El crecimiento moderno de la amundanidad [imposibilidad de una comunión de los hombres con el cosmos y entre sí, N. de E.], el declive de todo entre humano [distancia que separa pero al mismo tiempo posibilita el encuentro, N. de E.], también se puede describir como la propagación del desierto. El primero que reconoció que vivimos y nos movemos en un mundo desértico fue Nietzsche y también fue él quien cometió el primer error decisivo diagnosticándolo. Como casi todos los que vinieron tras él, Nietzsche pensaba que el desierto está en nosotros. Así se revelaba a sí mismo no sólo como uno de los primeros habitantes conscientes del desierto, sino también y por lo mismo, como la víctima de su más terrible ilusión. La psicología moderna es psicología del desierto: cuando perdemos la facultad de juzgar, "de sufrir y de condenar", comenzamos a pensar que hay algo equivocado en nosotros si no podemos vivir bajo las condiciones del desierto. En la medida en que la psicología trata de "ayudarnos" nos ayuda a "ajustarnos" a aquellas condiciones y nos quita nuestra única esperanza; a saber: que nosotros, que no somos del desierto aunque vivamos en él, somos capaces de transformarlo en un mundo humano. La psicología pone todo del revés: precisamente porque sufrimos bajo las condiciones del desierto somos aún humanos y estamos aún intactos; el peligro consiste en que nos convirtamos en verdaderos habitantes del desierto y nos sintamos cómodos en él.
El mayor peligro en el desierto consiste en que hay tempestades de arena; en que el desierto no siempre es tranquilo como un cementerio. Allí donde, al fin y al cabo, todo sigue siendo posible, puede desencadenarse un movimiento autónomo. Esas tormentas de arena son los movimientos totalitarios, cuya característica principal reside en que se ajustan extraordinariamente bien a las condiciones del desierto. De hecho, no cuentan con nada más, y por ello parecen ser la forma política más adecuada a la vida del desierto. Ambos, la psicología -la disciplina de ajustar la vida humana al desierto- y los movimientos totalitarios -las tempestades de arena, en las cuales lo que es tranquilo como la muerte explota repentinamente en pseudoacción- plantean un peligro inminente a las dos facultades humanas que pacientemente nos capacitan para transformar el desierto en lugar de transformarnos a nosotros mismos: las facultades conjuntadas de acción y pasión. Es cierto que cuando somos alcanzados por los movimientos totalitarios o por los ajustes de la psicología moderna sufrimos menos; pero perdemos la facultad de sufrir y con ella la virtud de resistir. Y sólo de aquellos que consiguen resistir el padecimiento de vivir bajo las condiciones del desierto es de quienes podemos esperar que se armen del coraje necesario que se encuentra en la raíz de toda acción, del coraje que convierte a un hombre en un ser actuante.
Las tormentas de arena amenazan también esos oasis en el desierto sin los que ninguno de nosotros podría resistir allí, mientras que la psicología sólo intenta acostumbrarnos a la vida en el desierto de modo que ya no sintamos la necesidad de los oasis. Los oasis constituyen todos esos dominios de la vida que existen independientemente, o al menos en gran medida independientemente, de las circunstancias políticas. Lo que en ellos disuena es la política, es decir, nuestra experiencia plural, pero no lo que podemos hacer y crear en la medida en que existimos en singular: en el aislamiento del artista, en la soledad del filósofo, en la relación inherentemente amundana entre seres humanos tal como existe en el amor y a veces en la amistad "cuando un corazón se dirige directamente a otro, como en la amistad, o cuando el entre, el mundo, asciende en llamas como en el amor". Sin la intangibilidad de esos oasis no sabríamos cómo respirar. Y los especialistas en ciencia política deberían saber esto. Si aquellos que deben gastar sus vidas en el desierto, intentando hacer esto o aquello, preocupándose constantemente por sus condiciones, no saben cómo usar los oasis, se convertirán en habitantes del desierto, incluso sin ayuda de la psicología. En otras palabras, los oasis se secarán si no los mantenemos intactos, y ellos no son meros lugares de "relax" sino las fuentes dispensadoras de vida que nos permiten vivir en el desierto sin reconciliarnos con él.
El peligro opuesto es mucho más frecuente. Su nombre habitual es escapismo: huir del mundo del desierto, de la política, hacia lo que quiera que sea es una forma menos peligrosa y más refinada de aniquilar los oasis que las tormentas de arena, que amenazan su existencia, por así decirlo, desde fuera. Tratando de huir transportamos la arena del desierto a los oasis "como Kierkegaard, tratando de escapar de la duda, introdujo su duda en la religión cuando dio el salto a la fe". La falta de resistencia, el fracaso de reconocer y resistir la duda como una de las condiciones fundamentales de la vida moderna, introduce la duda en el único ámbito en que nunca debió entrar: el ámbito religioso; hablando estrictamente, el ámbito de la fe. Eso es sólo un ejemplo para que veamos lo que hacemos cuando intentamos huir del desierto. Porque aniquilamos los oasis dispensadores de vida cuando vamos a ellos con la intención de huir, parece a veces como si todo conspirase para generalizar las condiciones del desierto.
También esto es una ilusión. En último análisis, el mundo humano es siempre el producto del amor mundi del hombre, un artificio humano cuya inmortalidad potencial está siempre sujeta la mortalidad de aquellos que lo construyen y a la natalidad de aquellos que comienzan a vivir en él. Lo que Hamlet dijo es siempre verdad: "El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldita suerte la mía, haber nacido para ponerlo en orden!". En este sentido, en la necesidad que tiene el mundo de los que comienzan para que pueda ser comenzado de nuevo, el mundo es siempre un desierto. Sin embargo, a partir de las condiciones de amundanidad que aparecieron por primera vez en la Edad Moderna -amundanidad que no debería ser confundida con la ultramundanidad cristiana- nació la cuestión de Leibniz, Schelling y Heidegger: ¿por qué hay algo en lugar de nada? Y a partir de las condiciones específicas de nuestro mundo contemporáneo que nos amenaza no sólo con que no-haya-nada, sino también con que no-haya-nadie, puede surgir la pregunta: ¿por qué hay alguien en lugar de nadie? Estas cuestiones pueden sonar nihilistas pero no lo son. Al contrario, son las cuestiones antinihilistas planteadas en una situación objetiva de nihilismo, donde el que no-haya-nada y el que no-haya-nadie amenazan con destruir el mundo.