La crisis contemporánea de la representación
Comprendo bien que un título como este es ambiguo. Las asociaciones que suelen establecerse entre pensamiento filosófico y malestar están teñidas por dos prejuicios inversos y complementarios: aquel que supone que el bienestar es una condición previa del pensamiento, pues sin él no sería posible la distancia necesaria para la contemplación teórica; y aquel otro que, al contrario, entiende que el bienestar aletarga el pensamiento y le hace perder su aguijón crítico, que el verdadero pensamiento creador sólo nace de cierta inquietud, de cierta incomodidad. Yo no deseo, hoy, discutir estos prejuicios. El malestar del cual querría hablar es a la vez más extraño y más común que el que describen esas opiniones. Más extraño porque no se trata de un malestar que precede al pensamiento como una condición exterior sino de un malestar interno al propio pensamiento, del malestar, por así decirlo, como forma de pensar (de ahí que remita más bien a aquel sentido en el cual Freud hablaba de un malestar [Unbehagen] en la civilización). Y más común porque, en el fondo, se trata de una acepción de “malestar” construida por simple antagonismo con respecto al “bienestar” al que se refería la expresión “estado del bienestar” (Welfare State), que define el proyecto político y social dominante en la mayor parte de las democracias contemporáneas del mundo tardoindustrial después de la segunda guerra mundial. Sea que esto se contemple con nostalgia, con pesadumbre, con alivio o incluso con júbilo, parece haber un cierto consenso tácito entre los expertos (que sólo las disputas electorales obligan a silenciar periódicamente) acerca del hecho de que este proyecto está agotado, de que ha dejado de estar vigente, al menos en su formulación precedente, de que ha dejado de ser posible e incluso deseable debido, por una parte, a un cambio generalizado de la coyuntura internacional, un cambio que sólo parcialmente se define con el término “globalización”, y por otra parte a sus propias consecuencias no deseadas o “efectos secundarios”.
Sería inútil en este momento pretender caracterizar, aunque fuera sucintamente, la red institucional que constituye el “estado del bienestar”: no solamente la descripción sería demasiado prolija, sino que incluso involucraría elecciones valorativas que aún hoy suscitan disputas irresolubles entre los entendidos. Así que tengo que apoyarme únicamente en el conocimiento tácito que los presentes, sobre todo si tienen cierta edad, atesoran en su experiencia a propósito de este proyecto, y tengo que confiar en que ese conocimiento previo, precisamente por su vaguedad, sea capaz de albergar potencialmente todas las “caras” de la sociedad del bienestar que tendrían que someterse a una discusión pormenorizada si cada uno de los rasgos de ese proyecto se hicieran explícitos, incluso aunque esos rostros sean muy distintos, conflictivos y hasta contradictorios entre sí.
Y tengo que conformarme con una imagen. Una suerte de mosaico de la época y del acontecimiento a los que me refiero. Algo que fuera, con respecto a esta coyuntura, semejante a lo que, para Michel Foucault, era el cuadro de Velázquez Las Meninas con respecto a la “época clásica”: «Quizá haya, en este cuadro de Velázquez», decía él, «una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella inaugura». Modestamente, yo creo que tengo algo parecido para el propósito que nos ocupa. Tratándose de un tiempo mucho más próximo a nosotros, naturalmente, es una fotografía. Hasta cierto punto, una fotografía artística (diseñada por el artista Peter Blake y tomada por Robert Fraser el 30 de Marzo de 1967). Creo que todos la hemos visto alguna vez. Seguramente la mayoría tenemos una copia en casa. Me refiero a la portada del Sergeant Pepper's Lonely Hearts Club Band, el noveno álbum de los Beatles contando Oldies but goldies. Supongo que todos ustedes se acuerdan de la foto. Allí aparecen, junto a los músicos de la banda, escritores como Poe, Huxley, H.G. Wells, Bernard Shaw, Lewis Carroll o Wilde, pensadores como Marx o C.G. Jung, políticos del XIX como Robert Peel, líderes espirituales y religiosos, poetas como Dylan Thomas, músicos como Stockhausen, actrices como Mae West, Marlene Dietrich y Marilyn Monroe, artistas plásticos como Richard Lindner o Wallace Berman, actores como Stan Laurel y Oliver Hardy, científicos como Albert Einstein y un boxeador tan célebre como Sonny Liston. Quizá haya en esta portada una representación de la crisis contemporánea de la representación y la definición del espacio que ella inaugura.
Recuerdo perfectamente que, cuando la vi por primera vez, suscitó en mí una sensación de total e irreflexiva adhesión. Me dí cuenta en seguida de que era un ejemplo visual del mismo tipo de perturbación que causaban las canciones de los Beatles y en la cual yo me reconocía indiscutiblemente. Ahora bien, ¿qué significaba aquella adhesión? Una primera hipótesis, sociológicamente bienintencionada, podría ser que en la foto (y en la extraña reunión que presentaba) hubiese yo proyectado la expectativa que los jóvenes de mi generación y extracción social teníamos de poder superar la barrera de clase que nos separaba de la elite a la cual pertenecían históricamente Stockhausen, Wilde o Jung, del mismo modo que la habían superado - al menos en la imagen de la portada del disco- otros don nadies como Mae West, Marilyn Monroe, Lenny Bruce o Sonny Liston. Volvamos al paralelismo con Las meninas . En sus escritos sobre Velázquez, Ortega y Gasset recordaba que, en Palacio y en tiempos de Velázquez, a este cuadro se le denominaba coloquialmente “la familia” 1. Este no sería un mal título para la portada del Sgt. Pepper's , si hubiera que ponerle uno. Los personajes representados en la foto son, en buena parte, “meninas”, es decir, pertenecen al género chico o “menor” de los cómicos y bufones; y así como Velázquez se pintó a sí mismo, también los Beatles se autorretrataron en esa portada, no tanto por estar presentes ellos en la foto —pues no están en cuanto “Los Beatles”, sino representando el papel de músicos de la banda de los corazones solitarios —, como porque están los muñecos del museo de cera de Mme. Tussaud que, ellos sí, representan a los Beatles (es decir, son la prueba viva de que los Beatles han ingresado en el universo de la representación, del mismo modo que los enanos, los bufones, los cómicos y los tontos de Palacio también ingresaron en ese mundo de la mano de Velázquez). Por otra parte, el suelo de la portada del Sgt. está plagado de miniaturas (entre ellas la de un gnomo y la de Blanca Nieves —nótese: la de los “siete enanitos”—) y aparece por dos veces Shirley Temple (una auténtica menina del Siglo XX), además de que la foto alberga también a “meninos” como Dion DiMucci (que empezó a cantar a los cinco años), el canadiense Bobby Breen, estrella del cine infantil que alcanzó la fama internacional a los 11 años, o a Huntz Hall, miembro de la cinematográfica banda juvenil de “Ángeles con caras sucias” (The East Side Kids). Como centro articulador de la representación clásica detectaba Foucault, en el cuadro de Velázquez, el lugar vacío del rey soberano, que aparece en el espejo que ninguno de los personajes del cuadro puede ver; si, como conviene recordar, la portada de este álbum es una obra notable de pop'art, este lugar vacío no puede ser, aquí, otro que el de la soberanía popular que, por así decirlo, se refleja en la fotografía. Pongamos un ejemplo.
En su extremo superior derecho de la variada reunión de la foto, junto a la cara de Bob Dylan, está la imagen de un inmigrante italiano nacido en 1879 en la Campania, Sabato Sam (Simon Rodia). Había llegado a los Estados Unidos en 1891, con doce años, y en seguida empezó a trabajar en las vías ferroviarias y como obrero de la construcción en los grandes edificios de las ciudades industriales. Pero en 1921, tras adquirir un pedazo de tierra en la localidad de Watts, al sur de Los Ángeles, se propuso hacer “algo grande” (something big). Desde ese año hasta 1954, Don Simón acumuló una ingente masa de acero, cemento, baldosas de cerámica, cascotes, conchas marinas, cristales rotos y la más variada gama de materiales de hecho y de desecho, y la levantó durante 33 años en forma de nueve esculturas, de entre las que destacan tres torres, una de ellas de más de 11 metros de altura. Lo rodeó de muros decorados con igual criterio (es decir, sin selección alguna) y lo llamó Nuestro pueblo 2. Cuando su casa fue destruida por un incendio, en 1957, se quedó a vivir durante un breve lapso en Nuestro pueblo y luego regaló su tierra y sus monumentos a un vecino y se retiró para morir en paz, cosa que haría en 1965. Este monumento expresa desnudamente, hasta la parodia, la naturaleza más profunda de la cual proceden los rascacielos: primero, porque muestra a la perfección que se trata de ejercicios de escultura , no de arquitectura; segundo y principal, porque lo esculpido en todas esas obras no es más que la historia de una vida: lo que a cada cual nos es posible levantar acumulando los pobres materiales que rescatamos a diario de la devastación, depositándolos unos sobre otros y pegándolos con la humilde argamasa de la que disponemos para fraguar una narración y procurar terminarla antes de retirarnos para morir, intentando elevarnos un poco cada día sobre el anterior e integrar los cascotes y los cristales rotos en una trama abigarrada y aparentemente absurda, hecha de heridas y de retales. Eso es “hacer algo grande” (pues la inmensa mayoría ni siquiera nos aproximamos a un logro semejante).
Puede decirse de estas torres, como de cualquier vida, que, tomada en su conjunto, carece de sentido. Pero si, a pesar de todo, la escultura de Rodia se merece el nombre de “Nuestro pueblo” es porque no es la historia de la vida de un individuo, sino de la vida de cualquiera, el emblema del modo como es posible llegar a ser un individuo en una ciudad que se compone, como necesariamente se componen todas las ciudades, con material sobrante de otros lugares (oleadas de inmigración), sin que ninguno de esos “materiales” pueda considerarse demasiado indigno como para entrar en la composición. La escultura es, por una parte, extremadamente simple (y por eso tendemos a considerarla carente de sentido, como una “broma” o una boutade), porque no parece obedecer, como la misma portada del Sgt. Pepper's, a otro principio que no sea el de la sencilla acumulación no selectiva de materiales con la esperanza de que, grano a grano, se pueda formar con ellos un montón; por otra parte, representa una extremada complejidad (y por eso nos preguntamos cuál será su sentido, como ante cualesquiera obras de arte contemporáneo, aunque erróneamente no hagamos lo mismo ante los rascacielos o ante las fábricas): ¿cómo se pueden reunir y conectar materiales tan diversos sin forma definida ni función visible? Pero esa complejidad no es otra que la de la propia existencia de los individuos en el seno de las masas que configuran la ciudad industrial, formada a base de aludes sucesivos de extranjeros de las más diversas procedencias y destinados, no obstante, a vivir unos junto a otros de acuerdo a una ley que aún está por descubrir cuando nos incorporamos a esa multitud informe; para conseguir ese logro —vivir juntos los que no tenemos nada en común— hemos de construir algo así como “nuestro pueblo”, es decir, el pueblo de los que no somos de ninguno. Todo el que quiera estudiar la sociedad moderna o la cultura de masas debería comenzar por observar el monumento de Rodia como la encarnación plástica del objeto cuyo funcionamiento investiga y cuyas reglas quiere descubrir.
No podemos entretenernos en la genealogía de cada una de las figuras de la portada del Sgt. Pepper's , así que nos conformaremos con recordar que el mismo año en que terminó de construirse Nuestro Pueblo, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos dictó su resolución en el caso de Brown vs. la Junta de Educación de Topeka (Kansas), que declaró inconstitucional (incompatible con la Cuarta Enmienda) la educación separada de negros y blancos en las escuelas 3, y unos y otros se juntaron y confundieron tan rápido, como los materiales de la Torre de Watts se habían confundido desordenadamente en el monumento de Rodia, que el 5 de Julio del mismo año Elvis Presley, conductor de una furgoneta de una tienda de electrodomésticos de Memphis, en un momento de descuido, se olvidó de que era blanco y grabó una canción titulada That's all right, mama, cosa que tuvo gravísimas consecuencias, entre las cuales no fue la menor el propio Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band. Consecuencias que, me temo, no le habrían gustado mucho al citado Ortega y Gasset, porque pertenecen a lo que él llamaría “la rebelión de las masas” —o sea, la “familia” liberada de los vínculos de servidumbre— y con respecto a la cual escribió que, incluso en sus formas humorísticas (que es en donde habría que catalogar la portada del Sgt. Pepper's ), “aspira siempre a lo mismo: que el inferior, que el hombre vulgar, pueda sentirse eximido de toda supeditación” 4. Que es a lo que yo llamaba antes, me temo, “superación de las barreras de clase” y con respecto a lo cual señalé mi “adhesión incondicional”. Acaso pudiera llamarse comicidad, muy en general, a este efecto de burla o de sarcasmo que, como dice Pierre Bourdieu, pone el mundo patas arriba, corroe las jerarquías socialmente establecidas, diluye las diferencias de clase y provoca “reuniones” como la de las torres de Rodia o la portada del disco de los Beatles. La democracia, por su aspecto igualador, es en general bastante cómica (hay incluso quien piensa que sólo es una comedia de cabo a rabo): en ella los pequeños —especialmente suponiendo la trama llamada “estado del bienestar”— pueden “hacer algo grande” y los grandes aparecen, a menudo, haciendo cosas bastante pequeñas, bastante ridículas y bastante feas . Y siempre queda la sospecha de que la igualdad sea sólo una broma.
De modo que es inútil ignorar que aquella hipótesis “sociológicamente bienintencionada”, que antes mencioné, oculta en parte el modo en que la fotografía en cuestión planteaba esa "superación", modo que contenía algo corrosivo. Porque uno diría que hay una enorme diferencia entre, por una parte, lo que llevó a Oscar Wilde, Albert Einstein o Stockhausen al templo de la fama -a saber, su esfuerzo, su trabajo, su obra-, y, por otra, lo que sostuvo en el pabellón de la popularidad a Mae West o a los propios Beatles, o sea, más bien un golpe de suerte gigantesco, gratuito y desproporcionado. Podría pensarse, por tanto, que las “aspiraciones” que despertaba aquella imagen en los adolescentes que la contemplábamos no eran las de la justa recompensa por el esfuerzo laborioso y constante, sino más bien las del premio gracioso e inmerecido otorgado a quienes no han hecho nada para ganarlo, el desprecio de la meritocracia y la mitología del viaje de balde a la felicidad (algo, como cualquiera puede a primera vista comprender, bastante increíble, como increíble resultaba —y de ahí su capacidad de provocación— la fotografía de marras). Esta observación es harto más plausible si se repara en el hecho de que la imagen fotográfica de referencia constituía el envoltorio comercial de un disco cuyo sexto corte habla de una adolescente que abandona su hogar dejando a sus padres desconsolados y solos con una escueta nota de despedida; a lo largo de esta canción, la pareja que ha perdido a su hija se lamenta repetidamente en el estribillo diciendo: ¿Cómo ha podido hacernos esto? Le dimos todo lo que puede comprarse con dinero. Y uno, que ha visto una enorme cantidad de películas acarameladas, se quiere adelantar a la conclusión suponiendo que lo que le faltaba a la niña fugada, aquello que ha ido a buscar, era justamente el amor , que sus padres habían olvidado y sustituido por el bienestar material. Pero, repentinamente, Paul McCartney nos sorprende revelándonos que no es así, que aquello que a esta joven le había sido “largamente negado” y en pos de lo cual ha partido rompiendo el corazón a sus mayores es nada más y nada menos que... diversión: eso es lo único que no puede comprarse con dinero, dice la canción. Sólo unos meses después, el papel de los padres en esta canción lo representarían los sociólogos académicos que se preguntaban cómo era posible que cientos de miles de adolescentes bien alimentados y criados en un estado de opulencia consumista que sus antepasados no habrían podido siquiera soñar, saliesen a las calles de las ciudades capitalistas más avanzadas enarbolando pancartas del Che Guevara, aparentemente en busca tan sólo de un poco de diversión.
She (What did we do that was wrong?)
Is having (We didn't know it was wrong)
Fun (Fun is the one thing that money can't buy)
Something inside that was always denied
For so many years. 5
Sin duda, esta “diversión” debe encerrar algún misterio. Después de todo, era la diversión lo que buscaban las clases bajas en las cavernas suburbanas cuyo descubrimiento proporcionó tanto éxito al folletín del siglo XIX Los misterios de París , aquellas mismas “cuevas” en las que se fraguó el Music Hall , de cuyo filón procede al menos un ochenta por ciento de los cómicos de la portada del Sgt. Pepper's. Gareth Stedman Jones, el ilustre historiador de la clase obrera, resume así el espíritu de los cómicos que actuaban en estos seudo-teatros: “si un obrero podía sacar un buen sueldo por un buen día de trabajo estaba bien, pero si podía sacar un buen sueldo sin necesidad de un buen día de trabajo, estaba mejor” 6. He aquí, según parece, una reivindicación de broma, una consigna increíble, inverosímil, imposible, que ningún Estado estaría dispuesto a conceder, ninguna Empresa a negociar y ningún Partido o Sindicato a incorporar a su programa: la reivindicación de cobrar por nada. ¿En qué consiste su atrocidad o su ridículo? ¿Por qué es tan rigurosamente inaceptable que sólo puede ser tomada a broma? Simplemente porque en ella el bienestar no aparece como la contrapartida del sufrimiento, y a este último se le niega el estatuto de moneda de cambio para comprar la felicidad. Ahora bien, esta renuncia a la contabilidad del sufrimiento es precisamente el fundamento del estado del bienestar. Como recuerda Richard Sennett,
“En la conclusión de su libro El don, publicado el año de su muerte, 1950, Mauss dice que el Estado del bienestar debe al individuo algo más que una simple devolución monetaria sobre la base de sus contribuciones (...) Una vida de trabajo duro no tiene equivalente monetario; en consecuencia, un sistema de protección social no debería basarse en el dinero con el que la gente ha contribuido al mismo. Los trabajadores deben contribuir a sus pensiones, pero no sufrir recortes cuando las contribuciones tocan a su fin. La asimetría entre el trabajo y las prestaciones sociales es el fundamento de la rama maussiana del socialismo (...) Lo que deseaba Mauss en la práctica era que, al devolver prestaciones a los individuos, el estado del bienestar pasara por alto las diferencias de clase y de riqueza. Mauss quería romper con el ethos capitalista de devolver a cada uno exactamente lo que 'se merece'” 7.
Vuelvo por última vez al paralelismo con el cuadro de Velázquez. El mejor escritor vivo que hay en España, Rafael Sánchez Ferlosio, también ha dicho algo sobre la presencia de estos personajes de comedia en la pintura de Velázquez: «Ahí está su galería: el Bobo de Coria, el Niño de Vallecas, el Primo Pablillos de Valladolid y otros, y hasta una mujer, Mari Bárbola, que hace la corte a la Infanta en Las meninas. Son personajes inmóviles en la pintura y en la historia; ni tan siquiera la edad que representan es ya la cuenta de sus años, sino un rasgo permanente de su fisonomía. Están en palacio sin más función, sin más servicio al rey que su presencia; sin ayer, sin mañana, sin historia (...). Su servicio al melancólico rey es amortiguar, distraer, ahuyentar, exorcizar la ominosa galerna del destino que amaga más allá del Guadarrama. Porque el halcón del destino, señor de la historia, lo trae ahora, firmemente agarrado a la luva de cuero en su muñeca, Richelieu». En el mismo sentido que Walter Benjamin, Sánchez Ferlosio considera que, tanto en la literatura como en la vida, hay fundamentalmente dos clases de personajes: los de destino y los de carácter. Los de destino, que tienen su lugar más eminente en la tragedia y en la epopeya, son aquellos que Hegel llamaba “individuos histórico-universales”, porque su identidad está prendida en la trama principal del argumento, que les empuja fatalmente a actuar en dirección al gran fin a cuya realización subordinan todo lo demás, incluyendo su vida y su felicidad; los de carácter, que encuentran su privilegio en la comedia, son personajes secundarios o insignificantes para la historia, y sólo pueden manifestarse en aquellos momentos y lugares en los cuales ella (o sea, el implacable orden del destino que pone a las cosas y a las personas en su sitio, en su contexto y en el lugar que les corresponde según el argumento) ofrece una tregua: por eso parecen estar “en ninguna parte”, sin contexto, como fuera de contexto y fuera de lugar están los tontos de Velázquez, los gags de Chaplin o las figuras de Lenny Bruce, W.C. Fields, Fred Astaire, Tommy Handley, Max Miller o Issy Bonn en la portada del Sgt. Pepper's.
Durante los últimos cincuenta años, la del “estado del bienestar” ha sido la trama (presupuesta como fin, más que efectivamente dada) sobre cuyo trasfondo han intentado los habitantes del mundo industrializado forjarse un carácter. No es preciso insistir demasiado en el hecho de que, en las últimas décadas, esa trama está desapareciendo a ojos vistas. A los frutos del dolor que generan las enormes incoherencias argumentales y los disparates narrativos que esta disolución de la trama no deja de producir es a lo que podríamos llamar estado del malestar . En el terreno de las cosas, sin duda el malestar más grave es el derivado de la vergüenza de quienes son abandonados a su infortunio; pero, en el terreno del pensamiento también hay una cierta sospecha de haber contribuido, mediante excesos teóricos o al menos verbales, a configurar esta situación de malestar, y esto mismo es lo que hace difícil tener que pensar a la vez desde y contra ella. No fue un buen augurio el ver a aquellas víctimas desesperadas de los atentados contra las torres gemelas arrojándose por las ventanas de los rascacielos. Fue como presenciar el crack del 2001, es decir, el momento en el cual la vieja fábula del estado del bienestar ya no podría seguirse contando y sus criaturas se quedaban sin porvenir, la denegación del proceso mismo por el cual Simon Rodia construyó Nuestro pueblo . En Octubre de 2001 se estrenó en televisión la producción de la Warner Brothers Smallville. Mediante una estrategia cinematográfica de probada eficacia (la narración retrospectiva que “prolonga” la historia hacia atrás en lugar de hacerlo hacia delante, del mismo modo que George Lucas ofreció el Episodio Uno de la “Guerra de las Galaxias” después de los posteriores, en lugar de hacerlo antes de ellos), Smallville (literalmente: ciudad pequeña) narra la vida de el joven Superman en una localidad de pocos habitantes, en esencia buena gente laboriosa y honrada, pero en la cual prácticamente toda la población está alterada por una lluvia de meteoritos sufrida años atrás. Esto hace que, sin saberlo, cada uno de ellos posea extraños poderes que impulsan a los padres a disparar contra sus hijos, a los candidatos a delegado del Instituto de Secundaria a asesinar a sus rivales electorales o a los jóvenes a matar a los mayores que se encuentran enfermos, entre otros muchos ejemplos que podrían ponerse. Como el espectador ve por los ojos del pequeño número de personas conscientes de esta perturbación latente, comprende a la perfección que se trata de un lugar en el cual los poderes públicos están completamente desarmados contra aquellos “super-poderes” descontrolados y desconocidos y en el cual, como sucedía en el “estado de naturaleza” descrito sucesivamente por Hobbes y por Rousseau, cada uno de los vecinos tiene que sospechar de cada uno de los demás, pues de ellos procede el principal riesgo que le amenaza, ya que todos los habitantes tienen un “lado desconocido” (desconocido incluso para sí mismos) que puede resultar letal para cada uno de los demás. En este contexto, el adolescente Clark Kent (igual que el joven Lex Luthor) no es más que otro de los afectados por la alteración, aunque sus poderes le destinan, como es lógico, a emplear su fuerza exorbitante para deshacer los entuertos sobrevenidos. Dejando aparte el evidente simbolismo de la “lluvia de meteoritos” que altera insensiblemente a la población y la sumerge en una situación de inseguridad, el paso de Metrópolis a Smallville da cuenta del fenómeno del empequeñecimiento del mundo, que el propio personaje de Superman experimenta doblemente: con su paso de la gran pantalla a la pequeña y de la edad adulta a la adolescencia. Contra la tan acreditada impresión de un envejecimiento epocal, manifestada por muchos críticos y cronistas de la modernidad tardía, lo que más bien parece suceder en este nuevo orden es que todos -incluidos los superhéroes- nos hacemos pequeños 8. Casi todo el mundo ¾ empezando por McLuhan y llegando hasta el mismo Virilio- atribuye con buen juicio esta estrechura cósmica a los nuevos dispositivos tecnológicos que minimizan o eliminan la distancias creando ese “presente universal” al que ya he aludido. Sin embargo, hay transformaciones políticas a las cuales los elementos tecnológicos podrían haber servido de medios más que de causas. Así como los jóvenes de Smallville nunca llegan a graduarse en el Instituto y no quieren irse a Metrópolis, así también los individuos mantenidos en un perpetuo estado de formación de su identidad (laboral, familiar, conyugal, etc.) no acaban nunca de salir de la escuela y nunca llegan a incorporarse a la vida civil, pues están permanentemente ocupados en reformular y reconstruir su identidad, como es propio de los niños y adolescentes. Y así como el joven Lex Luthor se aprovecha de forma inclemente de su poder material sobre la lejana Metrópolis, pero rechaza todas las oportunidades que se le ofrecen de trasladarse a ella abandonando Smallville, los nuevos emperadores de la industria global explotan las grandes ciudades pero jamás residen en ellas ni se comprometen mínimamente en su gobierno ni en las peripecias de sus habitantes: prefieren radicar sus domicilios fiscales en pequeñas y remotas aldeas, preferentemente virtuales.
En uno de los episodios de Smallville, una flor crecida al amparo de la lluvia de meteoritos infunde a quienes la huelen el ambiguo don de exteriorizar inmediatamente sus sentimientos. Como era de esperar, se produce una cadena de asesinatos, enfrentamientos violentos y luchas a muerte. Como si los meteoritos contuviesen el secreto de la identidad de cada uno de los habitantes de la pequeña aldea, lo que ellos auténticamente son y que hace imposible su asociación civil. Como si aquello que cada cual tiene de más propio fuese lo que le hace virtualmente incompatible con cualquier otro ser humano. Paradójicamente, la época en la cual la subjetividad se ha vuelto más inestable, elástica, flexible y modulable, es también la era en la cual la identidad -cuyos vaivenes sociales hacen que sólo parezca poder sostenerse sobre alguna característica tan irrefutable como las propiedades físicas de los meteoritos- se ha convertido en la más tiránica y rígida de las exigencias individuales, en el más grave de los problemas políticos, como si hubiese que corregir los excesos de igualdad cometidos en el pasado.
No puede un solo hombre convencer a muchos de que sus miserias no proceden de la igualdad, sino de la desigualdad. Lo único que un hombre puede hacer es decir que ha leído la prensa de hoy y que, aunque las noticias eran tristes, no pudo evitar reír al contemplar aquella fotografía.
I read the news today, oh boy
About a lucky man who made the grade
And though the news was rather sad
Well, I just had to laugh
I saw the photograph 9.
*José Luis Pardo (Madrid, 1954) es profesor titular de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, donde imparte la asignatura Corrientes actuales de la filosofía; traductor al castellano de algunos de pensadores contemporáneo como Gilles Deleuze, Michel Serres o Emmanuel Lévinas.
Es autor de obras de referencia sobre pensamiento contemporáneo: Transversales. Texto sobre los textos (1977); La Metafísica. Preguntas sin respuesta y problemas sin solución (1989) -corregida y aumentada en Pretextos en 2006-; La Banalidad (1989, reeditado en 2004); Deleuze. Violentar el pensamiento (1990); Sobre los Espacios. Pintar, escribir, pensar (1991); Las formas de la Exterioridad (1992); La intimidad (1996, reeditado en 2004); Estructuralismo y ciencias humanas (2001); Fragmentos de un libro anterior (2004) y La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía (2004, Premio Nacional de Ensayo).
De los libros en los que ha participado junto a otros autores, además de los publicados en las compilaciones de la ECH- Lengua de Trapo, destacan Preferiría no hacerlo. Ensayos sobre Bartleby (con Melville, Agamben y Deleuze, 2000) y Palabras Cruzadas (con Fernando Savater, 2003). Es también colaborador en medios de prensa escrita como El País, y de su suplemento cultural, Babelia.
De su actividad investigadora, él mismo señala: “Creo que mi línea de trabajo es la filosofía contemporánea, no sólo en el sentido de que me dedique a estudiar lo que hacen actualmente quienes se dedican a la filosofía, sino también, y quizá sobre todo, en el de que me inquieta cuál pueda ser la manera de hacer hoy algo así como filosofía. Para saber de qué se trata esto último, claro está, he tenido que leer a muchos autores que nominalmente no son contemporáneos, aunque sí quizá en la medida en que siguen dando qué pensar”.
1 «Las clases superiores usaban aún [en el siglo XVII ] el vocablo “familia” en su sentido original que viene de famulus , “criado”, y significaba, por tanto, más que la unidad de padres e hijos, una unidad de mayor amplitud en la que ocupaban el primer término los “criados”. Pero a su vez “criados” significaba los servidores en cuanto que han sido, en efecto, criados en la casa» ( Introducción a Velázquez [1954 ] , en Obras Completas , Vol. VIII, ed. Alianza, Madrid, 1983, p. 651).
2 Resulta verdaderamente indignante, y sintomático, que en su propia sede y en todos los catálogos de arquitectura y urbanismo, el monumento en cuestión se siga llamando ignominiosamente “The Watts Towers”, como si Simon Rodia no tuviera categoría suficiente para bautizar a su gusto la obra edificada con sus propias manos (algo así como si, en esos mismos catálogos, el Rockefeller Center se denominase “El Castillo del Empalador” o el Chanin Building “La Vanidad de New York”).
3 We come then to the question presented: Does segregation of children in public schools solely on the basis of race, even though the physical facilities and other "tangible" factors may be equal, deprive the children of the minority group of equal educational opportunities? We believe that it does (“Yendo a la cuestión planteada: la segregación de los niños en las escuelas públicas sobre la mera base de la raza, incluso aunque los instalaciones físicas y otros factores “tangibles” puedan ser iguales, ¿priva a los niños del grupo minoritario de la igualdad de oportunidades educativas? Creemos que sí”).
4 J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (1929), Espasa-Calpe, Madrid, 1986 25, p. 204.
5 Lennon & McCartney, She's leaving Home, 1967.
6 Compárese con este verso: «Working for peanuts is all very fine / But I can show you a better time» (Lennon & McCartney, Drive my car, primer corte de Rubber soul , Diciembre de 1965).
7 Richard Sennett, Respect in a World of Inequality, W.W. Norton & Company, trad. cast. El respet , Anagrama, Barcelona, 2004 , pp. 221-225.
8 Vid. TOY STORY. ¿Qué quiere un niño?, SILENO nº 2, Madrid, Mayo 1997, pp. 78-84.
9 Lennon & McCartney, A day in the life, ultimo corte de Sgt. Pepper's lonely hearts club band, 1967.