Cuando el alivio de la deuda se perfila como una cuestión central en la cumbre del G-8 que se celebrará en julio en Escocia, es una lástima que muy pocas personas se den cuenta de que semejantes medidas podrían resultar una farsa. Por desgracia, la mayoría del público, incitada por estrellas del rock, dirigentes religiosos y otras figuras populares bienintencionadas, parece víctima de un lavado de cerebro para creer que el alivio de la deuda es un paso gigantesco hacia el fin de la pobreza en el mundo, pero el de perdonar las deudas a los países pobres sin acordar un marco mejor para las futuras corrientes de ayuda es un gesto vano.
A primera vista, parece increíblemente generoso y propio de grandes estadistas que los dirigentes del G-8 aprueben el alivio de la deuda para las naciones más pobres del mundo, pero nadie espera, en realidad, que se paguen esas deudas, en cualquier caso. De hecho, gracias a las donaciones actuales y los préstamos futuros de los organismos nacionales de ayuda y los prestadores multilaterales como el Banco Mundial, la mayoría de los países pobres “deudores” parece que van a recibir mucho más dinero del que devuelven, sin que se vea un fin en perspectiva.
Los ciudadanos de los países ricos pueden ser egocéntricos y consentidos, pero la situación no es tan horrible como algunos quisieran hacernos creer. Es cierto que los ultrarricos Estados Unidos sólo destinan un patético 0,2 por ciento de su renta a la ayuda, pero al menos no gravan con impuestos a los países pobres, como hicieron los imperialistas de los países ricos hasta bien entrado el siglo XX.
Además, no parece que los dirigentes del G-8 vayan a obtener enormes beneficios intentando recoger calderilla de los pueblos pobres que viven con un dólar al día. ¿Qué podrían hacer los dirigentes el G-8? ¿Estacionar tropas en África para apoderarse de los granos de café y de cacahuete? ¿Recolonizar a África? La recaudación de la deuda de las naciones pobres es un absurdo, ahora y en el futuro lejano.
La cuestión real es la de cuánto dinero darán los gobiernos de los países ricos a los de los pobres y no al revés. Las cargas de la deuda del tercer mundo son poco más que un inventario de fracasos en materia de desarrollo en el pasado.
Los préstamos del pasado, interpretados generosamente, reflejaron un optimismo ingenuo sobre la posibilidad de que con un poco de capital inicial, los países política y económicamente atrasados lograran un crecimiento majestuoso y devolvieran sus préstamos sin esfuerzo. Una interpretación no tan generosa de la historia de la ayuda moderna es la de que los parlamentos de los países ricos fueron demasiado tacaños y, en lugar de conceder donaciones directas a los países más pobres, sólo se avinieron a ayudar cuando se les dijo que se les devolvería ese dinero.
Naturalmente, me refiero principalmente a los préstamos oficiales, pero el de los préstamos del sector privado a los países más pobres del mundo es, en general, un asunto relativamente menor. De modo que ahora los países ricos quieren sentirse magnánimos por “perdonar” deudas que se deberían haber concedido como donaciones directas, para empezar.
Como todos menos los críticos más beligerantes del Presidente Gorge W. Bush de los Estados Unidos reconocerán, este país ha dado un importante ejemplo al intentar mejorar marginalmente la situación. El gobierno de Bush ha colocado las donaciones directas en el centro de su política de asistencia exterior, compromiso plasmado en su nuevo organismo de ayuda, la “Cuenta para el imperativo del Milenio”.
Además, a raíz de los cambios recientes habidos en el Banco Mundial, los Estados Unidos se proponen seguir la máxima clásica de los médicos: “Ante todo, no dañar”. Está aumentando la ayuda, pero intentando centrar las prestaciones en los países que están razonablemente bien gobernados. El objetivo es digno de encomio: velar por que la ayuda sea inequívocamente beneficiosa y no resulte simplemente aprovechada por los malos gobiernos para prolongar su ocupación del poder.
Cierto es que sigue existiendo un debate encarnizado sobre la forma correcta de ayudar a los países pobres, que seguirá entre bastidores en la reunión del G-8. Muchos europeos creen que, si se deja que los organismos de ayuda como el Banco Mundial dependan de las donaciones para sus ingresos, se apergaminarán y morirán, pero yo creo que se podría resolver fácilmente ese problema concediendo al Banco Mundial una donación de bonos de los países ricos y permitiéndole que gastara los intereses.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ha abogado por que todos los países reciban una ayuda importante, independientemente de cómo estén gobernados, basándose en que todos los días mueren miles de niños y no hay margen para el extremismo moralista. Me permito disentir; mi interpretación de las pruebas indica que los donantes deben efectivamente procurar al máximo no empeorar la situación y eso resulta mucho más difícil de lograr en países corruptos de lo que señalan las Naciones Unidas.
En resumen, el problema fundamental de la cantinela sobre el alivio de la deuda es que mira al pasado, en lugar de al futuro. Si los dirigentes del G-8 son serios en relación con la ayuda a los países pobres, el punto de partida debe ser el de buscar una forma fiable de apoyar la ayuda mediante donaciones y fomentar la rendición de cuentas de los donantes y los beneficiarios y no el alivio de la deuda. Si hubiera voluntad política, no resultaría ni difícil ni oneroso reestructurar los organismos de ayuda como el Banco Mundial y los bancos de desarrollo regional como organismos encargados de conceder donaciones exclusivamente.
Por ejemplo, el profesor Jeremy Bulow, de la Universidad de Stanford, y yo hemos mostrado que, si se dotara al Banco Mundial de 100.000 millones de dólares, podría desempeñar con mayor eficacia y transparencia las tareas que mejor lleva a cabo que con los préstamos actuales. En vista de que en la actualidad los tipos de interés a largo plazo son excepcionalmente bajos, los costos anuales serían... irrisorios.