A veces, las viejas ideas son las más peligrosas, y pocas son tan viejas como las que sostienen la intolerancia religiosa. Hoy, por desgracia, están reavivándose. En 2002, unos hindúes en Gujarat (India) mataron a varios centenares de musulmanes, con la colaboración de las autoridades y la policía. En Europa se ha visto en los últimos tiempos un preocupante renacimiento del antisemitismo, mientras en el mundo musulmán parece aumentar el atractivo de las formas radicales de islamismo. Los prejuicios contra los musulmanes y la tendencia a equiparar islam y terrorismo están demasiado extendidos. Y así sucesivamente. La intolerancia engendra intolerancia, porque las expresiones de odio alimentan las inseguridades y permiten a la gente considerar sus agresiones como legítima defensa.
Dos ideas suelen alimentar la intolerancia y la falta de respeto en materia de religión. La primera, que nuestra religión es la única verdadera y las demás son falsas o tienen fallos morales. Pero la gente que opina así también puede creer que los demás merecen respeto por sus creencias, siempre que no hagan daño. Mucho más peligrosa es la segunda: que el Estado y los ciudadanos particulares deberían obligar a la gente a abrazar la forma correcta de abordar la religión. Es una idea que está extendiéndose, incluso en democracias modernas. Ejemplos recientes y preocupantes son la resistencia de Francia a tolerar símbolos religiosos en las escuelas y las afirmaciones de la extrema derecha hindú de que las minorías en India deben integrarse en la cultura de los hindúes. La reaparición de este pensamiento supone una terrible amenaza para las sociedades liberales, construidas sobre la libertad e igualdad.
El atractivo de la intolerancia religiosa es fácil de entender. Desde niños, los seres humanos son conscientes de su impotencia respecto a cosas fundamentales como la comida, el amor y la propia vida. La religión les ayuda a afrontar la pérdida y el miedo a la muerte; enseña principios morales y hace que la gente los siga. Pero, precisamente porque las religiones son fuentes tan poderosas de moralidad y sentido comunitario, se convierten con demasiada facilidad en vehículos para huir de la impotencia, que tantas veces se manifiesta en opresión e imposición de jerarquías. En el mundo acelerado de hoy, las personas abordan las diferencias étnicas y religiosas de maneras nuevas y temibles. Al aferrarse a una religión que consideran verdadera, rodearse de correligionarios y colocar por debajo a los que no abracen esa religión, pueden olvidar durante un tiempo su debilidad y su mortalidad.
Unas buenas leyes no son suficientes para combatir este problema emocional y social. Las sociedades liberales modernas conocen desde hace mucho la importancia de las normas legales y constitucionales que expresan el compromiso con la libertad religiosa y la igualdad de los ciudadanos de distintas religiones. Pero, aunque es crucial que se redacten, las leyes no se aplican solas, y las normas públicas no sirven de nada si no se refuerzan con la cultura y la educación.
Necesitamos, pues, pensar más de qué forma utilizar la retórica (y la poesía, la música y el arte) para apoyar el pluralismo y la tolerancia. Los líderes del movimiento de los derechos civiles en EE UU entendieron la necesidad de ese tipo de apoyo; los discursos de Martin Luther King Jr. demuestran que la retórica puede ayudar a la gente a imaginar la igualdad y considerar las diferencias como algo que enriquece, no como algo temible. Durante la última campaña electoral en India, los dirigentes del Partido del Congreso, especialmente Sonia Gandhi, supieron transmitir la imagen de una India intrínsecamente pluralista. (La letra del himno nacional indio, escrita por el poeta pluralista Rabindranath Tagore, también celebra las diferencias regionales y étnicas del país). El Gobierno estadounidense actual ha hecho declaraciones útiles sobre la importancia de no demonizar el islam, pero la retórica de algunos cargos importantes ha puesto el énfasis en la religión cristiana de manera perjudicial para la tolerancia. Por ejemplo, el responsable de Justicia, John Ashcroft, pide de vez en cuando a sus colaboradores que entonen rezos cristianos. Y, cuando ocupaba un escaño en el Senado, dijo que Estados Unidos era "una cultura que no tiene más rey que Jesús".
Durante siglos, los pensadores liberales se han centrado en las vías legales y constitucionales para lograr la tolerancia, y se han olvidado de cultivar en público la emoción y la imaginación. Allá ellos. Todos los Estados modernos y sus dirigentes transmiten visiones de igualdad o desigualdad religiosa mediante el lenguaje y las imágenes que escogen. En 1789, el presidente George Washington escribió que "es preciso tratar los escrúpulos de conciencia de todos los hombres con gran delicadeza y ternura". Hoy no abunda precisamente esa delicadeza. Si los líderes no utilizan con cuidado el lenguaje público para fomentar el respeto, la igualdad entre los seres humanos seguirá siendo vulnerable.