Una cuestión de lenguaje. Eso parece ser la vida humana. La vida de ese ser indigente, menesteroso, que no puede vivir sin los otros, pensar sin los otros. Al menos, eso es lo que decía el filósofo que descubrió para qué servían las palabras y qué se podía encerrar en ellas. Esa exigencia de compañía no sólo manifiesta la necesidad de lenguaje, sino la radical soledad de cada conciencia que encuentra, a través de las palabras y del amor, la posibilidad de engarzarse con sus semejantes. Apenas hay otros puentes entre seres "eternamente separados". El origen del lenguaje y del amor tenía, sin embargo, que desarrollarse sobre un principio de libertad que permitía ver el mundo y desatascaba de las palabras acartonadas, de las frases hechas, en las que se coagula la posibilidad de pensar.
Mirar el mundo, entenderlo y comunicarlo fue un programa que, casi instintivamente, llevó a cabo el "animal que habla" desde el momento en que sintió la urgencia de tener que convivir. Pero el hablar "se dice de muchas maneras". Las palabras pueden fluir, facilitar inteligencia, dar luz, construir comunidad, o también ofuscarse, deteriorarse, corromperse. Parece que este enfrentamiento entre lo positivo y lo negativo, entre la creación y la corrupción es la empresa esencial del existir como seres humanos. Porque esos dos territorios se confunden y enmarañan y en ellos nos perdemos. Esta pérdida ocurre porque ya nosotros mismos estamos perdidos, descarriados; porque hemos apagado la luz del pensamiento, la autarquía de mirar con los propios ojos, o porque la asfixia de los medios de comunicación o de una escuela y educación entontecedora haya acabado por aniquilar nuestra responsabilidad y nos haya enterrado en la fosa de la alineación, emborronando el horizonte ideal que debería alentar toda existencia.
La degeneración de la mente y el crecimiento de la mentecatez es posible, hoy más que nunca, por los múltiples canales más o menos subterráneos, por los enormes charcos de información, por el imperio de opiniones tóxicas, de mensajes podridos que, sin darnos cuenta, tragamos. Este fenómeno, cada vez más presente en la paradójicamente llamada sociedad de la información, enreda y devalúa el cerebro y, de paso, va mutilando la capacidad de pensar. Hay una expresión que mide esa cretinización colectiva: el "nivel de audiencia" que, con las excepciones que se quiera y sea cual sea el espacio en que tal nivel se busque, es, en el fondo, manifestación creciente de una forma de corrupción. Es verdad que los nuevos instrumentos de comunicación pueden ser también colaboradores eficaces para ampliar, informar, e incluso ilustrar la inteligencia. Pero esto sólo es posible si aprendemos, como en los orígenes de la democracia, en el pensamiento griego, a mirar las cosas de una manera nueva y, sobre todo, a mirar las palabras.
La mirada sobre el lenguaje, la pregunta continua sobre las significaciones es una función educativa y una de las grandes empresas de la cultura. El universo de palabras que nos circunda al incorporarse como lengua materna a nuestra vida nos constituye y nos define. Pero no basta con este hecho esencial de la existencia humana, no basta con encontrarse por azar en un lenguaje. Nadie puede sentirse orgulloso de una lengua en la que, por casualidad, se ha nacido si no se es capaz de convertir ese azar en necesidad, esa casualidad en destino; si no aprende con ella a ser persona, a ser veraz, justo, solidario, decente... Esa lengua materna en la que nacemos tiene que hacerse lengua personal, lengua matriz, lengua capaz de definir y manifestar nuestros comportamientos: "¡Habla para saber quién eres!".
Una forma de cultivar esa facilidad para entender el lenguaje es la poesía. En el mundo de la pragmacia y el consumo de baratijas verbales, la palabra poética tiene una gozosa y sustanciosa espontaneidad. Las líneas del poema nos enfrentan a un uso del lenguaje absolutamente libre. No hay otro compromiso con sus palabras que el que implica la apertura a un nuevo horizonte de sensibilidad. En ese horizonte vislumbramos la propia historia enhebrada en un tejido de significaciones inesperadas, de sentidos imprevistos, provocadores y enriquecedores. La poesía nos hace ver el mundo con ojos distintos al que el uso nos marca en el diario y tantas veces vacío discurso del vivir. Por eso es, efectivamente, un mundo de creatividad, de libertad, y ser libre quiere decir, en poesía, el encuentro con un lenguaje que se dice a sí mismo y que no tiene otra posibilidad de entenderse que cobijándose bajo las alas de esa misma libertad de señalar, de significar que es, al mismo tiempo, una libertad de sentir y de entender y de amistar.
Pienso que una de las muchas tareas para una educación renovadora es, precisamente, el encuentro con la lectura, con la imaginación y con ese inabarcable mundo de afectos y sentimientos que la poesía despierta. Una poesía que nos enseña a mirar en las palabras, en su esencial liberación de otros compromisos que no sea puro lenguaje, pura significatividad, puro amor a las cosas y a sus sentidos. Somos lo que entendemos, lo que hablamos, pero también -y no sé si sobre todo- lo que amamos. La lectura de la poesía, hacer que afloren a los labios de los alumnos las palabras de los poetas y que se abran, así, a una forma originaria y viva del decir. Una función pedagógica enriquecedora sería el hacer que nuestros jóvenes estudiantes en la escuela aprendiesen a decirse la poesía, a pronunciar con esas palabras los sentimientos que nos alejan del dominio de la pragmacia y la tecnología imperante. Una forma de educación que se escapa de la destreza de los teclados, de los destellos que ofuscan millones de pantallas y que, en última instancia, compensaría el chisporroteado predominio.
Lenguaje de la economía y la miseria, del engaño y la corrupción, de la indecencia y de los defensores de la desmemoria para amparar cualquier vileza del presente con la impunidad de que nunca será recordado. En la elegía Pan y vino Hölderlin, en palabras citadas en múltiples contextos, se preguntaba: ¿Para qué poetas en tiempos de crisis? Pues para eso, precisamente para eso. Para evitar que en "épocas de miseria ocupen su lugar los timadores, los farsantes, los hechiceros, los fanáticos y otras criaturas del submundo intelectual".