i hoy miramos atrás, al tiempo entre las dos guerras mundiales, esta pausa de respiro en medio de los acontecimientos turbulentos del siglo XX se nos presenta como una época de extraordinaria fecundidad espiritual. Tal vez incluso antes de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial ya podían verse presagios de lo venidero, especialmente en la pintura y la arquitectura. Pero la conciencia general del tiempo sólo cambió en mayor medida debido a la profunda conmoción que las batallas de materiales de la Primera Guerra Mundial provocaron en la mentalidad orientada por la cultura erudita y la fe en el progreso de la era liberal. En la filosofía de la época, el cambio del sentimiento general de la vida se manifestó en el hecho de que la filosofía dominante, surgida en la segunda mitad del siglo XIX de la renovación del idealismo crítico de Kant, de un solo golpe ya no parecía digna de crédito. «El derrumbe del idealismo alemán», como lo anunció Paul Ernst en un libro entonces de gran éxito, quedó situado en un horizonte de la historia mundial por La decadencia de Occidente de Oswald Spengler. Las fuerzas que llevaron a cabo la crítica al neokantianismo predominante tenían dos vigorosos precursores: Friedrich Nietzsche con su crítica al platonismo y al cristianismo y Søren Kierkegaard con su brillante ataque contra la filosofía reflexiva del idealismo especulativo. A la conciencia de método del neokantianismo se contraponían dos lemas, el de la irracionalidad de la vida y especialmente de la vida histórica, para el que se podía apelar a Nietzsche y Bergson, pero también a Wilhelm Dilthey, el gran historiador de la filosofía; y el lema de la existencia que resonaba desde las obras de Søren Kierkegaard, el filósofo danés de la primera mitad del siglo XIX que sólo en aquellos años llegó a ejercer su influencia en Alemania gracias a las traducciones publicadas por Diederichs. Así como Kierkegaard criticó a Hegel como el filósofo que había olvidado el existir, ahora se criticaba la autocomplaciente conciencia sistemática del metodologismo neokantiano, que habría puesto la filosofía completamente al servicio de una fundamentación del conocimiento científico. Y así como Kierkegaard se había presentado en su día como pensador cristiano en contra de la filosofía del idealismo, ahora también era la radical autocrítica de la llamada teología dialéctica la que inauguró la nueva época. Entre los hombres que dieron expresión filosófica a la crítica general dirigida contra el liberalismo de la creencia en la cultura erudita y la filosofía de cátedra, estaba también el genio revolucionario del joven Martin Heidegger. La aparición de Heidegger como joven profesor universitario de Friburgo hizo verdaderamente época en los primeros años de la postguerra. Tan sólo el lenguaje vigoroso y nada habitual que sonaba desde la cátedra de Friburgo revelaba que aquí se estaba poniendo en marcha una fuerza originaria del filosofar. Del contacto fecundo y lleno de tensión, que Heidegger entabló con la teología protestante coetánea cuando fue llamado a Marburgo, surgió su obra principal Ser y tiempo, que en 1927 transmitió súbitamente a amplios círculos del público algo del nuevo espíritu que se había extendido en la filosofía a causa de la sacudida de la Primera Guerra Mundial. En aquellos años, la tendencia común del filosofar que movilizaba los espíritus se llamaba filosofía existencial. Lo que salió al encuentro del lector coetáneo desde la sistematización primeriza de Heidegger era la vehemencia de los afectos críticos, afectos de una protesta apasionada contra el mundo seguro de la cultura de los mayores, afectos contra el allanamiento de todas las formas de vida individuales por la sociedad industrial que se iba uniformizando en medida creciente y contra su política de información y formación de la opinión pública que lo manipulaba todo. Al «uno» [man], a las habladurías, a la avidez de novedades como formas decadentes de la inautenticidad [Uneigentlichkeit], Heidegger opuso el concepto de autenticidad [Eigentlichkeit] de la existencia, que es consciente de su finitud y la acepta resueltamente. La seriedad existencial con la que aquí se ponía el antiquísimo enigma humano de la muerte en el centro de la meditación filosófica, el ímpetu con el que la llamada a la auténtica «elección» de la propia existencia despedazaba el mundo de apariencia de la erudición y la cultura, fue como una irrupción en la resguardada paz académica. Y, sin embargo, no era la voz de una atrevida existencia excepcional al estilo de Kierkegaard o Nietzsche, sino la del discípulo de la escuela filosófica más honesta y concienzuda que había entonces en las universidades alemanas, del discípulo de la investigación fenomenológica de Edmund Husserl, cuya meta perseverantemente perseguida era la fundamentación de la filosofía como ciencia rigurosa. También el nuevo proyecto filosófico de Heidegger se puso bajo el lema fenomenológico de «¡A las cosas mismas!». Pero su cosa era la más escondida, más olvidada como pregunta de la filosofía: ¿Qué significa ser? Para aprender a plantear esta pregunta, Heidegger tomó el camino de determinar de manera ontológica positiva el ser de la existencia humana en sí mismo, en lugar de entenderlo, de acuerdo con la metafísica vigente, desde un ser infinito y siempre siendo como lo puramente finito. La preeminencia ontológica que el ser de la existencia humana adquirió para Heidegger, fue definida por su filosofía como «ontología fundamental». A la determinación ontológica de la existencia humana finita Heidegger le dio el nombre de determinación de la existencia, o existenciarios [Existenzialien], y con resolución metódica contrapuso estos conceptos fundamentales a la metafísica vigente hasta entonces, a las categorías de lo que está a la vista [das Vorhandene]. Lo que Heidegger no quería perder de vista al volver a suscitar la antigua pregunta por el ser era que la existencia humana no tenía su ser auténtico en un estar a la vista constatable, sino en la movilidad [Bewegtheit] de su cuidar, con el que, al preocuparse por su ser, viene a ser su propio futuro. La existencia humana se caracteriza por el hecho de que se las entiende [sich verstehen auf] con respecto a su ser. En función de la finitud y temporalidad de la existencia humana, que no puede dejar en paz la pregunta por el sentido del ser, esta pregunta por el sentido del ser se define para ella dentro del horizonte del tiempo. Aquello que la ciencia, pesando y midiendo, comprueba como existente, como lo que está a la vista, lo mismo como lo eterno que se sitúa más allá de todo lo humano, debe poder entenderse desde la certeza óntica central de la temporalidad humana. Este fue el nuevo punto de partida de Heidegger. Sin embargo, su meta de pensar el ser como tiempo quedó tan velado que Ser y tiempo fue calificado casi como fenomenología hermenéutica, puesto que el entendérselas acerca de sí mismo representa el verdadero fundamento de este preguntar. Visto desde este fundamento, la comprensión del ser por parte de la metafísica tradicional se revela como una forma decadente de la comprensión del ser que originariamente era activa en la existencia humana. El ser no es un puro ser presente y un estar a la vista actual. En sentido propio, lo que «es» es la existencia histórica finita. En su proyecto del mundo, además, tiene su lugar lo que está a la mano [das Zuhandene], y sólo en último término lo que está puramente a la vista. Ahora bien, desde el fenómeno hermenéutico del entendérselas acerca de sí mismo, algunas formas de ser no tienen un lugar bien definido, como las que no son históricamente asibles o las que están puramente a la vista. La atemporalidad de los hechos matemáticos, que no son simplemente constatables como algo que está puramente a la vista, la atemporalidad de la naturaleza que siempre se repite en su circularidad y que también nos domina a nosotros y nos determina desde lo inconsciente, finalmente la atemporalidad del arco iris del arte que se tiende por encima de todas las distancias históricas; todas estas formas del ser parecían definir las fronteras de las posibilidades de la interpretación hermenéutica, que había inaugurado el nuevo enfoque de Heidegger. Lo inconsciente, el número, el sueño, el imperar de la naturaleza, el milagro del arte, todo esto sólo parecía poderse captar a modo de una especie de conceptos fronterizos al margen de la existencia que se sabe históricamente y que se las entiende consigo misma.Por eso fue una sorpresa cuando Heidegger trató del origen de la obra del arte en algunas conferencias en 1936. Aunque este trabajo sólo se hizo accesible al público en 1950 como la primera pieza de la colección Caminos de bosque [Holzwege], de hecho había comenzado a ejercer su influencia mucho antes. Hacía tiempo que las lecciones y conferencia de Heidegger encontraron en todas partes un interés lleno de expectación y que se difundieron ampliamente en copias e informes, de modo que él quedó rápidamente expuesto a las habladurías, caricaturizadas con tanta mordacidad por él mismo. Las conferencias sobre el origen de la obra de arte fueron, en efecto, una sensación filosófica. Esto no se debió sólo al hecho de que se incluyera el arte finalmente en el enfoque hermenéutico básico de la comprensión de sí mismo del ser humano en su historicidad, y porque fuera concebido en estas conferencias -lo mismo que desde la convicción poética de Hölderlin y George- como el acto fundador de mundos históricos enteros. La verdadera sensación que significaba este nuevo intento de pensar de Heidegger fue la sorprendente y nueva concepción que asomaba en este tema. El discurso versaba sobre el mundo y la tierra. El concepto de mundo había sido, ciertamente, desde siempre uno de los conceptos conductores de Heidegger. El mundo como el conjunto de referencia del proyecto de la existencia constituía el horizonte que precedía a todos los proyectos del cuidar humano de la existencia. Heidegger mismo esbozó la historia de este concepto de mundo, y especialmente su sentido antropológico, en el Nuevo Testamento, tal como él mismo lo empleó, es decir bien diferenciado del concepto de la totalidad de lo que está a la vista e históricamente legitimado. Lo sorprendente era que este concepto de mundo llegara a tener ahora un concepto contrapuesto, que era el de tierra. Mientras que, desde la autocomprensión de la existencia humana, el concepto de mundo podía elevarse a la intuición evidente del todo en el que se realiza la autointerpretación humana, el concepto de tierra tenía un tono mítico y gnóstico de resonancia arcaica, que sólo podía tener derechos de patria en el mundo de la poesía. Estaba claro que fue la poesía de Hölderlin -a la que Heidegger se había dedicado con una intensidad apasionada- de la que había transferido el concepto de tierra a su propio filosofar. Pero con qué derecho? Cómo podía la existencia, que se las entiende con su ser, el ser-en-el-mundo, este nuevo punto de partida radical de todo preguntar trascendental, entrar en una relación ontológica con un concepto como el de tierra? Es cierto que el nuevo punto de partida de Heidegger en Ser y tiempo no era simplemente una repetición de la metafísica espiritualista del idealismo alemán. El entendérselas-con-su-ser de la existencia humana no es el saberse a sí mismo del espíritu absoluto hegeliano. No es un proyecto de sí mismo, más bien al contrario, en su comprensión de sí mismo sabe que no es dueño de sí mismo y de su propia existencia, sino que se halla en medio de lo ente y que debe asumirse tal como se encuentra a sí mismo. Es un proyecto arrojado. Uno de los análisis fenomenológicos más brillantes de Ser y tiempo fue aquel en que Heidegger tomaba esta experiencia límite de la existencia de hallarse en medio de lo ente para analizarla como el modo de encontrarse [Befindlichkeit], y asignó a este modo de encontrarse o disposicionalidad la función del verdadero abrirse [Erschließung] del ser-en-el-mundo. Sin embargo, el carácter de ser hallable [vorfindlich] de este modo de encontrarse representa claramente el límite extremo de aquello hasta donde la autocomprensión histórica de la existencia humana puede avanzar realmente. Desde este concepto hermenéutico límite del modo de encontrarse y de la disposición anímica no conduce camino alguno a un concepto como el de tierra. ¿En qué consiste la legitimidad de este concepto? ¿Cómo puede encontrar su demostración? La importante penetración comprensiva que se inaugura en el ensayo de Heidegger sobre el origen de la obra de arte es que «tierra» es una determinación ontológica necesaria de la obra de arte. Para reconocer qué significado fundamental posee la pregunta por la esencia de la obra de arte y de qué manera está en conexión con las preguntas fundamentales de la filosofía hay que reconocer, ciertamente, los prejuicios inherentes a la concepción de la estética filosófica. Es necesario superar el concepto mismo de estética. Como se sabe, la estética es la más joven de las disciplinas filosóficas. Sólo en el siglo XVIII, dentro de la delimitación explícita del racionalismo de la Ilustración, se estableció el derecho autónomo del conocimiento sensorial y con él la relativa independencia del juicio del gusto con respecto al entendimiento y sus conceptos. Lo mismo que el nombre de la disciplina, también su independencia como sistema se remonta a la estética de Alexander Baumgarten. En su tercera crítica, la Crítica del juicio, Kant consolidó el significado sistemático del problema estético. En la generalidad subjetiva del juicio estético del gusto descubrió la pretensión justificada de una legitimidad de la facultad del juicio estético frente a las pretensiones del entendimiento y la moral. Ni el gusto del observador ni el genio del artista pueden comprenderse como una aplicación de conceptos, normas y reglas. Aquello que caracteriza lo bello no se puede demostrar como si fueran determinadas propiedades reconocibles de un objeto, sino por medio de algo subjetivo: la intensificación del sentimiento vital en la correspondencia armoniosa entre la capacidad imaginativa y el entendimiento. Lo que experimentamos ante lo bello en la naturaleza y en el arte es una animación del conjunto de nuestras fuerzas espirituales y su libre juego. El juicio del gusto no es conocimiento y, sin embargo, no es arbitrario. En él hay una pretensión de generalidad sobre la cual se puede fundar la autonomía del ámbito estético. Hay que conceder que, frente a la obediencia a las reglas y la fe en la moral de la era de la Ilustración, esta justificación de la autonomía del arte significaba un gran logro. Y esto, sobre todo, dentro del desarrollo alemán, que entonces sólo había alcanzado el punto en el que su época clásica de la literatura, partiendo de Weimar, comenzaba a intentar consolidarse a modo de un Estado estético. Estos esfuerzos encontraron en la filosofía de Kant su justificación conceptual. Por otro lado, la cimentación de la estética sobre la subjetividad de las facultades anímicas significaba el comienzo de una subjetivación peligrosa. Para Kant mismo aún era determinante la misteriosa consonancia que de este modo existía entre la belleza de la naturaleza y la subjetividad del sujeto que juzga. Además, entiende al genio creador, que logra el milagro de la obra superando todas las reglas, como un favorito de la Naturaleza. Esto presupone la validez incuestionada del orden natural cuyo último fundamento es la idea teológica de la creación. Con la desaparición de este horizonte una tal fundamentación de la estética tenía que llevar a una subjetivación radical al continuar desarrollándose la doctrina de la ausencia de reglas en el genio. El arte que ya no queda referido al todo abarcador del orden de lo ente, se contrapone a la realidad, a la cruda prosa de la vida, como la fuerza sublimadora de la poesía, que sólo en su reino estético logra reconciliar la idea con la realidad. Esta es la estética idealista a la que Schiller da su primera expresión y que llega a su plenitud en la grandiosa estética de Hegel. También aquí la obra de arte está aún dentro de un horizonte ontológico universal. En tanto la obra de arte logra, en general, el balance y la reconciliación de lo finito y lo infinito, es el garante de una verdad superior que hay que introducir al final de la filosofía. Así como la naturaleza no es para el idealismo sólo el objeto de la ciencia calculadora de la modernidad, sino el imperar de una gran potencia creadora universal que se eleva a su plenitud en el espíritu consciente de sí mismo, así también la obra de arte es, desde la óptica de estos pensadores especulativos, una objetivación del espíritu; no es su concepto completo de sí mismo, sino su manifestación en la manera en que ve el mundo. El arte es visión del mundo en el sentido literal de la palabra. Si se quiere definir el punto de partida desde el que Heidegger comienza a reflexionar sobre la esencia de la obra de arte, hay que tener presente que hacía tiempo que la filosofía del neokantianismo había dejado ocultada la estética idealista, que había asignado una significación relevante a la obra de arte en tanto órgano de una comprensión no conceptual de la verdad absoluta. Este movimiento filosófico predominante había renovado la fundamentación kantiana del conocimiento científico sin recuperar el horizonte metafísico de un orden teleológico de lo ente tal como subyacía en la descripción de la facultad del juicio estético. Por eso, el pensamiento del neokantianismo estaba cargado de prejuicios peculiares con respecto a los problemas estéticos. Ésto se refleja claramente en la exposición del tema en el tratado de Heidegger. Este comienza con la pregunta por la delimitación de la obra de arte respecto de la cosa. Desde el modelo ontológico que viene dado por la primacía sistemática del conocimiento científico, el modo de ser de la obra de arte describe que ésta es también una cosa y que sólo a través y más allá de su ser-cosa significa aún algo más; como símbolo remite a algo diferente o como alegoría da a entender algo distinto. Lo propiamente existente es la cosa en su calidad como tal, el hecho, lo dado a los sentidos, aquello que es llevado a un conocimiento objetivo por la ciencia natural. En cambio, el significado que le corresponde, el valor que tiene, son modos de concepción complementarios puramente de validez subjetiva y no pertenecen a lo originariamente dado mismo ni a la verdad objetiva que se obtiene de él. Presuponen el carácter de cosa como lo único objetivo en que puede convertirse el portador de tales valores. Para la estética, esto debe significar que, en un primer aspecto superficial, la obra de arte misma posee un carácter de cosa, que tiene la función de infraestructura sobre la que se levanta a modo de superestructura la auténtica configuración estética.Así es como aún Nicolai Hartmann describe la estructura del objeto estético. Heidegger conecta con esta opinión ontológica previa al preguntar por el carácter cósico de la cosa. Distingue tres modos de concebir la cosa desarrollados por la tradición: es portadora de propiedades, es unidad de una multiplicidad de sensaciones y es materia formada. Sobre todo el tercero de estos modos de concepción, según materia y forma, tiene algo inmediatamente convincente, porque sigue el modelo de la producción por medio de la cual se realiza una cosa que sirve a nuestros fines. Heidegger llama a estas cosas los «útiles» [Zeug]. Desde este modelo, las cosas en su conjunto se muestran teleológicamente como algo hecho, es decir creaciones de Dios, vistas desde la óptica humana como materiales que han perdido su carácter de materia. Las cosas son meras cosas, es decir, están ahí sin considerar si sirven para algo. Heidegger muestra aquí que un concepto de estar a la vista [Vorhandensein], tal como corresponde al procedimiento de constatar y calcular de la ciencia moderna, no permite pensar ni el carácter cósico de la cosa ni el carácter material del material. Por eso, para hacer visible el carácter material del material, lo relaciona con una representación artística, un cuadro de van Gogh que representa unos zapatos de campesino. Lo que aparece en esta obra de arte es el material mismo, es decir, no un ente cualquiera que se pueda usar para determinados fines, sino algo cuyo ser consiste en haber servido y servir a alguien a quien pertenecen estos zapatos. Lo que resalta en la obra del pintor y lo que ésta representa de manera intensa no son unos zapatos campesinos casuales, sino la verdadera esencia del útil que son. Todo el mundo de la vida campesina está en estos zapatos. Esta es la realización del arte que hace aparecer aquí la verdad de lo ente. El aparecer de la verdad tal como acontece en la obra sólo se puede pensar desde esta y en ningún caso desde la cosa en tanto infraestructura. Así se plantea la pregunta de qué ha de ser una obra si en ella se muestra la verdad de esta manera. En oposición al habitual punto de partida en el carácter de cosa y de objeto de la obra de arte, ésta se caracteriza precisamente por el hecho de que no es objeto, sino que se sostiene en sí misma. Debido a su sosternerse-en-sí-misma no sólo pertenece a su mundo, sino que en ella el mundo está ahí. La obra de arte abre su propio mundo. Algo es objeto sólo cuando ya no cabe en la articulación de su mundo, porque el mundo al que pertenece se ha descompuesto. En este sentido, una obra de arte es un objeto cuando es comercializada, pues entonces está privada de su mundo y lugar de pertenencia. La caracterización de la obra de arte por su consistencia propia y su abrir un mundo, que es el punto de partida de Heidegger, como se ve evita conscientemente cualquier recurso al concepto de genio de la estética clásica. Cuando, al lado del concepto de mundo al que pertenece la obra y que es puesto ahí y abierto por la obra de arte, Heidegger usa el concepto contrario de «tierra», hay que entender esto dentro de la aspiración de comprender la estructura ontológica de la obra con independencia de la subjetividad de su creador o del observador. Tierra es un concepto contrario a mundo en cuanto caracteriza, en contraste con el abrirse, el albergar-dentro-de-sí y el encerrar. Ambas características están claramente presentes en la obra de arte, el abrirse lo mismo que el cerrarse. Una obra de arte no quiere decir algo, no remite a un significado como un signo, sino que se muestra en su propio ser, de modo que el observador se ve obligado a detenerse delante de ella. Hasta tal punto está ahí como tal obra de arte que aquello de lo que está hecho, piedra, color, sonido palabra, por el contrario, sólo llega a tener su auténtica existencia dentro de ella. Mientras estos materiales aún no son más que pura materia que esperan su elaboración, no están realmente ahí, es decir, no han surgido a una auténtica presencia, sino que sólo surgen como ellos mismos cuando se los emplea, es decir cuando están integrados en la obra. Los sonidos de los que se compone una obra maestra musical, son más sonido que cualquier ruido o sonido fuera de ella, los colores de los cuadros son cromatismos más auténticos que el mayor colorido que adorna la naturaleza, la columna del templo hace aparecer el carácter pétreo de su ser en el erguirse y sostener de manera más auténtica que en la roca no trabajada. Lo que surge así en la obra es justamente su estar cerrada y su cerrarse, y esto es lo que Heidegger llama ser-tierra. En realidad, tierra no es materia, sino aquello de lo que todo surge y a lo que todo vuelve a integrarse. Aquí se muestra la inadecuación de los conceptos reflexivos de matería y forma. Sí se puede decir que en una gran obra de arte «surge» un mundo, el surgimiento de este mundo es al mismo tiempo su ingreso en la figura reposada; en la medida en que la figura está ahí, ha encontrado, por así decir, su existencia terrena. De ella obtiene la obra de arte la quietud que le es propia. No tiene su auténtico ser sólo en un yo que experimenta, que dice, opina o señala y cuyo decir, opinión y señalamientos serían su significado. Su ser no consiste en convertirse en vivencia, sino que ella misma es vivencia por medio de su propia existencia, es un empuje que derríba todo lo anterior y habitual, un empuje con el que se abre un mundo que nunca había estado ahí de esta manera. Mas, este empuje aconteció en la obra misma de tal manera que al mismo tiempo está albergado en la permanencia. Aquello que así surge y se oculta constituye, en su tensión, la configuración de la obra de arte. Heidegger llamó a esta tensión la disputa entre mundo y tierra. Con ello no sólo da una descripción del modo de ser de la obra de arte que evita los prejuicios de la estética tradicional y del pensamiento subjetivista moderno. Heidegger tampoco renueva así simplemente la estética especulativa que había definido la obra de arte como la apariencia sensible de la idea. Si bien esta definición hegeliana de lo bello tiene en común con el propio intento de pensar de Heidegger el ser la superación por principio de la oposición entre sujeto y objeto, entre el yo y lo que tiene delante, y no describe el ser de la obra de arte desde la subjetividad del sujeto; no obstante, la definición hegeliana no deja de describirla con miras a esta subjetividad, puesto que la obra de arte ha de representar la manifestación sensible de la idea pensada en un pensamiento consciente de sí mismo. Así, toda la verdad de la apariencia sensible quedaría conservada y superada [aufgehoben] en la idea que se piensa. En el concepto adquiere la verdadera configuración de sí misma. En cambio, cuando Heidegger habla de la disputa entre mundo y tierra y describe la obra de arte como empuje por medio del cual una verdad se convierte en acontecimiento, entonces esta verdad no está superada y cumplida en la verdad del concepto filosófico. Lo que acontece en la obra de arte es una manifestación propia de la verdad. Al remitirse a la obra de arte en la que surge una verdad, Heidegger pretende demostrar justamente que tiene sentido hablar de un acontecer de la verdad. Por eso, el artículo de Heidegger no se limita a dar una descripción adecuada del ser de la obra de arre. Su aspiración filosófica central es más bien apoyarse en este análisis para comprender el ser mismo como un acontecer de la verdad. Se ha reprochado a menudo a la formación de conceptos de Heidegger en su obra tardía que éstos ya no se pueden probar. No es posible llevar lo que Heidegger quiere decir -para expresarlo así- a su perfección dentro de la subjetividad de nuestra propia atribución de significados, por ejemplo, cuando habla del ser en el sentido verbal de la palabra, del acontecer del ser, del poner el ser en el claro [Lichtung], del desocultamiento del ser y del olvido del ser. La formación de conceptos que predomina en los trabajos filosóficos tardíos de Heidegger está aparentemente cerrada a la comprobación subjetiva, de manera similar a cómo el proceso dialéctico de Hegel está cerrado a lo que Hegel llama el pensamiento representador. De ahí que se la somete a una crítica parecida a la que Marx sometió la dialéctica de Hegel. Se la califica como «mitológica». El artículo sobre la obra de arte me parece tener su importancia fundamental en el hecho de que significa una indicación de la verdadera pretensión del Heidegger tardío. Nadie se puede cerrar al hecho de que en la obra de arte, en la que surge un mundo, no sólo se vuelve experimentable un sentido válido que anteriormente no era conocido, sino que con la obra de arte entra algo nuevo en la existencia. No es sólo el desocultamiento de una verdad, sino un acontecimiento por sí mismo. Así se ofrece un camino para seguir a Heidegger un paso más en su crítica a la metafísica occidental y el desembocar de ésta en el pensamiento subjetivista de la modernidad. Como se sabe, Heidegger tradujo la palabra griega aletheia, que significa verdad, por desocultamiento. Pero la fuerte acentuación del sentido privativo de aletheia no sólo significa que el conocimiento de la verdad haya arrancado, como en un acto de robo privatio significa «robar»-, lo verdadero de su condición de desconocido o de su estar oculto en el error. No se trata puramente del hecho de que la verdad no yace en la calle y que no está desde siempre en curso y es accesible. Sin duda, esto es cierto, y al parecer los griegos querían decirlo así cuando designaron lo ente tal como es como lo desoculto. Sabían en qué medida todo conocimiento está amenazado por el error y la mentira y que lo importante es no equivocarse y obtener la representación correcta de lo ente tal como es. Si para el conocimiento lo importante es dejar atrás el error, entonces la verdad es el puro estar desoculto de lo ente. Esto es lo que el pensamiento griego tiene en perspectiva, y con ello ya está en el camino que la ciencia moderna irá recorriendo hasta el final, es decir, construir un conocimiento correcto por medio del cual lo ente queda preservado en su estado desoculto. Heidegger objeta a esto que el estado desoculto no es sólo el carácter de lo ente en tanto es correctamente conocido. En un sentido más originario, el desocultamiento «acontece», y este acontecer es algo que primeramente hace posible que lo ente esté desoculto y pueda ser conocido correctamente. El estado oculto que es correlativo a este desocultamiento originario no es el error, sino que pertenece originariamente al ser mismo. La afirmación de que a la naturaleza le gusta esconderse (Heráclito), la caracteriza no sólo con respecto a la posibilidad de ser conocible, sino en cuanto a su ser. No es sólo su surgir a la claridad, sino también su ocultarse en la oscuridad, es el abrirse de la flor hacia el sol lo mismo que el arraigar en la profundidad de la tierra. Heidegger habla del claro del ser que representa el espacio en el que llega a ser posible reconocer lo ente como des-oculto y en su estado desoculto. Un tal surgir de lo ente en el «ahí» de su ser-ahí presupone claramente un ámbito de apertura en el que pueda acontecer este ahí. Y sin embargo, también está claro que este ámbito no es sin que en él se muestre lo ente, es decir, sin que haya algo abierto que ocupe esta dimensión abierta. Esto es, sin duda, una circunstancia llamativa. Y aún más llamativo es que tan sólo en el ahí de este mostrarse de lo ente llega a mostrarse también el estado oculto del ser. El desocultamiento del ahí hace posible el conocimiento correcto, porque lo ente que surge del estado desoculto se presenta para aquel que lo percibe. Sin embargo, no se trata de un acto arbitrario de desocultamiento, como lo sería un robo que arranca algo de su estado oculto. Más bien, todo esto sólo sería posible por el hecho de que el desocultamiento y el ocultamiento son el acontecer del ser mismo. La comprensión que hemos adquirido de la obra de arte nos ayuda a entenderlo. Lo que constituye el ser de la obra misma es claramente una tensión entre su surgimiento y su estar resguardada. El nivel de la composición de una obra de arte, que produce su esplendor deslumbrante, se debe a la intensidad de esta tensión. Su verdad no consiste en un significado que está llanamente al descubierto, sino más bien en lo insondable y profundo de su sentido. Por esto, según su esencia, es una disputa entre mundo y tierra, entre el surgir y el quedar resguardada. Lo que se comprueba en la obra de arte, según Heidegger, es lo que constituye la esencia del ser en general. La disputa entre el estado desoculto y el oculto no sólo es la verdad de la obra, sino la de todo lo ente, porque la verdad, entendida como desocultamiento, siempre es esta oposición entre el desocultar y el ocultar. Hay una conexión necesaria entre ambos. Esto quiere decir claramente que la verdad no es la simple presencia de lo ente que estaría en cierto modo delante de su correcta representación mental. Un tal concepto del estar desoculto ya presupondría la subjetividad que se representa la existencia de lo ente. Pero lo ente no queda correctamente determinado en su ser si se lo define solamente como objeto de una posible representación. Su ser implica igualmente que se resiste. La verdad entendida como estado desoculto tiene en sí misma un movimiento en direcciones opuestas. En el ser, como dice Heidegger, hay algo así como una «contrincancia del estar presente». Con ello trata de describir algo que cualquiera puede comprobar. Lo que es no sólo ofrece un contorno reconocible o familiar como superficie, sino que también tiene una profundidad interior de autonomía que Heidegger denomina el «sostenerse en sí mismo» [Insichstehen]. El completo desocultamiento de todo lo ente, la total objetivación de todas y cada una de las cosas (a través de una representación pensada como perfecta) anularía el ser en sí mismo de lo ente y significaría su completo allanamiento. Lo que se mostraría en una tal objetivación no sería ya en ninguna parte lo ente que se sostiene en sí mismo. Más bien, en todo lo que es se mostraría lo mismo: la oportunidad de su aprovechamiento, pero esto quiere decir que lo relevante en todo sería la voluntad que se apodera de lo ente. En contraste con esto, en la obra de arte cualquiera participa de la experiencia de que ésta constituye una resistencia absoluta contra semejante voluntad de apoderarse, no en el sentido de un resistir obstinado a la pretensión de nuestra voluntad que quiere usarla, sino en el sentido de la superioridad con la que se nos sugiere un ser reposando en sí mismo. Así, el hecho de que la obra de arte esté concluida y recluida en sí misma es la garantía y la prueba de la tesis universal de la filosofía heideggeriana de que lo ente se contiene a sí mismo al situarse en la apertura de la presencia. Por sostenerse en sí misma, la obra avala al mismo tiempo la autoconsistencia de lo ente en general. Ya en este análisis se abren así perspectivas que marcan el ulterior camino del pensar de Heidegger. Sólo el camino que pasó por la obra podía mostrar el carácter materialidad del útil [Zeug] y finalmente también la cosidad [Dingheit] de la cosa. Así como la ciencia moderna que lo calcula todo provoca la pérdida de las cosas y disuelve su «sostenerse en sí mismo no impulsado a nada» en factores de cálculo de su proyectar y modificar, así, por el contrario, la obra de arte representa una instancia que previene la pérdida general de las cosas. Tal como Rilke, en medio del desaparecer generalizado de la cosidad, glorifica poéticamente la inocencia de la cosa cuando la muestra a un ángel, el pensador también piensa esta perdida de la cosidad reconociendo al mismo tiempo su preservación en la obra de arte. Mas, preservación presupone que, en realidad, lo preservado aún es. Por esto, si en la obra de arte todavía puede surgir su verdad, esto implica la verdad de la cosa misma. El artículo de Heidegger sobre La cosa significa por tanto un necesario paso más en el camino de su pensar. Lo que anteriormente ni siquiera alcanzaba el estar a la mano del útil, sino que sólo valía para el puro mirar o constatar como algo que está a la vista, ahora es reconocido en su estado «ileso» precisamente como aquello que para nada es servible. Pero desde aquí se puede reconocer aún otro paso más en este camino. Heidegger subraya que la esencia del arte es la poesía. Con ello quiere decir que el carácter del arte no consiste en la transformación de algo preformado ni en la reproducción de un ente previamente existente, sino en el proyecto por medio del cual surge algo nuevo como verdadero: el acontecer de la verdad inherente a la obra de arte se caracteriza por el hecho de que «de un golpe se abre un lugar nuevo». Ahora bien, la esencia de la poesía, en el sentido habitual más restringido de la palabra, está determinada precisamente por ser lenguaje, lo que distingue a la poesía de todas las otras modalidades del arte. Si bien en todo arte, también en la arquitectura y la escultura, el auténtico proyecto y lo verdaderamente artístico se podría llamar «poesía», la clase de proyecto que acontece en el poema propiamente dicho es de otra índole. El proyecto de la obra de arte poética está vinculado a algo previamente trazado que en sí mismo no se puede proyectar de nuevo: las vías ya trazadas del lenguaje. El poeta depende hasta tal punto de ellas que el lenguaje de la obra de arte poética sólo puede llegar a los que dominan el mismo lenguaje. En cierto sentido, la «poesía», que para Heidegger simboliza el carácter de proyecto de toda producción artística, no es en primer lugar proyecto, sino más bien la forma secundaria del construir y configurar con piedra, color y sonidos. En realidad, el poetizar está, en este sentido, dividido en dos fases: la del proyecto que siempre ha acontecido previamente allí donde domina un lenguaje, y la de otro proyecto que hace surgir la nueva creación artística de aquel primero. La anterioridad del lenguaje no sólo parece constituir la característica específica de la obra de arte poética, sino que parece tener validez más allá de toda obra para todo ser-cosa de las cosas mismas. La obra del lenguaje es la poetización más originaria del ser. El pensar, que piensa todo el arte como poesía y revela el ser-lenguaje de la obra de arte, está él mismo aún en camino al lenguaje.