Arquitecto, claro está, pero también diseñador de interiores, de muebles, de servicios de cristal; historiador del arte, dietista, gastrónomo, maestro artesano, connaisseur musical, estilista y, por supuesto, experto en moda. Todo esto habría que ser para lograr comprender correctamente a Adolf Loos. Y es que Loos no solo fue un arquitecto genial, sino además (sus propuestas arquitectónicas surgen de la misma fuente) lo que se podría llamar un crítico de la cultura con pretensiones pedagógicas modernizantes, un sabelotodo con ínfulas de profeta reformador, un "civilizador".
Adolf Loos nació en Brno, entonces perteneciente al imperio austrohúngaro y hoy a la República Checa, en 1870. Hijo de un picapedrero y escultor, estuvo desde su infancia expuesto a las ideas que definieron su vida creativa: la pasión por las formas y los materiales, y un cierto pragmatismo antiartístico de artesano, que marcó permanentemente su actitud profesional (en su ensayo "Arquitectura", de 1910, escribe: "¿Así que la casa que no tiene ninguna relación con el arte y la arquitectura no puede ser contada entre las obras artísticas? Es precisamente de este modo", y completa con la explicación: "Un arquitecto es un albañil que ha aprendido latín").
Después de interrumpir sus estudios de arquitectura viajó en 1893 a los Estados Unidos, de donde regresaría tres años más tarde ebrio de espíritu americano y con un propósito muy claro: civilizar a Europa, o al menos a Austria, o al menos a Viena, de una vez por todas. Así, al tiempo que hacía sus primeros pinitos como arquitecto, se dedicó a dar conferencias y escribir en diferentes lugares sobre temas que van desde cómo se desayuna correctamente y en qué medida el uso del salero es una cuestión de vida o muerte, hasta cómo se ha de decorar adecuadamente una casa y -en su ensayo más popular: "Ornamento y delito", de 1908- por qué las construcciones modernas han de prescindir de todo ornamento innecesario. En 1903 fundó Das Andere ("Lo otro"), cuyo subtítulo demencial reza: "Una revista para introducir la cultura occidental en Austria".
Loos, por supuesto, fue durante toda su vida un personaje polémico. Se casó y se separó tres veces, mantuvo debates incansables y abusivos con otros clásicos de la arquitectura de su tiempo y jamás dejó de intentar "educar" a punta de burlas, patadas y teoremas tiránicos a sus contemporáneos. Pero también fue un respetado y temido gurú de la frenética Viena del cambio de siglo, y entre sus amigos más íntimos se contaban Oskar Kokoschka, Arnold Schönberg y Karl Kraus, aquel otro gran polemista y cascarrabias de la historia intelectual europea del siglo XX. Después de una vida intensa y peleona, Loos murió cerca de Viena en 1933, famoso, solo y (¿podría ser de otro modo?) completamente sordo.
La lista de obras arquitectónicas de Loos es extensa: incluye el American Bar (1908), en completa rebelión con la apacible tradición del café vienés; un centro comercial en el corazón de Viena (1911), cuya construcción produjo debates comparables con los que provocaría actualmente el rumor de la privatización de una universidad pública; o casas sorprendentes como la construida para Tristan Tzara en París (1925), la Casa Moller en Viena (1928) y la Villa Müller en Praga (1930).
Si acaso es posible resumir en pocas palabras las propuestas arquitectónicas de Loos, sería a través de dos peculiaridades novedosas: las fachadas lisas, limpias, anónimas, que van incluso en contravía de la obsesión por el metal y el vidrio de la Bauhaus; y el llamado Raumplan, la planeación de interiores que están divididos en diferentes niveles, tienen distintas alturas y están desvinculados de una planta continua, lo que resulta en una riqueza espacial que "aumenta" sorprendentemente la más pequeña superficie interior.
Sus biógrafos nos informan que a su regreso de los Estados Unidos, Loos, sin un peso en el bolsillo, pasó primero por Londres y se hizo confeccionar varios trajes por los mejores sastres de la ciudad. No se sabe cuándo ni cómo logró informarse tanto y tan bien sobre cuestiones sartoriales, pero aquí también se consideraba un elegido con derecho a establecer leyes inmarcesibles. "La moda masculina" no es el único texto de Loos al respecto -escribió también sobre la ropa interior, la modernidad de los sombreros, la historia del calzado, la moda femenina-, pero en su ánimo prácticamente filosófico es uno de sus mejores y más representativos ensayos pedagógico-dictatoriales. Por lo demás, en estos tiempos trastornados en que vestirse bien es casi una señal de estar pasado de moda, sin duda tenemos mucho que aprender de Loos.
(H. D. C. A.)
Ah, estar bien vestido: ¿a quién no le gustaría estarlo? Nuestro siglo ha dado al traste con las reglas del vestir, y ahora todo el mundo tiene el derecho de vestirse como el rey. Como indicador del grado de cultura de un estado se puede tomar, entonces, cuántos de sus habitantes hacen uso de este adelanto de la libertad. En Inglaterra y en los Estados Unidos, todos; en los países de los Balcanes, solo los diez mil más ricos. ¿Y en Austria? Por favor no me pidan que responda esa pregunta.
Un filósofo estadounidense dice en alguna parte: "Un hombre joven es rico cuando tiene cabeza y un buen traje en el armario". El tipo está bien informado. Conoce a su gente. ¿De qué vale toda la inteligencia del mundo si uno no la puede hacer brillar a través de un buen vestido? Y es que los ingleses y los estadounidenses exigen de cada persona que esté bien vestida.
Los alemanes van un paso más lejos. Quieren, además, estar bellamente vestidos. Si los ingleses llevan pantalones anchos, los alemanes les demuestran -no sé si haciendo uso del viejo Vischer 1 o del número áureo- que se trata de una costumbre antiestética, y que solo los pantalones estrechos pueden pretender ser bellos. Maldiciendo y renegando dejan anchar sus pantalones un poco más cada año. La moda es una tirana, se quejan. Y de repente, ¿qué ocurre? ¡¿Acaso una nueva transmutación de los valores?! Los ingleses llevan otra vez pantalones estrechos y una vez más, y a través de los mismos medios, la prueba de la belleza del pantalón tiende hacia el extremo contrario. ¿Quién puede entenderlo?
Los ingleses, sin embargo, se ríen de los alemanes sedientos de belleza. La Venus de Médici, el Panteón, un cuadro de Botticelli, un poema de Burns: ¡eso es bello! ¿Pero un pantalón? ¿O si la chaqueta tiene tres o cuatro botones? ¿O si el chaleco es corto o largo? No sé, a mí me dan escalofríos cada vez que oigo discutir sobre la belleza de estas cosas. Me pongo nervioso cuando me preguntan maliciosamente sobre una prenda de vestir: "¿Pero no le parece encantadora?".
Los alemanes de la clase alta hacen como los ingleses. Si están bien vestidos, están satisfechos. Renuncian a la belleza. El gran poeta, el gran pintor, el gran arquitecto se visten como ellos. Pero el poetastro, el pintorzuelo, el arquitectillo, por el contrario, hacen de su cuerpo un altar en el que la belleza se ofrece en sacrificio bajo la forma de cuellos de terciopelo, artísticos pantalones de paño y corbatas secesionistas.
Estar bien vestido: ¿qué significa esto? Significa vestirse correctamente.
¡Vestirse correctamente! Me parece como si con estas palabras hubiese develado de una vez por todas el secreto que ha rodeado a nuestra moda hasta ahora. Con palabras como "bello", "chic", "elegante", "apuesto", "fresco", se ha querido entrar a la moda. Pero no se trata de nada de eso. Se trata de estar vestido de tal modo que uno llame la menor atención posible. Un frac rojo llama la atención en el salón de baile. Por lo tanto, el frac rojo no es moderno en el salón de baile. Un sombrero de copa llama la atención en medio de la nieve. Por lo tanto, en medio de la nieve un sombrero de copa está pasado de moda. Todo lo llamativo, en la mejor sociedad, pasa por grosero.
Ahora bien, este axioma no es ejecutable en todas partes. Con un traje que pasaría inadvertido en el Hyde Park puede uno llamar muchísimo la atención en Pekín, en Zanzíbar y en el Stephansplatz en Viena. Se trata, justamente, de un vestido europeo. ¡Uno no puede pretender que quien se halla en la cima de la cultura se vista como chino en Pekín, como africano oriental en Zanzíbar y como vienés en el Stephansplatz! El axioma, pues, habrá de ser delimitado. Para estar vestido correctamente es necesario entonces no llamar la atención en el centro de la cultura en que uno se encuentre.
Hoy en día, el centro de la cultura occidental es Londres. Sin duda, por el tamaño de la ciudad, puede suceder que durante un paseo uno termine en zonas en las que destaca demasiado del entorno. ¿Hay entonces que cambiarse de chaqueta de una calle a la otra? No, claramente, no se trata de eso. Agotadas todas las eventualidades, podemos formular definitivamente nuestro teorema. Éste reza: una prenda de vestir es moderna si uno, vestido con ella, en el centro de la propia cultura, en una ocasión particular, en medio de la mejor sociedad, llama la menor atención posible.
Esta perspectiva inglesa, que sin duda habrá de convenir a toda persona pensante, choca sin embargo en la clase media y en los círculos sociales inferiores alemanes con una vigorosa oposición. Ningún otro pueblo tiene tantos fantoches como Alemania. Un fantoche es una persona a quien la ropa solo le sirve para destacarse de su entorno. Emplea ora la ética, ora la higiene, ora la estética, para justificar esta conducta imbécil. Desde el maestro Diefenbach 2 hasta el profesor Jäger 3, desde el poetastro "moderno" hasta el hijo de familia vienés, atraviesa un hilo común que los conecta espiritualmente a todos. Y sin embargo no se soportan los unos a los otros. Pues ningún fantoche de la moda admite ser uno. Un fantoche se burla de otro y, bajo el pretexto de acabar con la fantochería, comete nuevas fantochadas. El fantoche moderno, o el fantoche en general, es solo una de las especies de esta dicotómica familia.
Los alemanes sospechan que es de hecho gracias a estos fantoches que existe la moda masculina. Pero es un honor que no corresponde a estas criaturas inocuas. Pues de lo dicho antes se sigue claramente que el fantoche de la moda ni siquiera se viste de forma moderna. Con esto no se daría por servido. El fantoche lleva justamente aquello que su entorno cree que es moderno.
Bueno, me preguntarán, ¿pero no es eso lo mismo que ser moderno? De ningún modo. Por eso los fantoches en cada ciudad son distintos. Lo que en la ciudad A llama la atención, en B ya perdió su atractivo. Quien es admirado en Berlín corre el peligro de hacer el ridículo en Viena. Los círculos distinguidos, sin embargo, para los cuales resulta demasiado mezquino preocuparse por estas cosas, darán prioridad a aquellos cambios de la moda que puedan pasar inadvertidos más fácilmente a las clases medias. Ya no están protegidos por reglamento alguno del vestir, y no les resulta agradable ser imitados al otro día por cualquiera. Tendrían entonces que buscar un reemplazo inmediatamente. Para liberarse de esta eterna cacería de nuevas telas y nuevos cortes, acuden a los más discretos medios. Durante años, la nueva forma es preservada como un secreto abierto entre los mejores sastres, hasta que por fin es dada a conocer por alguna revista de moda. Entonces tiene que pasar otro par de años hasta que el último hombre en el último rincón del país se dé por enterado. Aquí, por fin, ha llegado el turno de los fantoches, quienes se apoderan entonces de la cosa. Pero, a causa de la larga peregrinación, la forma original ha cambiado enteramente y se ha adaptado a la situación geográfica.
Es posible contar con los dedos de la mano a los mejores sastres del mundo, capacitados para vestir a alguien según los más distinguidos principios. Hay varias ciudades del viejo mundo con millones de habitantes incapaces de ostentar tan solo una de estas firmas. Incluso en Berlín era imposible encontrar una hasta que un maestro vienés, E. Ebenstein, estableció allí una filial. Antes de la llegada de Ebenstein, la corte berlinesa estaba obligada a encargar la confección de gran parte de su indumentaria a Poole, en Londres. Que en Viena tengamos a varios de estos grandes nombres a nuestra disposición se agradece exclusivamente al hecho de que nuestra alta nobleza ha sido huésped permanente en el Drawing Room de la reina, siempre ha acostumbrado mandar a hacer sus trabajos en Londres y de este modo trasplantó a Viena aquel tono elegante en el vestido que ha hecho que la sastrería vienesa alcance un punto envidiable en el extranjero.
Las grandes firmas y sus descendientes más cercanos tienen una característica en común: el terror frente a lo público. Se limitan en la medida de lo posible a un pequeño círculo de clientes. Ciertamente no son tan exclusivos como algunas casas londinenses que lo reciben a uno solo por recomendación de Albert Edward, príncipe de Gales. Pero, como sea, todo despliegue hacia afuera les resulta ajeno. A los organizadores de una reciente exposición les costó gran esfuerzo animar a algunos de los mejores sastres de Viena a exponer sus creaciones. Debemos reconocer que éstos se salieron por la tangente de modo bastante fino: expusieron solo aquellos objetos imposibles de imitar. El más listo fue Ebenstein. Trajo un "tuxedo" (llamado aquí equivocadamente esmoquin) para el trópico (¡!), un chaleco de cacería, un uniforme prusiano de dama y un abrigo de cochero con botones de nácar, cada uno de los cuales era de por sí una obra de arte. A. Keller presentó una levita de frac con los obligados pantalones grises, con los cuales uno podría viajar sin ningún problema a Inglaterra, junto con algunos uniformes exquisitos. La chaqueta Norfolk también parecía estar muy bien confeccionada. Uzel & Hijos mostraron la especialidad de su taller: uniformes de corte y públicos. Deben ser muy buenos; de lo contrario la empresa no habría podido mantener hasta ahora su antiguo rango en este campo. Franz Bubacek trajo vestidos deportivos del Káiser. El corte de la chaqueta Norfolk es nuevo y correcto. Bubacek demuestra valentía a través de sus obras expuestas: no teme las imitaciones. Se puede decir lo mismo de Goldman & Salatsch, quienes trajeron su especialidad, los uniformes de la escuadra de yate imperial. Joseph Scalley expuso una rica colección de uniformes hechos con la famosa meticulosidad de esta firma. Emerich Schönbrunn representa acaso una transición: algunas piezas mostraban que es sin duda capaz de confeccionar distinguidamente, pero también que está dispuesto a hacer concesiones a otros círculos sociales.
Y con lo dicho, mis elogios ilimitados llegan a su término. Otra exposición, la muestra colectiva de la Corporación de Sastres de Viena, no los merece en absoluto. En el trabajo con clientes hay que hacer a menudo la vista gorda, pues el cliente, a través de la insistencia en sus propios deseos, frecuentemente es responsable de la peor chabacanería. Y sin embargo los exponentes deberían haber podido mostrar que están por encima de su propia clientela, que están dispuestos a competir con los grandes nombres si se les libera y permite ejercitarse. Pero la mayor parte de ellos desperdició la ocasión. Ya en la elección de las telas evidencian su ignorancia. Hacen gabanes con tela para sobretodos, y sobretodos con telas para gabanes. De telas para chaquetas Norfolk hacen chaquetas de vestido, y de paño liso hacen levitas.
Respecto al corte, la cosa no es mejor. Muy pocos han partido del deseo de trabajar para un público distinguido, y la mayoría se dirige a los fantoches. Así, éstos se pueden regodear a su antojo con chalecos cruzados, trajes a cuadros, cuellos de terciopelo. ¡Una firma ofrece incluso una chaqueta con puños de terciopelo azul! Me extrañaría que eso no se pusiera de moda...
Nombraré a algunos que se han mantenido un poco alejados de este aquelarre. Anton Adam es bueno, pero corta sus chalecos muy largos; Alois Decker también puede ser mencionado; Alexander Deutsch ofrece un buen gabán de invierno; Joseph Hummel buenos abrigos Ulster y Norfolk; P. Kroupa por desgracia estropea su por lo demás correcta levita con un ribete. Emanuel Kuhl es elegante, así como Leopold Kurzweil, Johann Neidl y Wenzel Slaby tienen cada uno de ellos un buen traje; Joseph Rosewall ofrece una buena levita. Me hubiese gustado nombrar otra firma que también expuso sus creaciones. Pero cuando quise levantar el pliegue de su chaqueta Norfolk -cuyo propósito es dar al brazo libertad de movimiento a través de la tela doblada-, fui incapaz de hacerlo. Era un pliegue falso.
1. Friedrich Theodor Vischer (1807-1887). Alemán, autor de espíritu satírico, político, crítico cultural, filósofo del arte, escribió varios textos furiosos contra la emancipación de la moda y la caída de las categorías tradicionales del vestido en el siglo xix. Un comentarista resume ilustrativamente: "Para Vischer, la mejor moda -dado que no es ninguna- es el uniforme" (N. del t.).
2. Karl Wilhelm Diefenbach (1851-1913). Temprano profeta alemán del vegetarianismo, del regreso a la naturaleza y la cultura de la desnudez. Las fotos lo muestran como un mensajero divino neotestamentario o bien un precursor radical del hippismo (N. del t.).
3. Gustav Jäger (1832-1917). Zoólogo y médico alemán, propuso ante todo por razones sanitarias una reforma del vestido