Tesis
La realidad moral, como toda clase de realidad, puede ser estudiada desde dos puntos de vista diferentes. Podemos tratar de conocerla y de comprenderla; o bien podemos proponernos juzgarla. El primero de estos problemas, que es enteramente teórico, debe necesariamente preceder al segundo y será el único que trataremos aquí. Sólo al terminar se hará ver como el método seguido y las soluciones adoptadas dejan por completo el derecho de abordar el problema práctico.
Por otra parte, para poder estudiar teóricamente la realidad moral, es indispensable determinar previamente en qué consiste el hecho moral; pues, para poder observarlo, es preciso saber lo que lo caracteriza, por qué signos se lo reconoce. Esta cuestión es la que se tratará en primer lugar. Se averiguará luego si es posible encontrar una explicación satisfactoria de estas características.
I
¿Cuáles son los caracteres distintivos del hecho moral? Toda moral se nos presenta como un sistema de reglas de conducta. Pero todas las técnicas son igualmente regidas por máximas que prescriben al agente de qué manera debe conducirse en circunstancias determinadas. ¿Qué es, pues, lo que diferencia las reglas morales de las demás?
1) Demostraremos que las reglas morales están investidas de una autoridad especial, en virtud de la cual son obedecidas porque ordenan. Encontraremos así, por un análisis puramente empírico, la noción de deber, de la cual daremos una definición muy vecina de la que ha dado Kant. La obligación constituye, pues, uno de los primeros caracteres de la regla moral.
2) Pero contrariamente a lo que ha dicho Kant, la noción del deber no agota la noción de lo moral. Es imposible que realicemos un acto únicamente porque nos es ordenado y haciendo abstracción de su contenido. Para que podamos hacernos su agente, es preciso que interese, en cierta medida, a nuestra sensibilidad, que se nos presente, bajo algún aspecto como "deseable". La obligación o el deber no expresa, pues, sino uno de los aspectos, y un aspecto abstracto, de lo moral. Una cierta "deseabilidad" es otro carácter, no menos esencial que el primero.
Solamente algo de la naturaleza del deber se encuentra en esta deseabilidad del aspecto moral. Si es verdad que el contenido del acto nos atrae, sin embargo, está en su naturaleza el no poder ser realizado sin esfuerzo, sin una cierta violencia. El impulso, aunque entusiasta, con el cual podemos obrar moralmente nos saca fuera de nosotros mismos, nos eleva por sobre nuestra naturaleza, lo que no se hace sin dificultad, sin contención. Es esta deseabilidad sui generis lo que se llama corrientemente "el bien".
El bien y el deber son las dos características sobre las cuales creemos útil insistir particularmente, sin que queramos negar que pueda haber otras. Nos dedicaremos a demostrar que todo acto moral presenta estos dos caracteres, aunque pueden estar combinados según proporciones variables.
Para hacer entrever de qué modo la noción del hecho moral puede presentar estos dos aspectos en parte contradictorios, los compararemos con la noción de lo sagrado, que presenta la misma dualidad. El ser sagrado es, en un sentido, el ser prohibido, que no nos atrevemos a violar; es también el ser bueno, amado, buscado. La comparación entre estas dos nociones será justificada: 1) históricamente, por las relaciones de parentesco y filiación existentes entre ellas. 2) por ejemplos tomados de nuestra moral contemporánea. La personalidad humana es cosa sagrada; no nos atrevemos a violarla, nos mantenemos a distancia del recinto de la persona, al mismo tiempo que el bien por excelencia es la comunión con los demás.
II
Determinadas estas características, quisiéramos explicarlas, es decir, encontrar un medio de hacer comprender por qué existen preceptos a los cuales debemos obedecer a causa de que mandan y que reclaman de nosotros actos deseables a este título particular que hemos definido anteriormente. A decir verdad, una respuesta metódica a esta cuestión supone un estudio lo más completo posible de las reglas particulares cuyo conjunto constituye nuestra moral. Pero, a falta de este método, inaplicable en esta circunstancia, es posible llegar, mediante procedimientos más sumarios, a resultados que no dejan de tener su valor.
Interrogando la conciencia moral contemporánea (cuyas respuestas pueden, por lo demás, ser confirmadas por lo que sabemos sobre la moral de todos los pueblos conocidos), podemos ponernos de acuerdo sobre los puntos siguientes:
1) Jamás, en realidad, la calificación de moral ha sido aplicada a un acto que haya tenido como objetivo el interès o la perfección del individuo, entendida de una manera puramente egoista.
2) Si el individuo que soy no constituye un fin que tiene por sí mismo un carácter moral, sucede necesariamente lo mismo con los individuos que son mis semejantes y que difieren de mi solamente en grados, ya en más, ya en menos.
3) De donde se inferirá que si hay una moral, no puede tener por objetivo sino el grupo formado por una pluralidad de ndividuos asociados, es decir, la sociedad, bajo la condición, no obstante, de que la sociedad pueda ser considerada como una personalidad cualitativamente diferente de las personalidades individuales que la componen. La moral comienza, pues, allí donde comienza el apego a un grupo, cualquiera que sea.
Planteado esto, las características del hecho moral son explicables:
1) Demostraremos cómo la sociedad es una cosa buena, deseable para el individuo que no puede negarla sin negarse: cómo al mismo tiempo, porque ella sobrepasa al individuo, este no puede quererla y desearla sin violentar su naturaleza de individuo.
2) Haremos ver enseguida, de que modo la sociedad, al mismo tiempo que es una cosa buena, es una autoridad moral que, al comunicarse a ciertos preceptos de conducta que le interesan particularmente, les confiere un carácter obligatorio.
Nos dedicaremos, además, a establecer cómo ciertos fines (la abnegación interindividual, la abnegación del sabio por la ciencia) que no son fines morales por sí mismos, participan no obstante de este carácter de una manera indirecta y por derivación. Por último, un análisis de los sentimientos colectivos explicará el carácter sagrado que se atribuye a las cosas morales; análisis que, por lo demás, no será sinó una confirmación del anterior.
III
Se objeta a esta concepción el someter el espíritu a la opinión moral reinante. No es así. Pues la sociedad que la moral nos prescribe desear o querer, no es la sociedad tal como aparece ante ella misma, sino la sociedad tal como tiende realmente a ser. Pues bien, la conciencia que la sociedad tiene de sí misma, en y por la opinión, puede ser inadecuada a la realidad subyacente. Puede suceder que la opinión esté llena de supervivencias, atrasada con respecto al estado real de la sociedad; puede suceder que, bajo la influencia de circunstancias pasajeras, algunos principios esenciales de la moral existente sean, por un tiempo, arrojados al inconsciente y sean desde entonces considerados como si no existiesen. La ciencia de la moral permite rectificar estos errores de los que daremos ejemplos. Pero dejaremos claro que jamás se puede querer otra moral que la que es reclamada por el estado social del tiempo. Aspirar a otra moral que la que está implicada en la naturaleza de la sociedad es negar ésta y por consiguiente negarse a sí mismo.
Quedaría por examinar si el hombre debe negarse; la cuestión es legítima pero no será examinada. Se postulará que tenemos razón de querer vivir.
Discusión
E. Durkheim: Ante todo debo exponer brevemente la dificultad en que me encuentro. Al aceptar tractar ex-abrupto una cuestión tan general como la que se anuncia en la segunda parte del programa que se os ha distribuido, debo violentar un poco mi método habitual y mi acostumbrada manera de proceder. Ciertamente, en el curso que prosigo desde hace cuatro años en la Sorbona , sobre la ciencia de las costumbres, teórica y aplicada, no temo abordar esta cuestión; solamente que mientras que en los libros clásicos es ella la que se aborda en primer lugar, yo no la encuentro sino al fin de la investigación. No trato de explicar las características generales del hecho moral, sino después de haber pasado cuidadosamente revista al detalle de las reglas morales (moral doméstica, moral profesional, moral cívica, moral contractual), después de haber mostrado las causas que les han dado nacimiento y las funciones que desempeñan, en la medida en que los datos de la ciencia lo permiten actualmente. Recojo así, en el camino, muchas nociones que se desprenden directamente del estudio de los hechos morales, y, cuando llego a plantear el problema general, su solución ya está preparada: se apoya en realidades concretas, y en la mente que está ejercitada en ver las cosas desde el punto de vista que le conviene. Por eso, al exponer aquí mis ideas sin hacerlas preceder de un sistema de pruebas, me veo obligado a producirlas un poco desarmadas, y a menudo deberé reemplazar la demostración científica, que es imposible desarrollar aquí, por una argumentación puramente dialéctica.
Pero creo que entre personas de buena fe, la dialéctica jamás es cosa vana, sobre todo en este dominio moral, donde a pesar de todos los hechos que se puedan reunir, las hipótesis conservan siempre un lugar importante. Además me ha tentado el aspecto pedagógico de la cuestión; creo que desde este punto de vista las ideas que voy a exponer pueden encontrar un lugar en la enseñanza de la moral, enseñanza que actualmente está lejos de tener la vida y la acción que serían deseables.
I
La realidad moral se nos presenta bajo dos aspectos diferentes, que es necesario distinguir claramente: el aspecto objetivo y el aspecto subjetivo. Para cada pueblo en un momento determinado de su historia, existe una moral, y en nombre de esa moral reinante los tribunales condenan y la opinión juzga. Para un grupo dado, hay cierta moral muy definida. Postulo, pues, apoyándome en los hechos, que hay una moral común, general a todos los hombres que pertenecen a una colectividad.
Ahora, fuera de esa moral, hay una multitud de otras, una multitud indefinida. En efecto, cada individuo, cada conciencia moral, expresa la moral común a su manera; cada individuo, la comprende, la ve bajo una luz diferente; ninguna conciencia es quizás enteramente adecuada a la moral de su tiempo, y podríamos decir que, en cierta manera, no hay conciencia moral que no sea inmoral por ciertos aspectos.
Bajo la influencia del medio, de la educación, de la herencia, cada conciencia ve las reglas morales bajo una luz particular; tal individuo sentirá vivamente las reglas de moral cívica, y débilmente las reglas de moral doméstica, o a la inversa. Tal otro tendrá el sentimiento profundo del respeto por los contratos, de la justicia, pero no tendrá sino una representación pálida e ineficaz de los deberes de la caridad. Hasta los aspectos más esenciales de la moral son advertidos de distinta manera por las diferentes conciencias.
No trataré aquí de estas dos clases de realidad moral, sino solamente de la primera. No me ocuparé más que de la realidad moral objetiva, de la que sirve de punto de partida común e impersonal para juzgar las acciones. La diversidad misma de las conciencias morales individuales muestra que es imposible considerar este aspecto cuando se quiere considerar lo que es la moral. Investigar qué condiciones determinan estas variaciones individuales de la moral, sería sin duda un objeto interesante para un estudio psicológico, pero que no podría servir al objetivo que aquí perseguimos.
Por lo mismo que me despreocupo de la manera en que tal o cual individuo se represente a sí mismo la moral, dejo a un lado la opinión de los filósofos y de los moralistas. No tomo en cuenta sus ensayos sistemáticos hechos para explicar o construir la realidad moral, salvo en la medida en que hay razón para ver en ellos una expresión, más o menos adecuada, de la moral de su tiempo. Un moralista es, ante todo, una conciencia más ámplia que las conciencias medias, en la cual las grandes conciencias morales vienen a encontrarse, y que abarca, en consecuencia, una porción más considerable de la realidad moral. Pero me niego a considerar sus doctrinas como explicaciones, como expresiones científicas de la realidad moral, pasada o presente.
He ahí, pues, determinado el objecto de la investigación, he ahí definida la especie de realidad moral que vamos a estudiar. Pues esta realidad misma puede ser considerada desde dos puntos de vista diferentes: 1) podemos tratar de conocerla y comprenderla, o 2) podemos proponerlos juzgarla, apreciar en un momento dado el valor de una moral determinada.
No me voy a ocupar hoy de este segundo problema; hay que comenzar por el primero. Dado el desarrollo actual de las ideas morales, es indispensable proceder con método, empezar por el principio, partir de hechos sobre los cuales podamos entendernos, para ver dónde se manifiestan las divergencias. Para poder juzgar y apreciar el valor de la moral, como para juzgar el valor de la vida o el valor de la naturaleza (pues los juicios de valor pueden aplicarse a toda realidad), hay que comenzar por conocer la realidad moral.
Pues bien, la primera condición para poder estudiar teóricamente la realidad moral es saber donde está. Es preciso poder reconocerla, distinguirla de las demás realidades; en resumen, es necesario definirla. No es que pueda tratarse de dar una definición filosófica de ella, tal como podremos hacer una vez avanzada la investigación. Todo lo que es posible y útil hacer es dar de ella una definición inicial, provisoria, que nos permita entender la realidad de que nos ocupamos, definición indispensable, so pena de no saber de qué hablamos.
La primera cuestión que se plantea, como al comienzo de toda investigación científica y racional, es, pues, la siguiente: ¿por qué características podemos reconocer y distinguir los hechos morales?
La moral se nos presenta como un conjunto de máximas, de reglas de conducta. Pero hay otras reglas, fuera de las morales, que nos prescriblen maneras de proceder. Todas las técnicas utilitarias son gobernadas por sistemas de reglas análogos. Hay que buscar la característica diferencial de las reglas morales. Considreremos, pues, el conjunto de las reglas que rigen la conducta en todas sus formas, y preguntémonos si no hay algunas que presenten caracteres particulares especiales. Si comprobamos que las reglas que presentan las características así determinadas responden bien a la concepción que todo el mundo tiene vulgarmente de las reglas morales, podremos aplicarles la rúbrica usual y decir que son éstas las características de la realidad moral.
Para llegar a un resultado cualquiera en esta investigación, no hay más que una manera de proceder. Es preciso que descubramos las diferencias intrínsecas que separan las reglas morales de las demás, según las diferencias que se revelan en sus manifestaciones exteriores; pues, al comienzo de la investigación, solamente lo exterior nos es accesible. Es preciso que encontremos un reactivo que obligue, en cierto modo, a las reglas morales a traducir exteriormente su carácter específico. El reactivo que vamos a emplear es éste: vamos a buscar lo que sucede cuando estas diversas reglas son violadas, y veremos si nada diferencia al respecto las reglas morales de las reglas de las técnicas.
Cuando una regla es violada, se producen generalmente consecuencias negativas para el agente. Pero entre estas consecuencias perjudiciales, podemos distinguir dos clases:
1) Las que resultan mecánicamente del acto de violación. Si violo la regla de higiene que me ordena preservarme de los contactos peligrosos, las consecuencias de este acto se producen automáticamente, a saber: la enfermedad. El acto realizado engendra por sí mismo la consecuencia que de él resulta y, analizando el acto, podemos saber de antemano la consecuencia que en él está analíticamente implicada.
2) Pero cuando violo la regla que me ordena no matar, aunque analice mi acto, no encontraré jamás en él la censura o el castigo; hay entre el acto y sus consecuencias una completa heterogeneidad; es imposible separar analíticamente de la noción de asesinato o de homicidio la menor nocion de censura, de deshonra. El lazo que une el acto y su consecuencia es aquí un lazo sintético.
Llamo sanción a las consecuencias así ligadas al acto por su lazo sintético. No sé todavía de dónde viene este lazo ni cuál es su origen, ni su razón de ser; compruebo su existencia y su naturaleza sin ir, por el momento, más lejos.
Pero podemos profundizar esta noción. Puesto que las sanciones no resultan analíticamente del acto al cual están ligadas es, pues, posible que yo no sea castigado, ni censurado, "porque" he cometido tal acto. No es la naturaleza intrínseca de mi acto lo que entraña la sanción. Ésta no viene de que el acto es tal o cual, sino de que no es conforme a la regla que lo prescribe. Y, en efecto, un mismo acto, hecho de los mismos movimientos, que tiene los mismos resultados materiales, será censurado según exista, o no, una regla que lo prohiba. Luego es la existencia de esta regla y la relación que el acto tiene con ella, lo que determina la sanción. Así, el homicidio, castigado en tiempos ordinarios, no lo es en tiempos de guerra, porque entonces no hay precepro que lo prohiba. Un acto intrínsecamente el mismo, censurado hoy en un pueblo europeo, no lo era en Grecia, porque en Grecia no violaba ninguna ley preestablecida.
Hemos llegado así a una noción más profunda de la sanción; la sanción es una consecuencia del acto, que no resulta del contenido del acto, sino del hecho de que este no es conforme a una regla preestablecida. Porque hay una regla anteriormente establecida, y porque el acto no es un acto de rebelión contra esta regla, es por lo que entraña una sanción.
Así hay reglas que presentan este carácter particular: estamos obligados a no realizar los actos que ellas nos prohiben, simplemente porque nos los prohiben. Esto es lo que se llama el carácter obligatorio de la regla moral. He ahí, pues, encontrada, por un análisis rigurosamente empírico, la noción de deber y obligación, y esto poco más o menos como Kant la entendía.
Es verdad que hasta aquí no hemos encontrado sino las sanciones negativas (censura, pena) porque el carácter obligatorio de la regla se manifiesta en ellas más claramente. Pero hay sanciones de otra clase. Los actos ejecutados en conformidad a la regla moral son alabados; quienes los realizan son honrados. La conciencia moral pública obra entonces de otra manera; la consecuencia del acto es favorable al agente; pero el mecanismo del fenómeno es el mismo. La sanción, en este caso como en el anterior, no proviene del acto mismo como, sino del hecho de ser conforme a la regla que lo prescribe. Sin duda, esta especie de obligación es de un matiz diferente de la anterior; pero son dos variedades del mismo grupo. Luego, no hay aquí dos clases de reglas morales, las unas que prescriben y las otras que orientan y mandan; son dos especies de un mismo género.
La obligación moral está, pues, definida y esta definición no carece de interès, pues hace ver hasta qué punto las morales utilitarias más recientes y más perfeccionadas han desconocido el problema moral. En la moral de Spencer, por ejemplo, hay una ignorancia competa de lo que constituye la obligación. Para él la pena no es otra cosa que la consecuencia mecánica del acto (esto se ve en particular en su obra de pedagogía, a propósito de las penas escolares). Esto es desconocer radivalmente los caracteres de la obligación moral. Y esta idea absolutamente inexacta está aún muy difundida. En una encuesta reciente sobre la moral sin Dios, se podía leer en la carta de un sabio aficionado a la filosofía, que el único castigo de que el moralista laico puede hablar es el que consiste en las malas consecuencias de los actos inmorales (que la intemperancia arruina la salud, etc.). En estas condiciones, dejamos de lado el problema moral que es precisamente hacer ver lo que es el deber, sobre qué descansa, en qué no es una alucinación, y a qué corresponde en la realidad.
Hasta aquí hemos seguido a Kant bastante de cerca. Pero si su análisis del acto moral es parcialmente exacto, es, no obstante, insuficiente e incompleto, pues no nos muestra más que uno de los aspectos de la realidad moral. En efecto, no podemos realizar un acto que no nos dice nada y únicamente porque es ordenado. Perseguir un fin que no nos parece bueno, que no toca a nuestra sensibilidad, es algo psicológicamente imposible. Luego, al lado de su carácter obligatorio, es necesario que el fin moral sea deseado y deseable; esta "deseabilidad" es un segundo carácter de todo acto moral.
Sólo la deseabilidad particular de la vida moral participa del carácter de obligación; no se parece a la deseabilidad de los objetos a los cuales ser refieren nuestros deseos ordinarios. Deseamos el acto ordenado por la regla de una manera especial. Nuestro impulso y aspiración hacia él no se presentan jamás sin cierto trabajo, sin algún esfuerzo. Aun cuando realizamos el acto moral con un ardor entusiasta, sentimos que salimos de nosotros mismos, que nos dominamos, que nos elevamos por sobre nuestro ser natural, lo que no se hace sin cierta tensión, sin cierta violencia. Tenemos conciencia de que violentamos toda una parte de nuestra naturaleza. Así, es necesario hacer cierto lugar al eudaimonismo y se podría mostrar que hasta en la obligación entran el placer y la deseabilidad; encontramos cierto encanto en realizar el acto moral que nos es ordenado por la regla, y sólo porque nos es ordenado. Experimentamos un placer sui generis en cumplic con nuestro deber, porque es el deber. La noción del bien penetra hasta en la noción de deber, como la noción de deber y obligación penetran en la de bien. El eudaimonismo existe en todas partes en la vida moral, lo mismo que su contrario.
El deber, el imperativo kantiano, no es, pues, sino un aspecto abstracto de la realidad moral; de hecho, la realidad moral presenta siempre y simultáneamente estos dos aspectos que no se pueden separar. Jamás ha habido un acto que sea puramente realizado por deber; siempre ha sido necesario que aparezca como bueno en alguna manera. A la inversa, posiblemente no hay ningún acto que sea puramenre deseable, pues siempre reclama un esfuerzo.
Así como la noción de obligación, primera característica de la vida moral, permitía criticar el utilitarismo, la noción de bien, segunda característica, permite poner de relieva la insuficiencia de la explicación que Kant ha dado de la obligación moral. La hipótesis kantiana, según la cual el sentimiento de la obligación sería debido a la heterogeneidad radical de la Razón y de la Sensibilidad , es difícilmente conciliable con el hecho de que los fines morales son, por uno de sus aspectos, objetos de deseos. Si la sensibilidad tiene, en cierta medida, el mismo fin que la razón, no se humilla sometiéndose a esta última.
Tales son las dos características de la realidad moral. ¿Son éstas las únicas? De ningún modo, y podría indicar otra. Pero las que acabo de señalar me parecen las más importantes, las más constantes, las más universales. No conozco moral, ni regla moral, en que no se encuentren. Sólo que están combinadas, según los casos, en proporciones muy variables. Hay actos que se realizan casi exclusivamente por entusiasmo, actos de heroísmo moral, en los que el papel en los que el papel de la obligación es muy insignificante y quizá reducido al mínimo y en los cuales predomina la noción de bien. Hay otros en que la idea del deber encuentra en la sensibilidad un mínimo de apoyo. La relación de estos dos elementos varía también según los tiempos: así, en la Antigüedad , parece que la noción de deber haya sido muy pequeña; en los sistemas y quizás hasta en la moral realmente vivida por los pueblos, es la idea del Soberano Bien la que predomina. De manera general, lo mismo sucede, según creo, dondequiera que la moral es esencialmente religiosa. Por último, la relación de los dos elementos varía también profundamente, en una misma época, según los individuos. Según las conciencias, uno u otro elemento es experimentado más o menos vivamente, y es muy raro que los dos tengan la misma intensidad. Cada uno de nosotros tiene su daltonismo moral especial. Hay conciencias para las cuales el acto moral parece sobre todo bueno, deseable; hay otras que tienen el sentido de la regla, que buscan la consigna, la disciplina, que tienen horror a lo indeterminado, que quieren que su vida se desarrolle según un plan riguroso y que su conducta sea constantemente regida según un conjunto de reglas sólidas y firmes.
Y hay en esto una razón más para mantenernos en guardia contra las sugestiones de nuestras conciencias personales. Se concibe cuáles son los peligros de un método individual, subjetivo que reduce la moral al sentimiento que cada uno de nosotros tiene de ella, puesto que casi siempre ha habido aspectos esenciales de la realidad moral que no sentimos en absoluto, o que sentimos sólo débilmente.
Pero, dado que estas dos características de la vida moral se encuentran dondequiera que hay un hecho moral, ¿se puede decir, sin embargo, que están en el mismo plano? ¿No hay una a la cual sea preciso dar la primacía y de la cual derive la otra? ¿No seria oportuno investigar, por ejemplo, si la idea de deber, de obligación, no ha salido de la idea de bien, de fin deseable que perseguir? He recibido una carta que me plantea esta cuestión y me someto a esta hipótesis. Siento un rechazo radical a admitirla. Dejo a un lado las razones que militan contra ella; puesto que en todas las épocas, por alto que podamos remontarnos, encontramos siempre los dos caracteres coexistentes, no hay ninguna razón objetiva para admitir entre ellas un orden de prioridad, aunque sea lógico. Pero aun desde el punto de vista teórico y dialéctico, ¿No vemos que si tenemos deberes solamente porque el deber es deseable, desaparecerá la noción misma de deber? Jamás de lo deseable se podrá sacar la obligación, puesto que el carácter específico de la obligación es hacer, en cierta medida, violencia al deseo. Es tan imposible derivar el deber del bien -o a la inversa- como deducir el altruismo del egoísmo.
Se objetará que es incomprensible que seamos obligados a realizar un acto, de otro modo que no sea en virtud del contenido intrínseco de este acto. Pero ante todo, ni en el estudio de los fenómenos morales, ni en el estudio de los fenómenos psíquicos u otros, hay razón para negar el hecho constante, aun cuando ne se pueda dar por el momento una explicación satisfactoria de él. Enseguida, para que el carácter obligatorio de las reglas sea fundado, basta que la noción de autoridad moral sea también fundada, pues a una autoridad moral, legítima a los ojos de la razón, le debemos obediencia simplemente porque ella es autoridad moral, por respeto a la disciplina. Pero quizás se vacilará en negar toda autoridad moral. Que su noción sea mal analizada no es una razón para desconocer su existencia y su necesidad. Por otra parte, veremos más adelante a qué realidad observable corresponde esta noción. Guardémonos, pues, de simplificar artificialmente la realidad moral. Por el contrario, conservémosle con cuidado estos dos aspectos que acabamos de reconocerle, sin preocuparnos de lo que parezcan tener de contradictorio. Esta contradicción se explicará en su momento.
Por otra parte hay otra noción que presenta la misma dualidad: es la noción de lo "sagrado". El objeto sagrado nos inspira, si no temor, al menos un respeto que nos aleja de él, que nos mantiene a distancia; y al mismo tiempo es objeto de amor y de deseo; tendemos a acercarnos a él, aspiramos a él. He ahí, pues un doble entendimiento que parece contradictorio, pero que no por eso deja de existir en la realidad.
El ser humano se nos presenta bajo el doble aspecto que acabamos de distinguir. Por una parte nos inspira en el prójimo un sentimiento religioso que nos mantiene a distancia. Toda intromisión en el dominio en que se mueven legítimamente nuestros semejantes nos parece un sacrilegio. Está como rodeada de una aureola de santidad que la coloca aparte... Pero al mismo tiempo, ella es el objeto eminente de nuestra simpatía; nuestros esfuerzos tienden a descubrirla. Es el ideal que nos esforzamos por realizar en nosotros tan completamente como es posible.
Y si comparo la noción de lo sagrado con la de lo moral, no es sólo por hacer un paralelo más o menos interesante; es porque resulta muy difícil comprender la vida moral si no se la compara con la vida religiosa. Durante siglos, la vida moral y la vida religiosa han estado íntimamente ligadas, y hasta absolutamente confundidas; aún hoy nos vemos obligados a comprobar que esta estrecha unión subsiste en la mayoría de las conciencias. Es evidente que la vida moral no ha podido ni podrá jamás despojarse de todos los caracteres que le eran comunes con la vida religiosa. Cuando dos órdenes de hechos han estado ligados tan profundamente y durante tanto tiempo, cuando ha habido entre ellos, y durante tanto tiempo, tan estrecho parentesco, es imposible que se disocien absolutamente y lleguen a ser extraños el uno al otro. Para ello sería preciso que se transformaran enteramente, que cesaran de ser ellos mismos. Luego, debe de haber moral en la religión y religión en la moral. Y de hecho, la vida moral actual está llena de religiosidad. No es que este fondo de religiosidad no se transforme; es cierto que la religiosidad moral tiende a hacerse enteramente diferente de la religiosidad teológica. El carácter sagrado de la moral no es tal que deba sustraerla a la crítica, como sustrae a la religión. Pero ésta es sólo una diferencia de grado y todavía es muy débil; pues, para la mayoría de los espíritus, lo sagrado de la moral no se distingue mucho de lo sagrado de la religión. Lo prueba la repugnancia que se tiene aún hoy para aplicar a la moral el método científico ordinario; parece que se profana la moral al atreverse a pensarla y estudiarla con los procedimientos de las ciencias profanas. Parece que se atenta a su dignidad. Nuestros contemporáneos no admiten todavía sin resistencia que la realidad moral, como las demás realidades, sea sometida a la discusión de los hombres.