I
Goethe le dijo a Eckermann: "No me conozco a mí mismo y espero en Dios no hacerlo." El no conocerse a uno mismo no es particularmente inusual, aunque rara vez se percibe y se asume con tal claridad. Pero hay un asunto previo: ¿cómo surge tal falla en el autoconocimiento? Este es un asunto de gran complejidad, y limitaré mis comentarios a sólo uno de sus aspectos. Me ocuparé en especial de las dificultades para lograr el autoconocimiento que surgen de las complicaciones de nuestras relaciones con otra gente. Nuestro autoconocimiento debe incluir el modo en que nuestros intereses y nuestras prioridades se ven influidos por la presencia de los otros, pues los otros ejercen una enorme influencia en nosotros, aun cuando el carácter tácito de los vínculos a menudo le reste transparencia a esta influencia.
Oscar Wilde hizo el comentario enigmático de que "la mayor parte de la gente es otra gente". Esto puede sonar como una más de las exageraciones descabelladas de Wilde, pero defendió su punto de vista con bastante eficacia: "Sus pensamientos son las opiniones de alguien más, sus vidas una imitación, sus pasiones una cita." Nos vemos influidos hasta un grado asombroso por aquellos con los que nos asociamos y por la gente con la que nos identificamos, y nuestra falta de claridad acerca de muchas de nuestras creencias y de sus motivaciones subyacentes puede surgir, al menos en parte, del hecho de que reflejan las opiniones y los juicios de otros que —perceptible o imperceptiblemente— han influido en nosotros. Cuando ciertos odios parcialmente enunciados, en Kosovo o Bosnia o Ruanda o Timor Oriental, se extienden como una mancha de aceite, la naturaleza y los fundamentos precisos del aborrecimiento pueden resultar mucho menos claros que el llamado resuelto a consumar actos feroces y violentos. La carencia de autoconocimiento y la ausencia de autocrítica a menudo derivan de nuestro apego a un grupo de gente y se traducen, al mismo tiempo, en un desastre brutal para otro grupo de gente.
Nuestra identificación con gente de un grupo o de otro puede ejercer una influencia poderosa en nuestros pensamientos y nuestras emociones y, a través de ellos, también en nuestros actos. En términos amplios, este es el tema de la "identidad social", que despierta mucho interés y por la que se aboga a menudo en el mundo intelectual contemporáneo, sobre todo en las llamadas literaturas comunitarias. En numerosas investigaciones sociales, políticas y morales recientes, la identidad social se ha convertido en un concepto que se invoca con frecuencia. Mi propósito, por consiguiente, es ejercer un poco de presión sobre la idea, examinando críticamente la noción de identidad social y sus consecuencias, reales o imaginarias.
Difícilmente se puede poner en duda la importancia de la idea de identidad. Nuestra relación con otra gente se ve fuertemente influida por la manera en que nos identificamos con unos y no con otros. Sin embargo, deseo mostrar que la naturaleza y el alcance del razonamiento basado en la identidad con frecuencia se simplifican en demasía, y que una estructura intelectual que no se dilucida adecuadamente, y en la que se sitúa la noción de identidad, puede contribuir en mucho a confundir nuestras relaciones con otra gente. El tema al que me refiero no sólo tiene interés analítico, también es de una importancia central en la comprensión de una serie de problemas prácticos, tan variados como la violencia en la antigua Yugoslavia o en Ruanda, el atractivo creciente del fundamentalismo en Asia o en África, la discriminación racial en Estados Unidos o la violencia contra la inmigración en Europa occidental, e incluso los debates actuales en torno a la idea de ser británico en una Gran Bretaña pluriétnica.
II
Otra gente. La frase puede interpretarse de diversas maneras y mostrar contrastes diversos. Puede referirse no a mí, sino a "otra gente"; no a mi gente, sino a "otra gente"; no a este grupo de gente, sino a "otra gente". Las tres interpretaciones tienen que ver con el pensamiento basado en la identidad.
El primer contraste (no yo, sino otra gente) puede entenderse como algo parecido a una "línea demarcadora de identidad", al diferenciar a un individuo, tal como se concibe a sí mismo, de todos los otros. Por lo que se refiere a los vínculos interpersonales, nos lleva a reflexionar acerca de cómo nos relacionamos con la otra gente en general, sin distinción. De hecho, una buena parte de la filosofía moral y política contemporánea se concentra precisamente en el modo en que podemos pensar acerca de todos los otros —e incluso identificarnos con ellos. La famosa máxima de Kant —"Actúa de tal modo que trates a la humanidad, ya sea en tu propia persona o en cualquier otra, siempre como si fuera un fin, nunca como si fuera sólo un medio"— plantea una fuerte exigencia a nuestro interés en los otros, sin excepción. En tanto se interprete dentro de un concepto de identidad, constituye, por lo menos en un sentido, la identidad más amplia que se pueda poseer: la identidad con todos los seres humanos.
Empleo la frase restrictiva "en un sentido" porque pueden mencionarse caracterizaciones aún más amplias si queremos que nuestro interés o nuestra identidad se extiendan a los animales también. "Otros" puede incluir "otros seres sensibles" y no sólo a "otra gente". Varios de los temas morales que aparecen en las Jatakas, tan importantes para la ética budista, tienen que ver con nuestras relaciones con otros miembros del reino animal. Aunque no quiero ahondar más en este asunto aquí, me gustaría dejar constancia de que considero que para entender las exigencias de la ética social no podemos hacer a un lado los reclamos de otros seres vivientes, como si no existieran.
En una concepción centrada en lo humano, la inclusión universal abarca a todos los otros seres humanos. Esta postura universalista puede contrastarse con sistemas más limitados del pensamiento ético o político que se reducen, de una manera u otra, a grupos particulares de gente con cuyos miembros se identifica la persona. Las preguntas difíciles que se deberán resolver surgen sólo después de que se reconoce la importancia básica de las identidades de grupo. Y estas preguntas incluyen, propondría yo, al menos tres muy elementales.
Primero, ¿es necesario que nuestra identidad social se vincule precisamente con un grupo? ¿Por qué no varios grupos con los que uno se identifica de un modo o de otro? Si me lo permiten, a este problema lo llamaré el de la "identidad plural". Segundo, ¿elegimos nuestras identidades o simplemente las descubrimos? Este problema es el de la "elección de identidad". Tercero, ¿cómo debemos considerar las exigencias de otra gente —no sólo aquella con la que nos identificamos— al determinar lo que sería un comportamiento aceptable o razonable? Designaré este problema de trascendencia como el de "más allá de la identidad".
Déjenme empezar con la noción de "identidad plural". Este, claro, no es un tema nuevo. Muchos escritores han discutido con suma claridad la limitación que muestran la política de identidad y la filosofía basada en la identidad al presuponer que una persona pertenece sólo a una comunidad o sólo a un grupo. Sin duda, cualquier derecho de exclusividad de este tipo no puede más que ser manifiestamente absurdo. Hacemos referencia a identidades de grupo de diversos tipos en numerosos contextos diferentes, y el lenguaje de lo que expresamos refleja esta diversidad en los distintos modos en que se emplean frases tales como "mi gente". Se puede ser nigeriano, miembro de la etnia de los ibos, súbdito británico, residente de Estados Unidos, mujer, filósofo, vegetariano, cristiano, pintor y un firme creyente en extraterrestres que vuelan en ovnis: cada uno de estos grupos le da a la persona una particularidad susceptible de hacerse resaltar en contextos particulares.
A veces una identidad de grupo —la idea de "mi gente"— puede tener una existencia efímera y muy fortuita. Se cuenta que el comediante norteamericano Mort Sahl, frente a las cuatro horas tediosas de la película Éxodo de Otto Preminger (acerca de la emigración de los refugiados judíos a Palestina y la creación del Estado judío), respondió en nombre de sus compañeros de suplicio con esta exigencia: "Otto, ¡libera a mi gente!" Ese atormentado grupo de aficionados al cine sin duda tenía razón para manifestar esta emoción colectiva: pero uno fácilmente puede percibir el contraste entre tal grupo efímero y la comunidad bien definida y genuinamente tiranizada que seguía a Moisés, quien le dirigió esa famosa súplica al faraón.
Una persona pertenece a muchos grupos y el supuesto de una identidad única ayuda a generar lo que K. Anthony Appiah ha llamado el "imperialismo de la identidad". Para proseguir con este análisis crítico, es útil hacer una distinción entre identidades "rivales" e identidades "no rivales". Los diferentes grupos pueden pertenecer a la misma categoría y funcionar con el mismo tipo de incorporación (como, por ejemplo, la nacionalidad), o pueden pertenecer a categorías distintas (tales como nacionalidad, clase, género y profesión). En el primer caso, hay cierta "rivalidad" entre grupos diferentes dentro de la misma categoría y, por consiguiente, entre las identidades diversas con las que se asocian. Pero cuando se trata de grupos clasificados según bases diferentes (por ejemplo, profesión y nacionalidad), es posible que no exista "rivalidad" entre ellos en lo que se refiere a la "pertenencia".
No obstante, aun cuando estas identidades no rivales no se enfrasquen en disputas territoriales en torno a la pertenencia, pueden competir entre ellas por nuestra atención y prioridad. Cuando uno tiene que desempeñarse de una forma o de otra, puede haber conflicto de lealtades entre la prioridad que se le da a la raza o a la religión, a los compromisos políticos, a las obligaciones profesionales o a la amistad. Y en tal contexto, dejarse guiar por una identidad en particular (digamos, la raza), sin tomar en cuenta las otras, puede desembocar en una limitación desastrosa. Según la explicación de Appiah, "la identidad racial puede servir de base a la resistencia frente al racismo", pero "no debemos permitir que nuestras identidades raciales nos sometan a nuevas tiranías". Descuidar nuestras identidades plurales a favor de una identidad "principal" puede empobrecer mucho nuestras vidas y nuestro sentido práctico.
III
De hecho, podemos poseer identidades plurales incluso dentro de categorías que rivalizan entre sí. En la identidad de una persona, una nacionalidad compite, en términos elementales, con otra nacionalidad. Pero, tal como lo indica este mismo ejemplo, aun las identidades rivales pueden abstenerse de exigir que sobreviva una sola especificación, en detrimento de las otras alternativas. Una persona puede tener la doble nacionalidad, digamos, del Reino Unido y de Estados Unidos. Evidentemente, se puede imponer la nacionalidad única, como en China o Japón o la India o Alemania. (Este era también el caso de Estados Unidos hasta fecha reciente.) Sin embargo, aun cuando se insista en esta exclusividad, el conflicto de la doble lealtad no tiene por qué desaparecer. Si un ciudadano de la India residente en Gran Bretaña no solicita la nacionalidad británica porque no quiere perder la hindú, no por eso deja de sentir lealtad hacia sus amistades británicas y hacia otros rasgos de su identidad británica, que ningún tribunal hindú puede prohibir. Del mismo modo, alguien que tuvo la nacionalidad hindú y la perdió para convertirse en ciudadano del Reino Unido puede todavía conservar un sentimiento considerable de lealtad respecto a su identidad hindú.
La pluralidad de identidades rivales e identidades no rivales no sólo no es contradictoria, sino que también puede ser parte esencial del modo en que se conciben a sí mismos los inmigrantes y sus familias. En efecto, la costumbre de los súbditos británicos de origen antillano o sudasiático de apoyar a su equipo "nacional" en juegos de críquet se ha considerado como una prueba de deslealtad hacia Gran Bretaña. Este fenómeno condujo a la famosa "prueba del críquet" de Lord Tebbit; es decir, que a uno no se lo puede aceptar como inglés a menos que uno apoye a Inglaterra en los juegos de críquet. Este razonamiento supone un rechazo sorprendente de las pluralidades definidas que fácilmente pueden ser parte del modo en que se concibe una persona y de su comportamiento social. El problema de a qué equipo de críquet hay que apoyar difiere completamente de las exigencias de la nacionalidad británica —o de cualquier otra— y difiere también de la cohesión social de la vida en Inglaterra. De hecho, dado que la "prueba del críquet" de Tebbit induce a un esquema de exclusión e impone una exigencia innecesaria e improcedente a los inmigrantes, ese experimento hace que la integración social sea más difícil de alcanzar.
Es importante reconocer la compatibilidad de las identidades plurales con las exigencias de la nacionalidad y de la cohesión social, tanto para una comprensión más cabal de la naturaleza de la identidad, como para una política pública y una práctica social más eficaces. Un "paquistaní británico", por ejemplo, puede sentirse muy orgulloso —incluso "patrióticamente"— del críquet "nacional" de Paquistán, y esto no tiene por qué entrar en conflicto con las exigencias de la nacionalidad británica, ni incluso con una especie de "esencia" británica o inglesa en otros terrenos: por ejemplo, con la integración en la vida social inglesa, con la defensa del sistema parlamentario y del derecho consuetudinario inglés, o hasta con la lealtad sobrenatural a la libra esterlina en contra del ofensivo euro.
De manera semejante, desde otra perspectiva, se ha criticado a menudo a la gente que se enorgullece de la cultura británica o inglesa tradicional y se ha sugerido que tal creencia debe verse como una prueba de que no se acepta la existencia de una Gran Bretaña pluriétnica. ¿Por qué es así? Sin duda no hay conflicto alguno entre la aceptación total de que la población contemporánea de Gran Bretaña es una mezcla pluriétnica (junto con el apoyo firme a la libertad y a las garantías constitucionales de grupos diferentes) y la convicción de que la cultura tradicional inglesa es "claramente superior" a cualquier cosa que los inmigrantes hayan traído (o hubieran podido traer). De hecho, hay pruebas contundentes de que la gran mayoría de los británicos —de todo tipo de razas— no cree en comparaciones culturales tan simples como esa. Sin embargo, no hay ninguna razón para suponer que tal creencia, si ha de sostenerse, descalificaría a la persona como buena ciudadana de una Gran Bretaña pluriétnica. La plurietnicidad de Gran Bretaña no puede constituirse como una gran identidad omniabarcante que anule todas las otras identidades —y creencias— por consideración a esta única causa.
Una cuestión conexa ha sido objeto de una discusión bastante entretenida en el informe de la Commission on the Future of Multi-ethnic Britain, patrocinado por el Runnymede Trust. El informe, para no restarle méritos, discute muchos asuntos importantes que realmente necesitan consideración y atención. Por tanto, resulta bastante desafortunado que el documento divague hacia el callejón sin salida del falso problema acerca de las posibles connotaciones raciales de la "esencia" inglesa o británica. Hace mucho que Gran Bretaña no es racialmente homogénea en un sentido estricto, ya que ha habido invasiones y grandes inmigraciones desde hace más de dos milenios. Pero hasta fechas recientes la población era predominantemente "blanca" (término que ha venido usándose para designar un color mixto que lleva un añadido de matices rubicundos). Este, claro, es un hecho histórico, como lo es el hecho cultural de que Gran Bretaña es un país cuya historia ha sido distintiva y continúa ejerciendo influencia en la vida de sus habitantes. Incluso la tradición de tolerancia política y social en Gran Bretaña tiene fuertes raíces históricas.
A un historiador de la lengua quizá le resulte interesante ver cómo el uso de la palabra "británico", o incluso "inglés", está cambiando (y realmente está cambiando, en modos muy diversos). En efecto, vale la pena señalar, para ser justos con Norman Tebbit, que su absurda "prueba del críquet", por más descabellada que sea, no exige una inspección de la piel, sino sólo un escrutinio cuidadoso de las aclamaciones que emanan de los inmigrantes, lo cual para nada es lo mismo que vincular lo británico o lo inglés únicamente con orígenes raciales. Lamentarse por el hecho de que los términos "británico" o "inglés" no se idearon históricamente ex ante para tomar en cuenta el arribo futuro de inmigrantes pluriétnicos sería seguramente un acto fútil.
En forma semejante, desde otra perspectiva, cuando J.B.S. Haldane, el gran biólogo y genetista, eligió convertirse en ciudadano de la India y lo fue hasta su muerte en Calcuta, en 1964, no exigió que la palabra "hindú" se desligara de sus asociaciones históricas. Exigió únicamente que a él, también, se le considerara hindú, lo cual evidentemente sí era. Visité a los Haldane varias veces en su hogar en Baranagar, Calcuta, y puedo atestiguar que su estilo de vida no sólo mostraba las huellas de su impecable originalidad (incluso, excentricidad), sino también elementos bien definidos que provenían de la cultura británica al igual que de la cultura hindú (aunque no puedo decirles qué equipo de críquet apoyaban por lo general los Haldane). El hecho de obtener la nacionalidad hindú no iba de la mano con un rechazo de sus vínculos británicos (sólo de ciertos rasgos de la política británica contemporánea), ni venía acompañado por incertidumbres acerca de las asociaciones históricas del término "hindú". No hay ninguna razón real para enjaularse en una prisión de identidades limitadas, o para quedar atrapado en una contradicción imaginaria entre la riqueza del pasado y la libertad del presente.
IV
Pasaré ahora al tema de la elección de identidad. Dadas las identificaciones diversas que podemos elegir, las identidades reales a las cuales damos reconocimiento y prioridad son, en gran parte, algo que nosotros determinamos. Esto no significa negar que lo que elegimos —la identidad o cualquier otra cosa— siempre se vea constreñido por restricciones de viabilidad. Pero puede haber opciones considerables, y una libertad genuina, dentro de esas restricciones.
Las limitaciones pueden variar en fuerza según las circunstancias. Puede haber límites especialmente poderosos en la posibilidad que tengamos de persuadir a los otros de que nos conciban de manera distinta de como nos conciben. Un judío en la Alemania nazi quizá no podría haber adoptado una identidad radicalmente diferente para salvarse de la persecución, y lo mismo seguramente fue cierto de un afroamericano enfrentado a una horda de linchadores. La libertad que realmente tenemos para elegir nuestra identidad, sobre todo con respecto a cómo nos ven los otros, con frecuencia está extremadamente limitada.
En efecto, a veces no somos ni siquiera enteramente conscientes de cómo nos identifican los otros, lo cual puede diferir de la propia percepción. Hay una lección interesante en un viejo cuento italiano —de alrededor de 1930, creo— referente a un reclutador político del partido fascista que trata de persuadir a un socialista rural de que se una al partido. "¿Cómo podría yo —dijo el socialista rural— unirme al partido fascista? Mi padre era socialista. Mi abuelo era socialista. No puedo realmente unirme al partido fascista." "¿Qué tipo de argumento es ese?", dijo exasperado el reclutador fascista. "¿Qué habrías hecho —preguntó— si tu padre hubiera sido asesino y tu abuelo también hubiera sido asesino? ¿Qué habrías hecho entonces?" "Ah, entonces —dijo el socialista rural—, entonces, claro, me habría unido al partido fascista."
A menudo puede resultar bastante difícil cambiar el modo en que los otros ven a una persona. En general, ya sea que examinemos nuestras identidades tal como las vemos nosotros o tal como las ven los otros, elegimos dentro de límites particulares. Lo que elegimos puede resultar menos restringido en el caso de la autopercepción, pero de todas formas la restricción existe. Sin embargo, este no es un hecho de veras sorprendente. Más bien, constituye el aspecto más elemental del acto de elegir. Cualquiera que esté seriamente inmerso en la teoría de la elección no puede más que ser consciente de que la primera labor que debe emprenderse es identificar los límites dentro de los cuales uno elige. En la teoría económica de las preferencias del consumidor, por ejemplo, la existencia de un presupuesto, que evidentemente es un límite, no significa que no haya nada que elegir, sino sólo que lo que se elige tiene que estar dentro del presupuesto que uno tiene. El problema no es si puede elegirse cualquier identidad (esta sería una pretensión absurda), sino si tenemos posibilidades de elegir identidades alternas o combinaciones de identidades; y, lo que es quizá más importante, si tenemos la libertad suficiente para decidir qué prioridad le daremos a las diversas identidades que podemos poseer simultáneamente.
La realidad del hecho de elegir una identidad es importante para valorar la tendencia creciente hacia el separatismo cultural que ha surgido en los últimos años con la aparición del pensamiento comunitario. Una de las opiniones que esgrimen muchas de las personas apegadas al pensamiento comunitario es que nuestra identidad tiene que ver con el desarrollo de la propia personalidad y, por tanto, no depende de lo que uno elige.
Michael Sandel ha explicado este punto de vista: "La comunidad describe no sólo a los conciudadanos, sino también lo que uno es; no una relación que se elige (como en una asociación voluntaria), sino un vínculo que se descubre; no meramente un atributo, sino un componente de la identidad." En esta acepción, la identidad precede al razonamiento y a la posibilidad de elegir.
Esta opinión —según he argumentado en "La razón antes que la identidad" (Romanes Lecture de Oxford, 1998)— debe rechazarse. Hay algo de cierto, claro, en la idea de que la cultura dentro de la cual uno nace y crece puede dejar una huella duradera en nuestras percepciones y predisposiciones; pero esto no significa que una persona sea incapaz de modificar o, incluso, rechazar asociaciones previas. No sólo podemos revalorar a aquellos grupos con los que desearíamos identificarnos, sino que también podemos examinar y dilucidar las prioridades que vinculamos con distintas identidades. Esto no contradice en nada los elementos de descubrimiento que hay en una identidad. Podemos "descubrir" nuestra identidad, en el sentido de que podemos darnos cuenta de que poseemos una conexión o una ascendencia que no conocíamos; pero reconocer esto no equivale a convertir la identidad meramente en un asunto de descubrimientos, incluso cuando una persona descubre algo muy importante sobre sí misma. Se tiene que elegir aun cuando ocurran descubrimientos. Una persona bien puede descubrir un dato que desconocía: que es judía o parsi o mitad india norteamericana por ascendencia; pero la importancia que debe otorgarse a este dato depende de las decisiones que la persona misma tome. Gente de origen judío, por ejemplo, puede manifestar actitudes de una increíble divergencia ante la política, la sociedad, la práctica religiosa o incluso ante sí misma, y el hecho de que una persona descubra que es judía no bastará para resolver ninguno de estos problemas.
Es difícil aceptar que no podemos elegir realmente entre varias identidades, que sólo podemos "descubrir" una especie de identidad fundamental. Cuesta trabajo pasar por alto la conciencia de que constantemente estamos eligiendo. A menudo lo que elegimos es bastante explícito, como cuando Mohandas Gandhi deliberadamente decidió darle prioridad a su identificación con los hindúes que exigían la independencia respecto del dominio británico, por encima de su identidad como abogado que buscaba la justicia legal inglesa; o como cuando E.M. Forster concluyó célebremente: "Si tuviera que escoger entre traicionar a mi país y traicionar a mis amigos, espero tener las agallas para traicionar a mi país." Con frecuencia, elegir de este modo es una operación implícita y oscura, que uno defiende menos grandiosamente, pero no por ello deja de ser menos real. Además, las identidades que elijamos no tienen que ser definitivas ni permanentes.
Negar la posibilidad de elegir donde existe esta posibilidad no sólo es un error epistemológico: también puede acarrear un fracaso moral y político, ya que denota que se ha abdicado la responsabilidad propia para enfrentar una pregunta socrática fundamental: ¿cómo debo vivir? Elegir se asocia inevitablemente con la responsabilidad, y una identidad elegida se debe defender, lo cual no es necesario en el caso de una identidad descubierta. En efecto, esta falta de responsabilidad puede ser la causa de numerosas transgresiones, incluso de numerosos horrores.
En su nuevo libro Humanity: A Moral History of the Twentieth Century, Jonathan Glover argumenta que muchas de las atrocidades del mundo ocurren como resultado de que la gente se siente obligada a actuar de forma particular, de acuerdo con la identidad que cree tener, lo cual incluye castigar a quienes pertenecen a un grupo que tiene una relación hostil con el grupo al que uno pertenece. De hecho, muchos de los que venimos del subcontinente hindú y que tenemos suficiente edad como para haber pasado por las épocas sangrientas de 1940, recordamos con viveza cómo las revueltas previas a la partición hicieron uso de contrastes de identidad recién ideados, que transformaron a viejos amigos en enemigos nuevos y convirtieron a asesinos en supuestos patriotas. La matanza que vino después tuvo mucho que ver con el pretendido "descubrimiento" de una "verdadera" identidad, desembarazada de cualquier humanismo razonado. Una carnicería similar —en algunos casos incluso más extrema— ha venido ocurriendo recientemente en el mundo, en Ruanda, el Congo, Bosnia y Kosovo, y en otras partes, bajo el hechizo de identidades apenas descubiertas y magnificadas.
V
La elección de una identidad constituye un aspecto crucial de muchos otros temas de la ética social. Está ligada, por ejemplo, a la justicia global. Reconocer la posibilidad de elegir una identidad tiene la consecuencia inmediata de que la justicia global tiene que diferenciarse de la justicia internacional, con la que se confunde a menudo. Concebir la justicia global como justicia internacional equivale a asumir que la identidad nacional de una persona es la única identidad (o al menos la más importante). Pero la gente en diversas partes del mundo interactúa de modos diversos: a través del comercio, de la literatura, de la agitación política, de las ONG globales, de los medios informativos, de internet, etc. Sus relaciones no tienen como único intermediario a los gobiernos o a los representantes de naciones. Una militante feminista de Gran Bretaña, que quiere ayudar a remediar algunas de las desventajas de las mujeres en África o Asia, hace uso de una noción de identidad que no pasa por la empatía de una nación por los predicamentos de otra. Su identidad en tanto mujer puede ser más importante aquí que su nacionalidad.
De igual modo, muchas ONG —Médecins sans Frontières, OXFAM, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y otras— se concentran explícitamente en afiliaciones y asociaciones que rebasan las fronteras nacionales. Incluso los vínculos comerciales y las relaciones de mercado pueden establecer conexiones humanas. En una fecha tan lejana como 1770, David Hume señaló la importancia del intercambio creciente en la expansión de nuestro sentido de la justicia:
Supongamos entonces que varias sociedades distintas mantienen un tipo de intercambio para su mutua conveniencia y ventaja; los confines de la justicia se hacen aún más amplios, en proporción de la amplitud de las perspectivas de los hombres, y la fuerza de sus vínculos mutuos. La historia, la experiencia y la razón nos instruyen suficientemente en este progreso natural de los sentimientos humanos, y en el crecimiento gradual de nuestro interés por la justicia, en la medida en que nos familiarizamos con la utilidad extensa de esa virtud.
La justicia global no puede más que abarcar identidades que van más allá de la nacionalidad.
Este tema, que siempre ha tenido un profundo interés ético, ha adquirido especial importancia en años recientes, en parte como resultado de las protestas y manifestaciones de Seattle y Washington, Londres y Praga. Uno de los primeros rasgos que deben señalarse en estas manifestaciones recientes contra la globalización es el grado en el que estas protestas han sido ellas mismas acontecimientos globales: con gente de muchos países distintos y de regiones distintas del mundo. Con frecuencia, las inquietudes legítimas de los manifestantes se han expresado mediante exigencias estructuradas toscamente y con consignas de burda factura, y los temas de estas protestas han sido consistentemente más importantes que sus tesis. Pero, en el contexto presente es fundamental observar que el sentido de identidad que se expresa en estos movimientos —y también en muchos otros movimientos de interés global— va mucho más allá de las identidades nacionales. El mundo no es sólo una colección de naciones: es también una colección de personas, y la justicia internacional no puede colmar las exigencias de la justicia global.
VI
Regreso ahora a la plurietnicidad de la Gran Bretaña actual. Anteriormente discutí por qué es importante tener en cuenta la "identidad plural" y ahora quiero hablar acerca de la importancia de la "elección de identidad" en este ámbito. Así como el mundo global no puede concebirse únicamente como una colección de naciones, de modo similar una nación británica pluriétnica no puede concebirse como una colección de comunidades étnicas. Esto difiere un tanto de la visión que se ha bosquejado en el informe de la Commission on the Future of Multi-ethnic Britain. Según lo explica su presidente, Lord Parekh (distinguido teórico político y autor de Rethinking Multiculturalism), debemos pensar en Gran Bretaña como en "una federación indeterminada de culturas unidas por vínculos comunes de interés y afecto y por un sentido colectivo de la existencia".
Esta idea está bien estructurada, y Parekh presenta hábilmente el razonamiento que subyace en esta conclusión. Y sin embargo, debo decir que la relación de una persona con Gran Bretaña no necesariamente tiene que pasar por la "cultura" de la familia dentro de la que ha nacido. Una persona puede optar por buscar su identidad con más de una de las culturas previamente definidas o —lo cual es igual de admisible— con ninguna. Asimismo, una persona bien puede decidir que su identidad étnica o cultural es menos importante para ella que, digamos, sus convicciones políticas o sus compromisos profesionales o sus preferencias literarias. Es algo que ella debe elegir, al margen de cómo se sitúe en una "federación de culturas" imaginaria.
Estos no son problemas abstractos, ni tampoco rasgos específicos de la complejidad de la vida moderna. Consideremos el caso de Cornelia Sorabji, que llegó a Gran Bretaña en la década de 1880. Su propia descripción de sí misma y la que otros hicieron de ella fue variada: como "hindú" (regresó a la India y escribió un libro cautivador titulado India Calling); como alguien que también se sentía en casa en Inglaterra ("en casa en dos países, Inglaterra y la India"); como parsi ("soy parsi por nacionalidad"); como cristiana (admiradora de "los antiguos mártires de la iglesia cristiana"); como mujer que usa saris ("siempre perfectamente vestida con coloridos saris de seda", según la describió el Manchester Guardian); como abogada (en Lincoln's Inn); como luchadora por la educación de las mujeres y por los derechos civiles, sobre todo de mujeres recluidas (se especializó como consejera legal de las purdahnashin1); como defensora comprometida del imperio británico (incluso acusó a Mahatma Gandhi, injustamente, de reclutar "bebés de sólo seis y siete años"); como alguien siempre nostálgico de la India ("los pericos verdes de Budh Gaya: el humo azul de la madera en un pueblo indio"); como una firme creyente en la asimetría entre mujeres y hombres, a pesar de su nerviosa modernidad (se sentía orgullosa de que la vieran como "una mujer moderna"); como maestra en una universidad exclusiva para hombres ("a los 18 años, en una universidad para hombres"); y como "la primera mujer" de cualquier raza que obtuviera un grado en derecho civil de Oxford (que requirió de "un decreto especial de la Congregación para permitirle ejercer"). Cornelia Sorabji eligió sus identidades plurales bajo la influencia de sus orígenes, pero también por medio de sus propias decisiones y prioridades. Elegir de esta forma no la hace excepcional, a pesar de la originalidad espectacular de la combinación de identidades que eligió.
Además de reconocer la importancia de la libertad individual para elegir, también es importante tener en cuenta el hecho de que las llamadas "culturas" no reflejan nada parecido a un conjunto monolítico y excepcionalmente definido de actitudes y creencias. Las tradiciones hindúes, por ejemplo, se conciben a menudo en una estrecha relación con la religión; y sin embargo, el sánscrito y el pali tienen una literatura que defiende el ateísmo y el agnosticismo de forma más decidida que la que puede encontrarse en cualquier otro idioma clásico, griego o latín o hebreo o árabe. Considérese, por ejemplo, este argumento resueltamente antirreligioso: "No hay un mundo del más allá, ni práctica alguna para alcanzarlo. Sigue lo que está en tu experiencia y no te atribules con lo que está más allá de la esfera de la experiencia humana." O considérese este otro argumento, más agresivo y combativo: "Los mandatos acerca de la adoración de los dioses, el sacrificio, los regalos y la penitencia los ha puesto en las Shastras [escritos religiosos hinduistas] gente astuta, sólo para gobernar a [otra] gente y para hacerla sumisa y dispuesta a la caridad."
Estos argumentos pueden parecer bastante inaceptables si los expresa un crítico británico nativo —o "aborigen"—, que podría meterse en problemas con la recién concebida "federación de culturas". Sin embargo, son citas tomadas del Ramayana y reflejan puntos de vista consignados en ese texto de dos milenios de antigüedad, que a veces se define (equivocadamente, por lo que se ve) como la fuente definitiva del hinduismo ortodoxo. En efecto, puntos de vista igualmente diversos pueden hallarse en muchos otros antiguos textos hinduistas, incluso el Mahabharata (la epopeya hermana del Ramayana) y varios otros documentos antiguos que combinan la afirmación de creencias con expresiones de escepticismo. Hay también complejos comentarios de escepticismo antirreligioso en los escritos de las escuelas Lokayata y Charvaka (que datan de alrededor del siglo VI a. de C.), algunos de los cuales están incluidos en compilaciones eruditas, tales como el Sarvadarshana-samgraha o La colección de todas las filosofías, escrito por Madhava Acharya en el siglo XIV.
En efecto, muchas de las "culturas" que los líderes religiosos contemporáneos frecuentemente interpretan en términos estrechos y rígidos contienen variaciones internas enormes en cuanto a actitudes y creencias. Uno de los peligros asociados con el proyecto de crear una "federación de culturas" es el de sumergir la diversidad interna de una cultura dentro de una visión falsamente uniforme, y negarles a los miembros de la comunidad la libertad para adoptar su propio punto de vista y llegar a sus propias interpretaciones de los contenidos de sus culturas. Estas culturas a menudo han tenido actitudes más flexibles y tolerantes que las de sus actuales líderes religiosos oficiales. Los emperadores musulmanes en Turquía, o los soberanos moghales (como Akbar) en la India, con frecuencia fueron mucho más liberales en cuestiones religiosas que sus contemporáneos europeos. En el siglo XII, cuando el gran filósofo y jurista judío Maimónides tuvo que huir de una Europa intolerante (donde nació) y de la persecución de los judíos, escogió la seguridad de un Cairo tolerante y urbano y el patronazgo del sultán Saladino. De modo parecido, es importante recordar, a la luz de los intentos recientes de algunos líderes políticos hinduistas para atacar la promoción del cristianismo en la India, que la India ya tenía grandes comunidades cristianas desde una época tan remota como el siglo IV: casi doscientos años antes de que en Gran Bretaña empezara a haber cristianos.
Si el currículo escolar en Gran Bretaña ha de incluir más historia de otras culturas, lo que para nada constituye una exigencia frívola, es importante asegurarse de que la decisión de qué se va a incluir y qué va a dejarse fuera no quede en manos únicamente de los líderes oficiales de estas comunidades y culturas. Esto, claro, no es el propósito del proyecto de Lord Parekh, y él mismo es demasiado sabio y está demasiado bien informado como para tomar ese camino; pero la visión de Gran Bretaña como una "federación de culturas" sí despierta profundas sospechas acerca de cómo se representarían las culturas en esta federación recién ideada. La concepción alternativa de Gran Bretaña como una sociedad de personas de orígenes diversos, que tienen la libertad de elegir sus propias identidades y prioridades, posee méritos que la idea de la "federación" no tiene. Ya es suficientemente malo tener lo que Appiah ha llamado las "nuevas tiranías"; pero tenerlas con patrocinio oficial sería verdaderamente trágico.
VII
Llego, finalmente, a la última de las tres preguntas particulares referentes a la identidad; a saber, principalmente el problema de su trascendencia o de lo que he llamado "más allá de la identidad". Aun después de concederle el reconocimiento debido a la "identidad plural" y a la "elección de identidad", debemos de todas formas considerar los reclamos de otra gente que no comparte nuestra identidad. Este, claro, es un tema vasto, y sólo puedo detenerme en algunos de sus aspectos.
Quizá el primer punto que debe tenerse en cuenta es que las exigencias universalistas no necesariamente adoptan la forma de una identificación con toda la gente, sino que más bien consideran los intereses y reclamos de toda la gente sin que importe si uno se identifica con ella. La inclusión moral o política no es lo mismo que la identidad. Hay algo inevitablemente burdo en el pensamiento de que no podemos experimentar una empatía por las alegrías y las miserias, los predicamentos y los logros de otros si no los vemos como una especie de extensión de nosotros mismos. Concebir la empatía como una extensión de nuestro egoísmo, mediante el artificio de ver a los otros como una versión de nosotros, puede poseer su propia nobleza, pero seguramente es posible ejercer la empatía sin realmente insertarse uno mismo en la vida de los otros.
Cuando uno examina los argumentos kantianos, como aquel al que hice referencia anteriormente, o los razonamientos que hay en la exigencia de Adam Smith de que debe invocarse a un "espectador imparcial", resulta esencial que exista la imparcialidad junto con la inclusión universal. En la empatía por los otros hay dos usos distintos de la identidad: un uso "epistemológico", donde uno se coloca en el lugar de los otros y desde ahí trata de averiguar qué sienten y qué ven, y el uso "ético", donde se considera a los otros como si fueran iguales a uno. El uso epistemológico de la identidad es de una importancia ineludible, dado que nuestro conocimiento de las mentes ajenas tiene que derivarse, de un modo o de otro, del hecho de situarnos en el lugar de los otros. Pero el uso ético de la identidad bien puede no ser obligatorio. Al responder a los intereses de los otros, podemos vernos como "espectadores imparciales", según describió la función Adam Smith; pero esta exigencia de atención imparcial no equivale a promover el interés por los otros con base en que, de algún modo, son extensiones de uno mismo. Como gente capaz de abstraer y de razonar, debemos poder responder humanamente a los predicamentos de gente diferente, que se concibe de manera diferente. El razonamiento centrado en la identidad puede bien ocupar un lugar en el pensamiento moral y político, pero no por ello agotar el ámbito entero de la ética racional.
De modo semejante, la inclusión política puede resultar muy importante para la justicia política, al margen de que se toque un tema de identidad en esa inclusión. El informe de la Commission on the Future of Multi-ethnic Britain señala que en muchos sentidos Gran Bretaña ha tenido más éxito que algunos de sus vecinos europeos —Alemania e incluso Francia— en la tarea de mantener a raya el racismo y las revueltas contra la inmigración. Al explicar este contraste, es importante examinar las diferencias de inclusión política que han permitido las leyes electorales respectivas. En Alemania, un inmigrante legal no tiene derecho a votar debido a las dificultades y demoras que existen para obtener la nacionalidad (aunque recientemente se han realizado esfuerzos para modificar esta situación). Gran Bretaña evitó este problema no sólo por medio de leyes de nacionalidad menos exigentes, sino también (de hecho, principalmente) por medio de una conexión histórica. Gracias a la tradición imperial, asumida ahora por la Commonwealth, el derecho de voto en el Reino Unido está determinado no sólo por la nacionalidad británica, sino también por las demás nacionalidades de la Mancomunidad. En efecto, cualquier ciudadano de la Mancomunidad —cualquier súbdito de la reina como soberana de la Mancomunidad— adquiere de inmediato el derecho a votar en Gran Bretaña, junto con su permiso de residencia. La mayor parte de los inmigrantes no blancos en Gran Bretaña vienen de países de la Mancomunidad (de Jamaica y Trinidad, Nigeria y Ghana, Uganda y Kenia, India, Paquistán y Bangladesh), y por eso mismo han gozado del derecho a la participación política tan pronto deciden residir en Gran Bretaña de modo permanente. Esto, claro, no les da derecho a inmigrar, pero una vez que alguien reside en Gran Bretaña, la inclusión política es inmediata y efectiva.
Si un extremista de derecha en Alemania hace declaraciones contra los inmigrantes, no pierde el voto de los inmigrantes, pues no lo tienen, mientras que sí puede granjearse el voto de aquellos que sienten inclinaciones parecidas contra los inmigrantes. En Gran Bretaña, en cambio, las declaraciones contra los inmigrantes pueden agradar a algunas personas, pero también pueden provocar un contragolpe de parte de los electores inmigrantes, incluso si aún carecen de la nacionalidad británica. Gracias a esto los partidos políticos británicos se sienten obligados a cortejar el voto de los inmigrantes, y esto ha servido claramente para frenar los intentos anteriores de políticas racistas en Gran Bretaña. No hay ciertamente ninguna razón para la complacencia en Gran Bretaña, que todavía tiene muchos problemas, pero sí hay razones para que exista cierto grado de satisfacción.
Más significativamente aún, es necesario reconocer la importancia de la inclusión política, que tiene consecuencias y logros propios que no deben confundirse con ninguna noción de identidad social. Es esencial reconocer no sólo que las identidades pueden ser plurales, y que las prioridades que les asignamos a nuestras identidades diversas son un asunto que nos atañe sólo a nosotros, sino también que la inclusión moral y política rebasa el ámbito de la identidad. Estos temas no sólo son fundamentales para nuestro entendimiento social: también son pertinentes en el caso de algunos de los problemas prácticos más difíciles del mundo contemporáneo. Hace falta claridad en todo esto. –
©The New Republic
Traducción de Tedi López Mills