la Historia -no sólo en las memorias individuales- para sacarlo del olvido señalando con toda claridad los aspectos asesinos y violentos que acompañaron tanto la dictadura como la guerra civil que la precedió.
En el segundo caso, se trata de dar pie a que las víctimas y sus descendientes -en este caso los republicanos y por añadidura todos aquellos que el Gobierno franquista atacó y persiguió- den a conocer efectivamente sus pasados sufrimientos y penalidades, exijan el reconocimiento debido y -por qué no- indemnizaciones subsiguientes, al menos simbólicas; factores susceptibles en el futuro -un escenario del que nos encontramos muy alejados actualmente- de generar dinámicas de perdón y reconciliación. En lo esencial, la acción de Gobierno en el caso español adopta la dinámica expresada en el primer caso, al revés de lo que sucede en muchos otros países del mundo. No obstante, es verdad que la dinámica expresada en el segundo caso tendría implicaciones considerables, delicadas y de difícil articulación política. ¿Cómo aceptar o aprobar -en la actualidad- dar gran importancia en el debate público a la represión de que fueron víctima los vascos bajo el régimen de Franco pensando en términos de reparación o indemnización? O abundando en la cuestión, ¿cómo no recordar, por cierto, la existencia de republicanos de conducta bárbara y cruel? En un país donde las víctimas de ayer se comportan hoy a veces como terroristas, y donde en el terreno de las víctimas de hoy cabe encontrar culpables de ayer, no resulta fácil alumbrar engranajes compuestos de dinámicas de reconocimiento, reconciliación o perdón.Aesta razón obedece, de forma verosímil, que el Gobierno de Zapatero, sin olvidar a las víctimas (y por tanto sin descuidar del todo la lógica del segundo caso) insista, sobre todo, en la dinámica del primer caso.
MICHEL WIEVIORKA, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París
Traducción: José María Puig de la Bellacasa