Cuando Heidegger elevó el tema de la comprensión desde una metodología de las ciencias del espíritu a la condición de un existencial y fundamento de una ontología del «ser-ahí», la dimensión hermenéutica no representó ya un estrato superior en el estudio de la intencionalidad fenomenológica, estudio basado en la percepción directa, sino que hizo aflorar sobre una base europea y dentro de la orientación de la fenomenología lo que en la lógica anglosajona aparecía casi simultáneamente como el linguistic turn. En la forma originaria, husserliana y scheleriana de la investigación fenomenológica, el lenguaje habría quedado en la penumbra, a pesar del giro dado hacia el Lebenswelt («mundo de la vida»).
En la fenomenología se había repetido el abismal olvido lingüístico que ya caracterizó al idealismo transcendental y que pareció confirmarse en la desafortunada crítica de Herder al giro transcendental kantiano El lenguaje no encontró un sitio de honor ni siquiera en la dialéctica y la lógica hegeliana. Por otra parte Hegel aludió alguna vez al instinto lógico del lenguaje, cuya anticipación especulativa del Absoluto dio origen a la obra genial de la Lógica hegeliana. En realidad, tras la germanización amanerada del lenguaje escolar de la metafísica por Kant, el aporte de Hegel al lenguaje de la filosofía fue de innegable relevancia. Hegel destacó la gran labor de Aristóteles en la formación del lenguaje y de los conceptos, y siguió su egregio ejemplo al intentar salvar en el lenguaje del concepto mucho del espíritu de su lengua materna. Esta circunstancia le ha acarreado el inconveniente de la intraducibilidad, una barrera que ha sido insalvable durante más de un siglo y que hoy sigue constituyendo un obstáculo difícil de franquear. Pero lo cierto es que tampoco Hegel otorgó al lenguaje un puesto central.
En Heidegger se repitió una irrupción parecida, aún más vigorosa, de impulso lingüístico originario en la esfera del pensamiento. A ello contribuyó su recurso a la originariedad del lenguaje filosófico griego.
El «lenguaje» cobró así virulencia con toda la fuerza intuitiva de sus raíces vitales y penetró en el sutil artificio descriptivo de la fenomenología husserliana. Era inevitable que el lenguaje mismo se convirtiera en objeto de su autocomprensión filosófica. Cuando ya en 1920, como yo mismo puedo atestiguar, desde una cátedra alemana, un joven pensador: Heidegger, empezó a meditar sobre qué significase «mundear», aquello fue un allanamiento del lenguaje escolar de la metafísica, un lenguaje sólido, pero enteramente alejado ya de sus orígenes. Y significó a la vez un acontecimiento lingüístico y el logro de una comprensión más profunda del lenguaje mismo. La atención que dedicó el idealismo alemán al fenómeno del lenguaje desde Humboldt, los hermanos Grimm, Schleiermacher, los Schlegel y por último Dilthey, y que dio un impulso insospechado a la nueva lingüística, sobre todo al lenguaje comparado, quedó siempre en el marco de la filosofía de la identidad. La identidad de lo subjetivo y lo objetivo, de pensamiento y ser, de naturaleza y espíritu se mantuvo hasta la filosofía de las formas simbólicas[i] inclusive, entre las que destaca el lenguaje. La última culminación de la obra sintética de la dialéctica hegeliana, a través de todas las contradicciones y diferenciaciones imaginables, restablecía la identidad y elevaba la idea aristotélica primigenia del noesis noeseos a su más pura perfección. Así lo formuló de modo llamativo el párrafo final de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas de Hegel. Como si la historia del espíritu hubiera enfocado toda su labor hacia la única meta: tantae molis erat se ipsam cognoscere mentem, concluye Hegel evocando un verso de Virgilio.
Para el nuevo pensamiento posmetafísico de nuestro siglo, el hecho de que la mediación dialéctica al estilo de Hegel hubiera realizado ya a su modo la superación del subjetivismo moderno fue en efecto un desafío constante. El concepto hegeliano de espíritu objetivo da un testimonio elocuente a este respecto. Incluso la crítica de raíz religiosa que supuso el lema kiergegaardiano «o lo uno o lo otro» al «esto y lo otro» de la autosuperación dialéctica de todas las tesis, pudo quedar absorbida en la mediación total de la dialéctica. La crítica de Heidegger al concepto de conciencia, que delató mediante una radical «destrucción ontológica», todo el idealismo de la conciencia como una enajenación del pensamiento griego y que afecta de lleno a la fenomenología de Husserl revestida de neokantismo, tampoco supuso una ruptura total. Lo que se presentó como ontología fundamental del «ser-ahí» no pudo superar, a pesar de todos los análisis temporales sobre el carácter de «preocupación» del estar ahí, su autorreferencia y por ende el puesto central de la autoconciencia. Por eso no pudo producir una verdadera liberación de la inmanencia de la conciencia de cuño husserliano.
Heidegger se percató de esto muy pronto y asumió los riesgos del pensamiento radical de Nietzsche, sin encontrar otros caminos que los Holzwege (Sendas perdidas), que tras la vuelta llevaban a lo inviable. ¿Fue sólo el lenguaje de la metafísica lo que mantuvo este hechizo paralizante del idealismo transcendental? Heidegger extrajo la última consecuencia de su crítica al vacío ontológico de la conciencia y la autoconciencia abandonando la idea metafísica de fundamentación. No obstante, esta vuelta y este abandono siguió siendo una lucha permanente con la metafísica. Para preparar su superación era preciso no sólo poner en evidencia el subjetivismo moderno desmontando sus conceptos indemostrados, sino rescatar a la luz del concepto como elemento positivo, la experiencia primigenia griega del ser por encima del auge y del dominio de la metafísica occidental. La regresión de Heidegger desde el concepto de physis en Aristóteles a la experiencia del ser en los inicios presocráticos fue en realidad un extravío aventurero. Es cierto que Heidegger tuvo siempre presente el objetivo último, aunque muy vago todavía: repensar el inicio, lo inicial. Aproximarse al inicio significa siempre percatarse de otras posibilidades abiertas desandando el camino recorrido. El que se sitúa en el comienzo debe elegir el camino, y si se regresa al comienzo, advierte que desde el punto de partida podía haber elegido otras sendas; así, el pensamiento oriental recorrió otros caminos. Quizás esto último ocurrió al margen de la libre elección, al igual que la opción occidental. Quizás obedeció a la ausencia de una construcción gramatical de sujeto y objeto que guiase al pensamiento oriental hacia la metafísica de substancia y accidente. Por eso no sorprende que el regreso de Heidegger al comienzo le hiciera sentir algo de la fascinación del pensamiento oriental y que intentara adentrarse en él -en vano- con ayuda de visitantes japoneses y chinos. No es fácil sondear las lenguas, sobre todo la base común a todas las lenguas del propio círculo cultural. En realidad no es posible dar con el comienzo ni siquiera en la historia de los propios orígenes. El comienzo retrocede siempre hacia lo incierto, como le ocurre al paseante costero en la célebre descripción que hace Thomas Mann de la regresión en el tiempo en La montaña mágica: detrás del último promontorio aparece siempre otro nuevo en una situación interminable. Heidegger creyó topar sucesivamente con la experiencia inicial del ser, con testimonios de la correlación entre desvelamiento y ocultación, en Anaximandro, en Heráclito, en Parménides y de nuevo en Heráclito. En Anaximandro cree encontrar la presencia misma y la permanencia de su ser, en Parménides el corazón sin latidos de la aletheia, en Heráclito la physis que gusta de ocultarse. Pero todo esto, aun siendo válido como indicación de las palabras que apuntan a lo intemporal, no lo es para el discurso, es decir, para la autointerpretación del pensamiento que encontramos en los textos primitivos. Heidegger sólo pudo reconocer su propia visión del ser en el nombre, en la fuerza nominativa de las palabras y en sus laberintos intransitables como vetas de oro: este «ser» no es el ser del ente. Al final resultó siempre que tales textos no eran el último promontorio que daba acceso a la visión directa del ser.
Estaba escrito -digamos así- que Heidegger, por esta vía de sus prospecciones en la roca primigenia de las palabras, tropezara con la figura postrera de Nietzsche, cuyo extremismo había osado la autodestrucción de toda metafísica, de toda verdad y de todo conocimiento de la verdad. El aparato conceptual de Nietzsche no le podía satisfacer, aunque aplaudió su desencantamiento de la dialéctica -«de Hegel y de los otros Schleiermacher»- y aunque la visión de la filosofía en el período trágico de los griegos pudiera confirmarle en la idea de ver en la filosofía algo diferente a esa metafísica de un mundo verdadero detrás del mundo aparente. Todo esto pudo hacer que Heidegger tuviera por breve tiempo a Nietzsche como compañero de viaje. «Tantos siglos sin un dios nuevo...» fue el lema de su recepción de Nietzsche.
Pero ¿qué sabe Heidegger de un dios nuevo? ¿lo barrunta y le falta sólo el lenguaje para invocarlo? ¿le tiene hechizado el lenguaje de la metafísica? Pese a su insondabilidad previa, el lenguaje no es el destierro de Babilonia del espíritu. Asimismo, la confusión babélica de las lenguas no significa sólo que la variedad de las familias lingüísticas y de los idiomas sea producto del orgullo humano, como supone la tradición bíblica. Esa variedad expresa toda la distancia que media entre un ser humano y otro y que crea permanentemente la confusión. Pero eso encierra también la posibilidad de la superación. Porque el lenguaje es diálogo. Es preciso buscar la palabra y se puede encontrar la palabra que alcance al otro, se puede incluso aprender la lengua ajena, la del otro. Se puede emigrar al lenguaje del otro hasta alcanzar al otro. Todo esto puede hacerlo el lenguaje como lenguaje.
Es cierto que el nexo que se crea en forma de lenguaje para entenderse está entretejido sustancialmente de cháchara, que es la apariencia del hablar y hace de la conversación un intercambio de palabras vacías. Lacan ha dicho con razón que la palabra que no va dirigida a otro es una palabra huera. Es lo que constituye el primado de la conversación que se desenvuelve entre pregunta y respuesta y construye así el lenguaje común. Hay una conocida experiencia en el diálogo de personas que hablan dos idiomas distintos, pero pueden entenderse medianamente: sobre esta base no se puede sostener una conversación, sino que se libra en realidad una larga lucha hasta que ambos terminan hablando una de las dos lenguas, aunque uno de ellos bastante mal. Es una experiencia que puede hacer cualquiera. El fenómeno encierra una sugerencia significativa. No se da sólo entre hablantes de distintos idiomas, sino igualmente en la adaptación recíproca de las partes en cada conversación sostenida en la misma lengua. Sólo la respuesta real o posible hace que una palabra sea tal.
En este mismo plano de experiencia ocurre que toda retórica, precisamente por no permitir un intercambio constante de pregunta y respuesta, de discurso y réplica, incluye siempre añadidos de palabras vacías que conocemos como muletillas o frases hechas. Algo similar nos ocurre en el intento de comprender algo mientras lo oímos o leemos. En tales casos la realización del significado depende de ciertas intenciones vacías como mostró especialmente Husserl.
Esto debe ser objeto de ulterior reflexión si queremos dar un sentido al lenguaje de la metafísica. No me refiero al lenguaje en que se creó antaño la metafísica, el lenguaje filosófico de los griegos. Me refiero a que las lenguas vivas de las actuales comunidades lingüísticas comportan ciertos caracteres conceptuales que proceden de este lenguaje originario de la metafísica. Llamamos a eso, en el ámbito científico y filosófico, el papel de la terminología. Pero si en las ciencias naturales matemáticas -sobre todo en las experimentales- la adopción de denominaciones es un acto convencional que sirve para designar todos los fenómenos accesibles y no establece ninguna relación semántica entre el término internacionalmente adoptado y los usos lingüísticos de los idiomas nacionales -¿quién se acuerda del gran investigador Volta cuando oye la palabra «voltio»?-, en el caso de la filosofía no ocurre lo mismo. No hay aquí un plano de experiencia accesible a todos, controlable, designado por términos acordados. Los términos que se acuñan en el campo de la filosofía se articulan siempre en la lengua hablada de la que proceden. La conceptuación supone también aquí la restricción de la posible polivalencia de una palabra, para darle un significado preciso; pero tales palabras conceptuales nunca se desligan totalmente del campo semántico en el que poseen todo su significado. El desligar del todo una palabra de su contexto para insertarla (horismos) en un contenido preciso que la convierte en palabra conceptual corre el riesgo de vaciarla de sentido. Así la formación de un concepto metafísico fundamental como el de ousía nunca es plenamente canjeable sin tener presente a la vez el sentido de la palabra griega en su plena acepción. Por eso ha contribuido mucho a la comprensión del concepto griego de ser el saber que la palabra ousía significó primariamente la propiedad rural y que de ahí deriva el sentido conceptual de «ser» como presencia o lo presente. Este ejemplo muestra que no se da un lenguaje de la metafísica, sino la acuñación de términos extraídos del lenguaje vivo y pensados metafísicamente. Esa acuñación conceptual puede crear una tradición constante, como es el caso de la lógica y la ontología de Aristóteles, e introducir en consecuencia una alienación que empieza muy pronto, continúa con la cultura helenística traducida al latín y que forma después nuevamente un lenguaje escolástico con la acogida de la versión latina en los idiomas nacionales actuales, un lenguaje en el que el concepto va perdiendo más y más el sentido original derivado de la experiencia del ser.
Se plantea así la tarea de una destrucción de los conceptos de la metafísica. Tal es el único sentido aceptable de la expresión «lenguaje de la metafísica»: la conceptualidad formada en su historia. La tarea de una destrucción de la conceptualidad deformada de la metafísica, que prosigue en el pensamiento actual, fue abordada por Heidegger en sus primeros años de docencia. La reconducción pensante de los términos de la tradición al idioma griego, al sentido natural de las palabras y a la sabiduría oculta del lenguaje que ha de buscarse en ellas, reconducción llevada a cabo por Heidegger con increíble vigor, dio nueva vida al pensamiento griego y a su capacidad para interpelarnos. Tal fue la genialidad de Heidegger. El intentó incluso retrotraer las palabras a su sentido literal ya desaparecido, no vigente, y a extraer consecuencias conceptuales de este sentido etimológico. Es significativo que el Heidegger tardío hable a este respecto de «palabras primordiales» que expresan la experiencia griega del mundo mejor que las teorías y principios de los primeros textos griegos.
Heidegger no fue el primero en percatarse de la deformación que se produjo en el lenguaje escolástico de la metafísica. Fue ya una aspiración del idealismo alemán desde Fichte y sobre todo desde Hegel el disolver y fluidificar la ontología griega de la substancia y sus conceptos mediante el proceso dialéctico del pensamiento. Hubo también precursores incluso dentro del latín escolástico, especialmente cuando a las obras latinas se agregaba la palabra viva de la predicación en lengua vernácula, como es el caso del maestro Eckhart o de Nicolás de Cusa, y también de las especulaciones de Jakob Böhme. Pero éstos fueron personajes secundarios de la tradición metafísica. Cuando Fichte escribe Tathandlung (acción) en lugar de Tatsache (hecho), anticipa en el fondo los neologismos provocativos de Heidegger, que gusta de invertir el sentido de las palabras; por ejemplo, entendió por Entfernung (a-lejamiento) la aproximación, o tomó la frase was heisst denken? (¿qué significa pensar?) por was befiehlt uns zu denken? (¿qué nos obliga a pensar?); o tradujo Nichts ist ohne Grund (nada hay sin fundamento) como un enunciado sobre la nada en cuanto carente de fundamento: esfuerzos violentos de alguien que nada contra corriente.
Pero en el idealismo alemán no fue tanto la acuñación de palabras y la recuperación dé significados literales lo que contribuyó a disolver la figura tradicional de los conceptos metafísicos cuanto la aproximación de los principios a su dimensión opuesta y contradictoria. La dialéctica consiste desde antiguo en llevar los antagonismos inmanentes a su extremo contradictorio, y si la defensa de dos enunciados contrapuestos no tiene un sentido meramente negativo, sino que apunta a la unificación de lo contradictorio, se alcanza en cierto modo la posibilidad extrema que capacita al pensamiento metafísico, esto es, orientado en unos conceptos originariamente griegos, para el conocimiento del absoluto. Pero la vida es libertad y espíritu. La consecuencia interna de esa dialéctica en la que Hegel vio el ideal de la demostración filosófica, le permite en efecto superar la subjetividad del sujeto y concebir el espíritu como espíritu objetivo, según queda indicado. Pero en su resultado ontológico este movimiento acaba de nuevo en la presencia absoluta del espíritu ante sí mismo, como dice la conclusión de la Enciclopedia hegeliana. Por eso Heidegger sostuvo un debate permanente y tenso con la seducción de la dialéctica que, en lugar de la destrucción de los conceptos griegos, supuso su prolongación en conceptos dialécticos aplicados al espíritu y a la libertad, domesticando en cierto modo el propio pensamiento.
No podemos analizar aquí cómo Heidegger, partiendo de su intención fundamental, mantuvo y superó en su pensamiento tardío la obra de derribo de sus comienzos. De ello da testimonio el estilo sibilino de sus últimos escritos. El era plenamente consciente de la penuria lingüística suya y nuestra. Además de sus propios intentos por abandonar «el lenguaje de la metafísica» con ayuda del lenguaje poético de Hölderlin, me parece que sólo ha habido dos caminos transitables, y que han sido transitados, para franquear una vía frente a la autodomesticación ontológica propia de la dialéctica. Uno de ellos es el regreso de la dialéctica al diálogo y de éste a la conversación. Yo mismo intenté seguir esta vía en mi hermenéutica filosófica. El otro camino es el de la deconstrucción, estudiada por Derrida. No se trata aquí de rescatar el sentido desaparecido en la viveza de la conversación. El entramado de las relaciones de sentido que subyacen en el habla y, por tanto, el concepto ontológico de écriture -en lugar de la cháchara o la conversación- debe disolver la unidad de sentido y llevarse a cabo, así, la verdadera ruptura de la metafísica.
En el ámbito de esta tensión se producen los más peculiares cambios de acento. Según la filosofía hermenéutica, la teoría de Heidegger sobre la superación de la metafísica abocada al olvido total del ser durante la era tecnológica, pasa por alto la permanente resistencia y tenacidad de las unidades de la vida, que siguen existiendo en los pequeños y grandes grupos de coexistencia interhumana. Según el deconstructivismo, en cambio, a Heidegger le falta radicalidad en el extremo contrario cuando pregunta por el sentido del ser y se mantiene así en un sentido interrogativo que no admite una respuesta razonable. Derrida opone a la pregunta por el sentido del ser la diferencia primaria, y ve en Nietzsche una figura más radical frente a la pretensión metafísicamente modulada del pensamiento heideggeriano. Ve a Heidegger situado aún en la línea del logocentrismo, al que él contrapone el lema del sentido siempre inconexo y descentrado que hace saltar en pedazos la reunión en una unidad, y que él llama écriture. Está claro que Nietzsche traza aquí el punto crítico.
Para una confrontación y examen de las perspectivas que se abren a las dos vías descritas que dejan atrás la dialéctica, se podrán debatir por ejemplo, en el caso de Nietzsche, las posibilidades que se ofrecen a un pensamiento que no puede continuar ya la metafísica.
Cuando yo llamo dialéctica a la situación inicial desde la que Heidegger intenta recorrer su camino de vuelta, no lo hago por la razón externa de que Hegel hubiera efectuado su síntesis secular del legado de la metafísica mediante una dialéctica especulativa que pretendía recoger toda la verdad del comienzo griego. Lo hago sobre todo porque Heidegger fue realmente el que no se quedó dentro de las modificaciones y perpetuaciones del legado de la metafísica llevadas a cabo por el neokantismo de Marburgo y por el revestimiento neokantiano de la fenomenología por parte de Husserl. Lo que él buscó como superación de la metafísica no se agotó en el gesto de protesta de la izquierda hegeliana ni de figuras como Kierkegaard y Nietzsche. El acometió esta tarea con el duro trabajo del concepto aprendido en Aristóteles. Dialéctica significa pues, en mi contexto el amplio conjunto de la tradición occidental de la metafísica, tanto lo «lógico» en sentido hegeliano como el logos del pensamiento griego, que marcó ya los primeros pasos de la filosofía occidental. En este sentido el intento de Heidegger de renovar la pregunta por el ser o, más exactamente, de formularla por primera vez en sentido no metafísico, por tanto, lo que él llamó «el paso atrás», fue un distanciamiento de la dialéctica.
El giro hermenéutico hacia la conversación que yo he ensayado va en el mismo sentido y no se limita a retroceder, detrás de la dialéctica del idealismo alemán, a la dialéctica platónica, sino que apunta por detrás de este giro socrático-dialogal a su presupuesto: la anamnesis buscada y suscitada en los logoi. Esta evocación tomada del mito, pero pensada con plena racionalidad, no es sólo la del alma individual, sino siempre la del «espíritu capaz de unirnos» a nosotros, que «somos una conversación». Pero estar-en-conversación significa salir de sí mismo, pensar con el otro y volver sobre sí mismo como otro. Cuando Heidegger no piensa ya el concepto metafísico de esencia como presencia de lo presente, sino que lee la palabra Wesen (esencia) cómo verbo, como palabra temporal, «temporalmente», entonces entiende el Wesen (esencia) como An-wesen, en un sentido que parece afín a Verwesen («regir», administrar). Pero esto significa que Heidegger, como hace en su artículo sobre Anaximandro, somete la Weile (permanencia) a la experiencia griega original del tiempo. De ese modo explora las raíces de la metafísica y su horizonte cuando pregunta por el ser. El propio Heidegger ha recordado que la frase citada por Sartre «la esencia del ser-ahí es su existencia» se malentiende al no tenerse en cuenta que la palabra Wesen (esencia) aparece entrecomillada. No se trata, pues, del concepto de Essenz (esencia) que en tanto que Wesen haya de preceder a la existencia, al hecho; pero tampoco se trata de la inversión sartriana de esta relación, como si la existencia precediera a la Essenz (esencia). Ahora bien, yo entiendo que Heidegger, cuando pregunta por el sentido del ser, tampoco piensa el «sentido» en la línea de la metafísica y de su concepto de esencia, sino como sentido interrogativo que no espera una determinada respuesta, sino que sugiere una dirección del preguntar.
«El sentido es sentido direccional», he afirmado alguna vez, y Heidegger utilizó durante cierto tiempo un arcaísmo ortográfico escribiendo la palabra Sein como Seyn para subrayar su carácter verbal. De modo análogo deber verse mi intento de eliminar el lastre de la ontología de la substancia partiendo de la conversación y del lenguaje común en ella buscado y que en ella se forma, en el que la lógica de pregunta y respuesta resulta determinante. Ella abre una dimensión de entendimiento que transciende los esquemas fijados lingüísticamente y, por tanto, la síntesis omnicomprensiva en el sentido de la autocomprensión monológica de la dialéctica. Es cierto que la dialéctica idealista no niega su origen en la estructura especulativa del lenguaje, como expuse en la tercera parte de Verdad y método I; pero cuando Hegel ajusta la dialéctica a un concepto de ciencia y de método, encubre en realidad su procedencia, su origen en el lenguaje. La hermenéutica filosófica tiene así en cuenta la referencia a la unidad dual especulativa que se da entre lo dicho y lo no dicho, que precede en realidad a la tensión dialéctica de lo contradictorio y su superación en un nuevo enunciado. Creo que es un claro error el convertir en un supersujeto el papel que yo he reconocido a la tradición en la formulación de las preguntas y en la sugerencia de las respuestas, y el reducir luego la experiencia hermenéutica a una parole vide, como hacen Manfred Frank y Forget. Eso no encuentra en Verdad y método base alguna. Cuando se habla en esta obra de tradición y de diálogo con ella, no se trata de ningún sujeto colectivo, sino que esa tradición es el nombre común para designar cada texto concreto (en el sentido más amplio de la palabra texto, incluyendo una obra plástica, una construcción, hasta un proceso natural)[ii]. El diálogo socrático de signo platónico es sin duda un género muy especial de conversación que uno conduce y el otro tiene que seguir, quiera o no; pero es modelo de cualquier diálogo, porque en él no se refutan las palabras, sino el alma del otro. El diálogo socrático no es ningún juego exotérico de disfraces para ocultar un saber más hondo, sino el verdadero acto de anamnesis, del recuerdo pensante, el único posible para el alma caída en la finitud de lo corpóreo y que se realiza como conversación. Este es el sentido de la unidad especulativa que se cumple en la virtualidad de la palabra: ésta no es una palabra concreta ni un enunciado formulado con precisión, sino que rebasa todo lo enunciable.
La dimensión interrogativa en la que nos movemos aquí no tiene nada que ver con un código que se intenta descifrar. Es cierto que ese código descifrado subyace en toda escritura y lectura de textos, pero representa una mera condición previa para la labor hermenéutica en torno a lo que se dice en las palabras. En eso estoy de acuerdo con la crítica al estructuralismo. Pero creo que yo voy más allá de la deconstrucción de Derrida, porque las palabras sólo existen en la conversación, y las palabras en la conversación no se dan como palabra suelta, sino como el conjunto de un proceso de habla y respuesta.
Es evidente que el principio de deconstrucción persigue lo mismo, ya que también Derrida intenta superar un ámbito de sentido metafísico que subsume las palabras y los significados verbales en el acto que él llama écriture y cuyo producto no es un ser esencial, sino la línea, la huella indicadora. De este modo Derrida ataca el concepto metafísico de logos y lenguaje del logocentrismo, que afectaría incluso a la cuestión de ser en Heidegger como pregunta por el sentido del ser. Se trata de un Heidegger extraño, reinterpretado de cara a Husserl, como si el habla consistiera siempre en enunciados a modo de juicio. En este sentido es cierto que la infatigable constitución del sentido a la que se dedica la investigación fenomenológica y que se realiza en el acto de pensar como cumplimiento de una intención de la conciencia, significa «presencia». La voz notificante (la voix) está referida en cierto modo a la presencia de lo pensado en el pensamiento. La verdad es que también la labor de Husserl en favor de una filosofía honesta incluye la experiencia y la conciencia del tiempo previo a toda «presencia» y a toda constitución incluso de validez supratemporal. Pero el problema del tiempo en el pensamiento de Husserl resulta insoluble porque éste retiene el concepto griego de ser que ya Agustín había descalificado en el fondo con el enigma que representa el ser del tiempo, que «ahora» es y a la vez no es, por expresarlo con Hegel.
Por eso Derrida, al igual que Heidegger, profundiza en la misteriosa variedad que existe en la palabra y en sus significados, en el potencial incierto de sus diferenciaciones semánticas. Cuando Heidegger se retrotrae de la frase y el enunciado a la apertura del ser que posibilita las palabras y las frases, sobrepasa en cierto modo toda la dimensión de las frases formadas con palabras y de los contrastes y oposiciones. En una línea semejante, Derrida parece seguir las huellas, que sólo se dan en su lectura. Ha intentado especialmente inferir del análisis del tiempo en Aristóteles que «el tiempo» aparece ante el ser como différance. Pero como lee a Heidegger desde Husserl, torna el recurso a la conceptualidad husserliana que se deja sentir en Ser y tiempo y en su autodescripción transcendental, como prueba del logocentrismo de Heidegger; y cuando yo no sólo considero el diálogo, sino la poesía y su aparición en el oído interior como la verdadera realidad del lenguaje, Derrida habla para esto, justo de «fonocentrismo». Como si el habla o la voz sólo tuviera presencia aun para la conciencia reflexiva más estricta en su realización y no fuese más bien su desaparición misma. No es ningún argumento baladí, sino la evocación de lo que le ocurre a todo hablante o a todo pensante, el señalar que éste no es consciente de sí mismo justamente porque «está pensando».
La crítica de Derrida a la interpretación de Nietzsche por Heidegger -interpretación que a mí me convenció- puede servir quizá de ilustración a la problemática abierta que nos tiene ocupados. Está por un lado la desconcertante riqueza polifacética y el incesante juego de disfraces que parecen disipar las audacias mentales de Nietzsche en una variedad inaprehensible, y por el otro la pregunta que se le puede formular: qué significa el juego de esta audacia. No es cierto que el propio Nietzsche tuviera presente la unidad en la dispersión ni que hubiera traducido en conceptos el nexo interno entre el principio fundamental de la voluntad de poder y el mensaje meridiano del eterno retorno de lo idéntico. Y si yo no entiendo mal a Heidegger, eso es precisamente lo que Nietzsche no hizo, y las metáforas de sus últimas visiones aparecen como facetas brillantes detrás de las cuales no hay una realidad unívoca. Esta sería, según Heidegger, la posición final de Nietzsche, en la que se olvida y se pierde la pregunta por el ser. Así, la era tecnológica en la que el nihilismo alcanza su perfección, significa de hecho, según el mismo Heidegger, el eterno retorno de lo idéntico. No creo que el pensar esto, el asimilar a Nietzsche por la vía conceptual, sea una especie de recaída en la metafísica y su esquema ontológico, culminando en el concepto de esencia. De ser así, los caminos de Heidegger, que buscan una «esencia» de estructura radicalmente distinta, temporal, no se perderían una y otra vez en lo inefable. El diálogo que continuamos en nuestro propio pensamiento y que quizá se enriquece en nuestro tiempo con nuevos y grandes interlocutores en una humanidad de dimensiones planetarias, debería buscar siempre a su interlocutor... especialmente si este interlocutor es radicalmente distinto. El que me encarece mucho la deconstrucción e insiste en la diferencia, se encuentra al comienzo de un diálogo, no al final.
(1986)