La moral, la moral que necesitamos, va teniendo tantas dimensiones como la vida misma. Todavía pesa sobre nosotros la larga tradición ascética, según la cual lo moral era obtenido siempre por eliminación, por vía de purificación, empleando el propio lenguaje ascético. Desde la vida se nos trasladaba a la moral dejando cosas, abandonando parte de la rica superficie del mundo, renunciando a la complejidad del ser que nos transmitía la sensibilidad, reduciendo nuestras pasiones, clarificando, mediante la lógica, nuestros pensamientos.
La moral seguía, con respecto al ser humano, el mismo camino de la lógica: reducir, aclarar; en suma, abstraer. Moral de la purificación raramente compatible con una actividad externa, pues ella sola consumía las más profundas energías que un hombre pudiera tener. Sólo por caso excepcional era compatible esta lenta y trabajosa subida a la interior perfección, con la furia capaz de someter al mundo. La más clara expresión de que así era, la encontramos en la dualidad de vida que ya se pensara en términos griegos: vida activa y vida contemplativa; acción y teoría.
Hija de esta dualidad es la actual lucha en que se divide el mundo. Con ser tanta la potencia del hombre, no ha sido suficiente para llevar la moral de purificación allí donde hacía más falta, o sea a lo más activo e impuro. Hoy sentimos como culpable el no haber exigido a la pureza moral la integridad de contenido humano necesario para que, a la postre, el hombre concreto de carne y hueso no se sintiera desamparado, sin más horizonte delante de sus pasiones que sus pasiones mismas; sin más ley sobre sus instintos que el crecimiento desbordado de sus exigencias. Culpa de no haber contado con la indocilidad fundamental de la fiera que el hombre alberga en su pecho; culpa -y esto es lo más irónicamente cruel- de los mejores, de quienes fueron capaces de cumplir con el riguroso programa ascético, demostrando así que era posible a los hombres el ser héroes, el ser santos.
Suceden hoy tales cosas que nos mueven a reprochar a los mejores ejemplares de humanidad el haber ido tan lejos en su afán de perfección. Tiene tal ceño la vida, la vida de todos los días y de cada hora, que nos mueve a alzarnos en rebeldía contra lo que más admiración nos ha causado y que en años de mocedad soñamos quizá en imitar. ¿Por qué nos han sido presentados tales ejemplos de exquisitez moral, de belleza en la conducta, si luego el hombre es capaz de llegar hasta extremos inconcebibles de obscura perversión, de ciega maldad sin fondo?
Pero, aun antes de ahora, hace ya tiempo que la rebeldía contra el mundo ideal que la tradición religiosa cristiana nos había dejado, aun a través de las ideas más alejadas de ella, se había manifestado. Rebeldía que era desesperación al ver el bello ideal imposible de realizarse, y al mundo, por su parte, cabalgando desbocado, sin freno ni dirección. Era menester ponerse en contacto con la realidad inmediata, bajar a la tierra, descubrir de nuevo el mundo, reivindicar la materia, hundirse en la vida y aceptarla sin imponerle demasiadas condiciones, sin someterla a ninguna purificación, aceptándola íntegra en toda su impureza.
Nos lanzamos entonces a vivir y, más que con fe, con curiosidad de ver qué daría de sí la vida cuando se la entregaba a sí misma, cuando al fin ya no se la pedía que se pusiera por encima de sí misma. Ha habido una entrega a la vida inmediata sin pedirle cuentas; una aceptación sin límites de lo que ella de por sí nos ofrecía; en resumidas cuentas, una divinización de la vida espontánea, de la vida como fuerza autónoma e irresponsable. Los pensadores germanos, maestros en el delirio y en todo lo desmedido, han dado la pauta de este desvarío y se han mordido la cola teorizando la irracionalidad, justificando con un pensamiento, nunca más traidor a sí mismo, la irrefrenable violencia y, apresurados siempre en las identificaciones, identificaron sin más la vida en su plenitud con la violencia, con la fuerza sin forma y sin límite.
Sin forma y sin cara: horrible vida, estallido de fuerza ciega en el vacío. Se llama fascismo, aunque su espantosa negrura no tiene en realidad nombre; su nombre tendría que ser el que designe a todo lo negativo, a todo lo que no es sino para destruir.
Pero todas estas experiencias que en brevísimos años consumimos, si es que no nos consumen, nos exigen una nueva moral, más rica, más completa y total que la que nos ha llegado de la vieja y larga tradición grecocristiana. Porque hoy descubrimos que de nuevo la vida, por sí misma, nos exige una moral y no se puede mantener sin ella; al mostrársenos en todo su horror la violencia desatada, descubrimos que la es posible.
Una necesidad de orden, de ley, de responsabilidad ante algo; una necesidad de que la moral y la razón no sean burladas, de que la fuerza, lejos de separarse del espíritu, como en la moral ascética, se le una y acompañe formando la integridad de la vida.
En la inminencia de la muerte, bajo la negrura de un cielo amenazador, rememoramos las creencias que nos enseñaron en la infancia y pensamos: todo eso es cierto; pero no es en más allá de la vida y de la tierra; es aquí, en la tierra donde existe el infierno y la gloria; el mal y la necesidad ineludible de vencerlo. Es en la tierra y para ella, dentro de ella y bajo su horizonte, donde tenemos que crear la vida futura: la vida.
El "hombre interior" del cristianismo no tiene que guardarse sus anhelos de perfección absoluta para un más allá, sino aquí mismo, en la tierra, volcar su fuerza moral, su capacidad transformadora, su poder luminoso contra la ciega violencia sin objeto.
¿Cómo no se hace esto evidente para todos los que se sienten o creen cristianos? ¿Cómo no prueban su verdadera fe lanzándose a conquistar el mundo para la razón, para la justicia?
Pues si tantas veces se ha contestado por autoridades eclesiásticas con "mi reino no es de este mundo", no puede, en realidad, convencer esta respuesta, partiendo de una religión en que la caridad, o sea el no sentirse nunca desligado de lo que le ocurre al semejante, es la médula de su sentido y la más revolucionaria novedad que aportó al cansado mundo antiguo.
Quienquiera que crea en la nobleza del hombre y de la vida, no puede abandonarla a la ciega vaciedad que quiere destruirla. Ya no es la moral, ni la razón las que se sienten amenazadas y en vías de aniquilamiento: es la vida misma.
No se trata de defender a la razón y a la vieja moral con la vida, como se nos pedía, de consumir la vida en su servicio, sino al revés: es la vida la que está en mortal peligro; es a ella a la que hay que acudir para que no sucumba; es la vida la que está puesta en trance de desaparición. Y por irónica pedagogía -la única pedagogía eficaz parece ser la de la ironía-, es a la razón a la que tenemos que recurrir y a la moral, para que defiendan la vida, que se había querido escapar de ellas.
Pero nada vuelve igual que estaba.
El retorno de unas ideas, de unas creencias, es imposible. La razón y la moral que ahora sentimos necesarias para sacar a la vida de la obscura prisión en que se ha metido a sí misma, no puede ser la razón y la moral tradicionales, fracasadas, impotentes para haber impedido la actual sinrazón. Necesitan ser otra razón y otra moral que salven la antigua dualidad entre teoría y práctica, entre vida activa y vida contemplativa; entre pureza y fuerza. Necesitan ser una razón y una moral que se pongan en pie con invencible impulso: una razón activa, victoriosa, arrolladora; una pureza creadora, llena de fuerza, que no tema mancharse con el contacto de la realidad, que no rehuya el combate de cada día.
Hace unos años, estos anhelos podrían parecer una postura de tantas entre las que andaban al uso. Hoy la vida nos trae en realidad, en inexorable realidad, un combate diario; un combate en el que nuestra actividad tiene que ser forzosamente moral, en que no podemos actuar de otra manera que moralmente.
Bajo el cielo poblado de amenazas inmediatas de morir, no nos cabe más actividad que la moral; nuestro más íntimo fondo, en ese punto imperturbable de todo ser humano, en ese remanso de fortaleza de toda vida para afrontar en completa dignidad el más último y definitivo de los peligros. Pero esa dignidad es la que hace que la vida no sea aniquilada por la hueca desolación de la barbarie. Esa dignidad es la vida