El péndulo de la historia se ha movido, en Occidente y en el último medio siglo, en dirección opuesta a la de la absorción totalitaria del yo en el Nosotros. En el límite extremo de tal oscilación, la voluntad de autonomía parece presentarse en las formas de un “yo-globo aerostático”, pagado de sí, deseoso de felicidad e intolerante con la tradicional jerarquía del alma (platónicamente fundada en el primado de la parte racional sobre las otras dos partes deseantes). Pero este yo, ¿es consistente y autónomo? Y la identidad personal que expresa ¿sigue estando vinculada a la memoria del pasado y la preocupación por un futuro inmediato?
La aparición del actual Narciso –descripto por los filósofos y sociólogos como replegado sobre sí mismo, proclive a disminuir sus relaciones con los otros, no dispuesto a afrontar y dominar las crisis de identidad, apático, indiferente a todo excepto a sí mismo, pronto a asumir una actitud mimética frente al ambiente social circundante– coincide significativamente con el ocaso de las grandes expectativas colectivas, los proyectos de futuro compartido, laico y religioso. Al erigir confortables utopías privadas y recortar para sí consistentes “rodajas de cielo” de las esperanzas comunes, Narciso se despide no sólo de las metas políticas de la “sociedad sin clases” o del “reino de la libertad”, sino, a menudo, también de la aspiración al más allá compartido por las religiones tradicionales. Su búsqueda de salvación personal, confusa y sutilmente angustiada, encuentra fácil confort en los cultos New Age, que vuelven a proponer, banalizándola, la idea gnóstica de un “Yo ontológico” que espera desde la eternidad reunirse con nuestro yo actual.
El interés prevalente por la propia persona lleva al narcisista de masa a abandonar el terreno de la historia en cuanto entrecruzamiento de destinos comunes. Rechazando compromisos no directamente ligados a la autorrealización, habituándose a pretender derechos sin contrapartida, espera que también los otros se comporten del mismo modo. Hace valer así la idea de que debemos sentirnos desvinculados de deberes y promesas, de que es justo consentir non-binding commitments: compromisos que no comprometan, renegociables y, llegado el caso, revocables a gusto por parte de cualquiera de los contrayentes. Como si las decisiones precedentes hubiesen sido tomadas por cualquier otro, cada compromiso es asumido con la idea implícita de su futura revisión en base al cambio, así sea mínimo, de las circunstancias. Si bien no siempre es explícitamente repudiada, la ética de la responsabilidad es así diluida para favorecer un cambio endógeno y “blando” del sistema de preferencias individuales, disecando las razones socráticas de una “vida examinada”.
De este modo, la identidad personal no está ya más firmemente anclada en la memoria de las elecciones pasadas ni impelida a tener fe en los proyectos. Al ser infieles a todo y a todos, incluso a sí mismos, en la hibernación de las relaciones sociales se manifiesta el progresivo aislamiento del individuo, privado de sostenes y de puntos de referencia afectivos antes importantes (familia ampliada, comunidad de vecindario, solidaridad de estamento o de clase). El narcisismo, verdadera “deserción de la esfera social y pública”, aleja al individuo de la comunidad, induciéndolo a disolver el vínculo social (o a hacer un uso de él que es casi exclusivamente instrumental) y a dejar, en cambio, un vasto espacio a las pasiones adquisitivas, que sustituyen a las pasiones generosas de la tradición aristocrática. En contraste con el hombre proyectado por los regímenes totalitarios, el narcisista no está involucrado en ninguna “movilización total” a favor de un Nosotros que se quiere monolítico; no siente obligaciones apremiantes de lealtad y solidaridad frente a los propios semejantes; confunde el propio aislamiento con autonomía.
El narcisismo de masa y los non-binding commitments ¿son el signo del retiro de la política del espacio interior de la conciencia, el anuncio de que la orden de invasión dada en su tiempo por los totalitarismos ha sido por fin revocada? No, porque, en realidad, la conciencia individual ha sido y será siempre inevitablemente colonizada: lo que varía son los modos (sobre todo el porcentaje de violencia o de persuasión), las formas y los contenidos. En particular, por lo que respecta a la actual fase histórica, la infiltración y la ocupación cada vez más extendidas de la conciencia tienen lugar a través del control de la mente y de los cuerpos, un control que exige la íntima participación o la connivencia pasiva de los sujetos.
Como el carbón
¿Cómo se ha transformado la identidad, pasando de la forma rígida de la época de los totalitarismos a la forma fluida del nuevo Narciso, que no reconoce en la propia imagen la impronta de moldes colectivos y no se da cuenta de que la cualidad de su misma existencia se debe a radicales cambios históricos? Vuelve a la escena el síndrome de las personalidades múltiples, que era ya un inquietante reverso de la belle époque. En el plano jurídico, la primera señal de este renovado interés está dada por un proceso que apasiona y sensibiliza a la opinión pública en los inicios de los años sesenta: un proceso en contra de William (Billy) Stanley Milligan, la primera persona reconocida como no culpable de homicidio por un tribunal estadounidense por tratarse de alguien de personalidad múltiple. El imputado había llegado a poseer veintitrés personalidades, de las cuales diez eran permanentes y trece reprimidas (de Arthur, que habla con acento y flema ingleses y que es ateo y capitalista, a un yugoslavo experto en karate, y hasta Christine, de tres años, y Christopher, de trece).
Más allá de los casos clínicos, la presencia latente de personalidades múltiples en cada uno de nosotros (o sea, de polos de conciencia no estrictamente coordinados o débilmente sometidos al control de un yo hegemónico) no es actualmente advertida en los tonos dramáticos usados por Pirandello, en que tan intensa y angustiante era la lucha por contener la triple conciencia de poder transformarse en cien mil, de mantenerse en la ficción de ser uno y de elegir volverse ninguno.
El áspero conflicto entre la inflación de sí y la obligación de desempeñar un papel fijo, entre el mantenimiento de una identidad fuerte y las presiones hacia la escisión y la multiplicación de la personalidad, parece constituir hoy una cuestión poco apremiante. Sin embargo, a menudo las heridas de la conciencia se cierran al precio de anestesiarlas y de usar cualquier subterfugio para impedir ver aquella “crecida” que, pirandellianamente, hace presión sobre los diques de la vida de cada uno. En especial en los países occidentales la banalización de la experiencia, el consumo relativamente extendido de bienes, el uso de alcohol, drogas o tranquilizantes, la dependencia de los medios de entretenimiento de masa parecen ofrecer sedantes para toda inquietud. ¿Acaso se ha cerrado ya el gran ciclo de utilización del dolor, del conflicto como factor agonista, raíz viva de construcción de la propia personalidad? El dolor y el conflicto, míticos castigos de la humanidad no redimida, se han vuelto en tal sentido una fuente de energía ya obsoleta, como el carbón vegetal.
En las sociedades occidentales (o en las asimiladas), la conservación de una identidad rígida, inflexible y compacta no constituye más una obligación, como era el caso en el tiempo de los totalitarismos. Casi nadie parece estar hoy dispuesto a dejarse presionar por un Nosotros opresivo y uniforme, y ninguno se deja fijar en un papel social preestablecido (frente al cual más bien toma distancia). ¿Han llegado a su fin las dramáticas exigencias de arreglar cuentas consigo mismo planteadas por Nietzsche, Pirandello o Proust? ¿Prevalece el deseo de una existencia entorpecida, narcotizada por la asunción de ingentes dosis de satisfacciones mediocres e instantáneas? Es tiempo de recordar lo que debería resultar obvio: que los problemas de incompatibilidad entre las partes del Yo o de equilibrio del Yo y del Nosotros (para esbozar en estos términos complejas relaciones históricas y teóricas) no se han volatilizado ni han perdido su dramaticidad. La obsesiva atención dispensada a los fenómenos del narcisismo y de los “mundos vitales” ha reducido y banalizado las dimensiones del yo, transformando al mismo tiempo la pluralidad de las esferas de vida en una mera fiesta de posibilidades. Se confunde así un fenómeno sintomático, pero histórica y geográficamente limitado, con una constante de la “posmodernidad”, olvidando además que tal proliferación de diferencias coexiste con la presencia de jerarquías que, aun asumiendo un rostro friendly, no por ello dejan de existir.
Es necesario articular de otro modo la dicotomía que opone el individuo “moderno” al individuo “posmoderno”, rompiendo el círculo autorreferencial del yo y reconstruyendo un Nosotros capaz de reforzar el lazo social sin atentar contra la autonomía de los individuos, esto es, capaz de interiorizar la exigencia de comunidad sin borrar las diferencias individuales