La juventud, la maldad colectiva, la carencia de opciones... Ninguna de estas coartadas, presentadas por Günter Grass para explicar su parpadeo nazi, convence a Barbara Probst Solomon, quien presenta un retrato inquietante, sin concesiones, del autor de Pelando la cebolla.
Por desgracia, Günter Grass no es el único intelectual con un historial turbio en la Segunda Guerra Mundial. No han sido pocos los repentinos saltos de una ideología fascista nazi a una de izquierda didáctica y, en ocasiones, la necesidad de evasión y silencio ha hecho que surjan nuevas formas literarias.
La lista de camaleones con poder cultural incluye a Paul de Man, el deconstruccionista de Yale que escribió más de doscientos artículos –algunos de ellos diatribas contra los judíos--– para Le Soir, el periódico belga propiedad de su tío. (Posteriormente Henrick de Man sería sentenciado a muerte in absentia por haber sido propagandista del Tercer Reich.) El joven François Mitterrand colaboró con los fascistas franceses financiados por la Quinta Columna alemana en Francia, justo antes de la guerra, en un intento por desestabilizar al país. (Luego, voluntariamente, Mitterrand se unió a la Resistencia.) Alain Robbe-Grillet esperó cuarenta años –hasta mediados de los ochenta– para revelar sus simpatías nazis en su libro de memorias titulado Le miroir qui revient. Pero por lo menos aceptó que habría podido elegir algo distinto. Sus compañeros de escuela lo apodaron “K”, de Kollaborateur, debido al entusiasmo con el que se unió a la fuerza de trabajo que Vichy envió a laborar a las fábricas de guerra alemanas. Cuando terminó la conflagración, consumido por su juvenil fe en Hitler, evitó la política, se convirtió en el mandarín del nouveau roman y, con un estilo extrañamente hábil, transformó su año en Mashienenfabrik-Augsburg-Nuremberg en la muy ambigua película El año pasado en Marienbad. Pero Günter Grass, a diferencia de Robbe-Grillet, no reconoce que, en aquella época, había otras opciones que “los jóvenes” habrían podido elegir. Al echar a rodar la pesada carga de la culpa que enturbia su mente y convertirla en una suerte de culpa colectiva (a la desdicha le encanta tener compañía: si todos somos culpables, nadie lo es), Grass usurpa la legitimidad moral de sus contemporáneos que sí tomaron otros caminos y que sí pensaron de otra manera. (La postura de Grass, que no comparte ninguno de los otros miembros del Grupo 47, es que en Alemania no hubo antifascistas: no hubo “alemanes buenos”.)
Lo que me parece inquietante es que, al describirse de joven, Grass siga afirmando con orgullo que él era antiburgués y anticatólico. ¿Pero exactamente qué significaba esto para él? En los juicios a los criminales nazis llevados a cabo después de la guerra, los intelectuales nazis también insistieron en su antiburguesismo y en su anticatolicismo aunque, de manera significativa, no emplearon el término “burguesía” en el sentido que le dio la contracultura de los años sesenta.
En casi todos los casos, en la Alemania nazi estar en contra de la burguesía significaba oponerse a lo que se percibía como el control de los judíos sobre las instituciones culturales y financieras. Ellos eran los propietarios de una parte significativa de la prensa y de las editoriales. Los nazis ofrecían una manera de traspasar este supuesto bloqueo, y esto es justo lo que atrajo a tantos aspirantes a intelectual hacia ellos. Los nazis irradiaban juventud y glamour, y para un joven que aspiraba a convertirse en artista o en pintor, con miras a lograr lo que debía parecerle una carrera inalcanzable, los nazis eran el boleto más seguro para el éxito, la mejor mesa de póker el sábado por la noche en la ciudad. Hoy resulta difícil imaginar lo embriagador que debía de parecer todo esto a los jóvenes nazis en una época en que el fascismo se extendía desde Portugal hasta la frontera rusa, con apenas unos cuantos países neutrales como diminutas islas en medio. Los alemanes y los polacos tienen razón en sentirse más enfurecidos con Grass por sus desmedidas ambiciones, por años de mentiras y por sus maniobras de relaciones públicas que por su servicio militar.
Lo que me parece perturbador es que, mediante una veloz metamorfosis, Grass haya logrado pasar con tanta rapidez de ignorante muchacho de las Waffen-SS encarcelado y desnazificado por los americanos, primero a floreciente artista y luego a sesudo miembro del Grupo 47: la nueva generación de élite de escritores selectos, en cuyas manos radicaba decidir la naturaleza y los rasgos de la Alemania de posguerra. Es imposible, como le ocurrió al espantapájaros de El mago de Oz, obtener un cerebro de la noche a la mañana. En poco tiempo, Grass –que a todas luces es dueño de una inteligencia impresionante y posee un enorme talento artístico y literario– se volvió la estrella del grupo. Pero no se puede ser dos cosas al mismo tiempo. Si es un brillante escritor y observador, y sin duda Grass es un brillante escritor, ¿no habría notado que algo andaba mal con el Tercer Reich? ¿No habría notado, por lo menos, la desaparición de sus vecinos judíos? En los últimos días de la guerra se colgaba de un poste a los alemanes que se negaban a combatir. Grass afirma que él jamás mató a nadie, pero cuando se le asignó al contingente que estaba preparado para salvar a Hitler, ¿qué órdenes recibió? No podía mencionar a las Waffen-SS porque, en su nueva personalidad de intelectual sabelotodo, habría sido insostenible la historia de que hacía cuatro días él había sido un insensato joven de las Waffen-SS. Sin duda, de haber sabido que la teoría de Grass de que no hubo alemanes antifascistas emanaba de su necesidad de tener una coartada, y no de un sincero exceso de vigor moral, los escritores del Grupo 47 se habrían opuesto a él con más vehemencia.
Por circunstancias extrañas, yo viví en Alemania en 1948. Después de terminar la educación secundaria, convencí a mis padres para que me dejaran estudiar en París en lugar de ir a la universidad. Y luego hice lo que la mayoría de los estadounidenses hace en París: me enamoré. Y me fui a vivir con Paco Benet, hermano del que sería el novelista español Juan Benet. Paco había ayudado a unos estudiantes amigos a salir de un campo de trabajo franquista en las afueras de Madrid -–¡ser joven no significa ser insensato!– y logró introducirlos a Francia, de modo que no podía volver a España. Como en París escaseaba el trabajo, sobre todo para un estudiante español exiliado, Paco aceptó trabajar para el gobierno francés como instructor en Germesheim, en la zona francesa.
En aquella impasible y sombría época el paisaje alemán era de horror. (Describí todo esto en mis memorias, Arriving Where We Started [Llegando al punto de partida].) La gente no tenía qué comer. Había hordas viviendo en las estaciones de tren. Los alemanes se dedicaban a idear formas de sobrevivir diariamente. Aunque éramos unos privilegiados –una abogada estadounidense que trabajaba en los juicios de Nurenberg nos permitía usar su tarjeta PX del ejército norteamericano para comprar nescafé, mantequilla en lata, pollo, gasolina–, vivíamos aterrados por que se rompiera una de las llantas de nuestro auto porque no teníamos otra de repuesto. Grass tuvo que haber tenido una visión asombrosamente firme de su futuro para salir, en apenas unos años, no sólo de un campo de prisioneros estadounidense, sino de Gdansk, rumbo al nuevo mundo de la Academia de Artes de Düsseldorf.
Entre los estudiantes alemanes que conocimos entonces, más o menos de la edad de Grass, la preocupación principal era el fracaso del Programa de Desnazificación y la inquietud de que los nazis ocultaban su pasado a fin de llevar a cabo rápidos avances profesionales. ¿Qué opinaba Grass cuando surgía el tema entre sus nuevas amistades? Sabemos muy poco acerca del proceso intelectual del propio Grass en lo relativo a la metamorfosis que le llevó de joven nazi a artista y escritor, así como tampoco sabemos cuál fue su actitud puntual cuando se percató de que colaboró –o estuvo dispuesto a colaborar--– en el aniquilamiento de las instituciones culturales judeo-alemanas que lo precedieron. Grass no sólo no se percata de que, al describirse como antiburgués y anticatólico, emplea la misma retórica de los nazis, sino que, por un lado, admite haber sido un joven nazi pero, por el otro, busca términos que lo alejen de ello: es decir, se clasifica como un joven anarquista. Bueno, a todas luces era imposible que se refiriera a sí mismo como izquierdista o comunista, pues combatió alegremente contra los rusos. Pero dado que hizo suya por completo la idea nazi de una ley y un orden de superhombres, ciertamente no era anarquista en el sentido político habitual. Aun así, anarquista suena bien, de modo que tal vez en su mente eso le ayudó a eliminar el estigma de haber sido sólo otro muchacho nazi.
Me parece que siempre hay algo retorcido, incómodo, antinatural en la forma en que Grass se refiere a los judíos. Cuando Gregor Von Rezzori examina sus prejuicios y los de su aristócrata familia centroeuropea en Memorias de un antisemita, los judíos con los que trata son a fin de cuentas reales. Von Rezzori dio a los judíos un gran obsequio al inmortalizarlos y recrear un mundo que para su consternación ya había desaparecido.
Una y otra vez Grass ajusta su discurso a su público. Cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias en Oviedo, en 1999, se refirió a España como un país donde “la cultura de moros e íberos se agotó y vivificó de manera mutua durante siglos…” No menciona que España era mora, íbera y también judía. En el mismo discurso, celebra la publicación en alemán de La linterna mágica, del exiliado Max Aub, a quien describe como un autor español de origen alemán y francés, pasando por alto que Aub era suficientemente judío como para que lo internaran en el campo de concentración francés de Vernet y apenas se librara de la deportación a Dachau. En el tributo de ocho cuartillas que Grass dedica a Helen y Kurt Wolff, sus editores estadounidenses, con motivo del Premio Friedrich Gundolf que, de manera póstuma, se otorgó en Leipzig a Helen Wolff, aunque los alaba y se muestra en deuda con ellos por su labor con la literatura alemana de posguerra, Grass se refiere a ellos como emigrantes alemanes, expulsados de Alemania, y no menciona un hecho fundamental: que en Alemania se persiguió a la editorial de Kurt Wolff hasta expulsarla del país por ser una empresa judía.
Aún más extraño fue el reciente estallido de Grass ante la pregunta que le formuló Hermann Tertsch en su brillante entrevista publicada en El País. Tertsch interpeló a Grass sobre una reciente observación del escritor Marcel Reich-Ranicki en el sentido de que, al omitir el Holocausto, el Grupo 47 es culpable de cierta forma de antisemitismo. (Reich-Ranicki es inmensamente popular en Alemania y su ingenioso modo de expresarse es casi una carta de amor privada con la República de Weimar.) “Es absurdo –respondió Grass–. Antes que nada, en ese grupo había todo tipo de judíos. Gracias a Dios no había filosemitismo. Nos llevábamos como buenos amigos. Lo que pasó es que muchos dentro del grupo fueron soldados y estábamos en la etapa de aprendizaje acerca de lo que había que hacer. Lo que rechazábamos en el Grupo 47 era la ideología”.
¿Por qué dijo “gracias a Dios” no hubo filosemitismo? ¡Hoy en día a duras penas puede afirmarse que Europa desborde filosemitas! Pero, evidentemente, es un tema que le preocupa y en su novela A paso de cangrejo, Grass satiriza a un joven filosemita alemán. Pudo haber aprovechado la pregunta de Tertsch para reflexionar sobre las distintas experiencias emocionales, aunque hubieran sido buenos amigos, de los pocos judíos que integraban el Grupo 47 (Jacob Lind, Paul Celan, Marcel Reich-Ranicki, y quizás algunos otros) con los demás escritores. Otra vez, por un lado, Grass acepta el horror de Auschwitz y sermonea a sus compatriotas al respecto pero, por el otro, ignora el resultado: que Alemania, y la mayor parte de Europa, incluido el Grupo 47, se volvió –de manera permanente– un lugar sin judíos. Cuando viví en Alemania en el año 48, lo que más me aterró fue encontrarme en un mundo donde, de repente, ya no había judíos. Me asustó tanto, que Paco y yo regresamos a Francia. A Lind, Celan y Reich-Ranicki los definió el Holocausto y, cada uno a su manera, como ocurrió con Primo Levi, tenía que dejar constancia de la Shoah; los escritores alemanes, muchos de los cuales, como ha señalado Grass, fueron soldados, tuvieron una experiencia por entero distinta.
Ahora hay una nueva generación de escritores alemanes que cuestiona las supresiones que hizo el Grupo 47: tanto el sufrimiento alemán como el Holocausto. (En 1948, en Europa todos vimos el devastador filme de Roberto Rossellini titulado Alemania, año cero pero, claro, Rossellini era italiano.) Mientras tanto, entre los años sesenta y la actualidad, en todos los países ha emergido una vasta literatura acerca de todas las formas de opresión, incluido el Holocausto. El énfasis está en la especificidad y no en el ocultamiento. Exigimos saber cuál fue la verdadera historia, qué ocurrió y cuáles fueron el simbolismo fracturado, el sexo a resoplidos y las representaciones de una Alemania corrompida por el materialismo estadounidense, una imagen tan popular en los días de auge del Grupo 47, pero que hoy parece irrelevante, pasada de moda. En vez de eso añoramos la compasión de lo concreto. Por ejemplo, cuando seguimos la precisa matemática de Yitzhak Zuckerman (el hombre que estaba encargado de hallar casas seguras para los judíos), en su recuento personal del gueto de Varsovia titulado Exceso de memoria: crónica del levantamiento del gueto de Varsovia, nos enteramos de la cantidad de polacos comunes y corrientes que ocultaron judíos, y el precio que pagaron por ello. A pesar del antisemitismo polaco, por lo menos cuarenta mil polacos trataron de esconder judíos. Esos son muchos observadores.
Resulta asombrosa la metáfora de Oskar, el niño que toca el tambor de hojalata y cuyo desarrollo se detiene a los tres años de edad. Pero también sirve como cortina de humo; como una especie de distracción bromista de Tyl Ulenspiegel. El increíble niño atrofiado evita que preguntemos acerca del desarrollo emocional de quien escribió ese libro. Si El tambor de hojalata se publicara hoy, nos parecería extraño que un volumen tan extenso, dedicado en su mayor parte a los años del nazismo, apenas mencione a los judíos. ¿Podemos imaginar un libro acerca de la era de los derechos civiles en el sur de los Estados Unidos que no hable de los negros? Y vale la pena señalar que la generación de Grass era lo opuesto a un niño atrofiado. En 1943, los estudiantes de la Rosa Blanca fueron brutalmente agarrotados en Múnich por los nazis por distribuir panfletos de protesta. Jamás olvidaré las placas que vi en las esquinas de las calles de París, después de la Segunda Guerra Mundial, en recuerdo de las personas de dieciséis, diecisiete, dieciocho años que fueron abatidas a tiros. A los jóvenes de aquella época se les despojó de su infancia. Y con demasiada frecuencia, de sus vidas. ~
Traducción de Laura Emilia Pacheco