En una página memorable de El Imperio, Ryszard Kapuscinski evoca la demolición de la Catedral de El Salvador en Moscú en 1931, decidida por Stalin para construir, exactamente en el mismo lugar, el palacio de los Soviets. El escritor polaco describe la fase silenciosa y sonora de la destrucción, el saqueo de iconos y tesoros, las cuadrillas de trabajadores tratando de desgonzar, desclavar, destornillar, destrozar, martillar, minar, cavar, cargar y descargar escombros, haciendo explotar cargas de nitroglicerina; todo, bajo la pedante y sospechosa vigilancia de Stalin, que supervisaba personalmente cada detalle, poniendo más cuidado en las cargas de dinamita y en la limpieza de los escombros que en la simultánea instalación de una vasta red de campos para millones de deportados y en el proyectado (puesto en marcha con prontitud) exterminio masivo en Ucrania.
Insensata y funeraria —como la nunca terminada construcción del inmenso e inexistente Palacio de los Soviets, que debió tener una altura de 415 metros, pesar 1.5 millones de toneladas y tener un volumen de 7 millones de metros cúbicos (seis veces más grande que el rascacielos norteamericano más alto en esa época)—, la destrucción de la catedral fue, por otra parte, difícil, y procedió con lentitud; las planchas de mármol se arrancan con mucha dificultad, los gruesos muros se resisten a ser derrumbados.
Fulmíneo y gran escritor, Kapuscinski revela una extraordinaria fuerza poética para representar al poder, su monumental y anquilosada monstruosidad. Ni siquiera Canetti —que él, me dice, admira muchísimo— es tan incisivo en su descripción y análisis del poder, porque Kapuscinski sabe atrapar y condensar la sepulcral metafísica del poder en su concreción histórica y política. Me veo con Kapuscinski en Udine, donde asistió a la presentación de su Diario de apuntes, una antología de poemas traducidos al italiano espléndidamente por Silvano De Fanti y publicados con el texto original por la editorial Forum en un libro que —por lo completo de la producción lírica, también hasta ahora inédita, del autor—, incluso en Polonia, es toda una novedad.
Es un hombre sincero y amable, con una generosa capacidad para entablar amistad e inmune al egocentrismo, tan frecuente entre los literatos. Kapuscinski ha transitado —aventureramente y a veces con el riesgo de perder la vida— por los caminos más inaccesibles del mundo y ha estado entre la gente más diversa, en medio de escenarios de guerra, de revolución, de pesadilla; ha vagabundeado por las tierras y culturas más remotas y escondidas, mezclándose entre las cosas y los hombres, aprendiendo a leer las ciudades, las heces y los códigos de los gestos. Él ha creado una literatura muy vital arrojándose literalmente en la realidad, representándola con rigurosa precisión y aferrando como un perro de caza sus detalles reveladores, incluso los más inasibles, componiendo todo en un cuadro, fiel y reinventado a la vez, que es el retrato del mundo y del viaje a través del mundo.
Hoy, quizá, la literatura más auténtica es aquella que sabe narrar no a través de la pura invención y ficción, sino a través de los hechos directos, de las cosas, de esas transformaciones desquiciadas y vertiginosas que, como también dice Kapuscinski, impiden atrapar al mundo en su totalidad y ofrecernos su síntesis, permitiéndole únicamente al poeta, como un reportero en el caos de la batalla, atrapar unos cuantos fragmentos.
Ésta es la primera vez que nos vemos en persona, pero en el café conversamos como amigos que se reencuentran y que se reconocen recíprocamente en las páginas, en las inquietudes, en las risas. Le digo que él, sobre todo, ha retratado al poder en vísperas de su caída, todavía estático, pero próximo a derrumbarse; así sucede en El Emperador, con el imperio de Hailè Selassiè, cuyas últimas páginas anuncian su caída; así sucede en El Sha, retrato de la dictadura del Sha que al final es depuesto por Jomeini. El Imperio —otro libro soberbio—, se mueve en el espacio y en el tiempo, antes e inmediatamente después de la disolución de la Unión Soviética, pero la imagen prevaleciente del poder sigue siendo la staliniana, terrible y corroída.
Kapuscinski es un maestro de la descripción, de la narración, especialmente de la semiología del poder, del análisis de sus signos, ritos, distancias, protocolos, gestos. El despotismo absoluto, hierático e inmóvil que él retrata, es enorme pero sufre de elefantiasis, está momificado y, en último análisis, es impotente. Incluso Stalin termina por parecerse al negus Neghesti abisinio, sentado, circunspecto y desconfiado, en el trono, idolatrado y escrutado con temor cada vez que fruncía las cejas, pero pasivamente ignorante de lo que realmente sucedía en torno a él y en el país.
El poder absoluto es inmovilidad, rigor mortis, impotencia; un autoritarismo eficiente debe permitir una cierta dosis de movilidad, flexibilidad, incluso libertad, si realmente quiere reinar sobre los vivos y no sobre los muertos, momias y maniquíes paralizados por el terror, porque eso significa no reinar. Stalin contribuyó a debilitar a la Unión Soviética, a hacer de ella, con el terror, un país atrasado y decrépito.
Para Kapuscinski, como para mí, vivir y escribir se confunden con viajar, una continua mudanza de pensamientos, sentimientos, experiencias, aun si, ciertamente, no puedo comparar mis correrías a las suyas por África (Ébano), entre los baskiros, que no logran encontrar a su pequeña patria en los mapas, entre los turkmenos, los azeros o los tad ikos o en los infiernos congelados del gulag de Vorkuta. También él ve con extrema preocupación el delirio étnico-nacionalista que se desencadenó después de la disolución del imperio soviético, esa fiebre que lleva a toda nación, incluso pequeña, a inventarse un “Gran pasado”, un mítico pasado de esplendor y poderío, cuyo desvarío provoca ríos de sangre.
Este reportero, también, es un original, agudo e intenso poeta, que la versión de De Fantio permite amar intensamente, tal y como sucede con su prosa gracias a las excepcionales traducciones italianas de Vera Verdiani (editorial Feltrinelli). La lírica de Kapuscinski posee un tono clásico; tersa como algunos poemas chinos y coloquial como algunos versos de Umberto Saba, está invadida por un sentimiento melancólico y a la vez apasionado de la vida, consciente de que un árbol encantador también puede dar un duro bastón con el que se puede golpear. Kapuscinski se inserta en ese filón de poesía polaca altamente humana, que va de Milosz a Szymborska y llega hasta Tadeusz Rózewicz, muy notable poeta editado precisamente en estos días por la editorial Scheiwiller (Bassorilievo). Es una poesía en la que encontramos amargas constataciones del “lager en el hombre” y de la cerca de púas que se enreda en cada uno de nosotros, imágenes angustiosas como la del escultor africano que talla un rostro en la madera, buscando en vano los dos ojos y termina topándose con el vacío; epifanías de la naturaleza, palabras como “flamas coaguladas”, retratos de amigos que, cuando el mundo se fue rodando hacia la nada, ellos fueron detrás de él. Como verdadero poeta, Kapuscinski sabe que es necesario saber escuchar cuidadosamente la voz que está en nosotros mismos, sin arrollarla con nuestras palabras.
En él, encuentro un sentimiento de la vida que para mí es fundamental: la fidelidad, el vagabundear junto con las personas amadas, vivas o muertas pero presentes; incluso la fidelidad a las cosas, a los lugares, a las estaciones. Este escritor, tan fascinado con la realidad y sus fronteras, de cuando en cuando, se siente atrapado por un deseo de blanco, de desierto, de vacío, de una celda desnuda, de un signo menos postizo para todas las cosas, de silencio —como si hubiese demasiada gente, demasiados hechos y objetos, demasiado llenos. Al igual que él, también yo siempre he pensado que aquellos que aman verdaderamente la vida, sin falsos énfasis consolatorios, de vez en cuando, realmente, se sienten cansados de ella.