Y vamos a seguir apoyando el mito. Mientras se encuentran cuerpos decapitados en el Tigris, se llenan los depósitos de cadáveres, los muertos estadounidenses superan los 1.700 -y, no lo olvidemos, los iraquíes ascienden a decenas de miles-, Europa y el resto del mundo siguen apoyando el proyecto estadounidense. La cumbre de Bruselas ha sido -y, por supuesto cito a nuestro buen amigo Kofi Annan, secretario general de las Naciones Unidas- "una clara señal de que la comunidad internacional está decidida a respaldar el duro camino que queda por recorrer".
Sí, duro, y que lo diga. ¿Cuántos suicidas se han inmolado ya contra los estadounidenses, sus mercenarios, el nuevo ejército iraquí, la nueva policía iraquí y sus reclutas? Parece ser que la cifra ronda los 420. En los días de la guerra de Hezbollah contra la ocupación israelí en Líbano, un suicida al mes era considerado algo extraordinario. En la intifada palestina, uno a la semana era algo increíble. Sin embargo, en Iraq llegamos a una media de siete al día; un supermercado de suicidas que plantea las más sombrías preguntas acerca de nuestra capacidad para aplastar el levantamiento.
Condoleezza Rice dice que quiere más embajadores árabes en Bagdad. No lo dudo. Cuando el rey Abdallah de Jordania promete que enviará a su hombre a Iraq "en cuanto sea seguro", se hace patente que los árabes han comprendido la situación como no han conseguido hacerlo los estadounidenses. ¿Quién quiere ser un embajador difunto? ¿Qué persona quiere jugarse la cabeza en Bagdad? La realidad -inimaginable para los estadounidenses y para sus aliados ávidos de autoengaño, trágica para los propios iraquíes- es que Iraq es un infierno.
Basta con visitar cualquier embajada iraquí en Europa o hablar con cualquier iraquí en Bagdad -a menos que viva en la dudosa seguridad de la bunkerizada zona verde - para oír un relato de violencia y tener que aceptar que hemos fracasado. Debemos ser, como proclamaron el jueves los fabricantes de mitos de Bruselas, "un socio pleno en el nacimiento del nuevo Iraq", para demostrar que "el pueblo iraquí tiene muchos amigos". Sí, claro. Salvo que la mayoría de esos amigos no se atreven a pisar Iraq (como ese embajador jordano in partibus ) para que no les corten la cabeza.
Los periodistas estadounidenses que escriben hoy con optimismo de la guerra -o de la insurgencia como todavía insistimos en llamarla- o bien trabajan con las fuerzas estadounidenses o bien practican un periodismo de hotel desde sus protegidísimos aposentos de Bagdad y usan los teléfonos móviles para hablar con los autoencarcelados habitantes de Iraq o con sus mentores extranjeros.
Todavía se aventuran a salir unos pocos periodistas estadounidenses -ojalá reciban recompensas apropiadas (de preferencia no en el cielo)-, pero la voz que ahora habla de Iraq es la del oficialismo, el relato escrito por hombres y mujeres que no tendrán nunca -eso desean con todo fervor- que visitar el auténtico Iraq.
Los representantes de más de 80 países instan al primer ministro electo Ibrahim Al Yafari que tienda la mano a los suníes -los mismos suníes que se dedican a aniquilar vidas estadounidenses e iraquíes a una escala espeluznante por todo el país-, pero la versión oficial, tan bochornosamente expresada por la BBC la otra noche, era que "destacados diplomáticos" (me gusta lo de destacados) habían "apoyado con gran dedicación los esfuerzos estadounidenses por construir un Iraq democrático". Sólo la palabra esfuerzos sugería la verdad.
La realidad es que Iraq resulta menos seguro que nunca, que ningún extranjero se atreve a viajar por las carreteras del país, que pocos se aventurarán por las calles de Bagdad. Y se nos dice que las cosas mejoran. Y seguimos creyendo en esas mentiras. Y nos seguimos engañando en ese mundo de película de la Casa Blanca, el Pentágono, Downing Street y, últimamente, las Naciones Unidas. Si tan seguros están todos esos dignatarios, politicastros engreídos y diplomáticos presumidos de que Iraq va a ser un éxito, ¿por qué en Bruselas y no en Bagdad? La respuesta, claro está, la sabemos todos.