En estos tiempos de desconcierto es urgente volver sobre la obra de un gran humanista que trabajó con método, rigor e inteligencia en múltiples campos del saber y propuso
Hace ahora veinte años que murió Manuel Sacristán. Nacido en Madrid en 1925 y formado en los años que siguieron a la Guerra Civil, Sacristán fue una personalidad intelectual irrepetible. Ejerció una gran influencia en la vida cultural y política barcelonesa durante tres décadas: desde la época de la revista Laye (1951-1954), en la que colaboraron varios de los más conocidos exponentes de la llamada generación de los 50, la del "jardín quebrado" (para decirlo con el hermoso título del libro de Laureano Bonet), hasta los años en que escribió en las revistas Materiales y mientras tanto (1977-1985).
Quienes conocieron a Sacristán a lo largo de aquellos treinta años saben bien que entre 1955 y 1985 el filósofo había cambiado mucho. "¡Y cómo no!", diría el personaje de los diálogos de Brecht; lo contrario sería inconcebible. Pero, a pesar de eso, es posible encontrar en su obra, creo, unos cuantos rasgos permanentes: una tensión constante entre tradición y modernidad; la aspiración a un nuevo clasicismo, a dar calor de hoy a la llama de siempre; y un cierto optimismo histórico-racionalista que emana de convicciones morales profundas, incluso cuando, como en su caso, pinta bien de negro la pizarra del presente que le tocó vivir, o cuando hace la crítica del pesimismo descriptivo o sentimental ante ese asunto de verdad decisivo de nuestra época que han sido las derivaciones del complejo tecno-científico.
Como traductor, como escritor y como filósofo, Sacristán contribuyó a la difusión en Cataluña y, a través de Cataluña, en España de las principales corrientes del pensamiento europeo de la segunda posguerra. Como filósofo representó entre nosotros la negación de la división del saber en compartimentos cerrados, estancos. Hoy, cuando se vuelve a hablar con cierto desprecio del papel social de las viejas humanidades, es especialmente grato recordar a un humanista que trabajó con método, rigor e inteligencia en tantos campos del saber, sin ninguna infatuación.
Desde joven, Sacristán hizo crítica literaria y la hizo muy bien. Fue comentarista agudo de la dramaturgia norteamericana de la posguerra. Dedicó páginas interesantísimas al desvelamiento de la crisis cultural de entonces, a lo que de ella pensaron Salinas, Orwell o Thomas Mann. Escribió una de las más hermosas aproximaciones al Alfanhuí de Ferlosio que se hayan escrito nunca. Y publicó un par de ensayos de germanista sobre la veracidad de Goethe como poeta y como científico y acerca de la conciencia vencida en Heine. Iluminó aspectos sugestivos de las obras de Brossa y de Raimon.
A principios de los sesenta, Sacristán fue pionero en nuestro país en un campo muy poco cultivado entonces, el de la lógica formal. Y también en esto de la lógica tuvo punto de vista propio, pues supo valorar en su medida los trabajos de historia y filosofía de la lógica en una época en la que internalistas y externalistas andaban a la greña. Trabajando en este campo tradujo a Quine y a Russell, a Geymonat, a Paolo Rossi y a Mario Bunge, entre otros autores destacados. El manual de Lógica que Sacristán escribió por entonces ha quedado como la primera aportación hispánica seria a la lógica contemporánea.
Sacristán fue además el primer teórico marxista de altura que ha dado este país en la segunda mitad del siglo XX. Tradujo, para la editorial Ariel, los primeros textos de Marx que se publicaron legalmente en España después de la Guerra Civil: Revolución en España. Dirigió, en la editorial Crítica, la primera edición rigurosa que aquí se hizo de los escritos de Marx y de Engels. Y dio a conocer entre nosotros a un conjunto de autores sin cuya lectura no hubieran sido lo que han sido la mayoría de los estudiantes y profesores universitarios de varias generaciones: Theodor Adorno, Antonio Labriola, Antonio Gramsci, Georg Lukács, Karl Korsch, Galvano della Volpe, Robert Havemann, Ernest Marcuse, Agnes Heller, E. P. Thompson... Sacristán fue siempre un marxista incómodo, un marxista con una vena libertaria, diría yo, y otra vena clasicista. Un marxista difícil de clasificar porque la solidez de sus convicciones morales le empujaba a estar siempre con los de abajo, con la mayoría, mientras que su clasicismo goethiano y su pasión por la ciencia y por el matiz filosófico acababan dejándole casi siempre en minoría entre los marxistas de su época.
Tuvo Sacristán una visión amplia y aguda de la historia de la filosofía y de la ciencia. En 1958 escribió una panorámica de la filosofía contemporánea después de la Segunda Guerra Mundial que aún se recuerda como ejemplo de síntesis, capacidad pedagógica y erudición. Enseñó a varias generaciones a leer sin anteojeras ni prejuicios a algunos de los grandes de la filosofía contemporánea: a Antonio Gramsci y su filosofía de la praxis, desde luego, pero también a Martin Heidegger y a Simone Weil, a Bertrand Russell y a Karl Popper (distinguiendo entre el Popper metodólogo y el Popper filósofo social), a Quine y a Lukács. Dejó versiones admirables de algunos clásicos de la historia de las ciencias que aún podrían ser de mucha ayuda en nuestras universidades, como la Historia de la ciencia dirigida por René Taton, la historia de las matemáticas que lleva el nombre de Sigma o la monumental historia del análisis económico de Schumpeter.
Como docente fue un profesor universitario innovador y riguroso al que muchos de sus alumnos recuerdan todavía, con razón, como un maestro. Entre 1956 y 1965 impartió clases de lógica y filosofía en la Universidad de Barcelona. Durante los siete años siguientes, las autoridades franquistas le excluyeron de la docencia universitaria por sus ideas comunistas. Volvió a impartir clases en la Universidad de Barcelona a partir de 1973 y enseñó metodología de las ciencias sociales en la Facultad de Económicas hasta 1985. Sacristán fue, además, un docente de los que se preocupan por reflexionar acerca de los problemas formales y materiales de la docencia: escribió sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, sobre lo que podría ser una Universidad democrática en un Estado multilingüístico y plurinacional, sobre Universidad y división del trabajo, sobre reformas de los planes de estudio y sobre la sindicación de los profesores universitarios.
Sacristán dejaba al morir una obra escrita densa y sólida, aunque no muy extensa; una obra que parecerá exigua a todos aquellos que la comparen con lo que fue su actividad y su presencia en la cultura española durante treinta años. Buena parte de la misma fue producida en condiciones especialmente adversas, de precariedad económica, y determinada, además, por la clandestinidad en que hubo de vivir y resistir el comunismo español bajo la dictadura del general Franco. Él mismo definió modestamente esa parte de su obra como "ocasional", como cosa hecha cumpliendo encargos editoriales o políticos, pane lucrando o por responsabilidad civil, por compromiso social. Cuando, cediendo a presiones continuadas de no pocos amigos, el filósofo se decidió, en 1982, a recopilar aquellos escritos lo hizo bajo un título humilde, pero también significativo. Los llamó Panfletos y materiales.
Éstos empezaron a aparecer, publicados por la editorial Icaria, de Barcelona, en 1983. Se trata de una selección, en cuatro volúmenes, con escritos que cubren un periodo de aproximadamente treinta años de la actividad de Sacristán. La mayoría de esos escritos habían sido publicados en revistas de difusión irregular o clandestina y, en cualquier caso, inencontrables ya a finales de la década de los setenta. El detalle de esta edición, que se puede consultar en bibliotecas, es como sigue: 1) Sobre Marx y marxismo (1983); 2) Papeles de filosofía (1984); 3) Intervenciones políticas (1985); y 4) Lecturas (1986). Los dos últimos volúmenes aparecieron después de la muerte de Manuel Sacristán. Se encargó de la edición Juan Ramón Capella. Un quinto volumen de los escritos de Sacristán fue publicado en 1987 con el título de Pacifismo, ecologismo y política alternativa: incluye sus intervenciones últimas, por lo general escritas para la revista mientras tanto. Ahí está el origen de lo que luego se llamaría ecosocialismo y también de otras propuestas sociopolíticas vinculadas a los movimientos sociales nuevos.
De las muchas cosas con que se podría terminar este recuerdo de Sacristán yo me quedaría con una que no he visto apreciada suficientemente, al menos en público: aquella intención suya, de los últimos años, de hablar y escribir como derrotado con buen humor, con autoironía, conservando lo que un día no tan lejano se llamó el ideal. Esto sonará a atrabiliario, pero la historia da muchas vueltas: el mantenimiento del ideal con autoironía es una flor rara cuyo olor sigue atrayendo incluso a quienes tienen un sentido del olfato distinto del que tuvo el filósofo, como se puede ver, por ejemplo, en el último número de la revista El viejo topo.
Las universidades catalanas anuncian un homenaje, para noviembre, con motivo del aniversario de la muerte de Sacristán. El filósofo, escritor, traductor y docente, al que la Universidad franquista trató tan mal, se lo merece. Y ahora que se vuelve a hablar de memoria histórica será una oportunidad para que los estudiantes conozcan su pensamiento y su práctica. Pero la sociedad que se quiere y se dice civil debería hacer algo más por su memoria. Pues un día, cuando se escriba el libro blanco del comunismo en España y se pueda hablar con ecuanimidad de lo que fuimos e hicimos, los unos y los otros, Manuel Sacristán habrá de ocupar, sin duda, muchas páginas de ese libro.