Cuadrículas
El jeroglífico egipcio , que a juicio del historiador Joseph Rykwert sería uno de los signos originales de alguna ciudad, se transcribe como “nywt” (Rykwert, 1988: 192). Se trata de una cruz inscrita dentro de un círculo y sugiere dos de las imágenes más sencillas y perennes. El círculo consta de una sola línea cerrada e ininterrumpida que hace pensar en un recinto, en un muro o en el espacio de una plaza pública en la que transcurre la vida. La cruz es la forma más simple de líneas compuestas y distintas: puede que sea el objeto más antiguo del proceso ambiental por oposición al círculo que representa el límite que define el volumen del medio ambiente. Las líneas cruzadas representan un medio elemental de trazar calles dentro del límite y a través de cuadrículas.
En la planificación de las ciudades de la antigüedad, los asirios y los egipcios diseñaban calles rectilíneas que se cruzaban en ángulos rectos para formar bloques regulares de suelo para la construcción. Se piensa por lo general que Hipódamo de Mileto fue el primer urbanista que contempló el plano cuadriculado como expresión cultural; a su juicio, la cuadrícula expresaba la racionalidad de la vida civilizada. En el curso de sus conquistas militares los romanos hacían resaltar el contraste que oponía a los toscos e informes campamentos de los bárbaros con sus propias fortalezas militares o castra. Los campamentos romanos estaban dispuestos en forma de cuadros o de rectángulos. La custodia del perímetro del campamento se confió al principio a los soldados, y sólo después, una vez convertido en asentamiento permanente, se erigían las murallas. Una vez construido el castrum se dividía en cuatro sectores cruzados por dos calles axiales, el decumanus y el cardo. En la confluencia de estas dos calles principales se levantaban las principales tiendas militares y más tarde se instalaba al Norte de la encrucijada lo que se denominaba foro. A medida que el asentamiento era próspero se colmaban los espacios comprendidos entre el perímetro y el centro, repitiendo así la idea de los ejes y los centros en miniatura. Con estas reglas lo que los romanos se proponían era crear ciudades a imagen y semejanza de Roma, así, donde quiera que el romano se encontrara, viviría como en Roma.
En la historia ulterior del urbanismo occidental, la cuadrícula ha servido para abrir nuevos espacios o para renovar los viejos espacios devastados por alguna catástrofe. Todos los planos para la reconstrucción de Londres después del gran incendio de 1666 (de Hooke, de Evelyn y de Wren) recurrían a la cuadrícula romana. Estos proyectos influirían en los procesos norteamericanos que iban a ir fundando nuevas ciudades, como en el caso de William Penn. El Estados Unidos del siglo XIX se asemejaba a un conglomerado de ciudades creadas con arreglo a los principios del campamento militar romano y el ejemplo norteamericano de ciudades hechas al instante iba a influir a su vez en la creación de otras ciudades en otras partes del mundo.
En su origen, la cuadrícula establecía un centro espiritual. “El rito de la fundación de una ciudad evoca una experiencia religiosa”, dice Joseph Rykwert en su estudio de la ciudad romana. “La construcción de todo edificio comunitario o vivienda constituye siempre, hasta cierto punto, una anamnesis, la evocación de un ser divino creador del centro del universo. Por ese motivo, el lugar no puede elegirse al azar ni responder tampoco a motivos racionales: su descubrimiento debe responder a la revelación de alguna divinidad” (Rykwert, 1988: 90).
El erudito latino Cayo Julio Higinio consideraba que los sacerdotes al inaugurar toda nueva ciudad romana debían encontrar su lugar en el cosmos, y, puesto que “los límites no se establecen nunca sin recurrirse al orden del universo, los decumani deben estar en armonía con el curso del sol y los cardines seguir la línea imaginaria del cielo” (Rykwert, 1988: 90-91). Sin embargo, no hay nunca diseño físico que tenga un significado perenne. Como cualquier otro diseño, las cuadrículas se convierten en lo que cada sociedad quiere que represente. Para los romanos, la cuadrícula era un diseño cargado de afección. Los norteamericanos la utilizaron con fines muy distintos, con objeto de negar la complejidad y la diferencia del medio ambiente. En la época moderna, la cuadrícula parece haber sido un plan establecido para neutralizar al medio ambiente.
La ciudad militar romana se concibió de tal manera que pudiera ir creciendo dentro de sus límites, diseñada de tal forma que acabara llenándose gradualmente. La cuadrícula moderna no tiene límites y se extiende por acumulación de los bloques a medida que crece la ciudad. En 1811, los ediles que establecieron el plan cuadriculado que desde entonces ha definido el urbanismo de la isla de Manhattan más allá de Greenwich Village, observaban: “Puede que se hagan comentarios jocosos al ver que los ediles han previsto espacio suficiente para albergar a una población más numerosa que la existente en cualquier otro lugar al este de China” (Bridges, 1811: 30). Los norteamericanos partían del principio según el cual el mundo natural es ilimitado y no concebían tampoco que su poder de conquista y de asentamiento pudiera tener límites.
Los romanos, a partir de la imagen de un todo definido y limitado, concibieron la manera de crear un centro en la intersección del decumanus y el cardo para, más tarde, crear centros análogos en cada barrio repitiendo ese mismo cruce de ejes principales. Los norteamericanos tendieron en cambio cada vez más a eliminar el centro público, como puede verse en los planos del Chicago de 1833 y de San Francisco de 1849 y 1856 en los que, en medio de millares de bloques de edificios proyectados, tan sólo aparecían unos pocos y reducidos espacios públicos. Aun cuando se manifestaba el deseo de contar con un centro, no era fácil deducir donde se establecerían los lugares públicos y de qué modo funcionarán en ciudades concebidas como un mapa de infinitos rectángulos de suelo. Los espacios cívicos humanos creados por Penn y Holme en la Filadelfia colonial o, en el polo opuesto, los cuadrados del brutal mercado de esclavos de la Savannah anterior a la guerra de Secesión (ambos, espacios manejables para la vida organizada de la colectividad), acabarán perdiendo su condición de modelos en cuanto se inició la era del desarrollo urbano con las enormes inversiones que serán necesarias.
Es cierto que en las cuadrículas de Estados Unidos se observa una clara intensificación de valor en las intersecciones como es el caso de las zonas residenciales del Manhattan moderno con sus edificios elevados en las esquinas, mientras se mantiene una edificación baja en el centro de la manzana. Pero incluso esta pauta, cuando se repite una y otra vez, pierde esa capacidad de “crear imagen” que buscaba el humanista Kevin Lynch, es decir, la capacidad de designar la índole de un lugar específico y su relación con el resto de la ciudad.
Las cuadrículas más notables así creadas puede que sean los asentamientos meridionales de Estados Unidos de América en las ciudades que progresaron bajo la dominación o la influencia de España. El 3 de Julio de 1573, Felipe II promulgó una serie de ordenanzas sobre la creación de ciudades en sus tierras del Nuevo Mundo conocidas como las Leyes de Indias en las que se disponía, entre otras cosas, la formación simétrica de las ciudades a partir de su centro: “Se haga la planta del lugar repartiéndola por sus plazas, calles y solares a cordel y regla, comenzando desde la plaza mayor, y desde allí sacando las calles a las puertas y caminos principales, y dejando suficiente espacio libre para que aun cuando crezca la ciudad pueda extenderse siempre en forma simétrica”.
Estas ordenanzas estuvieron tres siglos en vigor y se aplicarán por primera vez, en 1565, en San Agustín, Florida, en lo que concierne al actual territorio norteamericano. En 1781, el plan inicial de Los Angeles habría sido familiar a Felipe II como lo habría sido también, por lo demás, a Julio César. Con la llegada de los ferrocarriles y la inversión de cuantiosos capitales, en las ciudades norteamericanas de influencia hispánica quedan sin vigor los principios enunciados en las Leyes de Indias. El cuadrado deja de tener un centro y ya no será el punto de referencia de la generación de nuevos espacios urbanos. La cuadrícula desaparece a medida que se repite hasta el infinito, una manzana tras otra, como ocurrirá en 1875 con el plano de Santa Mónica (nueva fracción de Los Angeles) y, una generación más tarde, al hacerse realidad la “nueva ciudad de Los Angeles”.
Estos procesos geográficos inherentes a la cuadrícula tuvieron su culminación en el siglo XX, incluso cuando el desarrollo urbano adopta la forma de millares de casas dispuestas a lo largo de calles construidas como meandros arbitrarios y que podrían ser tomados por “Sendero de sauces” o “Viejos caminos de postas” o cuando se crean parques industriales, bloques de oficinas y centros comerciales pegados a las autopistas. En el desarrollo de la megalópolis moderna es más razonable hablar de “nudos” urbanos que de centros y suburbios. La vaguedad de la palabra “nudo” indica que ya no es posible designar un valor ambiental, mientras que el “centro” está cargado de significados históricos y visuales, por lo que el “nudo” es algo amorfo.
Esta pauta norteamericana se concebirá de un modo u otro en la configuración extrema a que tienden otras formas de nuevo desarrollo urbano; se crean así asentamientos similares en Italia, Francia, Israel y en la Unión Soviética del otro lado de los Urales. En todos estos proyectos falta la lógica de los límites y la forma definida dentro de los mismos; los edificios amorfos se traducen en la creación de lugares sin carácter. No es la cuadrícula la “causa” específica de esta falta de carácter, ya que la neutralidad persiste aunque se haya abandonado la pauta de ciudad interminable de líneas regulares por el diseño de zonas residenciales sinuosas, centros comerciales y grupos de oficinas o fábricas. Pero la historia reciente de la cuadrícula pone de manifiesto lo que cabría describir como fealdad y que subyace en la falta de carácter; tanto al crear un medio ambiente como al desarrollar una vida, la neutralidad es muchas veces el instrumento de una agresión pasiva. Una ciudad opaca es, al igual que una vida rutinaria, una manera de rechazar la idea de que también y en última instancia hay otras personas, como también otras necesidades, que no dejan de tener importancia.
En abril de 1791, Pierre Charles l`Enfant, que libraba un combate denodado contra el proyecto de Thomas Jefferson de aplicar una cuadrícula rígida al diseño de la nueva capital, escribía al presidente Washington: “Los planes regulares... resultan en última instancia fatigosos e insípidos; en su origen, la cuadrícula no ha sido más que el producto de una imaginación fría carente de sensibilidad ante la verdadera belleza y la auténtica grandeza" 1.
La capital debe reflejar el poder simbólico. Para l`Enfant, la regularidad de la cuadrícula carece de tal reflejo y no es más que un espacio neutro con el sentido de vacío. El siglo siguiente al de l`Enfant demostraría, empero, que esos medios neutrales eran espacios perfectos para poner al orden del día la negación de la diferencia.
Los urbanistas norteamericanos se valieron del plano cuadriculado para rechazar incluso las irregularidades elementales de la geografía. En Chicago, como también en otras ciudades, la cuadrícula se aplicó a un suelo irregular; los bloques suprimían el medio natural y se extendían implacablemente y con toda indiferencia a las colinas, ríos y bosques que encontraban a su paso. Había que nivelar los accidentes naturales y drenar las aguas; había que ignorar los obstáculos que la naturaleza ponía a la cuadrícula y el curso irregular de los ríos y lagos, ya que los planificadores de las ciudades de la frontera parecían no aceptar la existencia de todo cuanto no pudiera ser sometido a una geometría tan mecánica como tiránica. A veces la imposición implacable de la cuadrícula suponía la supresión voluntaria de toda facultad lógica. En Chicago, la aplicación de la cuadrícula ha creado inmensos problemas al cauce del río que atraviesa el centro de la ciudad; las líneas de la calle se detienen abruptamente en una orilla y prosiguen imperturbables por la otra, como si los extremos estuvieran unidos por puentes invisibles. En 1797, un visitante de la flamante ciudad de Cincinnati observaba la “inconveniencia” de aplicar la cuadrícula a tales topografías fluviales, y añadía: “De haber trazado una de sus calles principales frente al río y otra en la siguiente cresta del terreno... la población presentaría una faz noble al contemplarla desde el río” 2.
Se dio a Cincinnati un nombre antiguo sin ser una ciudad griega: esos planes urbanos impuestos de manera arbitraria a la tierra lo que han hecho ha sido establecer una relación interactiva y de apoyo en la misma.
A pesar de que Nueva York es una de las ciudades más antiguas de la América del Norte, los que se ocuparon de su planificación en el apogeo del capitalismo la trataron como si fuera una ciudad de la frontera, un lugar en el que el medio físico debía contemplarse como enemigo. En 1811, y de un solo golpe, los planificadores impusieron la cuadrícula a la isla de Manhattan desde Canal Street, al borde del asentamiento más denso, hasta la calle 155 y luego, en 1870, en un segundo impulso, hasta la extremidad septentrional. En Brooklyn, al Este del antiguo puerto, el plan cuadriculado se impuso de manera más gradual. Fuera por miedo o simplemente por codicia, los pobladores de la frontera trataron a los indios como parte del paisaje y no como a seres humanos. En la frontera no había nada, era un vacío que habría que colmar. Ni en Nueva York ni en Illinois los planificadores podían concebir que existiera vida fuera de la cuadrícula. Consideraron que las aldeas y villorrios del Manhattan del siglo XIX tenían que ser sencillamente absorbidos a medida que la cuadrícula de papel se convertía en realidad edificable. En ese proceso, el plan no sufriría ninguna modificación, aun cuando una disposición más flexible de las calles hubiera sacado mejor partido de la colina y se hubiera adaptado mejor a los caprichos de la capa hídrica de Manhattan. De manera inexorable, el crecimiento urbano llevado a cabo con arreglo a la cuadrícula acabaría arrasando todos los asentamientos que encontraba a su paso. En esa época del neoclásico, los planificadores del siglo XIX podrían haber edificado como los romanos o como, más cercano, William Penn trazando las plazas y fijando el lugar que debían ocupar las iglesias, las escuelas y los mercados. Se disponía del suelo para ello, pero los planificadores del siglo XIX no concebían las cosas de ese modo. El desarrollo económico y la concienciación ambiental iban inseparablemente unidos a esa concepción negativa de lo neutral. Los ediles de Nueva York declararon que “las casas construidas en ángulo recto eran más baratas y más cómodas para vivir” (Bridges, 1811: 25). Lo que no se expresa aquí es la idea de que las unidades uniformes del suelo son también más fáciles de vender. Esa relación entre cuadrícula y economía capitalista tendrá en Lewis Munford su máxima expresión al decir: “...el capitalismo renaciente del siglo XVII trató la parcela individual, la manzana, la calle y la avenida como unidades abstractas de compra y venta, sin el menor respeto por los usos y costumbres tradicionales, por las condiciones topográficas o por las necesidades sociales” (Mumford, 1961: 421).
En la historia de Nueva York del siglo XIX se trataba de algo realmente más complejo, dado que la cuestión económica de la venta del suelo era muy distinta según se tratara del Nueva York de 1870 o del de 1811. A comienzos de siglo, la ciudad era un racimo de edificios construidos en un yermo y el suelo que se ponía en venta era un espacio vacío. A partir de la Guerra de Secesión ese suelo se ocupó con suma facilidad. Sacar provecho de la venta del suelo en tales condiciones suponía conocer muy bien los códigos sociales y saber adónde iría a vivir la gente, por dónde pasarían los medios de transporte y dónde se ubicarían las fábricas. El examen del mapa que consta de una serie de manzanas idénticas no permite responder a muchos de los interrogantes. La cuadrícula no constituía sino un diseño urbano racional en sentido abstracto y cartesiano. Así, al igual que sucedió con la historia de las inversiones ferroviarias e industriales, la historia económica de la cuadrícula en su período tardío registra tanto inversiones desastrosas como ganancias colosales.
Los que querían sacar pingües beneficios de un ambiente neutral compartían la misma imagen vacía de la cuadrícula con los que, al igual que l´Enfant, la detestaban 3.
Negación del significado
Cuando los norteamericanos de la época del apogeo del capitalismo pensaron en un sucedáneo para la cuadrícula lo que hacían era pensar en algún alivio de carácter bucólico, en parques arbolados y paseos, en lugar de imaginar calles, plazas, o centros más interesantes donde se sintiera latir la vida ajetreada de la urbe. La construcción del Central Park en Nueva York puede ser el ejemplo más aciago de esta concepción, el de un vacío natural cuidadosamente diseñado como centro urbano a la expectativa de que los agradables terrenos cultivados que lo circundan (ya en sí el escenario más bucólico y placentero que el habitante de la ciudad podía imaginar a tan poca distancia de su hogar) serían arrasados con la intromisión de la cuadrícula.
Los diseñadores Olmsted y Vaux deseaban disipar toda idea según la cual Central Park estaba situado en el corazón de una metrópolis dinámica, idea que se podía tener, por ejemplo, al oír o ver el tráfico que la atravesaba. Los diseñadores norteamericanos procedieron a la inversa del Bois de Boulogne, que consiguieron hacer que resulte placentera la travesía del mismo incluso para los que tenían que hacerlo por obligación. Olmsted y Vaux escamotearon al público las vías de acceso y confinaron el tráfico a carreteras trazadas a un nivel inferior al del parque. Según ellos esas carreteras debían estar “....sumergidas a nivel inferior al del parque.... bordeadas por muros de unos 2 metros de altura... Una hábil disposición de plantas en la cumbre o las laderas ocultarán casi por completo la carretera y los vehículos que la recorran de la vista de las personas que se pasean por el parque” (Olmstead, 1928).
Es fácil comprobar esa doble negación. Se construye como se haría en el desierto y, en oposición al mundo del constructor, se actúa como si no se viviera en una ciudad.
Ese rechazo de lo que significa la ciudad norteamericana se origina específicamente en el continente y proviene de la impresión visceral que todos los viajeros, extranjeros y autóctonos, tienen del paisaje natural. Ese mundo natural había sido en su origen inmenso, abierto e ilimitado. La impresión de un mundo ilimitado es algo evidente cuando, por ejemplo, se compara una composición pictórica norteamericana, la “Vista del Hudson cerca de West Point”, de John Kensatt, 1863, con la “Vista de Volterra” de Corot, 1838, dos lienzos ordenados con arreglo a unos principios análogos. En el cuadro de Kensatt puede contemplarse un espacio ilimitado en el que la visión desborda el marco y el ojo puede desplazarse sin ningún obstáculo. Las rocas, los árboles y la gente que figuran en el cuadro carecen de substancia al haber sido absorbidos por la inmensidad. En el cuadro de Corot, en cambio, sentimos la presencia viva de cosas específicas que aparecen en una visión limitada; para citar las palabras de un crítico, “una arquitectura sólida de rocas y follaje permite medir la profundidad del espacio” (McCoubrey, 1963: 29). Para dominar la amplitud americana parecía que sólo podría recurrirse a la imposición más arbitraria, la de una cuadrícula interminable. Pero ese esfuerzo voluntario provoca la reacción contraria: la arbitrariedad perjudica al objeto dominado, la cuadrícula priva al espacio de todo su sentido y nos encontramos con un Olmsted en busca del método que le permita recuperar el valor de la naturaleza, sólo en apariencia liberada de la presencia visible del ser humano.
En el siglo XIX la cuadrícula se aplica en sentido horizontal; en el siglo XX lo es en sentido vertical. El rascacielos y su neutralidad trascienden el escenario norteamericano. En las ciudades de rascacielos (Hong Kong o Nueva York) no es posible pensar que los segmentos que se apilan en sentido vertical a partir de la calle tengan un orden intrínseco como lo tenía la intersección del cardo y el decumanus. No es posible indicar una actividad que deba realizarse precisamente en el sexto piso del inmueble. Tampoco es posible establecer una relación visual entre el sexto y el séptimo piso por oposición al vigésimoquinto. La cuadrícula vertical carece de las definiciones correspondientes a un cierre y una ubicación significante. Y, no obstante ello, los historiadores nos dicen que la historia nunca se repite.
Cuando las casas, hogares familiares, se construyen como cuadrículas verticales comprenden que han cometido un error. Es cierto que en Estados Unidos existía en el siglo XIX la costumbre de que las familias utilizaran los hoteles como residencias semipermanentes. Las familias ocupaban un hotel tras otro; los niños jugaban a veces por los corredores y las familias cenaban en el comedor en compañía de viajantes de comercio, forasteros y mujeres poco recomendables. De manera más general, los planificadores llagaron a considerar que el inmueble de pisos era también una cuadrícula vertical de índole intrínsecamente neutral. El diario de Nueva York The Independent sostenía en un editorial de 1902 concepciones análogas a las expresadas en Inglaterra por el movimiento de las ciudades-jardín y que en Francia y Alemania fueron atributo de los planificadores socialistas interesados por los ideales comunitarios según los cuales los grandes inmuebles de pisos destruyen “el sentimiento de vecindad, la ayuda mutua, las relaciones de parroquia y los intereses comunes que son el fundamento del orgullo y del deber cívico”. En Nueva York este criterio quedará codificado en la Ley de edificios de viviendas múltiples de 1911 en la que se consideraba que todas las viviendas de pisos cumplían una función social análoga a la de los hoteles; la falta de fundamentos en que se basa un hogar se vinculará en 1929, en una de las primeras obras consagradas a la arquitectura de las viviendas de pisos a “...esos edificios de 6, 9 ó 15 plantas en los que cada piso es idéntico a todos los demás, por lo que no hay nada que sea prácticamente individual” (citado por Hankcock, 1980: 181). El rascacielos no tiene cabida en el suelo de Ruskin.
El sentido común nos dice que el cambio interviene cuando uno percibe que algo anda mal y toma medidas para corregirlo. Pero una versión más realista nos dice que se actúa a medida que se descubre el mal. Se sabe que lo que se hace mal, pero se sigue obrando de tal modo que éste se produzca para ver si lo que se piensa o percibe es real. En nuestra época esto es lo que hacen los que construyen cuadrículas verticales para las familias. Inquietos por la posibilidad de que en espacios tan neutros e impersonales puedan perderse los valores de la familia, los arquitectos y planificadores de la década de 1930 (por ejemplo, Robert Moses) empiezan a edificar en Nueva York los grandes proyectos de viviendas que acabarán materializando esa posibilidad. Puede ser que los protagonistas del cuento no sean unos malvados y que el sueño de la vivienda sea una utopía reformista que tiene su origen en el siglo XIX y consiste en edificar viviendas saludables y numerosas para los trabajadores. Pero el vocabulario visual del edificio trasunta un conjunto de valores diferentes que transforma las viejas ideas acerca del espacio ilimitado en nuevas formas de rechazo.
Consideremos, por ejemplo, las viviendas destinadas a personas de escasos recursos construidas en Harlem a lo largo del Park Avenue y diseñadas con arreglo a los principios de la cuadrícula amorfa y sin límites. El espacio ha sido aplanado y quedan pocos árboles. Los pequeños espacios de césped están protegidos por pequeñas cercas metálicas. Estas viviendas presentan una baja tasa de criminalidad, pero sus habitantes se quejan de que constituye un medio hostil para el desarrollo de la vida familiar. La hostilidad está incorporada en su propia funcionalidad. Los edificios niegan la idea de que ese lugar tenga algún valor. En ese sentido cabe decir que son urbanizaciones construidas por espacios pasivo-agresivos.
Es extraño percibir como se expresa este rechazo en los bares situados en las cercanías de esas viviendas de Harlem. (En el conjunto de torres no hay ningún lugar para beber en público.) Es extraño porque el lenguaje sociable es extremadamente fragmentado. Al principio pensé que esa fragmentación respondía a mi presencia, pero pronto comprendí que en esos bares la gente deja muy pronto de prestar atención a un blanco calvo y distraído que acaba siendo vagamente familiar. Se trata de bares familiares en los que el servicio y los porteros se reúnen a beber cerveza (los lugares más animados están destinados a los que viven a la sombra del hampa). Estos bares de Park Avenue carecen de mostrador y consisten tan sólo en una sala con mesas. En ellos es como si el tiempo se hubiera detenido. El día flota en el polvo que levantan los vagones al salir de un túnel próximo a los edificios. De noche en el bar hay un aparato de televisión encendido pero sin sonido y se oyen las sirenas de los vehículos policiales. En verano gira un ventilador. Tal es el marco de las conversaciones y llegué a entender que esas gotas de sonido eran suficientes para crear la conciencia de una presencia, una indicación mínima de que allí había vida. Las palabras me conmovieron más que algún discurso político inflamado, por ser la expresión de un deseo de crear un lugar donde importara hablar, aunque no fuera más que un espacio someramente equipado con sillas desparejadas y mesas de plástico que la gente llama su bar. Esta construcción se oponía a los lugares funcionales y neutros que se le asignaron, aunque para ellos no representaran nada.
En materia de control social el espacio neutro aparece como la gran diferencia entre la planificación europea del siglo XIX y las distribuciones más modernas manifestadas en sentido horizontal en el Estados Unidos del siglo XIX y ahora con todo el mundo con forma de rascacielos. El barón Haussman se encargó de la remodelación de París en la época en que era diseñado Central Park. Haussman se encontró con una ciudad milenaria y congestionada, cuyas calles tortuosas eran a su juicio pasto de enfermedades, crímenes y revoluciones. Frente a tales peligros imaginó los distintos modos tradicionales de represión. La apertura de avenidas rectas en el corazón de un París congestionado permitiría respirar mejor a la gente y desplazar más rápidamente a la policía y a la tropa. Sin embargo, las grandes avenidas de la era haussmaniana debían estar bordeadas por edificios de viviendas y comercios elegantes, de modo que los burgueses ocuparan los barrios que antes habían ocupado los obreros: esperaba que la vida económica de los trabajadores se centraría en la prestación de servicios a los burgueses que dominaban el barrio. Se trataba de una suerte de colonización de clase en el interior de la ciudad. Al mismo tiempo que abría a la ciudad al transporte de masas y a una circulación rápida, esperaba que las clases trabajadoras adquirirían una mayor dependencia local. Esta paradoja puede ser reveladora de la contradicción que acucia siempre a la burguesía: el deseo de progreso y de orden. Haussman mezcló los vecindarios y se diversificó su población en nombre del restablecimiento de los vínculos locales, como si los profesionales y los hombres de negocios respetables pudieran convertirse en una nueva clase de terratenientes. Se propuso crear un París de clientes constantes y exigentes, de porteros espías y de un millar de oficios humildes.
El urbanismo norteamericano en su período de florecimiento recorrió un camino distinto consistente en reprimir la definición manifiesta del espacio significativo en el que tendrían lugar la dominación y la dependencia. Prescindió de la forma haussmaniana de la vivienda de pisos con su patio de artesanos, creando en cambio, un desarrollo horizontal y vertical que es la forma más moderna y abstracta de la extensión. Al crear sus ciudades de cuadrícula, los norteamericanos procedieron del mismo modo que en su relación con los indios, es decir, que borraron la presencia de lo que les era ajeno en vez de colonizarlo. El control no se estableció mediante la jerarquización del lugar, sino mediante la afirmación de su neutralidad.
Negación de la diferencia
Evitar y negar son dos formas afines de suprimir las diferencias. La primera reconoce la existencia de la complejidad, aunque procura huir de la misma. La segunda lo que hace es sencillamente abolir su existencia. En las ciudades norteamericanas las viviendas son lugares de retiro: las cuadrículas, lugares de rechazo. Los mejores observadores extranjeros del Estados Unidos del siglo XIX comprendieron esa conjunción de alejamiento y rechazo.
Tocqueville formaba parte de una familia que, junto con otros aristócratas, se negaban a participar en el nuevo régimen y practicaba una emigración interna. Alexis de Tocqueville decidió hacer su famoso viaje a América para eludir las dificultades inherentes al hecho de haber prestado lealtad al régimen. Desde sus primeros días en Nueva York vio con toda claridad lo que iba a explicar.
En esa época el extranjero llegaba por lo general a Nueva York desde el sur. Al acercarse al puerto podía contemplar un bosque de mástiles y una multitud que se afanaba en las oficinas, casas, escuelas, iglesias. Esta escena evocaba otras imágenes de prosperidad mercantil con las que se había familiarizado en Amberes o Londres. Tocqueville llegó a Nueva York desde el norte, cruzando el estrecho de Long Island. Las primeras vistas de Manhattan le hicieron ver los prados bucólicos que invadían la isla en 1831, ya que entonces su parte septentrional la constituían unos pocos villorrios dispersos en tierras labrantías. En el centro de ese paisaje natural experimentó la gran emoción de contemplar una metrópolis que se le apareció como una erupción súbita. Sintió el entusiasmo del europeo que al llegar a América se imagina asentado en ese paisaje intacto en contacto con una población que tiene de sencilla y placentera tanto como los europeos tienen de rancios y complejos. Pasado ese rapto de entusiasmo juvenil, Nueva York empezará a inquietarle, tal como escribió más tarde a su madre. Nadie parecía tomar en serio el lugar en que se vivía ni se preocupaba por los edificios que constituían el marco de su ajetreo cotidiano; para sus habitantes, la ciudad no era más que un complicado dispositivo de oficinas, almacenes y cantinas por el que transcurrían sus actividades.
A lo largo de su viaje, Tocqueville no dejará de asombrarse por el carácter blando e insulso de las poblaciones americanas. Las viviendas parecían decorados más que edificios destinados a durar: el centro no ostentaba ninguna permanencia. Esa escena física tenía consecuencias políticas. En ausencia de cualquier limitación física, la gente sentía que podía obrar a su antojo, y eso fue a menos lo que expresó Tocqueville en el primer tomo de La democracia escrito al calor de sus impresiones de viaje y publicado en 1834.
En este primer volumen el joven escritor reflexiona sobre el carácter blando e insulso de América, ya que sigue siendo en gran medida prisionero de su propio pasado. Las masas americanas disfrutan de la igualdad y son a sus ojos idénticas a esas turbas de la gran revolución que causaron la misma impresión a sus nobles padres. La masa, la mayoría, es un órgano activo que aplasta las voces discordantes y que no toleraba expresiones contrarias a su voluntad, imponiéndose a la minoría: “No conozco ningún país en el que, de manera general, se haga gala de una independencia de espíritu y se goce de menos libertad auténtica de discusión que en los Estados Unidos… En América la mayoría erige barreras inexpugnables en torno al pensamiento. Dentro de los límites asignados, el escritor es libre, pero ¡ay de él si osa trascenderlos!… Terminará cediendo bajo el peso del esfuerzo cotidiano y quedará silencioso, como avergonzado de haber dicho la verdad” (Tocqueville, 1961, tomo 1: 266).
La ciudad contribuye a suscitar la pasión de las masas, tal como observaba Tocqueville en América: “La clase baja que vive en estas grandes ciudades constituye una chusma aún más peligrosa que en Europa… Comprende también una multitud de europeos que el infortunio y la mala conducta han arrojado a las playas del nuevo mundo, hombres que sólo traen a Estados Unidos nuestros mayores vicios”4
Y, como sola respuesta a las turbas, las fuerzas del orden construyen con madera. La blandura del medio urbano norteamericano no era un gran obstáculo al imperio de las turbas. Nada había en el exterior, ni piedras históricas ni formas rituales, que pudiera contener o disciplinar las turbas.
El segundo tomo de La democracia en América fue escrito cuando Tocqueville había vivido ya algunos años bajo el nuevo régimen en Francia. Se publicó en 1840 y en él se brinda una visión diferente que corresponde perfectamente a nuestro tema. El autor estaba de regreso en su propia sociedad, y ésta, durante el reinado de Luis Felipe, había adoptado como divisa: “¡Enriqueceos!”. Comprobó que toda una generación se apartaba de ese mundo cínico y arribista. Fue testigo de la emigración interna de sus amigos de infancia; se trataba de una generación deprimida, desilusionada, más replegada en sí que sarcástica. Esa depresión hizo que se planteara de nuevo su propio pasado.
Tamizó sus recuerdos de América a través del prisma presente. América apareció a sus ojos como precursora del nuevo peligro que amenazaba a la sociedad europea; la sociedad con que se encuentra a su regreso a Europa padecía males más actuales que los causados por las turbas sólo contenida por edificios de madera. En sus notas de viaje Tocqueville había consignado que todos los lugares de América eran parecidos; la economía local, el clima y hasta la topografía parecían influir muy poco en el aspecto de la ciudad. Al principio se había explicado esa homogeneidad urbana como el resultado de una explotación comercial desenfrenada. Ahora optaba por una visión más trágica. La fisionomía neutral del medio urbano era la que imponía la gente, ya que esto era lo que ansiaba para sí mismo. El famoso individuo norteamericano, lejos de ser un aventurero, era con frecuencia un hombre o una mujer cuyo círculo real no trascendía el de su familia y sus amigos. Fuera de ese círculo el individuo carecía de grandes intereses y energía. El norteamericano era un ser pasivo y el espacio monótono era lo que una sociedad pasiva quiere para sí misma.
Tocqueville encaja en nuestro estudio de tal manera que llega a concebir el rechazo y el aislamiento como algo complementario. Una sociedad pasiva tomará las medidas oportunas para neutralizar, es decir, atenuar las asperezas. El que mitiga la discordia por medio de la tolerancia y la comprensión (caso de Norman Mailer con los graffiti) adopta de forma moderna la posición descrita por Tocqueville. En el espacio, el centro comercial, la repetición hasta el infinito de rascacielos de vidrio y acero, la cinta de cemento de la autopista, la repetición de almacenes idénticos en los que se venden las mismas mercancías en una ciudad tras otra, el reino del buen gusto discreto y moderado o los perfeccionamientos técnicos a los que en Nueva Cork se les da el nombre de “eurotrash”, todo ello son signos modernos que corresponden a la visión de Tocqueville. Un medio ambiente blando vuelve a dar seguridad a la gente para que crea que “afuera” no ocurre nada perturbador ni exigente. La neutralidad sirve para legitimar el alejamiento.
Tocqueville fue el primero en interrogarse sobre la sociedad de masas y en ese sentido precursor de Ortega y Gasset, Huxley y Orwell. Condenó la neutralidad por considerarla un signo invisible de cansado conformismo más que de la voluntad de la masa: “Lo que reprocho a la igualdad no es que lleve a los hombres por la senda de los placeres prohibidos, sino que los absorba por completo en esa búsqueda de placeres permitidos. Con ello podría llegar a establecerse en el mundo una especie de materialismo honesto que no corrompería a las almas, sino que las debilitaría y acabaría por aniquilar silenciosamente todos sus resortes” (Tocqueville, 1961, tomo 2: 138-139).
Ahora bien, al contemplar el cansancio de su propia generación, cada vez más pasiva y cuyo rostro se volvía cada vez más blando, llegó a una nueva conclusión. En realidad, la psicología propia del aristócrata hace que esté mucho más cerca del individualista norteamericano de lo que podrían creer los europeos. Tanto el aristócrata como el norteamericano viven aislados y sufren de ese aislamiento. A juicio de Tocqueville, cuando una persona consigue neutralizar lo exterior y se repliega en sí misma experimenta una pérdida de su propio control. La guerra, las catástrofes económicas, la violencia delictiva, son siempre experiencias en las que se acaba perdiendo el control. La neutralidad tiene un carácter diferente, más insidioso. En términos físicos es una falta de estímulos y, en términos de conducta una ausencia de experiencia exigente. Cuando falta el estímulo o la exigencia la persona empieza a sentirse desorientada y acaba por experimentar una disgregación interior. En la debilidad no cabe hablar de coherencia.
En Nueva York hay bares por todas partes, bares en los que se acostumbra a beber mucho y bares en que la bebida no es más que un complemento, como el bar del Museo de Arte Moderno. Hay bares en las discotecas, los bancos y los burdeles, y también bares improvisados en los barrios de viviendas. Los grandes bares están en los hoteles: el Oak Bar del Plaza o el bar del Algonquin, bien decorados, con amplios asientos confortables. Se asemejan a los clubes, pero no tienen su atmósfera silenciosa. En un gran bar hay que gritar para hacerse oír, pero Nueva York carece de ese tipo de bares. Todos tienen un carácter decididamente neutral, sobre todo en los centros del poder, como sucede con el bar del Hotel Pierre, en la Quinta Avenida, justo donde comienza Central Park. El contraste físico entre este bar y el situado en Harlem es tan notable que no parecen tener nada en común. El carácter del bar del hotel Pierre es discreto, con sus amplias mesas, sus flores y su luz tamizada; las personas lo frecuentan para hacer negocios sin que parezca que los hacen, lo que es visible a través de detalles como éste: cuando la gente se reconoce, no se acerca a la mesa del otro, sino que, a lo sumo, hace un pequeño gesto de reconocimiento. En el Pierre las bebidas sólo sirven para cubrir las apariencias. Las personas pueden pasarse horas enteras sin tocar su vaso y los camareros tienen la costumbre de no molestarlas.
La atmósfera es tensa, dado que cada uno presta suma atención a los demás. El bar del Pierre tiene la neutralidad del tablero de ajedrez: una cuadrícula de desafío. Pero en este centro de poder, con todos estos hombres que llevan trajes caros y discretos, que se hunden en sus asientos de cuero, la atmósfera parece estar más cargada de miedo que de afán mercantil. Estos hombres temen mostrar su juego. La palabra control, que carece de sentido en el bar de Harlem, es aquí sinónimo de angustia. Hay que estar muy atentos a que las cosas no se desintegren.
Para el habitante común de Nueva York, la realidad de estos temores debe de seguir siendo un misterio; lo único que tienen que saber es que los negocios se realizan en un ambiente neutral de estilo inglés o con muebles modernos y cuya blandura no distrae a los jugadores de sus angustias.
Esta escena del bar Pierre no parece ajustarse a la visión de Tocqueville. Nuestro autor imaginó una sociedad de masas constituida por personas iguales y que padecen las mismas vicisitudes que son el producto de esa igualdad. La igualdad (en el sentido de neutralización del ambiente) les hace perder los carriles. A juicio de Tocqueville, esa falta de contención se manifiesta en “la inquietud por la muerte” de los norteamericanos, su incapacidad para tomarse la vida en serio y disfrutarla en el instante preciso. Estaban (y están) pensando siempre en moverse, en trasladarse a otros lugares que puede que sean idénticos. En la moderna Nueva York los males culturales consistentes en neutralizarlo todo o equipararlo son los de una sociedad que, no obstante, padece profundas desigualdades materiales. Al igual que San Agustín, Tocqueville nos enseñó a considerar seriamente la apariencia de las cosas. No existe coherencia en la blandura y lo mismo puede decirse del ansia por ganar dinero y del sufrimiento por la pobreza, aunque el fenómeno de la neutralidad no pueda ser el mismo para los ricos y los pobres.
Este enigma se podría formular en forma de interrogante: ¿Cómo se produce el rechazo cultural de la diferencia en una sociedad en la que son tan tajantes las diferencias sociales y económicas? El avezado hombre de negocios que hace una transacción en el Pierre no acepta que la consiguiente pérdida de miles de empleos forme parte de su realidad. Podemos entender que su ambiente discreto fortalece en él el deseo de proceder como si la única realidad consistiera en trazar números sobre un papel. Al igual que Tocqueville, Freud nos dice que la gente sufre por lo que rechaza. ¿Cómo puede nuestro hombre de negocios llegar a sufrir por el hecho de denegar la importancia de otras vidas? Se trata de un adulto realista que sabe que la justicia redistributiva rara vez alcanza a los ricos. Los ediles de Nueva York tampoco fueron castigados mientras vivieron y su labor fue considerada como un modelo de planificación progresista.
Puede que el lector se extrañe de que procedamos ahora a buscar en la historia de la religión la explicación de la persistencia de esa tendencia a negar las diferencias en una sociedad en que son tan grandes las diferencias económicas, culturales y raciales. Cabe, no obstante, señalar que una de las funciones que sigue cumpliendo la religión en la vida moderna consiste en convencer a la gente de que puede rechazar las penas cotidianas si lo desea. Hubo una época en que la religión ofrecía a las personas un santuario concreto donde refugiarse; el sentimiento religioso latente en la actualidad ofrece un refugio menos material, pero más reconfortante, el de la afirmación de que nada de lo que es exterior es real, y que es posible disiparlo. No es ningún castigo divino que las personas que creen poder disipar la realidad externa acaben por divorciarse de esa realidad.
“La guerra civil que llevo dentro”
El espíritu divino del que se alimenta la convicción según la cual es posible disipar las diferencias se manifiesta del modo más prosaico. Hemos observado ya que, a diferencia de sus precedentes romanos, las cuadrículas norteamericanas son ilimitadas. La era que dio origen a las catedrales se interrogaba sobre si el ser humano podía tener un centro ya que no había límites. La definición de los límites del deseo y del conocimiento permitió que los seres humanos se colocaran en la cadena divina del ser según la jerarquía establecida por Dios; Santo Tomás de Aquino dijo que debemos asumir el lugar que nos corresponde en la escala divina. Esta teología encerraba una lección psicológica: consciente de sus propios límites, el alma modesta se siente segura; en los Cuentos de Canterbury, Chaucer se refiere a la armonía del sacerdote con su propia identidad y con el mundo, en los términos siguientes: “Pese a ser santo y virtuosos no despreciaba a los pecadores ni se expresaba en términos de soberbia y se mostraba discreto y benévolo en sus enseñanzas” (Chaucer, 1971: 357/10).
A partir de este centro moral interno era posible construir una ciudad. Chaucer expresa literalmente el sentido del espacio al decir que las virtudes del sacerdote son las de un buen hombre de iglesia, es decir, las de la parroquia y no las del místico ambulante. Pero ¿qué ocurre con los consuelos de la fe cuando la humanidad ya no vive en un mundo limitado?
El problema del ser humano liberado de sus cadenas y artífice de su propia vida en una sociedad en expansión material y en constante mutación fue estudiado por el sociólogo Max Weber en su famosa obra sobre la ética protestante. A juicio de Weber los primeros protestantes consideraron la vida cotidiana de forma mucho más seria que sus predecesores católicos que la confinaron a lo imprevisto y lo caótico. Los protestantes contemplaron la vida de la calle como el lugar en que tiene sentido competir con los otros en aras de la propia estima. Pero este nuevo cristianismo no podrá permitirse disfrutar de lo que había ganado; temía que el placer lo corrompiera. Fue al mismo tiempo mundano y ascético, siendo agresivo cuando se trataba de ganar dinero, para rechazar acto seguido la posibilidad de utilizarlo para lograr bienestar o placer. En la imagen trazada por Weber de este nuevo hombre de negocios, lo más audaz es considerarlo como cristiano. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo escribe: “Habíamos visto ya que el ascetismo cristiano, después de huir del mundo hacia la soledad, había seguido gobernando ese mundo al que había renunciado a partir del monasterio y por medio de la Iglesia. Pero, por regla general,
imprimió en la vida cotidiana de su siglo su carácter natural y espontáneo. He aquí que, después de cerrar tras de sí la puerta del monasterio, se expande ahora por las plazas del mercado y trata de impregnar con su método de rutina de la existencia y llevar una vida racional en este mundo, aunque de ningún modo es de este mundo ni para este mundo” (Weber, s/f).
Así fue como el cristianismo saldría a la calle dándose cita con sus verdades; la religión perdió su antigua certidumbre sobre la división que separa este mundo del otro. La gente podría acumular ganancias en este mundo y éstas incidirían en su vida en el otro. Así, por otra parte, la salvación o la condenación serán tanto más aleatorias cuanto más dependieran de los altibajos de la calle.
El título mismo del libro de Weber demostraba la relación que establecía entre la nueva valoración espiritual de la competencia y los orígenes del capitalismo moderno y acabó por expresar esta relación de manera imaginable: la competencia para adquirir bienes, inmemorial y universal en todas las sociedades, era ahora, además, la demostración de la virtud. Sin embargo, ese carácter sólo se imprimirá en la medida en que sólo siguiera siendo una demostración y no se plasmara en deseo irrefrenado de bienes de este mundo. El hedonista es voraz y a la vez carece de disciplina, por lo que puede no verse coronado por el éxito. La negación aparece así en la propia sociedad de competición al mismo tiempo que la desigualdad. Los que sean capaces de ocultarse a sus propios ojos tendrán muchas más posibilidades de triunfar.
La sutileza del análisis de Weber consiste en comprender que la negación es una experiencia de doble filo. La posibilidad de gratificarse inmediatamente se logra al precio de rechazar el valor real de la cosa. La persona que gana dinero no lo gasta, la retención (esos actos a los que damos ahora el nombre de gratificación diferida) neutraliza de manera radical el vínculo emotivo al neutralizar el valor de lo deseado. Es como si esa persona dijera: “lo que obtuve no valía el tiempo que perdí en conseguirlo”. La posibilidad de competir es tanto mayor cuanto que se rechaza la realidad del bien por el que se compite.
Los protestantes de los primeros tiempos se lanzaron a la gratificación diferida en beneficio de Dios. Dios hacía de la competencia una virtud y de la negación de la realidad una realidad. Por desgracia, Dios es incognoscible y el pecado del ser humano es infinito. ¿En qué dosis había que combinar el éxito y la negación del mismo para mostrar que se es una buena persona digna de salvación? Al no ser posible responder a esta pregunta, la persona se verá impulsada a seguir adelante, a competir cada vez más y tener cada vez más éxitos, a diferir cada vez más la gratificación con la esperanza de que el futuro le daría esa respuesta que nunca llegaba. Las observaciones de Tocqueville acerca del temor de los norteamericanos, junto con su indiferencia al medio, es el resultado, a juicio de Weber, de esa mezcla religiosa tan fuertemente teñida de negación. Salvar y salvarse; negar el presente para hacerse acreedor del futuro; competir despiadadamente con los demás para probar el propio valor; rechazar lo concreto en aras de lo interior; vivir en un estado de incesante devenir. En este punto Weber se aproxima mucho más a Freud que a Marx, ya que su manera de entender la mecánica de la competencia capitalista le sirve para demostrar la tesis de Freud según la cual el ser humano es víctima de sus propias inhibiciones.
Poco antes de escribir La ética protestante y el capitalismo, Weber había viajado a estados Unidos en una época en que los Vanderbilt ofrecían fastuosos banquetes para 70 comensales. Esos capitalistas amantes del lujo le parecieron una anomalía. Los hombres de poder llegarían con el tiempo a protegerse y a no ostentar su riqueza. A nivel de la cultura tratarían de convertirse “en uno de tantos”, procurar no sobresalir. Seguirían, no obstante, siendo enemigos unos de otros. Es un rasgo de genio, Weber comprendió que los capitalistas seguirían compitiendo mucho después de haber alcanzado la completa seguridad económica. El hombre que podía tratar a los demás como piezas de un tablero era un hombre que luchaba con sus propios demonios. Su perfil fue visible en el movimiento protestante cuando la conciencia del estado interno se convirtió en centro de la fe. En un nuevo avatar de esa inspiración genial, Weber llegó a comprender de qué manera una persona puede tratar de resolver una duda relativa a su valor interno mediante un ejercicio de poder en el que gane pero no disfrute con ello. Esta negación de sí es prueba de que goza de un carácter sólido, más fuerte que el de otros y lo suficientemente enérgico como para resistir a la tentación del deseo. Weber se pregunta qué intenta probar la persona que compite para probarse algo. Para poner de manifiesto en un ejemplo extremo el malestar que subyace en la competencia, examina la relación de la conciencia moral protestante con el mundo en el caso de los calvinistas y los protestantes puritanos que hallaron refugio en la América del siglo XVII. Al igual que Tocqueville considera que la forma de vida de ese núcleo humano en América se anticipó a la que adoptarían los europeos. A sus ojos los puritanos eran unos neuróticos heroicos, unos seres corroídos por la duda que luchaban denodadamente para probarse que tenían valor.
En cierto modo, los puritanos no se prestaban a su argumentación. Los lugares en que vivían habrían sido inmediatamente reconocidos por sus contemporáneos como típicas aldeas europeas con su núcleo de casas en torno de un prado y, más allá, las tierras labrantías hasta los límites del distrito. A finales del siglo XVII el diseño de esa aldea tradicional comienza a modificarse por motivos que seguirán vigentes 200 años. Después de establecerse el núcleo de la aldea, “en la división de la tierra, los recién llegados abandonaban el conservadurismo que había presidido el diseño de sus calles. Para distribuir la inmensidad virgen no eran aplicables los métodos europeos de parcelamiento” (Garvan, 1951: 52). En el siglo XVIII esas aldeas de malla prieta se deshilacharon a medida que los habitantes se fueron a vivir a las tierras que trabajaban.
Mientras duraron, estas aldeas prietas eran lugares de cooperación más que de competición. En el Pacto Eclesiástico de la aldea de Salem de 1689 se dice: “Hemos decidido con toda rectitud considerar cuál es nuestro deber y convertirlo en nuestra pena, reconocerlo como nuestra vergüenza y definir en qué medida no lo hemos cumplido y pedimos por ello perdón al evocar la Sangre del Pacto Permanente. Y, con el fin de respetar este Pacto y cuantas disposiciones inviolables establece para siempre, habida cuenta de que nada podemos nosotros mismos, imploramos humildemente la ayuda y la gracia de nuestro mediador” (reproducido en Rice, 1874).
En este Pacto se acepta de manera explícita la consubstancialidad del malestar interno y de la cooperación mutua. La “neutralidad”, la “indiferencia para con los demás”, no dejan de ser expresiones vanas en estas poblaciones; las diminutas aldeas de Nueva Inglaterra no parecía al principio que iban a ser el ambiente propicio para el rechazo social de la ética protestante.
Sin embargo, sus habitantes llegaron a vivir el drama de la negación a través de la neutralidad, y vivirían y padecerían en grado heroico a causa del mismo. El puritano se imaginaba que debía alejarse del mundo en que había nacido a causa del malestar de la guerra que se libraba en su interior. Su salvación o su condenación estaban predestinadas por Dios, y Dios con un toque de su divino Instrumento, había decretado la imposibilidad de que el puritano supiera si sería salvado o condenado. Estaba obligado, en palabras del puritano norteamericano Cotton Mather, “a predicar las riquezas de Cristo que no es posible buscar”, pero era demasiado humano, era un hombre que quería conocer su destino y buscaba las pruebas (citado en Silverman, 1985: 24). No tenía el poder de controlar las tentaciones ni los pecados cotidianos del mundo; carecía incluso del alivio católico de la absolución de sus pecados. No le era posible tener un conocimiento definitivo, y tampoco obtener la absolución. Su Dios se asemejaba a una fortuna sádica. La conciencia moral y el dolor se convertían así en sus compañeros inseparables.
Puede que la expresión más gráfica de este conflicto interno sean los versos que George Goodwin escribió a principios del siglo XVII: “Canto mi propio ser; mis guerras civiles internas;/Mis victorias y derrotas cotidianas;/El duelo constante, la lucha incesante,/La guerra interminable que durará tanto como mi propia vida”5.
Para escapar a ese sufrimiento el puritano fue tentado por la inmensidad virgen, por ese vacío que no le impondrá exigencias seductoras y con la visión por remota que fuera de llegar a controlar su vida. El padre de Cotton Mather, Increase Mather, perteneciente a la primera generación de puritanos inmigrantes, escribió en la página inicial de su diario: “Espero la llamada de tierras desconocidas donde viviré hasta el término de mi vida y de mis lágrimas” (Mather, 1961: 352).
Los primeros norteamericanos eran seres torturados. Cuando se habla de los “primeros colonizadores” o de los “aventureros ingleses” no se llega a expresar ninguno de los motivos que empujaban a la gente a emprender un viaje peligroso y a instalarse en parajes desolados o infestados de mosquitos. Los puritanos fueron los primeros norteamericanos que sintieron la doble necesidad de alejarse de todo y de controlar su vida, dualidad que implicaba huir de los demás en nombre del autodominio.
Las iglesias construidas en el centro de los poblados tradicionales de Europa señalaban claramente donde había que buscar a Dios. El centro define un espacio de reconocimiento. Dios es legible: está en el interior, en el santuario y en el alma. En el exterior sólo hay riesgos, desórdenes y crueldades. El interior puritano no era legible, era el sustento de un combate, una conciencia en conflicto consigo mismo; la terrible lucha por encontrarse se agravaría cuando los otros, es decir, el exterior, otras confusiones, hicieran su aparición. El español llegaba al Nuevo Mundo como un amo; la conversión y la conquista eran una sola cosa; llegaba su condición de católico. El puritano venía a un refugio; la conversión era un deber y la conquista una necesidad de supervivencia, aunque ni una ni otra eran el verdadero motivo de su viaje. El lugar al que llegaba tenía que ser contemplado como una tela blanca en la que podía desplegarse esa doble compulsión; recomenzar en un sitio nuevo y lograr así un mayor dominio de sí.
Con frecuencia, quienes se habían embarcado en esta experiencia purificadora encontraban que el lenguaje no bastaba para conjurar sus conflictos internos, y el fracaso fatal llegaría a convertirse en Salem con el silencio, el verdadero castigo de las brujas. De manera más general, en la cultura norteamericana, al fracaso de las palabras para revelar el alma se sumó la conciencia exacerbada de sí mismos en un paisaje inmenso y que les era extraño. A falta de un lenguaje adecuado para expresar la experiencia interior, cada uno se replegaría en sí ante la imposibilidad de manifestar su vida, condenado en el mejor de los casos a no dar sino una nueva impresión. El espacio interior del catolicismo medieval tenía un carácter físico, era un espacio que todos podían compartir. El espacio interior de los puritanos era el espacio del individualismo más radical y más impalpable. El ojo del puritano sólo podía ver en su interior.
Por consiguiente, para el puritano, el vacío tenía un significado espiritual. Incluso en el primer nudo de casas aldeanas se sentirá siempre solo con su conflicto. Observadores posteriores se asombraron de que se lanzaran en forma incontenible a la conquista del Oeste quienes podía haber llevado una vida más rica y feliz explotando lo que ya poseían. Se trataba de una de las manifestaciones de la ética protestante, esa incapacidad para admitir que lo que existe resulta suficiente. Quien se ve movido por esa disposición interna cree que esa lucha le permitirá encontrarse, que la propia aspereza del combate le otorgará un valor interior. Compite en aras del dolor y, en última instancia, compite consigo mismo.
En un primer momento la fe marcó con su sello inconfundible esa lucha interior. El bien combatía al mal. Más tarde, a medida que sus protagonistas iban deshaciendo el nudo europeo y adquirían más autonomía, los términos de esa lucha interior perdieron nitidez. Un texto clásico de la conquista del Oeste, la novela The little house in the prairie, cuenta cómo la familia se muda cada vez que descubre otro techo en su horizonte. Nadie puede explicar las razones de esa vida errante, pero el hecho es que se sienten amenazados y tienen que alejarse cada vez más. Es un momento análogo el que da origen a los suburbios. Cada vez que puedas, aléjate de los demás. La densidad es un mal. Sólo el vacío, en la neutralidad, cuando faltan el estímulo o la “interferencia” de los demás, puede el alma dominarse. Se tiene así la dualidad del alejamiento y de la lucha por el autodominio.
Cabe pensar que se trata de una historia puramente norteamericana y hasta que la anécdota se circunscribe a una pequeña secta del siglo XVII. Pero así como nos encontramos a veces con una iluminación en la vida de personas distantes que nunca se propusieron influir en nosotros, la “lucha civil interna” librada en tierras norteamericanas tiene un significado para el presente. Tocqueville se equivocó en cierto modo al contemplar el carácter individualista. En efecto lo tomó como una simple indiferencia con respecto a los otros, lo que constituye un error generoso, si cabe decir, habida cuenta de otras realidades más actuales. Lo cierto es que, el código para establecer el autodominio desarrollado por primera vez en Estados Unidos, manifiesta una profunda hostilidad hacia las necesidades de los demás y un resentimiento por su mera presencia. Los demás interfieren; para lograr el control, nada de “lo de afuera” debe importar. Esta hostilidad puede verse ahora en muchas ciudades en la manera en que se trata en la calle a quienes carecen de techo o están sujetos a trastornos mentales. Se les trata con resentimiento, ya que se presentan como verdaderos necesitados y siguen mostrándose a la vista de todos. Y es una lucha contra esa hostilidad la competencia de identidades que se ha establecido para dejar la propia marca en los vagones del subterráneo y los muros de la ciudad. Lo que se pide es el reconocimiento. A la pregunta “¿Ser reconocidos por quién?”, el puritano podía dar una respuesta. Aunque nos falte su fe en Dios y no tengamos ninguna respuesta a mano, seguimos sintiendo, como él, la necesidad de dudar. Sigue presente la antigua sombra que oscurece la presencia de los demás.
En la historia de Estados Unidos el recurso implacable a la cuadrícula contribuyó a crear esa sombra. La Cuadrícula parecía resolver la amenaza del valor del medio mediante un acto de represión geométrica. “Allí fuera” no había nada que debiera ser tenido en cuenta al aplicar la cuadrícula. Es sabido que los problemas de la ciudad consisten en su impersonalidad, su escala alienante, su frialdad. A mi juicio, esta descripción es más profunda de lo que parece a simple vista. La impersonalidad, la frialdad y el vacío son términos esenciales del vocabulario protestante sobre el medio ambiente. Estas palabras marcan una cierta dirección de la mirada; la separación, la exclusión, la frialdad son otras tantas razones para buscar los valores internos en el interior. La ética protestante nos habla del avatar desdichado de esta orientación de la percepción. Es una historia de escasez de valores. Es una historia en la que son los propios seres humanos los que crean unas condiciones y circunstancias que inmediatamente después contemplarán como vacías y frías. Esa es la consecuencia perversa de la negación. El que asume una actitud neutral para con el exterior acaba por sentirse vacío. Esta perversión se aplica tanto a la creación del espacio como a la creación del capital. Ahora bien, al haberse incorporado a la trama de la vida cotidiana y secular, esta conciencia protestante del espacio deja de ser una neurosis heroica.
Vemos así que la relación entre espacio cuadriculado y ética protestante es un ejemplo de otra relación más general entre espacio y cultura. Weber no pensó que la religión determinara la economía, sino que existía una interacción entre ambas. Del mismo modo, también los valores culturales se entrelazan con el orden espacial. Estos lazos han ejercido una gran influencia en la visión moderna como también en la formulación de Weber, las técnicas religiosas de autorregulación siguen vigentes mucho después de que desaparece la fe religiosa. En la planificación del espacio visual, la neutralidad crea un campo de competencia en el que los participantes operan un repliegue moral sobre sí mismos. En Estados Unidos, la aplicación de la cuadrícula constituye el primer signo de una forma moderna de represión muy característica que consiste en negar el valor de los demás y la peculiaridad de cada lugar mediante la construcción de la neutralidad.
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