La asombrosa crónica de James Joyce

Joseph Collins
publicada en The New York Times el 28 de mayo de 1922.
Traducción de José Manuel de Prada

Puede que haya un puñado de visionarios sensibles y con intuición capaces de entender y aprehender Ulises, el nuevo y mastodóntico libro de James Joyce, sin necesidad de asistir a un curso de formación o instrucción pero, incluso después de un examen o, mejor dicho, un análisis cuidadoso, el lector medio inteligente extraerá poco o nada del libro, salvo desconcierto y una sensación de repugnancia. Ulises tendría que ir acompañado de un guía y un glosario, como los libros de la Berlitz. Sólo entonces, el lector atento y diligente podría aprehender algo del mensaje del señor Joyce.

Que tiene un mensaje que transmitir es algo de lo que no puede caber duda. El señor Joyce intenta hablar al mundo sobre la gente con la que se ha cruzado en cuarenta años de existencia consciente; intenta describir su conducta y su forma de hablar, analizar sus motivos y referir el efecto que el «mundo», sórdido, turbulento, caótico, con una amósfera mefítica engendrada por el alcohol y el clericalismo dominantes en su país, tuvo sobre él, un celta emotivo, un genio egocéntrico cuya principal diversión, su más profundo placer, deriva del autoanálisis, y cuya ocupación más importante a lo largo de la vida ha consistido en llevar un cuaderno en el que ha estado registrando las incidencias vividas y las palabras oídas, con precisión fotográfica y boswelliana fidelidad. Lo que es más, el señor Joyce está resuelto a referir todo esto de una manera nueva. No de una forma directa, narrativa, con cierta linealidad de ideas, hechos e incidencias y en frases, expresiones, párrafos comprensibles para una persona de educación y cultura, sino en parodias de la prosa clásica y el argot del momento, en perversiones de la literatura sacra, en una prosa cuidadosamente calibrada, con estudiada incoherencia, en símbolos tan ocultos y místicos que sólo los iniciados y profundamente doctos son capaces de entender; en suma, mediante todos los ardides y espejismos a que un artífice magistral, o incluso un mago, puede someter a la lengua inglesa.

Antes de continuar con breve análisis de Ulises, y comentar su estructura y contenido, quisiera caracterizar la obra. Ulises es la aportación más importante a la literatura de ficción que se ha hecho en el siglo XX. Hará inmortal a su autor con la misma certeza con que Gargantúa y Pantagruel inmortalizó a Rabelais y Los hermanos Karamázov inmortalizó a Dostoievski. Es probable que hoy día no haya ningún escritor en lengua inglesa capaz de igualar la hazaña de Joyce, y es también probable que pocos, aun cuando fueran capaces, se sintieran tentados a hacerlo. Esta afirmación exige decir a renglón seguido que el señor Joyce ha creído oportuno utilizar palabras y expresiones que el mundo entero, y la gente en general, culta o inculta, civilizada o salvaje, creyente o pagana, ha convenido que no deben usarse, y que son abyectas, vulgares, depravadas y perversas. La respuesta del señor Joyce a esto es del tenor siguiente: «Soy fruto de esta raza, de este país y de esta vida; me expresaré tal y como soy».

Antes de someterse a una prueba de aguante, hay que entrenarse. Terminar la lectura de Ulises exige verdadero aguante. El mejor entrenamiento para llevarla a cabo es un examen detenido de Retrato del artista adolescente, la obra publicada hace seis o siete años que reveló la capacidad del señor Joyce para exteriorizar su conciencia y plasmarla en palabras. Es la historia de su propia vida antes de exiliarse de su país natal, narrada con una franqueza poco común y recurriendo a una revelación extraordinaria de pensamientos, impulsos y acciones, además de muchos incidentes de una naturaleza y textura tales que la mayoría de las personas no se sentirían inclinadas a revelar, o no les parecía decoroso y adecuado comunicar al mundo.

Los hechos más destacados de la vida del señor Joyce con los que debería estar familiarizado el lector que intente comprender sus escritos son los siguientes: nació en el seno de una numerosa familia católica del sur de Irlanda. Durante los primeros años de su niñez, cuando su padre no había disapado aún su pequeña fortuna, lo mandaron a Clongowes Woods, una prestigiosa escuela jesuita próxima a Dublín, donde estuvo hasta que sus progenitores creyeron que había llegado el momento de que decidiera si tenía o no vocación, es decir, si sentía en su fuero interno, en su alma, el deseo de ingresar en la orden. Después de varias experiencias religiosas perdió la fe y más el patriotismo, y pasó a ridiculizar a sus antiguos correligionarios, y a sentir desprecio por hacia su patria y hacia las aspiraciones que ésta abrigaba. A pesar de la abyecta pobreza de su familia, prosiguió sus estudios en la Universidad de Dublín. Obtenida la licenciatura, decidió estudiar medicina, y así lo hizo durante dos o tres años, uno de ellos en la Facultad de Medicina de la Universidad de París. Finalmente, llegó a la conclusión de que la medicina no era su vocación y, aunque disponía de dinero para seguir sus estudios, resolvió dedicarse profesionalmente al canto, ya que estaba dotado de una voz de tenor de una belleza extraordinaria.

Estos tres noviciados le proporcionaron todo el material que ha utilizado en los cuatro libros que ha publicado. El matrimonio, la paternidad, la mala salud y otros factores dieron al traste con sus ambiciones musicales, y durante los años que precedieron al estallido de la guerra se ganó la vida enseñando inglés e italiano a los austríacos de Trieste. De la segunda lengua tenía un dominio que hubiera complacido a un profesor de Padua. La guerra dio con él en el paraíso de los expatriados, Suiza, y durante cuatro años enseñó alemán, italiano, francés e inglés a cualquier ciudadano de Berna con el tiempo, la ambición y el dinero necesarios para adquirir una nueva lengua. Desde el armisticio ha vivido en París, terminando Ulises, su obra magna, sobre la que dice estar convencido de que representa todo cuanto tiene que decir, y que, imprudentemente, intentó hacer llegar al mundo por medio de las columnas de The Little Review. Ahora se ha publicado en una edición «privada, sólo para suscriptores».

De muchacho, el héroe favorito del señor Joyce era Odiseo. Veía con buenos ojos su subterfugio para eludir el servicio militar, pero le envidiaba la compañía de Penélope. Sus latentes deseos de venganza se vieron indirectamente satisfechos cuando leyó cómo el héroe se vengó de Palamedes, mientras que la astucia e inventiva del artífice final del asedio de Troya generaron en él una admiración y un afecto permanentes y sin límites. Sin embargo, lo que sedujo por completo al señor Joyce, el niño y el adulto, y aplacó su alma emotiva, fueron los diez años de vida de su héroe después de tomar la planta del loto. Con el paso de los años, identificó muchas de sus propias experiencias con quien acabó con Polifemo y era el favorito de Palas Atenea. De modo que, tras meticulosa preparación y planificación, decidió escribir una nueva Odisea, a cuya fuerza atronadora el mundo entero prestaría atención. En los primeros años de su vida, el señor Joyce se identificó sin duda alguna con Dédalo, el arquitecto, escultor y mago ateniense. Esto, probablemente, tuvo lugar hacia la misma época en que llegó a la convicción de que no era hijo de sus padres, sino una persona distinguida al cuidado de una familia adoptiva, cosa que sucede con mucha frecuencia en psicópatas potenciales y genios en ciernes. Es la trayectoria de Stephen Dedalus la que el señor Joyce retoma en Ulises. De hecho, el libro es un registro de sus pensamientos, gracias, manías y, sobre todo, de sus acciones y de las de Leopold Bloom, un judío húngaro que ha perdido su nombre y su religión, un sensual Hamlet harapiento que ha tomado por esposa a una tal Marion Tweedy, hija de un suboficial destinado en Gibraltar.

El señor Joyce es un hombre brillante, despierto y de aguzado ingenio, que se ha pasado la vida anotando cada pensamiento que tenía, estuviera deprimido o eufórico, desesperado u optimista, hambriento o satisfecho, y asimismo ha anotado lo que ha visto u oído que otros hacían o decían. No es improbable que cada uno de los pensamientos que el señor Joyce ha tenido, cada experiencia por la que ha pasado, cada persona con la que se ha encontrado, casi podría decirse que cada cosa que ha leído en la literatura sagrada o profana, puede encontrarse en las oscuridades y en la franqueza de Ulises. Si la personalidad es la suma total de todas las experiencias que uno tiene, de todas los pensamientos y emociones, inhibiciones y liberaciones, adquisiciones y herencias, entonces puede decirse sin faltar a la verdad que Ulises está más cerca de ser la revelación perfecta de una personalidad que cualquier libro existente. En comparación, las Confesiones de Rousseau, el Diario de Amiel, las fantasías de Bashkirtseff y las Memorias de Casanova son simples prolegómenos.

El señor Joyce es el único individuo que el autor de estas líneas haya encontrado fuera de un manicomio, que ha dejado que de su pluma fluyeran pensamientos aleatorios y deliberados, tal y como le venían a la cabeza. No intenta dotarlos de orden, hilación o interdependencia. Su producción literaria parecería así corroborar algunas de las opiniones de Freud. La mayoría de los escritores, prácticamente todos, trasladan al papel sus pensamientos conscientes e intencionados. El señor Joyce translada el fruto de su mente inconsciente, sin someterlo a su mente consciente; y cuando lo somete es para recibir aliento y aprobación, quizá incluso elogios. El señor Joyce coincide con Freud en que la mente inconsciente representa al verdadero ser humano, al hombre natural, y que la mente consciente representa al hombre artificial, al hombre apegado a los convencionalismos, al interés propio, al esclavo del qué dirán, al adulador de la Iglesia, la marioneta de la sociedad y el Estado. Para él, los movimentos que en el mundo dan lugar a revoluciones surgen de los sueños y visiones de un espíritu campesino en la ladera de una colina. Psicológicamente, el «espíritu campesino» es la mente inconsciente. Cuando un magistral técnico de la palabra y la frase se impone la tarea de revelar el producto de la mente inconsciente de un monstruo moral, un pervertido o un invertido, un apóstata de su raza y su religión, un simulacro de hombre sin trasfondo cultural ni dignidad, que no puede aprender ni de la experiencia ni del ejemplo, como ha hecho el señor Joyce al trazar la imagen de Leopold Bloom, y ofrecer una fiel reproducción de sus pensamientos, decididos, divagantes y obsesivos, sin duda sabe perfectamente en qué se está embarcando, y lo inaceptables que para el noventa y nueve por ciento de los hombres será el vil contenido de esa mente inconsciente, y lo indignados que se sentirán ante el hecho de que les tiren a la cara el nauseabundo resultado final. Esto, sin embargo, no tiene nada que ver con mi propósito en este momento, a saber: ¿está el trabajo bien hecho y es una obra de arte? La respuesta a esto sólo puede ser afirmativa.

Es precisamente en uno de los capítulos (sin título) más extraños de toda la literatura, donde el señor Joyce consigue mostrar la cumbre de su arte. En un escenario místico, Dedalus y Bloom han pasado revista a todos sus íntimos y enemigos, todos sus detractores y aduladores, la escoria de Dublín y la prole del diablo. El señor Joyce resucita a santa Walburga, le inyecta nueva vida después de doce siglos de difunta intimidad con Belcebú, y reemplazando Brocken por una mísera barriada de Dublín, procede a mostrar un festejo que tiene al diablo por anfitrión. Los invitados presentes en carne y hueso y en espíritu poseen todavía muchos de los rasgos corpóreos que los distinguen, pero las reacciones vitales han dejado de existir. El capítulo está repleto de ingenio, humor, filosofía, erudición, conocimiento de las flaquezas y debilidades humanas, especialmente cuando se eliminan las barreras morales, y en la mayoría de los personajes los defectos congénitos o el alcohol las eliminan. El capítulo rezuma lujuria y podredumbre, pero el señor Joyce dice que lo mismo sucede con la vida, y que la moral que describe es la que él conoce. En este capítulo se condensan todas las experiencias del autor, toda su determinación e intransigencia, la mayor parte de los incidentes que han conferido a su mente un giro persecutorio, haciendo de él un exiliado de su país natal que no tiene el valor de regresar a él. No vacila en invocar el fantasma de su madre —de cuya muerte había sido acusado por negarse a arrodillarse para rezar por ella cuando estaba en su lecho de muerte— para interrogarla por la veracidad de dicha acusación. Él, sin embargo, no se arrepiente ni siquiera cuando ella regresa desde el mundo de los espíritus. A decir verdad, la capacidad para el arrepentimiento no forma parte de su modo de ser. Tan imposible es convencer al señor Joyce de que está equivocado en algo sobre lo que se haya formado una opinión, como convencer a un paranoico de la irrealidad de sus falsas convicciones, o a una mujer celosa de la falta de fundamento de sus sospechas. Podría aducirse que este capítulo no representa la vida, aunque me atrevo a decir que representa con precisión fotográfica la vida tal y como el señor Joyce la ha visto y vivido, que ante sus ojos han pasado cada una de las escenas, que cada diálogo ha sido oído o dicho, que ha experimentado o se ha visto expuesto a cada sentimiento allí presentado. El capítulo es un espejo que refleja la vida, y podríamos desear sinceramente y hacer fervientes votos para que se nos permitiera no tener que contemplarlo.

A propósito de otra cosa, el señor Joyce dijo una vez:

Mis antepasados renunciaron a su lengua y adoptaron otra. Permitieron que un puñado de extranjeros los sojuzgaran. ¿Creen ustedes que pienso pagar con mi vida y mi persona las deudas que contrajeron? Desde los tiempos de Tome hasta los de Parnell, ningún hombre honorable y sincero ha entregado a Irlanda su vida, su juventud y su devoción sin que los irlandeses lo vendieran al enemigo, lo dejaran en la estacada en un momento de necesidad, o lo vilipendiaran y abandonaran por otro. Irlanda es la vieja cerda que devora a su camada.

Ha estado diciendo lo mismo durante muchos años, e intenta que sus actos estén en armonía con sus palabras. Sin embargo, cada día de su vida, si el correo no falla, recibe un periódico de Dublín y lo lee con la diligencia con que un cura lee su breviario.

El señor Joyce tuvo la buena fortuna de nacer con esa cualidad que el mundo llama genio. La Naturaleza exige a los genios un precio, un mortificante tributo, y por regla general los dota de un carácter indócil para con la ley y el orden. Genio y veneración son polos opuestos, y Galileo es la excepción a esa norma. El señor Joyce no siente veneración alguna por la religión organizada, por la moral convencional, por la forma o el estilo literarios. La palabra obediencia no significa nada para él, y no dobla la rodilla ni ante Dios ni ante los hombres. Es muy interesante y de la mayor importancia poseer las revelaciones de una personalidad así, tenerlas de primera mano, sin disfraces. Hasta ahora, los únicos caminos para informarnos sobre dichas personalidades pasaban por los manicomios, pues era en ellos donde revelaciones como las del señor Joyce se hacían sin reservas. Para que nadie interprete esta afirmación como un subterfugio por mi parte para poner en tela de juicio la cordura del señor Joyce, me apresuro a decir de inmediato que se trata de uno de los genios más cuerdos que haya conocido nunca.

El señor Joyce padeció la profunda desgracia de perder su fe, y como no puede desembarazarse de la obsesión de que los responsables de esto fueron los jesuitas, intenta ajustar cuentas diciendo cosas desagradables sobre ellos y convirtiendo sus enseñanzas en objeto de oprobio y escarnio. Tuvo la desdicha de nacer sin sentido del deber, del servicio, de respeto al Estado, a la comunidad y a la sociedad, y está convencido de que tiene que proclamarlo, del mismo modo que algunas personas a las que se ha sometido a una operación quirúrgica se sienten obligadas a relatarla con todo lujo de detalles, en especial durante cenas y conversando con conocidos ocasionales.

Por último, aventuraré una profecía: ni diez personas de cada cien serán capaces de leerse Ulises de principio a fin y de los los diez que lo consigan, para cinco será una verdadera hazaña. Es probable que yo sea la única persona, aparte del autor, que lo haya leído entero dos veces. De él he aprendido más psicología y psiquiatría de la que aprendí después de diez años en el Instituto Neurológico. Hay otros ángulos desde los cuales Ulises puede ser examinado de un modo provechoso, pero no son muchos.

Dentro de cien años, en su sosiego parisino, Stephen Dedalus (si al Minos moderno se le ha sometido al letal baño caliente) recibirá con fingida indiferencia la publicación de un estudio laudatorio de Ulises. Sin embargo, tiene tantas posibilidades de conseguirlo como Dostoievski, y más que Mallarmé.

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