Los que queman los libros

George Steiner
El universal. CONFABULARIO. 6 de enero de 2007

En una época en la que el espacio de la lectura está llamado a disminuir, el crítico George Steiner desprende un conjunto de reflexiones que explican cómo unas incisiones sobre una tablilla de arcilla, unos trazos de pluma o de lápiz, pueden constituir una persona —una Beatriz, un Falstaff, una Ana Karenina— cuya sustancia excede a la vida misma en su realidad . Este texto forma parte del libro Los logócratas, coeditado por el Fondo de Cultura Económica y Ediciones Siruela, que comenzará a circular en breve.


Los que queman los libros, los que expulsan y matan a los poetas, saben exactamente lo que hacen. El poder indeterminado de los libros es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, puede tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores. Puede exaltar o envilecer; seducir o asquear; apelar a la virtud o a la barbarie; magnificar la sensibilidad o banalizarla. De una manera que no puede ser más desconcertante, puede hacer las dos cosas, casi en el mismo momento, en un impulso de respuesta tan complejo, tan rápido en su alternancia y tan híbrido que ninguna hermenéutica, ninguna psicología puede predecir ni calcular su fuerza. En diferentes momentos de la vida del lector, un libro suscitará reflejos completamente diferentes. En la experiencia humana no hay fenomenología más compleja que la de los encuentros entre texto y percepción, o, como observa Dante, entre las formas del lenguaje que sobrepasan nuestro entendimiento y los órdenes de comprensión con respecto a las cuales nuestro lenguaje es insuficiente: la debilitade de lo'nteletto e la cortezza del nostro parlare.

Pero en este diálogo siempre imperfecto —los únicos que pueden ser plenamente comprendidos son los libros efímeros y oportunistas; son los únicos cuyo significado potencial se puede agotar— puede haber una apelación a la violencia, a la intolerancia, a la agresión social y política. Céline es el único de nosotros que permanecerá, decía Sartre. Existe una pornografía de lo teórico, incluso de lo analítico, lo mismo que existe una pornografía de la sugestión sexual. Las citas de libros supuestamente “revelados” —el libro de Josué, la epístola de Pablo a los Romanos, el Corán, Mein Kampf, el Pequeño Libro Rojo de Mao— son el preludio de la matanza, su justificación. La tolerancia y el compromiso suponen un contexto inmenso. El odio, la irracionalidad, la libido del poder leen deprisa. El contexto se evapora en la violencia del asentimiento. De ahí el dilema profundamente enojoso y problemático de la censura. Es sucumbir a la hipocresía liberal dudar que determinados textos, libros o periódicos puedan inflamar la sexualidad; que puedan llevar directamente a la mimesis, a la imitatio, hasta el punto de dar a unas vagas pulsiones masturbatorias una concreción terrible y una urgente necesidad de ser saciadas. ¿Cómo pueden justificar los libertarios el torrente de erotica sádicos que inunda hoy nuestras librerías, nuestros quioscos y la Red? ¿Cómo defender a esta literatura programática del maltrato a los niños, del odio racial y de la criminalidad ciega con que se nos machacan los oídos, los ojos y la conciencia? Los mundos del ciberespacio y de la realidad virtual se saturarán de programas gráficos y revestidos de una pseudoautoridad, de las sugestiones de ejemplos validadores de la bestialidad hacia otros seres humanos, hacia nosotros mismos (la recepción, el disfrute del trash, de la basura, es automutilación del espíritu). ¿Está equivocado totalmente el ideal platónico de la censura?

Por el contrario, los libros son nuestra contraseña para llegar a ser lo que somos. Su capacidad para provocar esta trascendencia ha suscitado discusiones, alegorizaciones y deconstrucciones sin fin. Las implicaciones metafóricas del icono hebreo-helénico del “Libro de la Vida”, del “Libro de la Revelación”, de la identificación de la divinidad con el Logos, son milenarias y no tienen límites. Desde Súmer, los libros han sido los mensajeros y las crónicas del encuentro del hombre con Dios. Mucho antes de Catulo ya eran los correos del amor. Por encima de todo, con algunas obras de arte, han encarnado la ficción suprema de una posible victoria sobre la muerte. El autor debe morir, pero sus obras le sobrevivirán, más sólidas que el bronce, más duraderas que el mármol: exegi monumentum aere perennius (he hecho un monumento más perenne que el bronce). La polis que celebra Píndaro perecerá; la lengua en la que la celebra puede morir y tornarse indescifrable. Pero a través del rollo de papel, a través del elixir de la traducción, la oda pindárica sobrevivirá, seguirá cantando desde los labios desgarrados de Orfeo mientras la cabeza muerta del poeta baja por el río hasta el país del recuerdo. Una concha puede inmortalizar. Al traducir a Villon, Thomas Nashe había escrito: a brightness falls from her hair (un resplandor sale de su cabello); el impresor isabelino se equivocó y escribió: a brightness falls from the air (un resplandor sale del aire), ¡que se ha convertido en uno de los versos talismánicos de toda la poesía en lengua inglesa!

El encuentro con el libro, como con el hombre o la mujer, que va a cambiar nuestra vida, a menudo en un instante de reconocimiento del que no tenemos conciencia, puede ser puro azar. El texto que nos convertirá a una fe, nos adherirá a una ideología, dará a nuestra existencia una finalidad y un criterio podría esperarnos en la sección de libros de ocasión, de libros deteriorados o de saldos. Puede hallarse, polvoriento y olvidado, en una sección justo al lado del volumen que buscamos. La extraña sonoridad de la palabra impresa en la cubierta gastada puede captar nuestra mirada: Zaratustra, Diván Oriental y Occidental, Moby Dick, Horcynus Orca. Mientras un texto sobreviva, en algún lugar de esta tierra, aunque sea en un silencio que nada viene a romper, siempre es capaz de resucitar. Walter Benjamin lo enseñaba, Borges hizo su mitología: un libro auténtico nunca es impaciente. Puede aguardar siglos para despertar un eco vivificador. Puede estar en venta a mitad de precio en una estación de ferrocarril, como estaba el primer Celan que descubrí por azar y abrí. Desde aquel momento fortuito, mi vida se vio transformada y he tratado de aprender “una lengua al norte del futuro”.

Esta transformación es dialéctica. Sus parábolas son las de la Anunciación y la Epifanía. ¡Conocemos tan mal la génesis de la creación literaria! No tenemos, por así decirlo, ningún acceso a la posible neuroquímica del acto de imaginación y sus procedimientos. Hasta el borrador más informe de un poema es ya una etapa muy tardía en el viaje que conduce a la expresión y al género performativo. El crepúsculo, el “antes del alba” y las presiones a la expresión que se ejercen en el subconsciente son casi imperceptibles para nosotros. Más concretamente: ¿cómo es posible que unas incisiones sobre una tablilla de arcilla, unos trazos de pluma o de lápiz, muchas veces apenas visibles en un trozo de frágil papel, constituyan una persona —una Beatriz, un Falstaff, una Ana Karénina— cuya sustancia, para innumerables lectores o espectadores, excede a la vida misma en su realidad, en su presencia fenoménica, en su longevidad encarnada y social? Este enigma de la persona ficticia, más viva, más compleja que la existencia de su creador y de su “receptor” —ese hombre o esa mujer ¿son tan bellos como Helena, tan complejos como Hamlet, tan inolvidables como Emma Bovary?— es la cuestión fundamental, pero también la más difícil, de la poética y de la psicología.

La imagen clásica ha sido la de la creación divina, la de Dios haciendo el mundo y el hombre. Explícitamente o no, se ha entendido al gran escritor y al gran artista como un simulacrum del decreto divino. Con frecuencia, se ha sentido rival amargo o amante de Dios, su competidor en el acto de la invención y la representación. Para Tolstoi, Dios era “el otro oso del bosque”, al que había que hacer frente, con el que había que luchar. Toda la metáfora de la “inspiración”, tan antigua como las Musas o como el soplo de Dios en la voz del vidente o del profeta, es un esfuerzo para dar una razón de ser a las relaciones miméticas entre la poiesis sobrenatural y la poiesis humana. Con

una diferencia capital. El problema de la creación divina ex nihilo ha sido debatido en todas las grandes teologías y en todos los grandes relatos mitológicos del misterio del comienzo (incipit). Hasta el escritor más grande entra en la casa de un lenguaje preexistente. Puede, dentro de unos límites muy estrictos, añadirle neologismos; puede, como Pascoli, tratar de insuflar una vida nueva a las palabras “muertas”, incluso a lenguas muertas. Pero no forma su poema, su obra teatral o su novela “de la nada”. En teoría, cada texto literario concebible está ya potencialmente presente en la lengua (de ahí la fantasía borgesiana de la biblioteca total de Babel). No por eso dejamos de seguir sin saber nada de la alquimia de la elección, de la secuencia fonética, gramatical y semántica que produce el poema perdurable. Y con el abandono progresivo, hoy, de la imagen de la creación divina, del concetto de la inspiración sobrenatural, nuestra ignorancia se hace mayor.

En el otro lado de la dialéctica, las cuestiones son casi igualmente desconcertantes. ¿Cuál es, exactamente, el grado de existencia de un poema o una novela que no se lee, de una obra teatral que jamás se representa? La recepción, aunque sea tardía, aunque sea por una minoría esotérica, ¿es indispensable para la vida de un texto? Si es así, ¿de qué manera lo es? El concepto de lectura, concebido como un proceso que revela en lo fundamental una colaboración, es intuitivamente convincente. El lector serio trabaja con el autor. Comprender un texto, “ilustrarlo” en el marco de nuestra imaginación, es, en la medida de nuestros medios, re-crearlo. Los más grandes lectores de Sófocles y de Shakespeare son los actores y los directores de teatro, que dan a las palabras su carne viva. Aprender de memoria un poema es encontrarlo a mitad de camino en el viaje siempre maravilloso de su venida al mundo. En una “lectura bien hecha” (Péguy), el lector hace con él algo paradójico: un eco que refleja el texto, pero también que responde a él con sus propias percepciones, sus necesidades y sus desafíos. Nuestras intimidades con un libro son completamente dialécticas y recíprocas: leemos el libro, pero, quizá más profundamente, el libro nos lee a nosotros.

Pero ¿cuál es la razón de lo arbitrario, de la naturaleza siempre discutible de estas intimidades? Los textos que nos transforman pueden ser, desde un punto de vista tanto formal como histórico, trivia. Como un estribillo de moda, la novela policíaca, la noticia ligera, lo efímero puede hacer irrupción en nuestra conciencia y huir a lo más profundo de nosotros. El canon de lo esencial varía de un individuo a otro, de una cultura a otra, pero también de un período de la vida a otro. Hay en la adolescencia textos maestros que son ilegibles más tarde. Hay libros repentinamente redescubiertos en la escena literaria o en la vida privada. La química del gusto, de la obsesión, del rechazo, es casi tan extraña e inaprensible como la de la creación estética. Seres humanos muy próximos entre sí por sus orígenes, por su sensibilidad y por su ideología pueden adorar el libro que se detesta, pueden juzgar kitsch lo que se considera una obra maestra. Coleridge hablaba de los hooked atoms de la conciencia, que se entremezclan de maneras imprevisibles; Goethe hablaba de las “afinidades electivas”; pero no son más que imágenes. Las complicidades entre el autor y el lector, entre el libro y la lectura que hacemos de él, son tan imprevisibles, tan vulnerables al cambio, y están tan misteriosamente arraigadas como las del eros. O, tal vez, como las del odio, pues hay textos inolvidables, que nos transforman y que acabamos odiando: yo no soporto ver el Otelo de Shakespeare en el teatro ni puedo enseñarlo, pero la versión de Verdi me parece, en muchos aspectos, la más coherente, un milagro humano.

La paradoja del eco vivificador entre el libro y el lector, del intercambio vital hecho de confianza recíproca, depende de ciertas condiciones históricas y sociales. El “acto clásico de la lectura”, como he tratado de definirlo en mi trabajo, requiere unas condiciones de silencio, de intimidad, de cultura literaria (alfabetismo) y de concentración. Faltando ellas, una lectura seria, una respuesta a los libros que sea también responsabilidad no es realista. Leer, en el verdadero sentido del término, una página de Kant, un poema de Leopardi, un capítulo de Proust, es tener acceso a los espacios del silencio, a las salvaguardias de la intimidad, a un determinado nivel de formación lingüística e histórica anterior. Es tener asimismo libre acceso a útiles de comprensión como diccionarios, gramáticas y obras de alcance histórico y crítico. Desde los tiempos de la Academia ateniense hasta mediados del siglo XIX, muy esquemáticamente, dicho acceso era la definición misma de la cultura. En mayor o menor medida, éste fue siempre el privilegio, el placer y la obligación de una élite. Desde la biblioteca de Alejandría hasta la celda de san Jerónimo, la torre de Montaigne o el despacho de Karl Marx en el British Museum, las artes de la concentración —lo que Malebranche definía como “la piedad natural del alma”— han tenido siempre una importancia esencial en la vida del libro.

Es una banalidad constatarlo: estas artes, en nuestros días, están muy erosionadas; se han convertido en un “oficio” universitario cada vez más especializado. Más del ochenta por ciento de los adolescentes estadounidenses no saben leer en silencio; hay siempre como telón de fondo una música más o menos amplificada. La intimidad, la soledad que permite un encuentro en profundidad entre el texto y su recepción, entre la letra y el espíritu, es hoy una singularidad excéntrica, que resulta psicológica y socialmente sospechosa. Es inútil detenerse a hablar del hundimiento de nuestra enseñanza secundaria, sobre su desprecio del aprendizaje clásico, de lo que se aprende de memoria. Una forma de amnesia planificada prevalece ya desde hace mucho tiempo en nuestras escuelas.

Al mismo tiempo, el formato del libro en sí, la estructura del copyright, de la edición tradicional, de la distribución en librerías están, ustedes lo saben mejor que yo, en plena transmutación, hasta en plena revolución. A partir de ahora, los autores pueden atender a sus lectores directamente por internet y pedirles que entren en comunicación directa con ellos (es así como se ha “publicado” todo el último John Updike). Cada vez se leen más libros on line, en la pantalla del ordenador, o se consultan en la Red. Ochenta millones de volúmenes de la Biblioteca del Congreso, en Washington (no) están (ya) disponibles (más que) por medios electrónicos. Nadie, por bien informado que esté, puede predecir lo que sucederá con el concepto mismo de autor, de textualidad, de lectura personal. Sin ninguna duda, estas evoluciones son maravillosamente excitantes. Suponen liberaciones económicas y oportunidades sociales de primera importancia. Pero también van acompañadas de profundas pérdidas. De manera creciente, los libros escritos, editados, publicados y comprados “al estilo antiguo” pertenecerán a las “bellas letras”

o a lo que en alemán se denomina, peligrosamente, la Unterhaltungsliteratur, la “literatura fácil”. De manera creciente, la ciencia, la información, el saber en todas las formas se transmitirán, registrarán y encargarán por medios electrónicos. Las fracturas, ya grandes en nuestra cultura y en nuestras letras (alfabetismos), se harán más hondas.

Más que nunca necesitamos al libro, pero los libros, a su vez, nos necesitan a nosotros. ¿Qué privilegio más bello que el de estar a su servicio?

Traducción de María Condor