Curt D. Furberg, miembro del Comité Asesor sobre seguridad de los fármacos y manejo de riesgos de la Administración de Alimentos y Fármacos de los Estados Unidos, trabajó durante 11 años en el Instituto Nacional del Corazón, Pulmón y Sangre de los Estados Unidos y ahora da clases en la Escuela de Medicina de la Universidad Wake Forest
Las amenazas a la salud -reactores nucleares, armas y alimentos contaminados- nos rodean, de manera que los gobiernos participan activamente en la limitación de esos peligros mediante normas que, en muchos casos, tienen gran éxito. Pero la situación es muy distinta en lo que se refiere a la seguridad de los medicamentos. En efecto, en el ámbito de la protección del público, la seguridad de los fármacos es el hijastro olvidado de quienes hacen las normas.
La magnitud del problema es enorme. Nada más en los Estados Unidos se calcula que cada año hasta 100,000 pacientes mueren debido a reacciones adversas a los fármacos (RAF) severas. Si eso es cierto, los fármacos serían la cuarta o quinta causa principal de muerte (dependiendo del cálculo de mortalidad que se utilice). Además, los costos directos de hospitalización anuales atribuibles a las RAF son de miles de millones de dólares, y eso no incluye el sufrimiento que causan las RAF y que no conducen a una hospitalización (o a la muerte).
Se deben reconocer las dificultades para determinar causa y efecto. Es difícil saber si la muerte u hospitalización de un paciente se debe a un fármaco en particular, a la enfermedad subyacente o a una combinación de ambos. Pero eso hace que la seguridad de los fármacos sea todavía más importante.
El hecho de que todos los medicamentos, además de sus beneficios, causan daño a ciertos pacientes es inherente a la seguridad de los fármacos. La aprobación y el uso de medicamentos requieren de una evaluación cuidadosa de los efectos deseados y los no deseados. Esos juicios varían dependiendo de si los hace una compañía farmacéutica, que se beneficia de las ventas, o un paciente en riesgo de sufrir un efecto adverso severo.
Los conocimientos incompletos complican esa evaluación. Las prisas por llevar medicamentos nuevos al mercado frecuentemente hacen que la documentación sobre seguridad sea inadecuada. Más de la mitad de todos los medicamentos aprobados provocan una reacción adversa severa que no se conoce al momento de la aprobación normativa.
Por ejemplo, cuando se introdujo la nueva clase de analgésicos llamados inhibidores Cox-2, las autoridades reguladoras, los médicos y los pacientes no sabían que esos medicamentos podían causar ataques cardiacos y apoplejía. Decenas de miles de pacientes inocentes --tal vez más-- sufrieron esas RAF antes de que los primeros dos fármacos de esta clase fueran retirados.
Es difícil contar con documentación completa y adecuada sobre los efectos dañinos de los medicamentos. Las tasas de información voluntaria a las autoridades reguladoras son bajas -de aproximadamente 1%- y la vigilancia continua es pasiva en muchos países.
También hay una renuencia general a informar sobre los efectos desfavorables de los fármacos. Los médicos pueden sentir culpa y temor de un litigio, a las compañías farmacéuticas les preocupan las ganancias y las autoridades reguladoras se tienen que enfrentar a la pregunta: "¿Por qué se autorizó ese medicamento para empezar?"
Es particularmente difícil atribuir una reacción adversa a un fármaco si el suceso médico es común en el grupo de edad de los usuarios o en la enfermedad que se está tratando. Debido a que el riesgo de ataques cardiacos es elevado en personas mayores, muchas de las cuales tienen dolores artríticos que requieren tratamientos con analgésicos, llevó seis años establecer un vínculo entre los inhibidores Cox-2 y un aumento de dos a tres veces en el riesgo de ataques cardiacos.
Una reciente encuesta Harris en los EU concluyó que el 60% de los adultos no confían en absoluto o no confían mucho en que los fabricantes de medicamentos den a conocer de manera pública y oportuna la información sobre los efectos adversos de sus productos. El escepticismo no es infundado: documentos internos obtenidos en juicios recientes revelan que las compañías farmacéuticas con frecuencia no envían información crítica sobre seguridad a las agencias reguladoras, como lo exige la ley, y no transmiten esa información a médicos y pacientes.
Uno de los problemas es que las consecuencias de descuidar la seguridad de los medicamentos son inexistentes o mínimas. Es hora de actuar con seriedad:
-Los ciudadanos y los gobiernos deben hacer de la seguridad de los medicamentos una prioridad y dedicar recursos adecuados para arreglar los problemas;
-Los castigos a las compañías farmacéuticas por no reportar y comunicar información sobre seguridad deben aumentar notablemente para que funcionen como factores disuasivos;
-Las autoridades reguladoras necesitan tener poderes para aplicar reglas más estrictas;
-Se debe considerar al problema de seguridad de los fármacos como una falla sistémica. Es injusto culpar a los médicos clínicos por las RAF severas, sobre todo cuando no hay información completa sobre seguridad. Resolver el problema exige la cooperación plena de los médicos clínicos, pero hay que acabar con su temor a los litigios. Este enfoque funciona bien en la industria de la aviación: no se castiga a los pilotos que reportan cuando estuvieron a punto de sufrir una colisión;
-Los pacientes deben estar mejor informados sobre los riesgos de los medicamentos y participar más en la detección y en la presentación de informes. Los instructivos con letra pequeña incluidos en los empaques no sirven;
-El monitoreo de las RAF debe ser más activo. Ello requiere mayor financiamiento, que debería provenir del principal beneficiario de las ventas de medicamentos --la industria farmacéutica-- de la misma forma en que la vigilancia de la seguridad de la aviación está financiada por las aerolíneas.
Sobre todo, el éxito de cualquier esfuerzo integral para mejorar la seguridad de los medicamentos depende de establecer una oficina independiente que promueva, coordine y dé rumbo a la agenda normativa. Una oficina come esa existe en el Reino Unido. Otros gobiernos deberían seguir ese modelo para cumplir con su descuidado papel de guardianes de la salud pública.