El lado oscuro del éxito chino

Minxin Pei

Publicado en Foreign Policy abril- mayo 2006.


El auge económico de Pekín deslumbra a los inversores y cautiva al mundo. Pero más allá de los nuevos rascacielos y las fábricas hay una corrupción galopante, un desperdicio enorme y una élite poco interesada en que la situación mejore. Olvidemos las reformas políticas. El futuro de China no es la democracia, sino la descomposición. Minxin Pei.

Lo único que crece a más velocidad que China es la expectación a propósito de China. En enero, el PIB de la República Popular superó al de Reino Unido y Francia, con lo que el gigante asiático se colocó en cuarto lugar entre las economías del mundo. En diciembre, Pekín había sustituido a Estados Unidos como mayor exportador mundial de productos tecnológicos. Numerosos expertos predicen que para 2020 la economía china sólo estará por detrás de la estadounidense y para 2050, seguramente, la habrá sobrepasado.
Los inversores occidentales elogian las sólidas bases de la economía china –sobre todo, una elevada tasa de ahorro, una enorme reserva de mano de obra y una sólida ética de trabajo– y están dispuestos a pasar por alto sus imperfecciones. Los hombres de negocios consideran que Pekín es, al mismo tiempo, el mayor fabricante y el mayor mercado mundial. Las compañías de inversiones privadas exploran el Imperio del Centro en busca de adquisiciones. Las empresas chinas de Internet están alcanzando en el índice Nasdaq precios propios de la burbuja tecnológica. Algunas de las principales instituciones financieras del mundo, como el Bank of America, Citibank y HSBC, han apostado por el futuro económico del país y han dedicado miles de millones a la compra de participaciones minoritarias en los bancos estatales chinos, a pesar de que muchos son técnicamente insolventes. Para no quedarse atrás, todas las grandes empresas mundiales de automóviles han construido o piensan construir nuevas instalaciones en China, pese a que el mercado está saturado y los márgenes de beneficios están cayendo rápidamente.
¿Y por qué no vamos a creer todo lo que se dice? El crecimiento del país en las dos últimas décadas ha demostrado que los pesimistas se equivocaban y los optimistas se quedaban cortos. Ahora bien, antes de empezar a aprender mandarín y de maravillarnos por los logros del Partido Comunista, quizá deberíamos hacer una pausa. Visto de cerca, el historial no es tan reluciente. Por ejemplo, su comportamiento económico desde 1979 es menos impresionante que el de Japón, Corea del Sur o Taiwan, durante unos periodos de crecimiento comparables. Su sistema bancario, que le cuesta al gigante alrededor del 30% del PIB anual en operaciones de rescate, está plagado de préstamos no devueltos y es seguramente el más frágil de Asia. Resulta muy llamativa la comparación con India. En seis grandes sectores industriales (desde el automóvil hasta las telecomunicaciones), entre 1999 y 2003, sus empresas presentaron unos índices de rentabilidad de las inversiones entre un 80% y un 200% superiores a los de sus homólogas chinas.
Tras los titulares llenos de alabanzas, existen debilidades fundamentales muy arraigadas en el Estado neoleninista chino. A diferencia del maoísmo, el neoleninismo funde el gobierno monopartidista y el control estatal de sectores clave de la economía con unas reformas parciales del mercado y el fin del aislamiento de la economía mundial. El Estado maoísta predicaba el igualitarismo y se apoyaba en la lealtad de trabajadores y campesinos. El neoleninista practica el elitismo, se apoya en los tecnócratas, el Ejército y la policía, e intenta atraer a las nuevas élites sociales (profesionales y empresarios privados) y el capital extranjero, dos elementos vilipendiados bajo el maoísmo. El neoleninismo ha hecho más resistente al Partido Comunista, pero también crea fuerzas autodestructivas.
El éxito económico de China hace que a la mayoría de los observadores occidentales le resulte difícil ver las características depredadoras de su Estado. Sin embargo, la política autoritaria de Pekín está engendrando una peligrosa mezcla de capitalismo amiguista, corrupción galopante y desigualdades cada vez mayores. Los sueños de que la liberalización económica del país desemboque algún día en reformas políticas parecen lejanos. Es más: de seguir la tendencia actual, el sistema tiene más probabilidades de desmoronarse que de democratizarse. Es cierto que los recientes logros económicos han dado nuevo aliento al partido. Pero las políticas emprendidas para generar un crecimiento económico elevado están agravando los males políticos y sociales, que ponen en peligro su supervivencia a largo plazo.

MANDO Y CONTROL
Después de un cuarto de siglo de reformas económicas graduales, ¿ha conseguido Pekín transformar su antigua economía dirigida en un auténtico sistema de mercado? No tanto como se piensa. Aunque China fue uno de los primeros Estados socialistas que emprendió reformas importantes, en un estudio sobre la libertad económica de 127 naciones, los últimos datos sobre regulación, comercio internacional, política fiscal y estructura legal la sitúan en el último tercio, por debajo de casi todos los países de Europa del Este, India y México, y todos sus vecinos del sureste asiático, salvo Myanmar (antigua Birmania) y Vietnam.
El Estado sigue interviniendo intensamente en la economía. Según datos oficiales de 2003, fue responsable directo del 38% del PIB nacional y dio trabajo a 85 millones de personas (casi un tercio de la población activa urbana), mientras que el sector privado formal en las zonas urbanas sólo empleó a 67 millones. Un informe elaborado por la financiera UBS asegura que el sector privado no representa más del 30% de la economía. En la mayoría de los países asiáticos, las empresas de propiedad estatal aportan un 5% del PIB. En India, sobre la que pesa la tradición socialista, las empresas estatales generan menos del 7% del PIB.
Pero los tentáculos chinos atrapan a la economía mucho más de lo que indican las cifras. En primer lugar, Pekín posee todavía la mayor parte del capital. En 2003, el Estado controlaba 1,2 billones de dólares en participaciones empresariales, es decir, el 56% de los activos industriales fijos del país. Segundo, el Estado –como corresponde a un régimen que es, en definitiva, leninista– mantiene un firme control del alto mando de la economía: es un actor monopolístico o dominante en sectores como los servicios financieros, la banca, las telecomunicaciones, la energía, el acero, el automóvil, los recursos naturales y el transporte. Protege sus beneficios monopolísticos mediante la prohibición de que entren en el mercado empresas privadas y extranjeras (aunque, en algunos sectores, existe competencia entre empresas estatales). En tercer lugar, el Gobierno controla la mayoría de los proyectos de inversión gracias a su potestad de conceder créditos bancarios a largo plazo y derechos de utilización de terrenos.
Es decir, el ciclo empresarial lo maneja Pekín. Las empresas privadas tienen un acceso muy limitado a los recursos financieros o a los nuevos mercados. El Estado domina incluso muchos sectores teóricamente liberalizados, como la fabricación de cerveza, el sector minorista y el textil. De las 66 empresas de venta al por menor que cotizan en Bolsa, sólo una es privada. Entre las 1.520 compañías chinas que aparecen en las bolsas nacionales y extranjeras sólo 40 no son públicas.
Muchos observadores opinan que el estricto control de las autoridades sobre la economía sólo significa que el proceso de reforma no está terminado. Predicen que, a medida que el país siga abriéndose, dicho control se relajará y las fuerzas del mercado se encargarán de eliminar las industrias ineficaces y limpiar las instituciones oficiales. Esta firme confianza en una liberalización económica gradual, pero inexorable, suele tener un corolario político: que el mercado acabará por generar libertades y pluralismo político. Es un consuelo. Pero este optimismo tiende a ignorar la desesperada necesidad del régimen neoleninista de tener un acceso ilimitado al botín económico. Pocos sistemas autoritarios son capaces de sobrevivir sólo mediante la coacción. En general, mezclan ésta con los favores, para garantizar el apoyo de sectores clave como el funcionariado, el Ejército y los intereses empresariales. En otras palabras, un régimen autoritario que adopte la plena liberalización económica pone en peligro su capacidad de control político. Casi todos los sistemas autoritarios lo saben, y ninguno mejor que Pekín, que supervisa un vasto sistema de favores para garantizarse la lealtad de sus partidarios y otorga privilegios a grupos escogidos.
El partido nombra al 81% de los presidentes de las empresas estatales y al 56% de todos sus altos cargos. Las reformas empresariales realizadas desde finales de los 90 –pensadas para convertir firmas de propiedad estatal en compañías de capital social– no han afectado al sistema de favores. Casi en la mitad de las grandes y medianas sociedades públicas (en teoría convertidas en compañías de capital social que, en algunos casos, incluso cotizan en bolsas extranjeras), el secretario del Partido Comunista y el presidente del Consejo de Administración son la misma persona. En 2001, los miembros del comité del PCCh eran miembros del Consejo de Administración, más o menos, en el 70% de las 6.275 firmas grandes y medianas clasificadas como "comercializadas". En conjunto, 5,3 millones de funcionarios comunistas –alrededor del 8% del total y el 16 % en zonas urbanas– tenían cargos directivos en empresas públicas en 2003, último año en el que hay cifras disponibles. Una relación incestuosa entre el Estado y las grandes industrias puede condenar al fracaso a los países en vías de desarrollo, y el gigante asiático es uno de los más susceptibles. La combinación de gobierno autoritario con el dominio económico del Estado ha engendrado una forma virulenta de capitalismo, en la que las clases dirigentes convierten su poder político en riqueza y privilegios a expensas de la igualdad y la eficacia. Esta situación mantiene la ineficacia económica porque los escasos recursos van a parar a las élites locales y las bases burocráticas. El Banco Mundial calcula que, entre 1991 y 2000, casi un tercio de las decisiones inversoras en China fueron equivocadas. Los estudios del Banco Central chino muestran que la concesión de préstamos por motivos políticos fue responsable del 60% de los créditos bancarios incobrables en 2001-2002. El problema persiste todavía. Los estrategas económicos chinos revelaron a principios de este año que 11 grandes industrias manufactureras de gran cantidad de capital fijo tenían exceso de producción. Por ejemplo, el sector del acero, el mayor del mundo, tiene un excedente de capacidad de 116 millones de toneladas (alrededor del 30%).
Además, las empresas estatales no son rentables. En 2003, un año de gran expansión, el índice medio de rendimiento de sus activos no fue más que de un miserable 1,5%. Más del 35% pierden dinero y una de cada seis tiene más deudas que activos. El Imperio del Centro es el único país en la historia que ha logrado tener, al mismo tiempo, un crecimiento económico sin precedentes y un número, también sin precedentes, de préstamos bancarios no devueltos.
La pertenencia al partido y el cerebro para los negocios no suelen ir de la mano. La obsesión por un crecimiento elevado hace que se recompense a los funcionarios gubernamentales por cumplir dicho objetivo o dar la impresión de que se cumple. Este sistema de incentivos fomenta la asignación generalizada –y equivocada– del capital a "proyectos de imagen" (nuevas fábricas, centros comerciales de lujo, instalaciones de ocio, infraestructuras innecesarias…) que dan brillo al historial de los burócratas locales y refuerzan sus posibilidades de promoción. Los resultados de esos errores –relucientes complejos de oficinas, parques industriales, autopistas ajardinadas y plazas públicas– suelen impresionar a los visitantes occidentales, que los consideran prueba de la habilidad del país.
La economía china no sólo es ineficaz. Además, ha sido víctima de un capitalismo amiguista con peculiaridades propias como el maridaje entre el poder ilimitado y la riqueza ilícita. La corrupción es peor en los lugares en los que el Estado tiene más fuerza. Los sectores más turbios, como la energía, el tabaco, la banca, los servicios financieros y las infraestructuras, son monopolios estatales. No es nada nuevo. Pero los magnates con conexiones políticas se han aprovechado del auge inmobiliario chino; en 2004, casi la mitad de los 100 individuos más ricos, según la lista de Forbes, eran promotores inmobiliarios.
Diversos indicadores sugieren que hay una corrupción endémica. El número de "casos de grandes sumas" (con cantidades en efectivo superiores a 5.500 euros) prácticamente se duplicó entre 1992 y 2002. Y el fenómeno parece extenderse a las jerarquías superiores, ya que aumentan los altos cargos descubiertos. El número de funcionarios de distrito o instancias superiores acusados pasó de 1.386 en 1992 a 2.925 en 2002.
Un optimista podría pensar que estas cifras demuestran una aplicación más firme de la ley, más que una metástasis de la corrupción, pero las pruebas no indican eso. Los burócratas deshonestos corren poco peligro de sufrir un castigo serio. Durante los años 90, los escándalos por corruptelas afectaron a una media de 140.000 funcionarios del partido cada año, y de ellos se procesó al 5,6%. En 2004 se descubrió a 170.850 involucrados en casos de corrupción, pero sólo se procesó a 4.915 (el 2,9%). La cultura de la impunidad oficial goza de buena salud.
Peor aún, la corrupción hoy empieza a adoptar formas que suelen ir asociadas al desmoronamiento de un régimen. Los datos regionales sugieren que las mafias a gran escala son responsables de entre el 30% y el 60% de todos los casos de soborno desvelados. En los peores, se ha descubierto que el fenómeno alcanzaba a gobiernos enteros de una provincia, una ciudad o un distrito.
Tan siniestro como la propia corrupción es lo que estos escándalos revelan sobre la legitimidad del sistema. En sus confesiones, los funcionarios corruptos, muchas veces, justifican sus delitos por la pérdida de fe en el comunismo. Temerosos ante el futuro, algunos no quieren esperar siquiera unos años para convertir su poder en riqueza. En 2002, casi el 20% de los procesados por cohecho y casi el 30% de los condenados por abuso de poder tenían menos de 35 años. En 2003, en la provincia de Henan, el 43% de los responsables locales comunistas atrapados en este tipo de delitos tenía entre 40 y 50 años (el 32%, más de 50 años).
Mientras las clases dirigentes se apresuran a sacar provecho, la gente común se queda atrás. Según diversas fuentes, incluidos el Banco Mundial y el Gobierno chino, la desigualdad de renta ha aumentado al menos un 50% desde finales de los 70, y el país es ahora una de las sociedades con más diferencias de Asia. Un estudio reciente muestra que menos del 1% de los hogares controla más del 60% de la riqueza del país. El aumento de las diferencias es frecuente en los países que están cambiando a una economía de mercado, pero, en China, el sistema neoleninista, los incentivos distorsionados y las políticas elitistas han reforzado la tendencia.
Hace una generación, los hijos de la clase dirigente ocupaban cargos en el Gobierno o en el Ejército; hoy se dedican a los negocios. Las ramificaciones sociales del uso de información privilegiada se ven, sobre todo, en el sector inmobiliario: los campesinos obtienen menos del 5% del valor de su tierra y los promotores se embolsan el 60%, mientras que el resto va a parar a las arcas de las autoridades locales. Las privatizaciones también ofrecen a las personas con información privilegiada la oportunidad de enriquecerse comprando bienes públicos a bajo precio. Un estudio reciente demostraba que el 60% de las empresas estatales privatizadas se han vendido a sus directivos. Como consecuencia, el 30% de los dueños de compañías privadas, en la actualidad, son miembros del partido.
Mientras tanto, los servicios básicos se quedan obsoletos. China invierte menos de lo necesario en educación y sanidad pública. Durante los 90, la proporción de gasto oficial en la inversión total en enseñanza descendió casi un 20%. En las zonas rurales, donde viven los ciudadanos más pobres, el 78% del presupuesto educativo procede de los propios campesinos, a través de impuestos y tasas locales, mientras que Pekín sólo proporciona el 1% del dinero. En sanidad, las consecuencias son más graves. El dinero del Gobierno, que en los años 80 representaba el 36% del gasto total en sanidad, cayó a menos del 15% en 2000. China posee hospitales y equipamientos, y su gasto per cápita es superior al de otros países en vías de desarrollo. Pero la distribución de estos recursos es de las más desiguales del mundo. La OMS considera que la equidad del sistema chino de salud es inferior a todos los demás países, salvo Brasil y Myanmar. Según el propio Ministerio de Sanidad, dos terceras partes de la población carecen de seguro médico, y casi la mitad de los enfermos no acude en busca de tratamiento médico profesional.

UNA DEMOCRACIA APLAZADA 
El rápido crecimiento económico de China no ha derivado aún en el esperado pluralismo político. Algunos observadores creen que, tal vez, es aún demasiado pobre para permitirse la democracia. Sin embargo, con una renta per cápita de casi 1.300 euros (3.700 euros si nos referimos al poder adquisitivo), es un país más rico que muchas democracias pobres. Lo que detiene a la democracia no es la pobreza, sino un Estado neoleninista y el capitalismo amiguista que fomenta.
En parte, la propia democracia ha sido víctima de la expansión económica del país. A pesar de sus defectos y su mala gestión, el rápido crecimiento ha reforzado la legitimidad de Pekín. En los países en vías de desarrollo, las transiciones democráticas se desencadenan, con frecuencia, debido a crisis económicas de las que se responsabiliza a la incompetencia y la mala gestión del ancien régime. China todavía no ha vivido esa crisis. Al mismo tiempo, la riqueza al alcance de las élites gobernantes apaga cualquier movimiento de reforma en su seno. El poder político se ha vuelto más valioso porque puede transformarse en unos privilegios inimaginables en el pasado.
El generoso gasto oficial en orden público garantiza que, en un futuro próximo, no sea necesario compartir el poder. Desde Tiananmen, el partido ha invertido miles de millones en reforzar la policía paramilitar (la Policía Armada Popular), que se utiliza para reprimir los disturbios internos. Para contrarrestar la amenaza que supone la revolución de la información, Internet sobre todo, el Gobierno ha aunado los conocimientos tecnológicos con el poder regulador. La "policía de la Red", cuyo nombre oficial es Oficina de Supervisión de Internet y Seguridad del Ministerio de Seguridad Pública, cuenta, al parecer, con más de 30.000 personas. La refinada estrategia comunista de "represión selectiva" se dirige sólo a quienes se atreven a desafiar en público su autoridad, y deja en paz a la población en general. China es uno de los pocos Estados autoritarios en los que están permitidos la homosexualidad y el travestismo, pero no la disidencia política. Los grupos de oposición y quienes pueden desafiar la autoridad del partido acaban aislados.
En cambio, a la nueva élite social se la atrae y se la mima. El partido colma a la clase intelectual urbana, los profesionales y los empresarios privados con ventajas económicas, honores profesionales y acceso político. Por ejemplo, en 2004, 145.000 expertos designados, el 8% de los profesionales de alta categoría en todo el país, recibieron "estipendios especiales del Gobierno" (complementos al salario mensual); el partido ha invitado a decenas de miles de ex profesores de universidad a afiliarse y les ha colocado en altos cargos gubernamentales. Por ahora, la campaña de seducción funciona: los grupos sociales que suelen constituir fuerzas democratizadoras están neutralizados.
China ya ha pagado un alto precio por los fallos de su sistema político y la corrupción. Sus nuevos dirigentes son conscientes de hasta dónde llega la descomposición, pero toman medidas muy modestas para corregirla. Por ahora, las sólidas bases económicas y la infinita energía del pueblo han ocultado y compensado las malas prácticas del Gobierno, pero sólo pueden seguir empujando hasta cierto punto. Algún día, pronto, sabremos si un sistema así puede superar una prueba crucial: una grave sacudida económica, un periodo de agitación política, una crisis de salud pública o una catástrofe ambiental. Puede que China esté ascendiendo, pero nadie sabe todavía si es capaz de volar.

 

El libro de Minxin Pei China's Trapped Transition: The Limits of Developmental Autocracy , de próxima publicación (Harvard University Press, Cambridge, 2006), ofrece un análisis más completo y pruebas detalladas de los costes que tiene el régimen neoleninista y monopartidista de China en una economía a medio reformar. En Corruption and Market in Contemporary China ( Cornell University Press, Ithaca, 2004), Yan Sun ofrece una vívida descripción de cómo las reformas económicas parciales pueden engendrar corrupción endémica en un régimen autoritario.