Cuando Pina Bausch entra en tu vida, se queda para siempre. Cada espectáculo suyo es un estremecimiento, un revulsivo -también un festín- para la inteligencia y los sentidos del que rara vez se sale indemne. De la alegría desbordada a la tristeza más insondable, el territorio de la genial creadora alemana son las zonas más intranquilas y escarpadas del alma humana, un continuo trajinar por los sentimientos astillosos, que a la vuelta de cada viaje nos devuelve transformadas en imágenes de una belleza tan pura que conmueve y reconforta. El deseo y la alegría, la esperanza y la melancolía, la agresión y la seducción, la histeria y la ternura, la euforia y la desconfianza, el pánico, la nostalgia, la angustia y el dolor por el amor insatisfecho, la soledad, la incomunicación entre hombres y mujeres.
De todo ello está hecho ese material explosivo que, hace ya treinta y cinco años, convirtió el Tanztheater Wuppertal en un centro de deflagración artística permanente. Hoy Pina, la bella Pina de mirada azul, es ya un mito, una leyenda de culto que encandila a los públicos más diversos y provoca escenas de histeria ante las puertas de los principales teatros del mundo que invariablemente cuelgan el cartel de «agotadas las localidades». Es una de las artistas esenciales de la segunda mitad del siglo XX, pero a sus sesenta y siete años continúa viajando con los ojos bien abiertos, sin perder la vida de vista. «Hay que aprender a dejarse tocar por la belleza, por el gesto, el más mínimo soplo y a percibir el mundo independientemente de lo que se sabe», dice. Por primera vez en el Liceu, la coreógrafa presenta dos de sus piezas históricas, Le sacre du printemps y Café Müller. Contemplarlas es sentir la emoción que se experimenta, sólo algunas veces en la vida, ante las grandes obras de arte. Haznos llorar, Pina.
«Soy hija de taberneros, y como tal no tuve nunca vida de familia; mis padres no tenían tiempo libre para ocuparse de mí. Al caer la tarde me refugiaba bajo las mesas del café y me quedaba allí, observando»
Café Müller, la pequeña gran obra maestra de Pina Bausch, fue creada en 1978. Formaba parte de una velada compartida con otros tres coreógrafos (Gerhard Bohner, Gigi-Georghe Caciuleanu y Hans Pop), cada uno de los cuales debía imaginar su propia manera de habitar un decorado de café abandonado realizado por Rolf Borzik. Pina evoca el que su padre tenía en la región renana de Solingen, donde creció la pequeña Filipina (Pina), refugiando su infancia entre las patas de las mesas, viendo el mundo desde abajo y sin ser vista. «No tenía conciencia de todo lo que estaba pasando a mi alrededor. En todo caso no recuerdo oír hablar de la guerra. Era una niña muy tímida. Yo vivía en aquel restaurante. Y para un niño, un restaurante puede ser un lugar maravilloso: había tanta gente y pasaban tantas cosas extrañas». Pero el paisaje que conforman ahora las indomables sillas y mesas de aquel pequeño café alemán de posguerra nada hace pensar en un juego de niños. Pina levanta con ellas un paisaje umbroso, desolado e inquietante, que habla de la incomunicabilidad y la imposibilidad de amar en un mundo sin esperanza, con la muerte como único horizonte posible. La pesadilla del abandono, el fracaso, el dolor de no ser amado. Aunque nada más doloroso que la imagen de esa figura frágil, esquelética, la propia Pina, enmudecida y ciega, vestida con un camisón blanco que le llega a los pies, los brazos implorantes, el paso quebrado, de una indecisión angustiosa, como sobre cristales rotos, cuando no presa, dando vueltas y vueltas, en una endemoniada puerta giratoria.
Casi veinte años después, en 1995, Dominique Fretard publica en «Le Monde», un apasionante artículo, Pina Bausch, l'exorciste, en el que analiza la creación de la coreógrafa desde el punto de vista de «la niña de la guerra que busca una suerte de redención. [Pina] afronta el horror del alma humana, mete en escena la violencia, hace estallar el pasado reprimido de Alemania». Fretard la imagina con cinco años acurrucada bajo las mesas: «Seguramente atrapa al vuelo conversaciones, palabras que aterrorizan. Las palabras de la guerra, del odio. Ella escucha probablemente, a lo lejos, los aviones de caza ingleses, más tarde los americanos, que vienen por la noche a bombardear las fábricas Krupp, en Essen. En Solingen, las cuchillerías fabrican armas blancas [...]. Imposible para esta observadora solitaria no escuchar, más allá del discurso, de las palabras inflamadas en el alcohol, el miedo y el dolor que emanan de los cuerpos, los gestos, los temblores que se escapan. Ella no entiende nada. Pero sus ojos lo han visto todo, su cuerpo ha registrado ese lenguaje tan doloroso que enmudece».
Café Müller, un fragmento del cual abría la película de Pedro Almodóvar Hable con ella, es el único capítulo en la historia del Tanztheater Wuppertal en el que Pina Bausch baila. Ni antes ni después ha vuelto a aparecer en sus montajes. «Fue la excepción y su intervención en la obra adquiría con el tiempo un valor simbólico, como el anticipo secreto de un programa ambicioso. La mujer aparece aquí como una sacerdotisa sonámbula evolucionando al fondo de ese establecimiento fantasmagórico, imantada a veces por el remolino de una centelleante puerta giratoria. Esta dama espectral y distante parece, en efecto, moverse al dictado de las imágenes, pesadillas y recuerdos que traspasarían luego su variopinta producción levantando ventoleras de genialidad para muchos, y de frivolidad y pura provocación para sus detractores», escribió en 1995 el crítico de « La Vanguardia » Joan-Anton Benach, en su crónica sobre la presentación de la mítica pieza en la Cour d'Honneur del Festival de Aviñón. ¿Qué sucedió para que la bella Pina no haya vuelto a asomarse al escenario más que para saludar, con aire fatigado y una sonrisa agradecida, al final de los espectáculos?
«La vida actual no puede ser bailada a la manera tradicional. No me interesa la estética del gesto por el gesto. Tuve que sacrificar mi propia danza para encontrar la forma de incluir en el movimiento los problemas de nuestro mundo»
Pina tiene siete años cuando descubre que la danza libera su pequeño cuerpo de la tiranía de la timidez. «Empecé a bailar porque tenía miedo a hablar», confesaría en una de sus raras intervenciones públicas. A los catorce ya está en Essen, en la Folkwang-Schule , la célebre escuela templo del Expresionismo fundada en 1927 por el coreógrafo Kurt Joos. «Todas las artes estaban juntas e interrelacionadas. Allí estábamos estudiando juntos músicos, bailarines, diseñadores, escultores. Un lugar extraordinario.» Una vez diplomada, Pina parte rumbo a Nueva York con diecinueve años y una beca de la Julliard School que apenas le da para comer. Se alimenta exclusivamente de helados. Trabaja un año con Paul Taylor en el Metropolitan Opera Ballet, hasta que una llamada de Kurt Joos, que ha reunido dinero para su Folwang-Tanzstudio, la manda de vuelta a Alemania. Durante diez años baila como solista, codirige la compañía, enseña en la escuela y firma sus primeras coreografías. En 1973, un visionario, Arno Wüstenhöfer, director de la Ópera de Wuppertal, a quince kilómetros de Slongen, le propone ser la coreógrafa del Ballet de la Ópera de esta población industrial a orillas del Wupper.
«Adoro bailar. Cuando decidí ir a Wuppertal para renovar la compañía -e incluso en las coreografías que había hecho antes- era con el objetivo de bailar yo misma. No me veía necesariamente como coreógrafa, simplemente quería bailar, pero puesto que en aquella época no había demasiadas cosas que me entusiasmaran, traté de hacer algo yo misma. Es la única razón. Todos los que venían a Wuppertal querían bailar, asumían riesgos, pero necesitaban que alguien se ocupara de ellos. Es lo que yo hice. Y después había siempre tantas cosas que hacer, nunca tuve el tiempo de bailar. Pese a ello continúo confiando en que mi oportunidad llegará. Soy paciente, sé esperar», explicó en Sur les traces de Pina, una obra colectiva publicada en 2002 con motivo de la concesión del Premio Europa. Hoy es imposible imaginar Café Müller sin ella. Sin embargo, su participación no fue premeditada: «Decidí comenzar un trabajo con Malou Airaudo sobre una música que tenía. Pero Malou no conseguía recordar los movimientos; entonces me situaba detrás de ella y se los "soplaba" haciéndolos yo misma para que me viera en el espejo. Inicialmente yo no debía estar en la pieza, pero Malou insistió en que no bailaría si yo no participaba. No sabía qué hacer. Nadie sabía nada. Ensayamos a puerta cerrada, por la noche. Entonces yo dije: "Puede ser que la haga mañana, o tal vez no". Y así empezó todo».
«El público percibía mi trabajo como una provocación. Pero no era eso...»
Sillas volando desde el primer piso, espectadores furiosos enzarzados en peleas cuerpo a cuerpo, puñetazos aterrizando en las narices del vecino, gritos, abucheos... El estreno de La consagración de la primavera con coreografía de Nijinski en el Théâtre des Champs Elysées de París (29 de mayo de 1913) debió ser una de las funciones más peligrosas que se han vivido nunca en un coliseo. Curiosa primera hora para una obra que acabará siendo la más aclamada y subyugante de Stravinsky, objeto de casi un centenar de versiones: Martha Graham, Paul Taylor, Maurice Béjart, Hans van Manen, Mats Ek, Angelin Preljocaj y, por supuesto, Pina Bausch. Tampoco ella lo tuvo fácil. 1975: ha transcurrido un año desde su llegada a Wuppertal y la recepción de sus espectáculos causa controversia en el público, que se muestra incrédulo y furioso. Los estrenos acaban en trifulcas, los bailarines no acaban de entender muy bien qué están haciendo, la prensa la condena por hereje y ella recibe llamadas insultantes y cartas cargadas de odio. La devoción, como se ve, no fue espontánea. «Fue muy duro. Antes de mi llegada había una compañía clásica adorada por un público que no había visto otra cosa. Se produjo un problema de comprensión. Percibían mi trabajo como una provocación, pero no era eso», le revelaría a Philippe Noisette en Pina Bausch. Mot pour Mot (Van Dieren Editeur)
«La vida jamás es como una pista de baile, lisa y tranquilizadora»
Pina encuentra entonces en Rolf Borzik a su mejor aliado. El diseñador y escenógrafo será su cómplice, compañero y devoto colaborador hasta su muerte, en 1980. Es con él (como más tarde con Peter Pabst) con quien empieza a crear sus majestuosos decorados, suntuosos paisajes hechos de un campo de claveles en Nelken, de hojas muertas en Barbe-Bleue, un lago de agua en Nefes, una montaña de rosas rojas en Der Fensterputzer, una sala de baile de Kontakthof (fenomenal éxito de 1978 que retomó en el 2002 con habitantes de Wuppertal de más de sesenta y cinco años); una colina de musgo verde en Wiesenland, tierra mojada en Le sacre du printemps... «No es una forma gratuita de dificultar la interpretación de los bailarines: se trata de hacerles tomar conciencia de la realidad. Me gusta la realidad. La vida jamás es como una pista de baile, lisa y tranquilizadora. Me gusta la experiencia de la naturaleza con relación al baile. El paso de un bailarín sobre la hierba o sobre la tierra fresca es completamente diferente: su modo de ser y de moverse es conmovedor.» Como su propia versión de la extraña partitura de Stravinsky, tan radical y perturbadora, sus treinta y dos intérpretes con el olor a tierra pegado a la nariz, resbalando, luchando contra ella hasta la extenuación. Pantalones oscuros y torsos desnudos, ellos; vestidos ligeros de tonos claros, ellas. Machos y hembras enfrentados en una lucha encarnizada, sombría, desasosegante, que presagia fatalmente el destino de la elegida, vestida de rojo, condenada a bailar hasta la muerte.
Pina fascina. Seguramente ningún otro creador vivo ha sido objeto de tantos y tantos tratados teóricos, aproximaciones desde la danza, la poesía o la filosofía, a la fuerza fragmentada y subjetiva, siempre emocionales. Uno de los más reincidentes es Norbert Servos, historiador de la danza y coreógrafo, autor de seis obras sobre el Tanztheater Wuppertal. También él es uno de los más entusiastas seguidores de la «bauschmania», culto de dimensiones descomunales que comenzó a forjarse precisamente a raíz de esta Sacre du printemps que cuarenta años después de su creación conserva su fuerza dramática y su salvaje belleza. Béjart no se cansó nunca de decir que era la mejor de cuantas había visto en su vida. Y el propio Servos recuerda que la primera vez que la contempló, en 1976, perdió el habla durante dos horas. «Acababa de tener la revelación que la danza no era el centro de mi vida, sino mi vida.» A partir de entonces, Bausch optaría por trabajos de aún más libre factura, convirtiéndose ella misma en una suerte de trotamundos que parte al descubrimiento de otros países, acaso en busca de la diversidad -Palermo, Palermo inicia en 1989 una serie inspirada en ciudades: Madrid (Tanzabend II), Argentina (Danzón), Los Angeles (Nur Du), Hong Kong (Der Fensterputzer), Lisboa (Masurca Fogo), Budapest (Wiesenland), Estambul (Nefes), Corea del Sur (Rouge Cut)- y, sobre todo, alejándose cada vez más de la negrura desesperada de sus primeras obras, para solazarse en una belleza serena e infinitamente más festiva.
«He llegado a la conclusión de que es importante compartir un gozo, hacer amigos y no enemigos»
¿Una Pina feliz? ¿Una Pina acaso light? Por ahí andan algunos de los reproches que le hacen las jóvenes generaciones de coreógrafos. En su defensa habla Norbert Servos: «Ella ha elegido decidida, ardientemente, la belleza. No olvidemos que la belleza es desde sus comienzos uno de los componentes de su obra. Lo que hace es acentuarla. La belleza es un tabú. Hay que ser muy valiente para enrolarte en esa vía sin temor [.]. Ella se sitúa dentro de un lenguaje metafórico, esencialmente poético. No interpreta, muestra. No señala lo que está bien y lo que está mal. Ha decidido dar la vuelta a la cuestión fundamental de su obra, ¿por qué es imposible ser felices?, poniendo al día la cuestión de la felicidad. Esta manera nueva de ver el mundo es para ella una exigencia. La belleza da coraje. Es exactamente lo que el mundo necesita». Y, por si alguien tiene aún alguna duda, ahí está la voz de la creadora: «He llegado a la conclusión de que es importante compartir un gozo, hacer amigos y no enemigos, comprender. Y cuando digo gozo sé que uso una palabra muy grande, que incluye el humor, la ironía, la ingenuidad; pero el gozo es una superficie de sentimientos que contiene también la otra cara».
«Pina, Pina, Pina!» Cuántas y cuántas noches, declinado en tantos y tantos acentos, habrá escuchado al público gritar su nombre, acompasado por una cerrada ovación nada más asomar al escenario, siempre de negro, entrelazando sus manos a las de los bailarines, emocionada en medio de esa gran familia que es el Tanztheater Wuppertal. Malou Airaudo, Dominique Mercy, Jan Minarik, la española Nazareth Panadero, que tanto nos ha hecho reír. Todos ellos con sus personalidades singulares, algunos, como los citados, acompañando a la coreógrafa prácticamente desde el principio, «interpretando su vida de seres humanos», en palabras de Jean-Marc Adolphe, autor del texto y la entrevista (la coreógrafa le regala emocionantes imágenes de infancia, como la que evoca a su madre correteando descalza por la nieve; ella, que apenas levanta unos palmos del suelo, trotando feliz tras sus pasos) en un hermoso libro de fotografías de Guy Delahaye (Actes Sud, 2007), titulado simplemente Pina Bausch. Adolphe habla de su obra como de «un cabaret de pasiones humanas» y analiza el proceso de creación: «La danza no parte de un texto existente, emerge de un juego de experiencias que consiste, en el fondo, en reconocer algo todavía desconocido. O incluso: dejar que aflore alguna cosa que sabe el cuerpo, pero que las conveniencias sociales y morales han podido reprimir». El camino es la improvisación. La creadora invita a los bailarines a responder preguntas como ¿qué harías con un cadáver? o ¿cómo te comportas cuando has perdido algo?; a que salten hacia alguien, «pero con la nariz tapada, como quien se tira al agua», a «hacer daño protegiéndote» o a «llevar un beso de alguien hacia algún lugar»... Que exterioricen un estados de ánimo, deseos, con los que luego ella compone collages, imágenes que son ellas mismas una historia. Lo explicaba en el citado libro de Noisette: «Yo no quiero formar a los bailarines, ponerlos en un mismo molde. Lo único que tienen todos ellos en común es que les gusta esta forma de trabajar. Son buscadores de movimiento, como yo... Todos son tímidos, yo la primera. Y es necesario componer a partir de esa timidez. Eso es lo que proporciona momentos tan delicados y tan bellos en el trabajo de la compañía. De esa timidez, nace la belleza». Tan pura que hace llorar.