La utopía parecería ofrecer el espectáculo de esos raros fenómenos cuyo concepto resulta indistinguible de su realidad, cuya ontología coincide con su representación. ¿Conserva esta entidad peculiar todavía una función social? Si ya no la tiene, entonces acaso la razón resida en esa extraordinaria disociación histórica entre dos mundos diferentes que caracteriza la globalización a día de hoy. En uno de esos mundos, la desintegración de lo social es tan absoluta -entre miseria, pobreza, desempleo, hambre, desdicha, violencia y muerte- que los programas sociales de compleja elaboración de los pensadores utópicos resultan de una frivolidad equiparable a su irrelevancia. En el otro, una riqueza sin precedentes, la producción informatizada, descubrimientos científicos y médicos inimaginables hace un siglo, así como una variedad infinita de placeres comerciales y culturales, parecen haber vuelto la fantasía y la especulación utópicas tan aburridas y anticuadas como los relatos pretecnológicos del viaje espacial.
El término sólo sobrevive a esta obsolescencia general como prueba simbólica alrededor de la cual luchas en esencia políticas todavía nos ayudan a distinguir entre izquierda y derecha. Así pues, lo «utópico» ha pasado a convertirse en una palabra en clave de la izquierda para decir socialismo o comunismo; mientras que, para la derecha, se ha vuelto sinónimo de «totalitarismo» o, en realidad, de estalinismo. Los dos usos del término parecen de hecho superponerse de algún modo y suponen que una política que desee cambiar el sistema radicalmente se calificará de utópica, con el matiz derechista de que el sistema (ahora entendido como el libre mercado) forma parte de la naturaleza humana; que cualquier intento de cambio irá acompañado de violencia; y que los esfuerzos por mantener los cambios (contra la naturaleza humana) necesitarán de una dictadura. De modo que, en este marco, entran en juego dos cuestiones práctico-políticas: una crítica de izquierdas del reformismo socialdemócrata, dentro del sistema, y, por otra parte, un fundamentalismo del libre mercado. Pero ¿por qué no limitarse a discutir estas cuestiones de manera directa y abierta, sin recurrir a esa tercera cuestión, aparentemente literaria, de la utopía? De hecho, se podría dar la vuelta a la pregunta y decir que somos perfectamente libres de discutir la utopía como cuestión histórica y textual o genérica, pero no cabe complicarla con la política. (En todo caso, ¿no ha sido esta palabra siempre empleada por algunos de los personajes políticos más eminentes de todos los colores para calumniar de forma insultante a sus adversarios?)
Con todo, el ocaso de la idea utópica constituye un síntoma histórico y político fundamental, que merece un diagnóstico por derecho propio, si no una nueva terapia más eficaz. Por una parte, ese debilitamiento del sentido de la historia y de la imaginación de la diferencia histórica que caracteriza la posmodernidad está, paradójicamente, entrelazado con la pérdida de ese lugar más allá de todas las historias (o después de su final) que llamamos utopía. Por otra, resulta muy difícil imaginar hoy un programa político radical sin la concepción de una alteridad sistémica, de una sociedad alternativa, que sólo la idea de utopía parece mantener viva, aunque débilmente. Esto desde luego no significa que, si conseguimos recuperar la utopía como tal, los contornos de una política práctica nueva y efectiva para la época de la globalización se harán visibles de inmediato, sino sólo que nunca llegaremos a una política tal sin utopía.
Desterrar el mal
Volvamos a partir entonces de las propias utopías textuales. Aquí nos encontramos dos posibilidades alternativas de análisis, que cabe denominar respectivamente como la causal y la institucional, o quizá incluso la diacrónica y la sincrónica. La primera de ellas tiene que ver con el mundo utópico como tal; o mejor, y de forma más precisa, con la manera en la que esta o aquella «raíz de todos los males» se ha suprimido del mundo. Por ejemplo, como bien sabemos, con lo que se quedan todos los lectores de Tomás Moro -al igual que sucede con Platón- es con la abolición de la propiedad privada. Esto supuestamente convierte a Moro y a Platón en precursores del comunismo. Pero una mirada más atenta y una investigación de la teoría de la naturaleza humana que sustenta estos dos ataques contra la institución de la propiedad privada revelan un diagnóstico muy distinto: que la raíz de todos los males se encuentra en el oro o el dinero y que lo que hay que reprimir de algún modo a través de leyes y disposiciones verdaderamente utópicas es la codicia (como mal psicológico), a fin de alcanzar una forma de vida mejor y más humana. A tenor de esta interpretación, la cuestión del dinero en Moro introduce la cuestión de la jerarquía y del igualitarismo y es por ello más esencial. Este tipo de utopismo ha tenido una larga e ilustre descendencia, que llega a Proudhon y Henry George y continúa hasta el Comandante Douglas y el famoso stamp-script tan querido de Ezra Pound, pero tales nombres sugieren ya que puede que no sea totalmente adecuado interpretar la denuncia del dinero como antecesora directa del comunismo.
Moro pretendía suprimir las relaciones de propiedad individual; la crítica de la propiedad de Marx iba de hecho dirigida a la supresión de la posesión individual legal de los medios colectivos de producción, la cual debía conducir a una situación en la que las clases desaparecerían como tales, y no sólo las jerarquías sociales y las injusticias individuales. Me gustaría ir más allá y afirmar que lo crucial en Marx es que su perspectiva no incluye un concepto de naturaleza humana; no es esencialista ni psicológica; no postula impulsos, pasiones o pecados primordiales, como la codicia, la sed de poder, la avaricia o el orgullo. El diagnóstico de Marx es estructural y resulta perfectamente coherente con las actuales convicciones existenciales, constructivistas o antiesencialistas y posmodernas que descartan cualquier presupuesto referente a una naturaleza o esencia humana preexistente. Si no existe una única naturaleza humana, sino toda una serie de ellas, es porque la llamada naturaleza humana es histórica: cada sociedad construye la suya propia. Y, parafraseando a Brecht, dado que la naturaleza humana es histórica y no natural, dado que es un producto de los seres humanos y no está inscrita de manera innata en los genes o en el ADN, los seres humanos pueden cambiarla, es decir, no es una condena o un destino, sino, por el contrario, el resultado de la praxis humana.
El antihumanismo de Marx, entonces (por emplear otro término para esta perspectiva), o su estructuralismo, o incluso su constructivismo, representa un gran avance con respecto a Moro. Pero una vez que entendemos el utopismo de este modo, vemos que hay varias maneras diferentes de reinventar la utopía, por lo menos en este primer sentido de supresión de esta o aquella «raíz de todos los males», concebida ahora como una cuestión estructural más que psicológica. Estas distintas posibilidades se pueden medir también en términos práctico-políticos. Por ejemplo, si me pregunto cuál sería, a día de hoy, la reivindicación más radical que cabría hacer con respecto a nuestro sistema -esa reivindicación que no podría ser respondida o satisfecha sin transformar el sistema hasta hacerlo irreconocible y que a la vez marcaría el comienzo de una sociedad estructuralmente distinta de la actual en todos los sentidos concebibles, desde el psicológico hasta el sociológico, desde el cultural hasta el político- sería la reivindicación del pleno empleo, de un pleno empleo universal en todo el planeta. Tal y como nos han enseñado sin descanso los apologistas económicos del sistema actual, el capitalismo no puede florecer bajo un régimen de pleno empleo; necesita de un ejército de desempleados de reserva para funcionar y evitar la inflación. Esta primera llave inglesa del pleno empleo se complejizaría ulteriormente gracias a la universalidad del requisito, en tanto que el capitalismo necesita también una frontera, y una expansión perpetua, para sostener su dinámica interna. Pero en este punto, el utopismo de la propuesta se hace circular, porque queda a su vez claro no sólo que la instauración del pleno empleo transformaría el sistema, sino también que el sistema se tendría que haber transformado ya, por adelantado, para que se pudiera instaurar el pleno empleo. No llamaría a esto un círculo vicioso exactamente; pero sin duda revela el espacio del salto utópico, el desfase entre nuestro presente empírico y las disposiciones utópicas de ese futuro imaginario.
No obstante, un futuro así, imaginario o no, vuelve a su vez sobre nuestro presente para desempeñar un papel de diagnóstico y de crítica sustancial. Poner el pleno empleo en primer plano en este sentido, como requisito utópico fundamental, nos permite, en efecto, volver sobre circunstancias y situaciones concretas e interpretar sus puntos oscuros y sus dimensiones patológicas como parte de los múltiples síntomas y efectos de esa raíz de todos los males particular identificada como desempleo. La delincuencia, la guerra, la degradación de la cultura de masas, las drogas, la violencia, el aburrimiento, la sed de poder, el afán de distracción, el ansia de un nirvana, el sexismo, el racismo, todos pueden diagnosticarse como parte de los múltiples resultados de una sociedad incapaz de dar cabida a la productividad de todos sus ciudadanos. En este punto, entonces, la circularidad utópica se convierte al mismo tiempo en figuración y programa políticos y en instrumento de crítica y diagnóstico.
He desarrollado este ejemplo -que, con toda certeza, está ya presente en Moro [1] y en el que yo también creo, aunque todavía quede por determinar qué podría significar el término «creencia» cuando hablamos de utopías- para distinguirlo de esa segunda concepción de la utopía, bien diferente, que ahora retomo, volviendo para ello (tal y como, al parecer, hay que hacer siempre) a Tomás Moro. Supongan que se dijera que lo verdaderamente utópico del texto de Moro no tiene nada que ver con sus ideas acerca del dinero y de la naturaleza humana, sino que con lo que tiene de verdad que ver es con su descripción de la organización utópica y de su vida cotidiana: de cómo funcionan las cosas desde un punto de vista político -la división de la isla en 54 ciudades, la organización en grupos de 30 hogares cada uno, los sifograntes, los filarcas, el senado, los transibors, el príncipe electo, el funcionamiento de los hogares (y sus preparativos para las comidas), el matrimonio, los esclavos, las obligaciones agrícolas, las leyes y otras cuestiones semejantes-. Si nuestra atención y nuestro interés se centran en esto, entonces, a mi juicio, debemos observar en primer lugar que ello implica una transformación radical de la perspectiva anterior acerca de la utopía. Me aventuro a sugerir que nuestra atención hacia la primera versión de la utopía, hacia la versión de la «raíz de todos los males», era esencialmente existencial: nosotros, como individuos, contemplamos la relación con el dinero y la codicia, con la propiedad, y esto nos conduce a preguntarnos cómo sería la vida sin estas cosas. Esta perspectiva se mantiene, creo, en el ejemplo anterior: la mayoría de nosotros tenemos empleo, pero el miedo al desempleo y a la falta de ingresos nos es familiar y no ignoramos la miseria psíquica que conlleva el desempleo crónico, la desmoralización, los efectos malsanos del aburrimiento, el desgaste de energías vitales y la falta de productividad, aunque solamos entender estas cosas desde un punto de vista burgués e introspectivo.
Éxtasis anónimo
Pero cuando volvemos a los proyectos y disposiciones políticos utópicos que he mencionado, la perspectiva pasa a ser completamente anónima. A los ciudadanos de Utopía se les considera como una población estadística: ya no son individuos, no digamos una «experiencia vivida» existencial. Si Moro nos cuenta que los utópicos son «de trato fácil, de buen temperamento, ingeniosos y amantes del ocio» o que, siguiendo a Aristóteles, «se aferran sobre todo a los placeres mentales, que para ellos son los más primordiales de entre todos los placeres», esto no hace sino realzar la impresión estadística, en lugar de dar paso a su individualización (1965):179,175. Toda la descripción se moldea de acuerdo con una especie de alteridad antropológica, que no nos tienta, ni por un instante, a tratar de imaginarnos en su lugar, a proyectar al individuo utópico con una densidad existencial concreta, aunque ya conozcamos los detalles de su vida cotidiana (dentro de una noción de cotidianidad que, en la actualidad, ha venido a desbancar la de vida privada). Cabría objetar que cuando lleguemos a utopías como la de William Morris (Noticias de ninguna parte), esta despersonalización ya no regirá; pero quizá sus personajes prosaicos sólo estén, como los victorianos, un poco más cerca de nosotros en el tiempo.[2] No obstante, se trata de una objeción importante, ya que lo que quiero defender aquí es que este efecto de anonimato y de despersonalización constituye un elemento muy importante de lo que la utopía es y de cómo funciona. El aburrimiento o aridez que se le ha atribuido al texto utópico, empezando por el de Moro, no constituye, pues, ni un inconveniente literario ni una objeción seria, sino un punto fuerte absolutamente central del proceso utópico en general. Refuerza lo que hoy en día se llama en ocasiones democratización o igualitarismo, pero que yo prefiero llamar plebeyización: nuestra desubjetivación en el proceso político utópico, la pérdida de privilegios psíquicos y de propiedad privada espiritual, la reducción de todos nosotros a esa laguna o carencia que nos constituye a todos como sujetos, pero que gastamos gran cantidad de energía en intentar ocultar a nuestros propios ojos.
Volvamos ahora a la distinción que he estado estableciendo entre dos perspectivas utópicas, la que se refiere a la raíz de todos los males y aquella otra que habla de la organización política y social. Probablemente, deberíamos considerar cada una de ellas de forma distinta: como cumplimiento de un deseo, una, y como construcción, la otra. Tanto un enfoque como el otro implican claramente placer: el cumplimiento de un deseo tiene, casi por definición, algo que ver con el placer, aunque pueda conllevar un largo rodeo y una mediación múltiple a través de sucedáneos. Así, Ernst Bloch nos enseñó hace tiempo que los anuncios de medicinas patentadas explotaban el núcleo obstinado del anhelo de una vida eterna y la transfiguración del cuerpo. Estos deseos son más obvios si cabe en el caso de las distintas utopías en las que se mantienen cerca de la superficie los viejos sueños campesinos de una tierra de la abundancia, de pollos asados que vuelan a la boca, así como de otras fantasías más eruditas sobre el edén y el paraíso terrenal.
Pero puede que los placeres de la construcción no sean tan evidentes: hay que pensar en ellos desde el punto de vista del taller en el garaje, de los juegos de construcciones de mecánica casera, del Lego, del bricolaje y el ensamblaje de cosas de todo tipo. A lo que se deben añadir los placeres especiales de la miniaturización: reproducir exactamente las cosas grandes en dimensiones manejables que poder armar por uno mismo y probar, como con los equipos químicos caseros, o cambiar y reconstruir en una variación interminable alimentada por nuevas ideas e informaciones. Escalextric de la mente, estas construcciones utópicas expresan el espíritu del trabajo no alienado y de la producción mucho mejor que ningún concepto de écriture o Spiel.
Géneros de voluntad política
No obstante, cada una de estas perspectivas -la constructiva tanto o más que la de cumplimiento de un deseo- conoce restricciones. No siempre se puede fantasear satisfactoriamente con los deseos: tal es el funcionamiento de las restricciones de la narración, así como de lo Real. No siempre se pueden erigir las construcciones: tales son las restricciones de las materias primas y de la situación histórica, que se presentan como la estática y la dinámica, como las leyes fundamentales de la gravedad y de la locomoción, de la edificación de colectivos imaginarios. Y algunas de estas restricciones estructurales se pueden identificar a través de una comparación del texto utópico con géneros o tipos de discurso relacionados.
Tomaré en consideración cuatro de ellos, con los que la utopía parece íntimamente relacionada, el manifiesto, la constitución, el «espejo de príncipes», y la gran profecía, que incluye en su seno ese modo llamado sátira, la denuncia del mundo depravado y en decadencia, que Robert C. Elliot consideraba el contrario modal del texto utópico y que aparece en el Libro I de la propia Utopía de Moro (Elliot 1970). [3] A decir verdad, dos de los otros géneros dejan también su propia huella en este libro. El Libro I relata la conversación del viajero Hythloday con Moro y sus amigos, una conversación que resultará en la descripción de la propia Utopía por parte de Hythloday en el Libro II (escrito, no obstante, antes que el Libro I). El Libro I proporciona una sátira despiadada de los males de la época, una sátira que raya la profecía.[4] Excluye el espejo de príncipes, puesto que Hythloday rechaza las oportunidades de la corte y la posibilidad de ser consejero del monarca; no consigue identificar ningún medio fundamental para dar lugar a un cambio radical y, por lo tanto, no cumple en sentido genérico la prescripción que Althusser estableciera para el manifiesto (una prescripción que sí cumple, en cambio, El príncipe de Maquiavelo, un texto escrito casi al mismo tiempo que la Utopía de Moro) (Althusser 1997: 37-168). Y por lo que respecta a la escritura de constituciones -un pasatiempo que alcanzó su cenit durante el revolucionario siglo XVIII, pero que, al parecer, todavía se practica hoy en día (Giscard d'Estaing es un ejemplo)-, las instituciones del Libro II se hacen débilmente eco de tal práctica, pero con lo que a mi juicio constituye una diferencia esencial. Si cada ley se redacta para hacer imposibles o impedir determinadas acciones concretas, identificadas performativamente como delitos, aventuraría la afirmación de que las constituciones también se redactan para impedir que determinados acontecimientos tengan lugar; pero que esos acontecimientos son colectivos y no individuales. De hecho, basta con echar una ojeada a la más exitosa de todas las constituciones, a saber, la de Estados Unidos, para entender qué tipo de acontecimientos colectivos está destinada a impedir. Las constituciones nacen para adelantarse a las revoluciones propiamente dichas y para impedir el desorden y el cambio social radical. Claramente, Jefferson incurrió en un error de categoría y de género cuando intentó incorporar el derecho a rebelarse en este tipo de documento, pero como la utopía está de por sí más allá de la historia, las condiciones y disposiciones que adopta el género del encuadramiento constitucional para impedirla resultan superfluas. Sólo en la época actual han aparecido relatos en los que los personajes organizan una revolución contra la propia utopía y en los que este proceso se vive de manera más satisfactoria que la fundación previa de la utopía.
No disponemos de espacio aquí para explorar los análisis propiamente literarios -discursivos, estructurales o semióticos- de estos géneros y modos, o para contar de forma más concreta lo que cada uno de ellos nos dice sobre el género en cuestión: el texto utópico. No obstante, cabe decir que este tipo de análisis ayuda a determinar la relación específica con lo político en sentido estricto, que mantiene no sólo la utopía como texto, sino también el pensamiento y los impulsos utópicos en general. Se trata de una relación peculiar y paradójica, tal y como ya he dado a entender; la utopía es o demasiado política o no lo suficiente. Ambas recriminaciones son comunes y corrientes, y recuerdan el inquietante momento de la crónica de Hythloday en el que éste nos cuenta que las discusiones políticas fuera del Senado se castigan con la muerte, algo no tan corriente en nuestro mundo, por fortuna (Moro (1965): 125). Pero las razones son meridianamente claras: en Utopía se supone que la política ha llegado a su fin, junto con la Historia. Se deben evitar los enfrentamientos entre fracciones, los partidos, los subgrupos y los intereses particulares en nombre de la Voluntad General. Lo único que no se puede cuestionar o cambiar es el propio sistema: éste es, de hecho, el presupuesto fundamental de todos los sistemas, de la democracia tanto o más que del comunismo. No se puede abolir la representación parlamentaria en un sistema parlamentario; no se puede decidir volver a la libre empresa en un sistema comunista; las cooperativas no pueden florecer dentro de un sistema de mercado capitalista; no se puede tolerar el nepotismo, la herencia y la nomenklatura en el seno de una sociedad comprometida con la igualdad. Un sistema social debe incluir, para seguir funcionando, sus propias inmunidades asociadas: ¿cuánto más no deberá ser así en el caso del sistema destinado a acabar con todos los sistemas? Sin embargo, esta expulsión de la política no resulta en absoluto incompatible con las «revoluciones permanentes» de otro tipo de política: las eternas peleas y riñas, los interminables debates y discusiones, que llenan las sesiones municipales de Kim Stanley Robinson (1990) o los congresos del partido supervivencialista de Ernest Callenbach; las sempiternas proclamaciones de desacuerdo que impulsaron a Raymond Williams a observar que el socialismo sería mucho más complicado que el capitalismo y llevaron a Oscar Wilde a quejarse de que este primero «ocupaba demasiadas tardes». Aunque cuando abordemos la dialéctica de la utopía veremos que estas mismas diferencias, que parecen oponer a Moro frente a Callenbach y al «enorme ejército de abogados» de Ecotopía, pueden interpretarse también bajo una luz muy diferente (1973:110).[5]
Juego mental
¿Cómo deberíamos formular entonces la posición de la utopía con respecto a lo político? Me gustaría sugerir lo siguiente: que la utopía surge en un momento de suspensión de lo político; casi me siento tentado a decir: en el momento de su escisión o, mejor aún, adoptando la jerga lacaniana para expresar esa extraña externalidad de lo político con respecto al campo social, de su extimidad; o, incluso, tomando prestada la figura que Derrida encuentra en el análisis de Abraham-Torok del hombre-lobo freudiano, de su «encriptamiento».[6] Pero ¿de verdad constituyen las figuras la manera adecuada de expresar esta peculiar autonomía de lo político, ocluida y olvidada como un quiste en el seno de lo social propiamente dicho? Quizá sería más fácil empezar diciendo: la política siempre nos acompaña y siempre es histórica, siempre está en proceso de transformación, de evolución, de desintegración y de deterioro. Quiero expresar una situación en la que las instituciones políticas parecen al mismo tiempo inmutables e infinitamente modificables: no ha aparecido ningún agente en el horizonte que ofrezca la más mínima oportunidad o esperanza de modificar el statu quo y, sin embargo, mentalmente -y quizá por ese mismo motivo- parece posible imaginar todo tipo de variaciones y recombinaciones institucionales.
Lo que llamo instituciones políticas son, pues, objeto y materia prima de un juego mental incesante, como esos juegos de construcciones de mecánica casera de los que hablaba antes; sin embargo, en la vida real, no existe la menor perspectiva de reforma, no digamos ya de revolución. Y cuando hace un momento sugería que esta parálisis mental podría ser, de hecho, la precondición de una libertad nueva, puramente intelectual y constructivista, esta paradoja se podría explicar de la siguiente manera: cuando uno se acerca a periodos de verdadero fermento prerrevolucionario, cuando el sistema parece estar realmente en vías de perder su legitimidad, cuando la elite gobernante se muestra a todas luces insegura y llena de divisiones y de desconfianza en sí misma, cuando las exigencias populares se hacen cada vez más fragorosas y seguras, entonces, también sucede que estas reivindicaciones y exigencias se vuelven más concretas en su insistencia y urgencia. Nos concentramos con mayor atención en males muy específicos, el mal funcionamiento del sistema se hace, tangiblemente, mucho más visible en puntos decisivos. Pero en un momento así, la imaginación utópica ya no tiene libertad de despliegue: el pensamiento y la inteligencia políticos están entrenados para temas muy focalizados, tienen un contenido concreto, la situación nos reclama en toda su singularidad histórica como configuración; y las amplias derivas y digresiones de la especulación política dan paso a programas políticos (aunque estos últimos sean completamente irrealizables y «utópicos» en el sentido despectivo del término).[7]
¿Se está diciendo aquí algo más que, a la hora de la política, el utopismo, ante todo, carece por completo de sentido práctico? Sin embargo, también cabe formular las condiciones de posibilidad de una especulación así, carente de sentido práctico, en sentido positivo. Al fin y al cabo, la mayor parte de la historia humana se ha desplegado en situaciones de impotencia y desposesión, en las que este o aquel sistema de poder estatal se erigía con firmeza y ninguna revuelta parecía siquiera concebible, no digamos ya posible o inminente. Esos tramos de la historia humana se han vivido, en su mayor parte, en condiciones para nada utópicas, en las que ninguna de las imágenes del futuro o de la diferencia radical características de las utopías llegaba siquiera a alcanzar la superficie.
Periodizar la imaginación
Para describir el momento utópico, tenemos entonces que postular una suspensión peculiar de lo político: esta suspensión, esta separación de lo político -en toda su inmovilidad inmutable- con respecto a la vida cotidiana e incluso con respecto al mundo de lo vivo y de lo existencial, esa externalidad que opera a modo de calma que precede a la tormenta, de quietud en el centro del huracán, y que nos permite tomarnos libertades mentales hasta ahora inimaginables con estructuras cuya modificación o abolición real difícilmente parece posible. Estoy intentando caracterizar la situación de Tomás Moro, en los albores del capitalismo (de acuerdo con la descripción de Louis Marin) o de las monarquías absolutas y en el nacimiento de los nuevos Estados-nación (de acuerdo con la de Phillip Wegner) (Marin 1973; Wegner 2002);[8] caracterizar el propio siglo XVIII y las inagotables fantasías de Rousseau sobre las nuevas constituciones; fantasías que parecen haberle absorbido de forma tan completa como aquellas románticas y libidinales a las que también asociamos su nombre, pero que surgen en una situación en la que la gran revolución, que tendrá lugar apenas unos años más tarde, todavía parece absolutamente inimaginable. Estoy pensando también en la gran producción utópica de la época populista y progresista estadounidense de finales del siglo XIX, y, por último, en el utopismo de la década de los sesenta. Todos éstos son periodos de gran agitación social, pero aparentemente sin timón, sin agencia ni dirección: la realidad parece maleable, pero no el sistema; sin embargo, esa misma distancia del sistema inmutable con respecto a la agitación turbulenta del mundo real parece abrir un momento de libre despliegue de ideaciones y creaciones utópicas en la propia mente o en la imaginación política. Si esto expresa algún tipo de imagen plausible de la situación histórica en la que son posibles las utopías, entonces sólo queda preguntarse si esta imagen no se corresponde también con la situación de nuestro propio tiempo.
Así pues, el utopismo implica cierta distancia con respecto a las instituciones políticas en torno a las cuales alientan posibles reconstrucciones y reestructuraciones. Pero ¿cuál es el contenido de estas fantasías? Al igual que en el análisis de los sueños de Freud, hay una satisfacción en la elaboración secundaria o sobredeterminación interminable; pero también hay una presión implacable del deseo o pulsión inconsciente. ¿Podemos desatender ese deseo, sin perder la fuente de vitalidad de la utopía y de las exigencias libidinales y existenciales que nos plantea? Probablemente no; y, por lo tanto, espero ofrecer una respuesta muy sencilla a esta cuestión, una respuesta que no utilice las palabras «más perfecto» o «el bien general», felicidad, satisfacción, realización o cualquier otro lema convencional por el estilo.
En primer lugar, sin embargo, es necesario explicar una segunda y complicada perspectiva, una postura que ha dejado perplejos tanto a mis lectores como a los del gran libro de Louis Marin sobre el tema, que ha inspirado gran parte de mis propios pensamientos. Consiste en decir que la utopía es de algún modo negativa, y que, cuando más auténtica resulta, es cuando no podemos imaginarla. Su función no estriba en ayudarnos a imaginar un futuro mejor, sino más bien en demostrar nuestra total incapacidad para imaginar un futuro tal -nuestro encarcelamiento en un presente no utópico sin historicidad ni futuridad- a fin de revelar el cierre ideológico del sistema en el que de algún modo nos encontramos atrapados y confinados. Se trata, con seguridad, de una postura particularmente derrotista para ser adoptada, no digamos defendida, por un utópico vigoroso y con amor propio y uno se siente tentado a evocar el nihilismo o la neurosis; tiene un espíritu sin duda muy poco americano. Sin embargo, creo que puedo sostener que es esencialmente razonable abordándola bajo dos apartados: la ideología y el miedo.
El punto de vista de los sueños
La argumentación sobre la ideología no resulta especialmente complicada: parte de la convicción de que todos nosotros estamos situados ideológicamente, encadenados a una posición de sujeto ideológica, determinados por la clase y por la historia de la clase, aun cuando intentemos resistirnos o escapar a ella. Para quienes no estén familiarizados con este perspectivismo ideológico o con la teoría del punto de vista de clase, quizá sea preciso agregar que vale para todo el mundo, de derechas o de izquierdas, progresista o reaccionario, obrero o jefe, y para las infraclases, los marginados, las víctimas de la discriminación étnica o de género tanto o más que para los grupos étnicos, raciales y de género dominantes.
Esta situación tiene una consecuencia interesante en el contexto actual: significa no sólo que todas las utopías nacen de una posición de clase concreta, sino que su tematización fundamental -el diagnóstico de la raíz-de-todos-losmales en cuyos términos está encuadrada cada una- reflejará también un punto de vista o perspectiva conformado de acuerdo con una historia de clase concreta. El utópico, sin duda, imagina que su esfuerzo se eleva por encima de todas las determinaciones inmediatas en una resolución global de todos los males y las miserias imaginables de nuestra sociedad y realidad en decadencia. Así era, por ejemplo, la gran imaginación utópica de Charles Fourier, el Hegel de la especulación sociopolítica y un personaje cuya energía fantástica trató de abarcar todas las variantes caracterológicas en su sistema extraordinario. Pero Fourier era un pequeño burgués; y hasta el épicycle de Mercure más remoto, hasta el Espíritu Absoluto más omniabarcante, sigue impregnado de ideología. No importa cuán exhaustivo y transclasista o postideológico sea el inventario de fallos y defectos de la realidad, la resolución imaginada sigue necesariamente ligada a esta o aquella perspectiva ideológica.
Esto explica gran parte de los distintos debates y diferencias que han poblado la historia del pensamiento utópico. La mayoría de las veces, vienen en parejas o pares de contrarios, y me gustaría recapitular algunos de ellos, empezando, quizá, por algunos de los ejemplos mencionados con anterioridad: mi propia fantasía sobre el pleno empleo, por ejemplo. Se pueden presentar argumentos utópicos igualmente convincentes a favor de la supresión total del trabajo, a favor de un «futuro sin trabajo» en el que la ausencia de éste resultaría alegremente utópica: ¿no escribió el propio yerno de Marx un libro titulado El derecho a la pereza ? ¿Y no formaba parte de las ideas centrales de la década de los sesenta (y del pensamiento de Marcuse) la perspectiva de una tecnología cuyo funcionamiento milagroso eliminaría el trabajo alienado en todo el mundo? [9] Podemos ver la misma oposición en juego en la propia utilización de los términos «política» y «lo político» en el contexto utópico: ¿no hemos demostrado que algunos utópicos anhelan el fin de lo político en su totalidad, mientras que otros gozan de la perspectiva de una eternidad de polémicas políticas, de porfías elevadas a esencia misma de una vida social colectiva?
Ciudad y campo
¿Hemos de considerar tales oposiciones como puras diferencias de opinión, como síntomas caracterológicos, o delatan una dinámica mucho más fundamental del proceso utópico? Hace pocos años -cuando todavía existía la naturaleza y nuestras sociedades desigualmente desarrolladas todavía conocían algo como el campo, así como una vocación de los agricultores y los campesinos que no se limitaba a la pura labor industrial en el terreno del agribusiness- una de las oposiciones más duraderas en la proyección utópica (y en la literatura de ciencia ficción) fue aquélla entre el campo y la ciudad. ¿Giraban sus fantasías alrededor de una vuelta al campo y a la comuna rural o eran, por el contrario, incorregiblemente urbanas, renuentes e incapaces de desprenderse de la excitación de la gran metrópoli, de sus muchedumbres y sus múltiples ofertas, desde la sexualidad y los bienes de consumo a la cultura? Se trata de una oposición que podríamos ilustrar con muchos nombres: Heidegger contra Sartre, por ejemplo, o, en la ciencia ficción, LeGuin contra Delany. Tal vez su forma más contemporánea implique una relación con la tecnología y por ende una disminución de la nostalgia por la naturaleza; o, por otra parte, un compromiso ecológico apasionado con la prehistoria de la Tierra y un orgullo cada vez menos sólido del triunfo prometeico sobre lo no humano. A estas alturas, el género ingresa también en el cuadro utópico, tan es así que no podemos dejar de advertir la abundancia de utopías feministas desde la segunda ola del feminismo en la década de los sesenta; no parece que la pregunta adecuada que podemos hacernos sea precisamente la de si las utopías del lazo masculino tienen algo que ofrecer algo tan rico como aquéllas, aunque tiendo a pensar que el recrudecimiento de la ciencia ficción militar y las satisfacciones jerárquicas de la comunidades guerreras podrían ser un motivo de indagación.
Tal vez la concreción más importante de esta oposición entre el campo y la ciudad -un desplazamiento a otro registro, que no garantiza que los defensores de cada uno de los términos tengan que permanecer ideológicamente comprometidos con la misma posición cuando, por así decirlo, cambian de terreno- sea la que se establece entre la planificación y el crecimiento orgánico. Se trata, por supuesto, de un viejo ingrediente de la argumentación política e ideológica, que se remonta al menos hasta las Reflections on the Revolution in France de Edmund Burke; a decir verdad, hasta la revolución misma, que pareció afirmar, por primera vez en la historia humana, la primacía de lo humano sobre las instituciones sociales y el poder de los seres humanos -¿de un ser humano?, ¿de un partido?, ¿de una clase?, ¿de una voluntad general?- para reformar y forjar la sociedad con arreglo a un plan, a una idea o un ideal abstractos. La atronadora denuncia de esta hubris por parte de Burke afirma el poder del tiempo, del crecimiento lento, de la cultura en su sentido etimológico y, por lo tanto, parece tomar partido resueltamente en favor del campo. Sin embargo, tal vez hoy las cosas se presenten de otra manera, hasta el punto de que es la ciudad y lo urbano lo que crece libremente como en el estado de naturaleza (¿cuando comenzó a aplicarse la expresión «jungla» a sus «misterios»?), mientras que, por el contrario, la naturaleza se ve sometida en el capitalismo tardío y con la revolución verde -pero tal vez habría que remontarse a la primitiva revolución neolítica- a unas cuidadosas planificación e ingeniería. En cualquier caso, la idea del mercado como un crecimiento natural sin trabas ha regresado con creces al pensamiento político, mientras que la ecología de izquierdas intenta desesperadamente calcular las posibilidades de una colaboración productiva entre la acción política y la tierra. El tiempo y el espacio están igualmente en juego aquí: en efecto, el plan es predominantemente también una organización de aquel tiempo que el conservador burkeano deseaba abandonar a sus propios tempos y ritmos internos, dejándole en su ser, como habría dicho Heidegger; por más que su máquina infernal -la temporalidad del mercado- devorara incansablemente el espacio que los planificadores ecológicos querían aislar, entregándole a su vez a la lógica de su propia espacialidad. Como sabemos desde el clásico de Polanyi, La gran transformación, el establecimiento de una libertad de mercado sin trabas exige una enorme intervención del gobierno; por supuesto, otro tanto cabe afirmar, sin que esto contradiga sus postulados, de toda política ecológica.
La alternativa más débil, al menos en nuestra época, es el elemento que defiende la naturaleza, afirmada inaceptablemente como naturaleza humana en el idioma del libre mercado. La ecología parece confiar cada vez menos en su poder, a no ser en forma de lo apocalíptico o de la catástrofe, del calentamiento global o de los nuevos virus. Todo lo que hoy parece anticuado en las utopías tradicionales trata de reequilibrar esta balanza, reforzando versiones de la naturaleza que ya no resultan persuasivas, en una época en la que los prados y los paisajes, así como los demás arquetipos de la belleza natural, se han tornado en mercancías sistemáticamente manufacturadas (y cuando la «naturaleza humana» anterior ha demostrado igualmente su maleabilidad y carácter manipulable).
Dos oposiciones más características dan forma al pensamiento utópico de nuestros días: una es la fantasía inteligente o lo que podríamos llamar la utopía franciscana, esto es, una utopía de escasez y pobreza, basada en el hecho manifiesto de que el planeta es cada vez menos capaz de soportar la vida humana, sin mencionar otras formas de vida; y en la convicción de que las sociedades ricas como Estados Unidos tendrán que abrazar otro tipo de ética para que el mundo no se acabe, como parece destinado en la actualidad, con el espectáculo de una «comunidad protegida con verjas» del Primer Mundo rodeada por un mundo de enemigos muriéndose de hambre. En efecto, este mismo juicio vuelve a despertar la vieja antítesis entre el ascetismo y el placer, tan profundamente arraigado en la tradición revolucionaria, así como en la utópica. Sin embargo, tampoco esta oposición debe aprehenderse ética o caracterológicamente. Mi propuesta no implicará ni una elección entre estos extremos ni una «síntesis» de los mismos, sino, por el contrario, una relación tenazmente negativa con los mismos, de la que he sentado las bases cuando he tratado de la ideología.
Se comprenderá que, considerada individualmente, aislada de su equivalente, cada una de estas posiciones utópicas no puede ser sino profundamente ideológica. Consideradas una a una, cada elemento es sustantivo; su contenido mismo refleja un punto de vista de clase que por definición es ideológico. O, si se prefiere, cada uno de ellos se ve transmitido necesariamente a través de y expresado por la experiencia social del pensador utópico, que no puede ser sino una experiencia de clase y reflejar una perspectiva de clase particular sobre la sociedad en su conjunto. No por ello esta perspectiva de clase inevitable implica de suyo un juicio político: en efecto, las fantasías utópicas de los pobres y los desfavorecidos son tan ideológicas y están tan cargadas de ressentiment como la de los señores y los privilegiados.
Sin embargo, estas oposiciones utópicas nos permiten, por vía negativa, aferrar el momento de verdad de cada uno de los elementos. Dicho de otra manera, el valor de cada elemento es diferencial, no reside en su propio contenido sustantivo más que como crítica ideológica de su equivalente. La verdad de esta visión de la naturaleza reside en el modo en que despliega la suficiencia de la celebración urbana; sin embargo, lo contrario también es verdad, y la visión de la ciudad revela la nostalgia y el empobrecimiento de todas las cosas en los brazos de la naturaleza. Otra manera de pensar la cuestión pasa por recordar la advertencia que dice que cada una de estas utopías es una fantasía, y tiene precisamente el valor de una fantasía, algo nunca realizado y a decir verdad irrealizable de tal forma parcial. Sin embargo, la operación no se adapta al estereotipo de la dialéctica, en la que los dos opuestos se unen finalmente en una imposible síntesis (o lo que Greimas denomina el «elemento complejo»). De ser dialéctica, ésta será entonces una dialéctica negativa en la que cada elemento insiste en su negación del otro; hemos de buscar el auténtico contenido político y filosófico en su doble negación. Sin embargo, los dos elementos no se eliminan mutuamente; su desaparición nos devolvería al statu quo, al dominio del ente ordinario actual, cuya negación corresponde en primer lugar a la función y el valor de la fantasía utópica; o, a decir verdad -como ahora estamos ya en condiciones de observar- su doble negación.
El terror de la eliminación
¿Hemos de decir entonces que no podemos formar ninguna imagen sustantiva o positiva de la utopía, a no ser que abracemos la multitud de imágenes contradictorias que coexisten en nuestro inconsciente social colectivo? Quiero concluir considerando el miedo a la utopía, a la ansiedad a la que nos enfrenta el impulso utópico. Sin embargo, antes quiero inscribir aquella respuesta a la cuestión sustantiva que me parece sobria y dotada de la solemnidad adecuada, de resultas de su incorporación del verdadero problema de esta pregunta imposible de contestar: algo así como el grado cero de la formulación utópica. Como cabía esperar, esta respuesta clarividente es la de Adorno, y dice así: A aquel que pregunta cuál es el objetivo de una sociedad emancipada se le dan respuestas tales como la realización de las posibilidades humanas o la riqueza de la vida. Si la inevitable cuestión es ilegítima, no menos inevitable es la repugnante suficiencia de la respuesta [tan inevitable como ideológicamente fechada] (...). Sólo hay ternura en la más ordinaria de las exigencias: que nadie pase hambre nunca más. Cualquier otra respuesta trata de aplicar a una condición que debiera estar determinada por las necesidades humanas una modalidad de conducta humana adaptada a la producción como un fin en sí mismo (Adorno (1974):155-56)
En otro lugar, Adorno esclarece el interés propio filosóficamente implícito en este juicio final, indicando que los prejuicios ideológicos y las deformaciones caracterológicas de la sociedad de clases son la marca del denominado instinto de autoconservación con el que aquélla nos adoctrina (Adorno & Horkheimer 2002:22-23). De esta suerte, la utopía habrá de ser caracterizada por el abandono del impulso apremiante de autoconservación, que ahora se torna innecesario.
Es éste un pensamiento aterrador, y no sólo en razón de la vulnerabilidad y de los peligros mortales a los que nos expone. Y es este miedo lo que me gustaría abordar ahora. Se trata de una discusión que debe ir mucho más allá de las lecciones introductorias al análisis ideológico, toda vez que exige que arrostremos las omnipresentes inquietudes que necesariamente acogen o aplastan toda perspectiva de un cambio sistémico total.
En la ciencia ficción, la figura de ese cambio es aquella situación en la que un prisionero o el sujeto potencial de un rescate es advertido de que la salvación sólo será posible a costa de permitir que toda su personalidad -el pasado y sus recuerdos, todas las múltiples influencias y acontecimientos que se han asociado para dar forma a su personalidad actual en el presente- sea cancelada sin dejar huella: tras esta operación, sólo quedará una conciencia, ahora bien, ¿mediante qué esfuerzo de la razón o de la imaginación puede seguir llamándose «la misma» conciencia? Así pues, el miedo que inmediatamente nos invade ante esta perspectiva es en realidad el mismo que el miedo a la muerte, de ahí que no resulte casual que Adorno evocara la autoconservación.
Placeres y obligaciones
La inquietud a la que nos enfrenta la utopía es algo parecido a esto, de ahí que no deje de resultar instructivo seguir sus paradojas durante un momento. ¿No es posible que la consecución de la utopía borre todos los impulsos utópicos que existieron con anterioridad? En efecto, como hemos visto, todos ellos están formados y determinados por los rasgos y las ideologías que nos han sido impuestos por nuestra condición presente, que por entonces habrán desaparecido sin dejar huella. Sin embargo, lo que llamamos nuestra personalidad se compone de estas mismas cosas, de las miserias y las deformaciones, en la misma y completa medida en que se compone de los placeres y las satisfacciones. Me temo que no somos capaces de imaginar la desaparición de las primeras sin la completa extinción también de los segundos, habida cuenta que ambos están inextricable y causalmente entrelazados. En lo que atañe a la experiencia existencial, no vale hacer melindres al escoger, no vale separar el trigo de la paja. Quisiera ofrecer aquí dos ejemplos más figurales de este dilema: las lecciones de la adicción y de la sexualidad.
En efecto, nunca hubo una sociedad tan completamente adicta, tan completamente inseparable de la condición de la adicción como ésta, que no inventó el juego, por supuesto, pero sí que inventó el consumo forzado. El capitalismo posmoderno o tardío ha traído al menos el beneficio epistemológico de la revelación de que la estructura primordial de la mercancía es de suyo la de la adicción (o, si se prefiere, ha producido el concepto mismo de adicción en toda su riqueza metafísica). ¿Qué sería para un adicto el deseo de curarse? A ciencia cierta no será sino una u otra forma de mala fe o autoengaño: como la de aquel neurótico (pienso en el ejemplo de Sartre) que sólo comienza el análisis para interrumpirlo después de unas pocas sesiones, demostrando así para su satisfacción que, en efecto, lo suyo es incurable.
En lo que atañe a la sexualidad, habida cuenta que aparentemente es más natural que la adicción, cabe aducir un argumento aún más elocuente citando a aquellos comentadores antropológicos que indican que, a pesar de su omnipresencia -probablemente incluso a causa de su omnipresencia-, la sexualidad en las sociedades tribales no era una cuestión excesivamente importante; comparable, en efecto, a aquel vaso de agua con el que el proverbio moderno la compara cínicamente. Dicho de otra manera, la sexualidad, en sí misma un hecho biológico carente de significado, se ve cargada en tales sociedades en mucha menor medida de todos los significados simbólicos que nosotros, las personas modernas y sofisticadas, le endosamos. Así pues, qué significaría, desde el interior de nuestra existencialidad sexualizada, imaginar una sexualidad humana que estuviera tan libre de represión como, sin embargo, completamente despojada de todas las múltiples satisfacciones del significado en cuanto tal? Le Guin dramatiza provechosamente las consecuencias en el sentido opuesto, sirviéndose del planeta Invierno, habitado por una población andrógina que sólo se diferencia sexualmente durante periodos de tiempo fijos (tal y como los animales entran en celo). Las reflexiones del primer visitante de este planeta resultan instructivas: El Primer Móvil [Embajador], si es enviado, debe ser advertido de que, a no ser que esté muy seguro de sí mismo, o senil, su orgullo habrá de sufrir. Un hombre quiere que se reconozca su virilidad, una mujer quiere que se aprecie su feminidad, por más indirectas y sutiles que resulten las indicaciones de reconocimiento y apreciación. En Invierno dejarán de existir. Allí se es respetado y juzgado sólo en tanto que ser humano. Es una experiencia espantosa (Le Guin 1968:95).
Cabe decir algo que milita a favor de la proposición que dice que el miedo a la utopía está íntimamente ligado al miedo a la aphanisis, o pérdida del deseo: la asexualidad de los utopianos es una constante en la tradición antiutópica, como atestigua la conocida película de John Boorman, Zardoz. Sin embargo, también cabe decir algo que milite a favor de la idea de que los rasgos que he mencionado, la adicción y la sexualidad, son los emblemas mismos de la cultura humana en cuanto tal, los suplementos mismos que nos definen como algo distinto de los animales: ¿el afán competitivo y la pasión o el frenesí no son acaso aquello que paradójicamente compone la mente o el espíritu mismo, en tanto que contrapuestos a lo puramente físico y material? En este sentido, también parece posible que una auténtica confrontación con la utopía exija precisamente tales inquietudes, y que sin ellas nuestras visiones de futuros alternativos y de transformaciones utópicas habrán de seguir siendo política y existencialmente inoperantes, en tanto que puros experimentos del pensamiento y juegos mentales carentes de todo compromiso visceral.
Espero haber dado a entender algo que todavía no he dicho, a saber: que las utopías no son literatura de ficción, por más que al mismo tiempo sean inexistentes. En efecto, las utopías llegan a nosotros como mensajes apenas audibles procedentes de un futuro que tal vez nunca llegue a hacerse realidad. Dejo la articulación de ese mensaje a los utopianos del Mattapoiset de Marge Piercy: viajeros en el tiempo procedentes de un futuro que, nos advierten, sin nosotros y sin nuestro presente tal vez nunca llegue a existir: Puede que nos falles [...]. Puede que, individualmente, no llegues a comprendernos o a luchar en tu propia vida y en tu propio tiempo. Los de tu tiempo podríais no llegar a luchar en modo alguno [...]. [Pero] debemos luchar para llegar a existir, para seguir existiendo, para ser el futuro que acontece. Por eso llegamos hasta ti (Piercy 1976:197-198)
Notas:
[1] Habría que señalar que en Moro el cristianismo y la tradición monástica declinan el concepto de trabajo hacia el deber, en lugar de hacerlo, como aquí, hacia la actividad y la productividad. En Utopía, de hecho, el epicureísmo manifiesto del texto humanista («todas nuestras acciones, e incluso las propias virtudes ejercidas en ellas, se ocupan en definitiva del placer como su fin y su felicidad») parece nacer más de una aversión al ascetismo cristiano (que, sin embargo, Moro también practicaba) que de cualquier otra fuente positiva de amor al placer (Moro (1965):167).
[2] Me temo, sin embargo, que la despersonalización en este tipo de utopías modernas queda asegurada por la mortalidad y la sucesión biológica y sin sentido de generaciones en una sociedad que ya no conoce ni el significado de la Historia ni la metafísica de la religión.
[3] Véase también Elliot 1960. No obstante, es importante distinguir entre la antiutopía (expresión de la ideología encarnizadamente antiutópica y antirrevolucionaria para la cual las utopías conducen de manera inevitable a la represión y a la dictadura, a la sumisión y al aburrimiento) y la disutopía (calificada de «disutopía crítica» por Moylan (2000) que constituye necesariamente una crítica de las tendencias que operan en el capitalismo de hoy en día. Quizás habría que añadir a este sistema genérico la «revuelta contra la utopía».
[4] «Vuestras ovejas [.], por lo general tan mansas y tan baratas de alimentar, empiezan ahora,según las crónicas, a mostrarse tan voraces y desenfrenadas que devoran a los propios sereshumanos y devastan y despueblan campos, casas y ciudades» (Moro (1965):67).
[5] O cotéjese lo que dice Edmund Burke con respecto al origen social de los revolucionarios: «La composición general era de abogados de provincias poco conocidos, administradores de pequeñas jurisdicciones locales, fiscales regionales, notarios, instigadores y guías de la pequeña guerra de irritación rural. Desde el momento en que leí la lista, vi con claridad, y casi como luego sucedió, lo que había de venir», Reflections on the Revolution in France (1790).
[6] Así pues, parece posible fundamentar la famosa explicación que daba Stephen Greenblatt del sentido de irrealidad de Tomás Moro precisamente en este tipo de aislamiento o «encriptamiento» de lo político. Véase Renaissance Self-Fashioning, Londres, 1980.
[7] Perry Anderson me recuerda que, en efecto, algunos de los utopismos más extremos surgen del corazón mismo del propio levantamiento revolucionario: no obstante, cabría decir que la visión de Winstanley (en la revolución inglesa) conforma las directrices ideológicas de lo que hoy en día se denomina una «comunidad intencional»; mientras que, para describir con más fidelidad el Français, encore un effort» [«Franceses, un esfuerzo más»] de Sade ( La Philosophie dans le boudoir, 1795), se podría aludir a un experimento de pensamiento contracultural; en cuanto al utopismo de Babeuf, era un programa político en sentido estricto. También podríamos querer reflexionar sobre las diferencias entre las utopías que, al surgir dentro de una supuesta revolución burguesa, denuncian implícitamente los límites inevitables de esta última y aquellas que prolongan las revoluciones socialistas en lo que creen que es la dirección y el espíritu propios de éstas (Chayanov; el Chevengur de Platonov; incluso la Andrómeda de Yefremov).
[8] Véase también la idea, inquietante pero sugerente, de J. C. Davis (1981) de acuerdo con la cual las utopías expresan prolépticamente el Estado del bienestar «total» del futuro.
[9] Véase Eros and Civilization (1974).
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