Más allá del duelo, morbo y mercancía son las otras caras del memorialismo. Tuve la oportunidad de experimentarlas todas pocos días después del derrumbe de las Torres Gemelas en Nueva York. Tras varios días en el campo para escapar de los gases tóxicos que permearon la ciudad, volví para encontrarme con amigos de otras partes de los EE. UU. esperando que los acompañara a la Zona Cero. Rehusaba acercarme y no sólo por la sospecha de que los gases que respirábamos provenían de los cadáveres incinerados de las víctimas. Fisgonear donde murieron tantos me parecía una falta de respeto, pero a mis amigos les ganó el morbo y fuimos, para juntarnos a centenares de turistas, cámara en mano, atestiguando que allí habían estado. No tardaron mucho en llegar los vendedores de estatuillas, camisetas, gorras y otras baratijas que los visitantes se llevaban como souvenirs .
Pocos meses después el entonces alcalde Rudy Giuliani declaró que la Zona Cero era un lugar sagrado y por tanto más apropiado para un memorial que otro edificio de oficinas o como pretexto para el desarrollo económico. Pero al añadir que "si el memorial se hiciera bien vendrían millones y habría todo el desarrollo económico que se quisiera", Giuliani dijo en voz alta lo que muchos pensaban: los desastres son oportunidades para crear algo semejante a los parques temáticos.
De hecho, los museos que conmemoran a las víctimas del Holocausto son lugares que combinan lo sagrado y lo económico. El economista David McWilliams cita el Museo Judío de Daniel Libeskind en Berlín como el mejor ejemplo de arquitectura conmemorativa que genera poder blando, que por contraste con el poder duro de las armas y la industria, busca plasmar la marca-imagen de la ciudad y persuadir, seducir y atraer el dinero de los visitantes. En sus primeros dos años y medio atrajo a más de dos millones, colocándolo entre los tres museos más visitados en la capital alemana. Diseñado en la forma de un fragmento zigzagueante de la estrella de David, e incorporando una serie de vacíos que remiten a los desaparecidos en el Holocausto, el museo logra para Berlín lo que el Guggenheim para Bilbao.
Para Libeskind, "el campo de batalla son las zonas de poder blando como la arquitectura, el teatro, los festivales, la infraestructura pública, los deportes y el uso de amenidades como las montañas y el mar". El arte transforma el desastre en fuente de creatividad, que para los gurús del desarrollo cultural urbano como Charles Landry, es el recurso fundamental de la competitividad entre las "ciudades de la nueva economía" (Castells).
Pero la conmemoración de lugares de genocidio y desastre es un caso especial y peculiar del recurso de la cultura. Por una parte, el ser humano tiene necesidad de duelo; por otra, lo provoca el lado oscuro del espíritu humano que impulsa a transformar estos acontecimientos en escenarios no sólo de conmemoración sino de consumo y rentabilidad.
Como tendencia arquitectónica, esta doble o triple cara de los memoriales — conmemoración, lucro y espectáculo— es reciente y viene proliferándose, desde las plantation houses del sur de los EE. UU., que recrean la vida de amos y esclavos, hasta el uso, para arte de instalación, del muro de la frontera entre los EE. UU. y México, donde miles de inmigrantes indocumentados han muerto tratando de alcanzar una vida mejor al otro lado.
Cada uno de estos ejemplos nos prepara para aceptar lo que antes parecía inaceptable. Como el memorial Choeung Ek, cuya administración acaba de ser comisionada por el gobernador de la ciudad de Phonm Penh a una empresa japonesa. En él se encuentran las fosas colectivas de 17.000 víctimas de Pol Pot y el Khmer Rojo, y una columna en la cual se pueden ver 8.000 calaveras. Contra las protestas de los familiares de las víctimas, el alcalde repite las palabras de Landry: "Necesitamos embellecer el sitio para atraer a los turistas. Este proyecto mejorará el turismo en el país, pues ya no sólo se visitarán templos históricos, sino que se buscará ver con los propios ojos la violencia de los campos de muerte".
Estos memoriales atraen un turismo del sufrimiento, término que ya se encuentra registrado en el diccionario MacMillan. Hace un lustro los "turistólogos" John J. Lennon y Malcolm Foley publicaron Dark tourism: the attraction of death and disaster en el cual toman el término del género noir , transformando en best sellers turísticos acontecimientos horribles como genocidios, holocaustos, bombardeos nucleares, asesinatos sangrientos y espectaculares. Catalogan centenares de sitios que ostentan el horror del mal y la desgracia, pero cometen, creo, el error de atribuir este impulso morboso a un occidentalismo espectacularizador, como si no se produjeran estos fenómenos en otras regiones.
Tampoco se trata de un fenómeno posmoderno, como alegan, pues el deseo de conmemoración y la concomitante fascinación morbosa se encuentran en las catacumbas del temprano cristianismo o en muchas imágenes religiosas, desde frescos como la Danza de la Muerte a las famosas policromías españolas de los Cristos yacentes. Y hasta las prisiones se convirtieron en museos, como la Gevangenpoort de La Haya en el siglo XIX, práctica generalizada en el siglo XX, como se constata en el sitio de Internet Prison Museum Links, que ofrece vínculos a más de 50 museos que fueron prisiones.
Lo que sí parece caracterizar a nuestra época es la continuidad entre escenificación y comercialización del sufrimiento. Si bien el impulso morboso se justificaba antes mediante un discurso religioso o trascendente, hoy en día lo encontramos a horcajadas entre la provocación mercantil y el racionalizado discurso de derechos humanos.
Muchos de los museos erigidos en campos de concentración u otros dedicados a víctimas de la tortura suscriben a lo que Andreas Huyssen, en un ensayo sobre El Parque de la Memoria en Buenos Aires, dedicado a las víctimas de la guerra sucia, caracteriza como un "discurso gobal de la memoria" respaldado en los derechos humanos. La memoria se plasma en monumentos y memoriales para dificultar el olvido, y contribuir a la imposible pero necesaria restitución de lo desaparecido. Huyssen señala que en todas las ciudades del mundo la mayoría de los monumentos históricos que conmemoran batallas o desgracias apenas son vistos por los residentes, y es justamente ante esta indiferencia que la nueva museología del sufrimiento procura asegurar la atracción mediante la construcción de edificios extraordinarios y actividades y productos típicos de los parques temáticos.
La contemplación en sí puede no atraer al gran público, como explica Ken Gorbey, ex director de exposiciones del Museo Te Papa en Nueva Zelanda, y director de exposiciones del Museo Judío de Berlín desde el año 2000. De ahí que Gorbey recurra al infotainment o información comunicada mediante el entrenimiento, razón por la cual se le ha criticado por "disneyficar" el Holocausto. No obstante, Gorbey se defiende observando que no se trata de exposiciones para intelectuales, que ya conocen y han reflexionado sobre la historia, sino para el público general, que tiene que ser atraído. Agrega que por contraste con Disneylandia, nada de lo que se escenifica en el Museo Judío es fantasía.
Acaso el criterio a tener en cuenta no sea si se ficcionaliza o no lo que se pone en escena; más bien es la escenificación misma lo que vincula los memoriales al Holocausto con lo que Jeremy Rifkin define como lo más esencial de la nueva economía: la compra y venta de experiencias. Memoriales como el que la arquitecta Maya Lin diseñó para conmemorar los muertos en la guerra de Vietnam o el Museo Judío de Libeskind, que alegoriza la desaparición efectuada en el Holocausto, producen una experiencia de temor, asombro y respeto, en el sentido de la palabra Ehrfurcht, que Kant usa para describir el efecto de lo sublime en su Crítica del juicio.
La enumeración de miles de nombres de los desaparecidos en el primer caso o el número espantoso de calaveras en el memorial Choeung Ek, y la creación de desplazamientos y vacíos en el Museo Judío conducen a una perplijidad ante la inmensidad, que a su vez produce un sentimiento aplastante de temor y de respeto. Para Kant, esta experiencia de lo sublime es acompañada por una intuición de la ley moral; pero es justamente esa intuición lo que se transforma cuando lo sublime se mercantiliza y los visitantes andan en busca de una nueva experiencia exótica.
Acaso se trate de un sublime posmoderno, como propuso Jameson. En un entorno social en que los medios y la publicidad acostumbran a la intensidad fragmentaria, se necesita aguzarla cada vez más, como en los reality shows. De ahí que la sociedad del espectáculo y los visitantes convertidos en consumidores, exigen cada vez más la dosis de sublime que aporta el desastre.
El gran desafío del memorialismo es, pues, reconectar la experiencia de lo real con algún horizonte moral, no el del fundamentalismo religioso que proporciona, como la otra cara del consumismo, una dosis de sublime, pero tampoco el discurso burocratizado de los derechos humanos ni el del fácil entretenimiento pedagógico.