Mozart: la melancolía por si mismo

Norbert Elías
Traducción de José María Pérez Gay.

El lunes cinco de diciembre de 1791, Wolfgang Amadeus Mozart murió a los treinta y cinco años de edad y, al día siguiente, fue sepultado en una fosa común. Cualquiera que haya sido la grave enfermedad que causó su muerte prematura, poco tiempo antes Mozart se encontraba en un estado cercano a la desesperación. Se sentía un hombre golpeado por la vida. Las deudas aumentaban. La familia siempre cambiaba de domicilio. El éxito en Viena -una de las cosas que más le importaban- se alejaba cada día más. La elegante sociedad vienesa se apartó de él. El vertiginoso desenlace de su enfermedad fue el resultado de una certeza. Mozart murió con la sensación de haber fracasado socialmente, vale decir: la pérdida total de la fe en lo que deseaba desde lo más profundo de su corazón. Las dos fuentes de su voluntad -lo que lo impulsaba a seguir viviendo, lo que le daba la conciencia de su propio valor- se habían secado: el amor de una mujer a quien podía confiarse, y el amor del público vienés por su música. Ambos los disfrutó durante una época. Ambos ocuparon el primer lugar en la jerarquía de sus deseos. En los últimos años de su vida, Mozart sintió que los perdía. Esta es su -y nuestra- tragedia.

Hoy en día, cuando el nombre de Mozart se ha convertido para muchos en el símbolo de la más dichosa de las creaciones musicales que conocemos, parece increíble que un individuo con esa mágica fuerza creativa haya muerto a los treinta y cinco años, porque la falta de amor y reconocimiento de los otros provocaron la pérdida del sentido y valor de su propia vida. Todo esto sorprende cuando uno se interesa más por su obra que por su persona. Sin embargo, no debemos equivocarnos al medir lo que uno juzga como cumplimiento o pérdida con lo que para otros significa el cumplimiento o pérdida de su vida. Quiero decir, debemos entender lo que otros consideran como cumplimiento o pérdida de su existencia.

Mozart era un individuo consciente de su extraordinario talento y, sin duda, habría dado mucho más. Pasó una gran parte de su vida trabajando incansablemente. Sería arriesgado decir que no se dio cuenta de que su arte musical trascendía la época. No obstante, el presentimiento de la importancia de su obra en las futuras generaciones nunca lo consoló ante el fracaso de los últimos años de su vida, sobre todo en Viena. La posteridad le importaba relativamente poco; el presente, todo. Mozart luchó por el presente con plena conciencia de su propio valor. Necesitaba que su talento fuese reconocido por los otros, sobre todo por sus amigos y conocidos más cercanos. Finalmente todos lo abandonaron, incluso la mayoría de sus amigos más antiguos. Esto no sólo fue su error, la historia nunca es tan simple. Sin duda se fue quedando solo. Al final, se derrotó a sí mismo y se dejó morir.

"El rápido desgaste de Mozart" -escribe Wolfgang Hildesheimer, uno de sus biógrafos- "los largos periodos de intenso trabajo interrumpidos por enfermedades y malestares, la breve y angustiosa agonía, la muerte violenta luego de dos horas en estado de coma todo, esto necesita de una mejor explicación que la explicación de la medicina académica".

Mozart vivía atormentado por las dudas acera del cariño y fidelidad de Constanze, a quien amaba. El segundo esposo de ella asegura que Constanze siempre tuvo más respeto por la obra de Mozart que por su persona. Para ella, la grandeza de su talento fue menos el resultado de su comprensión de la música, que del éxito que esa música tenía en el público.

Cuando el éxito desapareció, cuando la sociedad cortesana, su antigua protectora y patrona, abandonó su música y se entregó a otra más fácil, Mozart perdió el aprecio de Constanze, pues nunca estuvo dispuesto a pactar en favor de una música insípida. La creciente pobreza de la familia -consecuencia directa de la decreciente resonancia de su música al final- seguramente contribuyó a que se enfriara más el cariño de Constanze, que nunca fue muy profundo. De este modo dos pérdidas -la de su público y el amor de su mujer- se encuentran imbricadas. Se trata de dos efigies de la misma moneda: la sensación de pérdida que lo abrumó al final de su vida.

Por otra parte, Mozart era un individuo dominado por una insaciable necesidad de amor físico y emocional. Uno de los enigmas de su vida: es probable que desde muy niño haya tenido la sensación de que nadie lo amaba. En su música uno encuentra esa búsqueda continua de cariño. La búsqueda de un hombre que desde la infancia no estaba seguro de merecer el amor de los otros y que, desde otra perspectiva, tampoco se amaba a sí mismo. La palabra "tragedia" es un lugar común y suena demasiado ampulosa. No obstante, uno puede decir con razón que el lado trágico de su existencia consistió en buscar el amor y el reconocimiento de los otros y que muy joven, al final de su vida, creyó que nadie lo amaba, ni siquiera él a si mismo. Ciertamente esa sensación puede llevar a la pérdida del sentido de la vida, que puede provocar la muerte. Mozart estaba, al parecer, solo y desesperado, sabía que iba a morir y en su caso eso significó que deseaba su muerte, y que una buena parte del Requiem era un requiem por él mismo.

No sabemos qué tan fieles sean las pinturas de Mozart, y en especial del joven, pero uno de los rasgos que nos lo hacen más familiar, y si se quiere más humano, es que ninguna pintura presenta uno de esos rostros heroicos, como los de Goethe o Beethoven, cuya expresión los convierte en hombres extraordinarios, en genios, en el momento en que entran a un salón o cruzan por la calle. Mozart no tenía un rostro heroico. La nariz prominente, que parecía encontrarse con su quijada, desapareció en la medida en que su rostro fue llenándose; los ojos vivos y soñadores miraban siempre más allá. El joven de veinticuatro años, que aparece en la pintura de familia de Johann Nepomuck della Croce, da la impresión de timidez (sheepish sería la palabra inglesa intraducible), aunque seguro de sí mismo y soñador, como en las últimas pinturas. Estas imágenes revelan una parte de Mozart que -por el gusto del público amante de sus conciertos al elegir ciertas obras- se perdió y que merece mencionarse si uno quiere conocer al músico. Me refiero al bromista, al clown que salta por encima de las mesas y las sillas, rompe las cosas con una voltereta, juega con las palabras y, desde luego, con los tonos musicales. No entenderemos a Mozart si olvidamos que en un profundo y escondido rincón de su persona alientan como señas particulares el "Ríe, payaso" o el recuerdo de la malquerida y engañada Petruschka.

Después de su muerte, Constanze contaba que ella había tenido compasión por el marido engañado. Es muy probable que ella lo haya engañado (si la palabra es la adecuada) y que él lo sabía. Es muy probable también que Mozart no haya renunciado a relaciones con otras mujeres, como lo afirmaba en los últimos años. Sin embargo, esa es la historia de los últimos años, cuando las luces de su vida se apagaban, cuando la sensación de ser un fracasado, un malquerido, era abrumadora, cuando el carácter depresivo -siempre presente-se impuso bajo la presión de los fracasos profesionales y la miseria familiar. Fue entonces cuando surgió la discrepancia que tanto llama la atención en Mozart: la discrepancia entre su existencia social, la perspectiva del éxito y el reconocimiento, y la perspectiva del yo, la sensación de que vivía una existencia en ruinas y sin sentido.

En un principio, durante muchos años todo parecía ir bien. La dura disciplina que su padre le había impuesto rindió sus frutos. Se transformó en una autodisciplina ejemplar, en la capacidad de traducir los sueños confusos que perseguían al adolescente en una música pública, limpia de obsesiones íntimas y sin perder la espontaneidad o la riqueza de la imaginación. De cualquier modo, el precio que Mozart pagó por esa enorme ganancia, por la capacidad de darle vida a su imaginación musical fue demasiado alto.

Para entender a un hombre es necesario conocer cuáles son los deseos dominantes que sueña llevar a cabo. Si su vida tiene sentido depende de hasta qué punto este hombre ha logrado realizarlos. Pero estos deseos no existen antes de toda experiencia. Se forman en la infancia más temprana y en la convivencia con otras personas, se coagulan en su forma definitiva con el paso de los años, algunas veces gracias a una experiencia fundadora. Sin duda, los hombres de deseos dominantes, los que controlan su trayectoria, no son siempre conscientes de su imperiosa necesidad. Muchas veces no depende de ellos si esos deseos logran realizarse, pues siempre se encuentran en relación con los otros hombres, en la trama social que los define. Casi todos los hombres tienen deseos definidos que se mantienen dentro del espacio de lo realizable; casi todos tienen también deseos sencillamente imposibles.

Uno puede detectar los deseos imposibles de Mozart; ellos son en parte responsables de su trágica trayectoria. Por otro lado contamos con el estereotipo de los términos técnicos que describen aspectos de su carácter. Se puede hablar de una personalidad maniaco-depresiva con rasgos paranoicos, cuyo impulso fue controlado, en un principio, por la capacidad del sueño diurno de la música volcado hacia la realidad, por el éxito que esa actividad trajo un tiempo consigo. Las mismas fuerzas que después se convirtieron en impulsos autodestructivos que destruyeron la realidad del éxito y el reconocimiento. No obstante, la constitución de esas tendencias en Mozart nos impone acaso la necesidad de utilizar otro lenguaje que el psiquiátrico para entender su vida.

Al parecer Mozart, quien siempre estuvo orgulloso de su enorme talento, nunca se quiso a sí mismo. Además es posible que nunca se viera como una persona que pudiese despertar el amor de los otros. Su cuerpo no era atractivo. Su rostro pasaba desapercibido. Acaso siempre deseó tener otro rostro cuando se miraba en el espejo. El círculo satánico de esa situación consistió en que su rostro y su cuerpo eran los de un hombre que no correspondía a sus deseos más íntimos, porque en ellos se concentraba una parte de su sentimiento de culpa por el desprecio que sentía por su persona. Cualesquiera que hayan sido las causas de su desequilibrio, en los últimos años apareció la sensación de que nadie lo quería ni deseaba, unida a la necesidad incontenible de ser amado y deseado por una o varias mujeres, por varias personas. Es decir, como hombre y como músico. Su inmensa capacidad de soñar en figuras musicales estaba al servicio del secreto deseo de obtener el amor y el reconocimiento.

Ciertamente el soñar en tonos y figuras musicales era un fin en sí mismo. La riqueza de su imaginación musical dispersó por un tiempo, al parecer, el duelo por la carencia y la pérdida del amor. Probablemente ahogó por un tiempo la sospecha indestructible de que su mujer amaba a otros hombres, y la sensación de que no era digno del amor de ninguna persona. Esa misma sensación que lo fue apartando del cariño y el aprecio de los otros, y que volatilizó el enorme éxito como si fuese humo.

La tragedia del payaso es sólo una imagen. Sin embargo, nos aclara el nexo entre Mozart, el bromista, y el gran músico, entre el eterno niño y el hombre creador, entre el tralalá de Papageno y la profunda seriedad de Pamina y su nostalgia por la muerte. El hecho de que un hombre sea un gran artista no excluye que tenga algo de un clown; que sea un triunfador, una ganancia para el arte, no excluye que en el fondo crea ser un perdedor, y de ese modo se haya condenado a ser de veras un verdadero perdedor. El carácter trágico de Mozart quedó oculto para sus futuros escuchas gracias a la magia de su música. No tenemos razón cuando, muchos años después, separamos al artista del hombre. Acaso es difícil amar el arte de Mozart sin amar un poco al hombre que lo creó.

 

El músico burgués en la sociedad cortesana

La figura de Mozart se convierte en nuestra memoria en algo más vivo si tenemos en cuenta sus deseos en el contexto de la época. Su vida es el caso ejemplar de una situación cuya particularidad se nos escapa, porque estamos acostumbrados a trabajar con conceptos estáticos. Mozart era -nos preguntamos- un representante del rococó en la música, o un burgués del siglo XIX. ¿Su obra fue la última manifestación de la música prerromántica y objetiva, o esa música revela ya las huellas del creciente subjetivismo?

La dificultad radica en que con estas categorías no podemos avanzar. Se trata de abstracciones académicas que ocultan el proceso de los hechos sociales a los que se refieren. Estas categorías son el producto de una mentalidad que procede de acuerdo a la higiénica división de la historia en distintas épocas, como se encuentran divididos los materiales en los libros de historia. Todo hombre reconocido por la grandeza de sus actos será, sin duda, el punto culminante o el inicio de otra época. Sin embargo, si observamos detenidamente los grandes acontecimientos suelen acumularse en épocas en que -según estos conceptos estáticos- pueden definirse como periodos de transición. Y crecen siempre de la dinámica del conflicto entre los grupos que pierden su fuerza y tienden a desaparecer y los nuevos grupos que ascienden al poder.

Para Mozart esta dinámica es cierta. Uno no puede entender la trayectoria de sus deseos y las causas por las cuales -contra el juicio de la posteridad- al final de su vida se sintió un fracasado y un perdedor, si no entendemos bien el conflicto de las distintas reglas de esa época. El conflicto no sólo se daba en el amplio campo social entre las reglas de la aristocracia cortesana y las de la burguesía, las cosas nunca fueron así de fáciles. El conflicto tuvo lugar sobre todo en muchos individuos, en Mozart mismo, como un enfrentamiento entre distintas reglas que definieron su existencia social.

La vida de Mozart ilustra nítidamente la situación de los grupos burgueses que eran marginales dependientes, y que pertenecían a un sistema económico dominado por la aristocracia cortesana. Todo esto en un tiempo donde el poderío del establishment cortesano era muy grande, pero no tan grande como para silenciar las manifestaciones de protesta por lo menos en el políticamente poco peligroso terreno de la cultura. Mozart emprendió -como un burgués marginal al servicio de la corte- con una valentía sorprendente una lucha de liberación contra sus amos y patrocinadores. Combatió por propia iniciativa, por su dignidad personal y por su trabajo musical. Y perdió ese combate -como era de preverse, añadiríamos con arrogancia los que vivimos un siglo después-. Pero esta arrogancia deforma aquí, como en otros casos, la mirada en lo que hoy llamamos Historia. Al mismo tiempo esa arrogancia bloquea la inteligencia para entender el sentido que los acontecimientos de una época tuvieron para aquellos habitantes del pasado.

En El proceso de la civilización he escrito algo sobre el conflicto de las reglas entre la nobleza cortesana y los grupos burgueses. Intenté demostrar que en la segunda mitad del siglo XVIII conceptos como civilidad y civilización por un lado, y el de cultura por el otro tuvieron en Alemania el estatus de símbolos para las distintas reglas de la conducta y la sensibilidad. En el uso de estas palabras se reflejaba la tensión crónica entre el establishment aristócrata cortesano y los grupos burgueses marginales. Pero no sólo faltan investigaciones sobre la estructura y la duración de este conflicto entre la aristocracia y la burguesía europeas. Hacen falta también investigaciones de las tensiones sociales en sus aspectos íntimos. La vida de Mozart enseña de un modo paradigmático el destino de un hombre burgués al servicio de la sociedad cortesana hacia el final del periodo, cuando casi en toda Europa el gusto de la aristocracia cortesana fue decisivo y se impuso para todo artista sin importar su origen social. Sobre todo en el campo de la música y la arquitectura.

En el ámbito de la literatura y la filosofía alemanas era posible, durante la segunda mitad del siglo XVIII, liberarse de la regla del gusto de la aristocracia cortesana. Los individuos creadores pudieron alcanzar a su público mediante libros. Durante la segunda mitad del siglo XVIII en Alemania existía un público burgués lector muy amplio. Por esta razón se desarrollaron relativamente temprano formas culturales que no correspondían a la regla del gusto aristócrata cortesano. Estos grupos supieron fortalecer su conciencia ante el dominio aristócrata cortesano.

En relación con la música la situación era muy distinta, sobre todo en Austria y su capital Viena, el corazón de la corte, y en todas las pequeñas provincias alemanas. Los individuos que se ganaban la vida en el mundo de la música dependían completamente en Alemania y Francia del favor, el patrocinio y, por lo tanto, del gusto de los círculos aristócratas cortesanos. Los patricios burgueses urbanos se orientaban también según las reglas del gusto cortesano. En efecto, para un músico de la generación de Mozart, que pretendiera ser reconocido socialmente como un artista serio y, por lo tanto, estuviera en condiciones de alimentar a su familia, era imprescindible ocupar un puesto en la red de instituciones aristócratas cortesanas y sus patrocinadores. No tenía otra salida. Si sentía la vocación por la música, ya fuese como intérprete virtuoso o compositor, era algo más que natural que buscara el camino hacia un empleo fijo en una corte, de preferencia en una corte rica y deslumbrante. En los países protestantes le quedaba la posibilidad de desempeñarse como organista en una iglesia, o maestro de capilla, en una de las grandes ciudades semiautónomas, que eran gobernadas casi siempre por grupos de patricios burgueses. No obstante, también ahí era aconsejable para un músico profesional, como lo enseña la vida de Telemann, haber ocupado un puesto como músico de alguna corte.

Lo que nosotros definimos como la corte del príncipe (Furstenhof) no es otra cosa que la descripción de una casa. Los músicos eran ahí tan imprescindibles como el panadero, el cocinero o el ayuda de cámara. En la jerarquía de la corte los músicos tenían el mismo rango que estos últimos. En términos despectivos eran aduladores cortesanos (Hofschranzen). La mayoría de los músicos se daban por satisfechos con la vida de la corte, como los otros burgueses al servicio de los aristócratas. El padre de Mozart se contaba entre los que siempre criticaron la servidumbre; sin embargo, terminó por aceptar las circunstancias a las que no podía escapar.

El destino individual de Mozart, su destino como un hombre inteligente y como un magnífico artista, estaba marcado por este espacio social, por su dependencia de la corte como cualquier otro músico al servicio de la aristocracia cortesana. Aquí podemos apreciar qué difícil es presentar en la forma de una biografía para las generaciones posteriores los problemas vitales de un individuo -independientemente de su persona o su talento- cuando no se domina el oficio del sociólogo.

La historia es conocida. A los veintiún años de edad Mozart le pide a su señor, el obispo de Salzburgo, que lo despida de la corte, después de que le habían sido negadas las vacaciones, y se dirige fresco, vitalísimo y lleno de esperanzas hacia Munich, a la corte de los patricios absburgo, y luego a Mannheim y París donde intenta hacer la corte a las damas y los señores influyentes y finalmente regresa amargado y contra su voluntad a Salzburgo. Se convierte en organista de la corte y director de orquesta. Por conocida que sea la historia, el significado de esta experiencia para Mozart -y por lo tanto para su música- no puede interpretarse a fondo si no tenemos en cuenta las estructuras e instituciones sociales de su época. La tragedia de Mozart consistió en que quiso siempre rebasar los obstáculos infranqueables del poder de su tiempo, un poder que se expresaba sobre todo culturalmente en la hegemonía del gusto aristócrata cortesano.

La mayoría de los individuos que se dedicaban por ese tiempo a la música no fueron nobles; en nuestra terminología, eran burgueses. Si querían hacer una carrera en la corte, es decir, si deseaban desarrollar su talento como intérpretes o compositores, debían someterse no sólo a las reglas del gusto musical de la corte, sino también a las reglas de la conducta y la sensibilidad de la aristocracia cortesana, como por ejemplo al modo de vestir y a sus rituales. En nuestros días ese proceso de adaptación se lleva a cabo de un modo casi natural. Los empleados de un gran consorcio o de una cadena de almacenes, sobre todo si quieren ascender en la jerarquía de los puestos, aprenden rápidamente a moldear su conducta de acuerdo a las reglas del establishment. Las relaciones de poder entre el establishment económico y las personas marginales, dentro de sociedades con un mercado relativamente libre para la oferta y la demanda, son ahora más reducidas que las del príncipe absoluto y sus músicos en la corte; aunque algunos artistas conocidos vivieron a la moda en la corte y lograron obtener ganancias. El conocido Gluck, un hombre de origen pequeño burgués, logró hacer suyos tanto el gusto musical como las reglas de conducta gracias a una retórica eficiente, y podía comportarse en la corte como cualquier aristócrata. Es decir, no sólo existía la nobleza, sino también la burguesía cortesana.

El padre de Mozart pertenecía a esta clase de cortesanos. Fue un empleado, o más exactamente: un asalariado del arzobispo de Salzburgo, quien era el príncipe regente en un pequeño Estado. Como todos los poderosos de su tiempo, el arzobispo tenía en sus manos todos los hilos del poder, los puestos necesarios para contar con una pequeña corte absoluta y sometida a su voluntad. Dominaba también la capilla y su música. Leopold Mozart era el vicedirector de la capilla. Un puesto como este era como el de un empleado del siglo XIX en una empresa privada. Leopold Mozart, el sirviente del principe y el burgués cortesano, había educado al joven Wolfgang no sólo de acuerdo a las reglas del gusto musical de la corte, sino también de acuerdo con cánones cortesanos de la conducta y la sensibilidad. Desde la perspectiva de la tradición musical, Leopold logró más o menos su cometido. Pero fracasó rotundamente en cuanto a las reglas de la conducta y la sensibilidad. Su intento de convertir a Mozart en un hombre de mundo fue inútil, no pudo educarlo en el arte de la diplomacia de la corte, de la cortesía con los poderosos gracias a las astutas desviaciones, al estilo indirecto lleno de insinuaciones. Más bien alcanzó lo contrario: Wolfgang Mozart conservó siempre sus ademanes indomables. Si su música estaba llena de una increíble espontaneidad de los sentimientos, su trato personal con los demás se distinguía por su estilo directo extraordinario. Le costaba mucho trabajo esconder o insinuar lo que sentía, disimular sus odios y hacerse el tonto, como si nada hubiera pasado. Aunque creció a la orilla de una pequeña corte y, unos años más tarde, viajó de corte en corte, el estilo cortesano no era lo suyo. Nunca fue un homme du monde, un gentleman del siglo XVIII. A pesar de los esfuerzos de su padre, Wolfgang conservó durante toda su vida la actitud de un clásico ciudadano burgués.

Nunca alteró esa actitud. Mozart sabia la superioridad que le otorgaba a un individuo la pertenencia a la corte, y seguramente alguna vez deseó convertirse en un gentleman, en un hônnete homme, un hombre de honor. En efecto, muchas veces habla de su honor, esa idea central de la conducta aristócrata cortesana que Mozart había incluido entre las suyas. Pero nunca la empleó en el sentido del modelo cortesano. Para Mozart, el honor era una pretensión de igualdad ante los miembros de la corte, y como nunca le faltó tampoco esa vena histriónica, el honor fue un rasgo teatral. Desde niño aprendió a vestir como un cortesano con todo y peluca, aprendió a caminar correctamente y a decir piropos y cortesías. Sin embargo, el niño empezó desde muy temprano a burlarse de las ceremonias y los ademanes cortesanos. No hay que olvidar el quinteto para cuerdas g-moll (KV 516).

Después de un tono trágico y excitado, aparece un tema casi trivial como si Mozart no quisiera darle a la agonía y el dolor más espacio del que merecen, como si una melodía suave y plana, digna del clown, oprimiera a la tragedia. Naturalmente Mozart vuelve al tema trágico, pero ya no se siente tan abrupto y fuerte como al principio, cuando irrumpe de pronto en el escucha. Wittgenstein ha dicho: de lo que no podemos hablar, debemos callar. Creo que podríamos decir con el mismo derecho: de lo que no podemos hablar, hay que lanzarse a buscar.

Nexos 168, diciembre de 1991