El mundo del arte como un todo, y los museos en particular, pertenecen a lo que acertadamente se ha dado en llamar la “industria de la conciencia”. Hace más de veinte años, el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger nos aportó algunas nociones sobre la naturaleza de esta industria en un artículo que usaba esa expresión como título*. Si bien no se ocupaba específicamente del mundo del arte, su artículo se refería a él de pasada. Parece que vale la pena extrapolar y seguir desarrollando los pensamientos de Enzensberger en una discusión sobre el papel que juegan los museos y otras instituciones que exponen arte.
Como Enzensberger, creo que el uso del término “industria“ para todo el conjunto de actividades de quienes están empleados o trabajan por cuenta propia en el ámbito del arte, tiene un efecto saludable. De un golpe, ese término corta de través las nubes románticas que envuelven las a menudo engañosas y míticas nociones sostenidas ampliamente en torno a la producción, distribución y consumo del arte. Tanto los artistas, como las galerías, los museos y los periodistas (sin excluir a los historiadores de arte), dudan en tratar los aspectos industriales de sus actividades. Un reconocimiento inequívoco podría poner en peligro las apreciadas ideas románticas con que la mayoría de los participantes en el mundo del arte se inician en la cuestión, y que aún hoy les mantiene emocionalmente. Suplantar la tradicional imagen bohemia del mundo del arte con aquélla de una operación de negocios también podría afectar negativamente la comerciabilidad de sus productos e interferir con los esfuerzos para obtener fondos. Quienes de hecho planean y ejecutan estrategias industriales tienden, sea por inclinación o necesidad, a mistificar el arte y encubrir sus aspectos industriales y a menudo incurren en su autopropaganda. Dada la predominante comerciabilidad de los mitos, podría sonar casi sacrílego insistir en el uso del término “industria”.
Por otra parte, una nueva casta ha surgido recientemente en el paisaje industrial: los gestores del arte. Formados en prestigiosas escuelas de empresariales, están convencidos de que el arte puede y debe ser gestionado como la producción y comercialización de otros bienes. No se disculpan y tienen pocos escrúpulos románticos. No se sonrojan por evaluar la receptividad y desarrollo potencial de una audiencia para su producto. Como parte natural de su educación, están versados en la elaboración de presupuestos, inversión, y estrategias de fijación de precios. Han estudiado metas organizativas, estructuras gestoras, y el peculiar ambiente social y político de su organización. Incluso vericuetos de las relaciones laborales y las formas en que las cuestiones interpersonales pueden afectar a la organización son parte de sus curricula.
Por supuesto, todas estas y otras habilidades han sido empleadas durante décadas por los habitantes del mundo del arte de la vieja escuela. En lugar de matricularse en cursos de administración del arte impartidos de acuerdo con el método de casos de la Escuela de Empresariales de Harvard, han aprendido sus habilidades trabajando. Siguiendo sus instintos, a menudo han sido gestores más afortunados que lo que los nuevos graduados prometen llegar a ser, puesto que a estos últimos les han enseñado por lo general profesores con poco o nulo conocimiento directo de las peculiaridades del mundo del arte. Tradicionalmente, sin embargo, los antiguos son tímidos en admitir ante sí mismos y ante otros el carácter industrial de sus actividades y la mayoría aún no se ven a sí mismos como gestores. Es de esperar que la falta de ilusiones y aspiraciones entre los nuevos administradores tenga un impacto perceptible en la situación de la industria. Al haber sido formados primariamente como tecnócratas, parecen ser menos susceptibles de tener un apego emocional a la naturaleza peculiar del producto que promocionan. Y esta actitud, a su vez, tendrá un efecto en el tipo de productos que pronto comenzaremos a ver.
Mi insistencia en el término “industria” no está motivada por simpatía hacia los nuevos tecnócratas. De hecho, tengo serias reservas en cuanto a su formación, la mentalidad que fomenta, y las consecuencias que tendrá. Lo que la aparición de departamentos de administración del arte en las escuelas de empresariales demuestra, sin embargo, es el hecho de que a pesar de la mística en torno a la producción y distribución del arte, en este momento estamos —y de hecho lo hemos estado todo el tiempo— tratando con organizaciones sociales que siguen formas industriales de funcionamiento, variando en tamaño desde la industria casera a los conglomerados nacionales e internacionales. Las juntas de supervisión se están volviendo conscientes de este hecho. Dados los problemas financieros actuales, intentan hacer más eficientes sus actividades. Consecuentemente, el director actual del Museo de Arte Moderno de Nueva York tiene un historial en gestión, y los patronatos de otros museos estadounidenses han o tienen previsto separar el puesto de director en los de un director comercial y un director artístico. El Museo Metropolitan de Nueva York es uno de los casos en que la separación ya ha ocurrido. El debate se centra a menudo meramente en cuál de los dos ejecutivos debe y de hecho tendrá la última palabra.
Tradicionalmente, los patronatos de los museos de los EE.UU. están dominados por miembros que proceden del mundo de los negocios y las altas finanzas. El patronato es responsable legal de la institución y consecuentemente sus miembros son la autoridad última. De este modo la mentalidad comercial siempre ha sido significativamente poderosa en el nivel de toma de decisiones de los museos privados en los Estados Unidos. Sin embargo, el estado de la cuestión no es esencialmente diferente en los museos públicos en otras partes del mundo. Tanto si los directores tienen formación en historia del arte como si no, ejecutan, de hecho, las tareas del director ejecutivo de una organización empresarial. Como sus iguales en otras industrias, preparan presupuestos y planes de desarrollo y los presentan a aprobación ante sus respectivos consejos de supervisión públicos y agencias de financiación. La organización de una exposición internacional como una bienal o una documenta supone un gran desafío de gestión con repercusiones no sólo en lo que se está gestionando, sino también para la futura carrera del ejecutivo responsable.
Respondiendo a una estimación realista de su colectivo, incluso los artistas ya están adquiriendo formación gestora en cursos financiados por organismos públicos en los Estados Unidos. Ese tipo de sesiones son bastante concurridas por lo general, ya que los artistas reconocen que los conocimientos de gestión para dirigir un pequeño negocio pueden tener relación con su propia supervivencia. Algunos de los artistas con más éxito emplean a sus propios directores comerciales. Como para los marchantes, ocurre sin tener que decir que se dedican a dirigir negocios. El éxito de sus empresas y el futuro de los artistas de sus cuadras depende obviamente en gran medida de sus habilidades de gestión. Cuentan con la ayuda de asesores, contables, abogados y agentes de relaciones públicas a sueldo. A su vez, los coleccionistas a menudo realizan su colección con la ayuda de un equipo pagado.
Al menos de pasada, debo mencionar esas otras numerosas industrias que dependen de la vitalidad económica del ramo artístico de la industria de la conciencia. Los administradores del arte no exageran cuando defienden sus peticiones de subvención pública señalando el número de empleos afectados no sólo en sus propias instituciones sino también en la comunicación y, particularmente, en la industria hostelera. Se calcula que la exposición Tut en el Museo Metropolitan generó 111 millones de dólares para la economía de la ciudad de Nueva York. En Nueva York, y posiblemente en otros lugares, los especuladores inmobiliarios siguen con gran interés la mudanza de artistas a áreas comerciales y residenciales de renta baja. Por experiencia saben que los artistas abren inconscientemente esas áreas a la gentrificación** y el desarrollo lucrativo. El distrito neoyorquino del Soho es un llamativo ejemplo. El alcalde Koch, siempre amigo de los agentes de la propiedad inmobiliaria, que llenan las arcas de su campaña, intentó recientemente acomodar artistas en determinadas calles del Lower East Side para llevar a cabo lo que se denomina de forma eufemística “rehabilitación” de un vecindario, pero que de facto significa excluir una población local pobre para atraer a promotores de viviendas de renta alta. La exposición The Terminal Show fue un fruto del ingenio de la antigua Public Development Corporation de la ciudad: estaba pensada para atraer la atención sobre el potencial industrial del antiguo edificio de la terminal de la armada en Brooklyn. Y el Museo de Arte Moderno, que erigió una torre de apartamentos de lujo sobre su propio edificio, actualmente también está involucrado activamente en propiedades inmobiliarias.
En otros lugares, los gobiernos municipales han reconocido la importancia de la industria del arte. La ciudad de Hannover, en Alemania Occidental, por ejemplo, patrocinó diversos eventos artísticos publicitados ampliamente en un intento de mejorar su imagen anodina. Puesto que las grandes corporaciones señalan la vida cultural de su localidad con la intención de atraer personal de elite, Hannover creyó que la inversión en arte se amortizaría muchas veces por la atracción que ganaría la ciudad para las empresas en búsqueda de lugares para su reubicación. Está bien documentado que la Documenta tiene lugar en un sitio tan a tras mano como Kassel y cuenta con el apoyo económico de la ciudad, el estado y el gobierno federal porque se asumió que una exposición internacional de arte pondría a Kassel en el mapa. Se confió en que el acontecimiento revitalizaría esa región deprimida económicamente cercana a la frontera interalemana y que apoyaría la industria turística local.
Otro ejemplo alemán de la forma en que los beneficios industriales directos fluyen del arte se puede ver en la actividad del coleccionista Peter Ludwig. Está extendida la creencia de que el motivo oculto tras su compra de un amplio lote de arte soviético oficial y la exposición en “sus” museos era abrir el mercado soviético a su empresa chocolatera. Puede que Ludwig haya arriesgado su reputación como experto en arte, pero al comprar en la industria soviética de la conciencia probó su gusto por los negocios dulces. Más recientemente Ludwig recapitalizó su empresa vendiendo una colección de manuscritos medievales al Museo J. Paul Getty por un precio estimado entre 40 y 60 millones de dólares. Como astuto hombre de negocios, Ludwig utilizó el dinero para crear una fundación que posee acciones de su empresa. Con ello los ingresos de este capital permanecen sin pagar impuestos y, en efecto, el contribuyente corriente acaba subvencionando la ambición de poder en el mundo del arte de Ludwig.
Aparte de las razones ya mencionadas, el malestar por aplicar terminología industrial a las obras de arte también puede tener que ver con el hecho de que estos productos no son enteramente de naturaleza física. Aunque se transmitan en una u otra forma material, se desarrollan en y por la conciencia y tienen sentido sólo para otra conciencia. Por añadidura, es posible discutir hasta qué punto el objeto físico determina el modo en que el receptor lo decodifica. Tal trabajo interpretativo es a su vez un producto de la conciencia, efectuado gratuitamente por cada espectador pero potencialmente vendible si lo cogen comisarios, historiadores, críticos, tasadores, profesores, etc. La duda en utilizar lenguaje y conceptos industriales probablemente puede atribuirse a nuestra persistente tradición idealista, que asocia este tipo de trabajo con el “espíritu”, un término con tonos religiosos y que indica la evasiva de consideraciones mundanas.
Las autoridades fiscales, sin embargo, no tienen escrúpulos en grabar las rentas derivadas de las actividades “espirituales”. A la inversa, los contribuyentes afectados no rehusan deducir importantes gastos comerciales. Habitualmente protestan contra las medidas fiscales que declaran que su trabajo no es más que una afición, o por decirlo en términos kantianos, la búsqueda de “placer desinteresado”. Los economistas consideran la industria cultural como parte del sector servicios en continuo aumento y la incluyen por rutina en el cómputo del producto nacional bruto.
El producto de la industria de la conciencia, sin embargo, no sólo es elusivo a causa de su aparente naturaleza no secular y sus aspectos de intangibilidad. Más desconcertante, tal vez, es el hecho de que incluso no dominamos totalmente nuestra conciencia individual. Como observó Karl Marx en La ideología alemana , la conciencia es un producto social. De hecho, no es nuestra propiedad privada, de cosecha propia, ni un hogar a donde retirarse. Es el resultado de un esfuerzo histórico colectivo, incrustado en y reflejando sistemas de valor, aspiraciones y fines particulares. Y éstos no representan, en ningún modo, los intereses de todo el mundo. Tampoco estamos tratando con un corpus de conocimiento o creencias aceptado universalmente. Se dice que las condiciones materiales y el contexto ideológico en que crece y vive un individuo determina su conciencia en una medida considerable. Como se ha señalado (y no sólo por psicólogos y científicos sociales marxistas), la conciencia no es una entidad pura, independiente, libre de valor, que se desarrolla de acuerdo a reglas internas, autosuficientes y universales. Es contingente, un campo de batalla de intereses en conflicto. Igualmente, los productos de la conciencia representan intereses e interpretaciones del mundo que potencialmente están en contradicción con las demás. Los productos de los medios de producción, al igual que esos mismos medios, no son neutrales. En tanto que han sido conformados por sus respectivos entornos y relaciones sociales, influyen a su vez nuestra visión de la condición humana.
Actualmente estamos asistiendo a una retirada al nido privado. Se ve mucha falta de compromiso, jugando a menudo cínicamente con fuerzas sociales percibidas de forma ingenua, junto a otras formas de dandismo contemporáneo y versiones actualizadas del arte por el arte. Algunos artistas y promotores pueden rechazar cualquier compromiso y rehusan aceptar la noción de que su obra presente un punto de vista más allá de sí misma o que fomente ciertas actitudes; no obstante, en cuanto una obra disfruta de amplia visibilidad participa inevitablemente en el discurso público, propone sistemas de creencia particulares, y resuena en la arena social. Llegados a este punto, las obras de arte ya no son asunto privado. El productor y el distribuidor deben, por lo tanto, sopesar el impacto.
Pero es importante reconocer que los códigos empleados por los artistas a menudo no son tan claros e inequívocos como los de otros campos de la comunicación. Puede que, de hecho, la ambigüedad controlada sea una de las características de gran parte del arte occidental desde el Renacimiento. No es insólito que los mensajes se reciban de manera confusa, distorsionada; incluso pueden transmitir lo contrario de lo que se pretendía (por no mencionar los tipos de confusión creativa y mediocridad que pueden acompañar la producción de obras de arte). Para agravar estos problemas, están las contingencias históricas de los códigos y los inevitables prejuicios de quienes los descifran. Con tantas variables, hay un amplio margen para la exégesis y el sustento está pues garantizado para muchos trabajadores de la industria de la conciencia.
Si bien el producto en discusión parece ser bastante resbaladizo, no es en modo alguno inconsecuente, como los funcionarios culturales desde Moscú a Washington dejan claro cada día. En ambas capitales se reconoce que no sólo los medios de comunicación de masas merecen ser controlados, sino que también aquellas actividades que normalmente están relegadas a secciones especiales en la zona posterior de los periódicos. El New York Times llama a su sección de fin de semana "Arts and Leisure" [Arte y Ocio] y cubre bajo ese epígrafe teatro, danza, cine, arte, numismática, jardinería y otras actividades ostensiblemente inofensivas. Otros periódicos incluyen esos temas bajo títulos igualmente inocuos, como "cultura", "entretenimiento", o "estilo de vida". ¿Por qué deberían prestar atención a estas aparentes trivialidades los gobiernos y, para este asunto , las grandes empresas que no estén en la industria de la comunicación? Creo que lo hacen por una buena razón. Han entendido, a veces mejor que la gente que trabaja en los trajes de sport de la cultura, que el término "cultura" camufla las consecuencias sociales y políticas resultantes de la distribución industrial de la conciencia.
La conducción de la conciencia se extiende por doquier no sólo bajo dictaduras, sino también en sociedades liberales. Hacer tal afirmación puede sonar extraño porque, de acuerdo con el mito popular, los regímenes liberales no se comportan de este modo. Tal afirmación podría también malinterpretarse como un intento de quitarle importancia a la brutalidad con que la conducta predominante se ve reforzada en los regímenes totalitarios, o como una justificación de que una coerción de idéntica perversidad también se practica en otros lugares. En las sociedades no dictatoriales, la inducción y el mantenimiento de una manera particular de pensar y ver se debe realizar con sutileza para que tenga éxito. Mantenerse dentro del rango aceptable de puntos de vista divergentes debe percibirse como lo natural.
Dentro del mundo del arte, museos y otras instituciones que organizan exposiciones juegan un papel importante en la inculcación de opiniones y actitudes. En efecto, habitualmente se presentan a sí mismas como organizaciones educativas y consideran la educación como una de sus primeras responsabilidades. Naturalmente, los museos trabajan en las torres de marfil de la conciencia. Declarar esto hecho tan obvio, no obstante, no es una acusación de conducta desviada. El posicionamiento intelectual y moral de una institución se vuelve débil sólo si pretende estar libre de prejuicios ideológicos. Y una institución tal debe ser puesta en duda si rehusa reconocer que opera bajo coacciones derivadas de sus fuentes de financiación y de la autoridad a que ha de presentar informe.
Tal vez no sea sorprendente que muchos museos rechacen con indignación la idea de que ofrecen una visión prejuiciada de las obras bajo su custodia. En efecto, los museos habitualmente pretenden subscribir los cánones de la sabiduría imparcial. Tan honorable como sea un empeño tal —y aun siendo una meta válida a la que aspirar—, adolece de ilusiones idealistas sobre el carácter no partidista de la conciencia. Un apoyo teórico a esta posición meritoria pero insostenible es la doctrina decimonónica del arte por el arte. Esa doctrina tiene un barniz histórico vanguardista y en su momento desempeñó un papel liberador. Incluso hoy, en países donde los artistas se ven obligados abiertamente a servir políticas determinadas, aún tiene un timbre emancipatorio. El evangelio del arte por el arte aisla al arte y postula su autosuficiencia, como si el arte tuviera o siguiera reglas que son impenetrables al entorno social. Los adeptos a la doctrina creen que el arte no refleja, ni debe hacerlo, los conflictos cotidianos. Obviamente se equivocan en su suposición de que los productos de la conciencia pueden crearse aisladamente. Su posición y lo que se elabora bajo sus auspicios tiene no sólo implicaciones teóricas, sino también implicaciones sociales precisas. El formalismo estadounidense actualizó la doctrina y la asoció con los conceptos políticos del “mundo libre” y del individualismo. Bajo la tutela de Clement Greenberg, todo lo que hacía referencias mundanas era simplemente excomulgado del arte como si se tratase de proteger el Grial del gusto frente a la contaminación. Lo que comenzó como un viaje liberador se convirtió en su opuesto. La doctrina proporciona ahora a los museos un pretexto para ignorar los aspectos ideológicos de las obras de arte y las implicaciones igualmente ideológicas del modo en que esas obras se presentan al público. Es irrelevante si tal neutralización se realiza deliberadamente o meramente por costumbre o por falta de recursos: practicada durante muchos años constituye una poderosa forma de adoctrinamiento.
Todo museo es forzosamente una institución política, no importa si es privado o lo mantienen y supervisan las agencias gubernamentales. Quienes mueven los hilos financieros y tienen la autoridad para contratar y desp edir están, en efecto, a cargo de todos los elementos de la organización, si deciden utilizar sus poderes. Mientras que el dominio de los patronatos de los museos en los Estados Unidos por lo general no se cuestiona, los órganos supervisores de las instituciones públicas en otros lugares han de enfrentarse mucho más con la opinión pública y el clima político dominante. De ahí se deduce que las consideraciones políticas juegan un papel en el nombramiento de los directores de museos. Una vez que se encuentran desempeñando el puesto y tienen un estatus de funcionario público en propiedad, este tipo de cargos a menudo disfrutan de más independencia que sus colegas en los Estados Unidos, que pueden ser cesados de un día para otro, como ocurrió con Bates Lowry y John Hightower del Museo de Arte Moderno de Nueva York hace pocos años. Pero es aconsejable, por supuesto, ser un animal político en ambas situaciones. La financiación, al igual que las expectativas personales de promoción a puestos más prestigiosos, dependen de lo bien que uno sepa jugar sus cartas.
Los directores de museos privados en Estados Unidos necesitan estar en armonía en primer lugar con el esquema mental representado por el Wall Street Journal , la fuente diaria de formación ética de los miembros del patronato. Les afecta menos quién ocupa circunstancialmente la Casa Blanca o la oficina del alcalde, aunque eso no sea del todo irrelevante para el éxito de las solicitudes de subvenciones públicas. en otros países el resultado electoral puede tener un efecto directo en las políticas museísticas. La agilidad al negociar con los partidos políticos, incluso posiblemente el ser miembro de un partido, puede ser una ventaja. La llegada de Margaret Thatcher a Downing Street y de François Mitterand al Elíseo afectó sensiblemente a las instituciones artísticas en sus respectivos países. Tanto en museos privados o públicos desatender las realidades políticas, entre ellas las necesidades de los órganos supervisores y el cariz ideológico de sus miembros, es una garantía de fracaso de gestión.
Habitualmente se requiere que, al menos ante el público, las instituciones aparezcan como no partidistas. Esto no excluye el apoyo en secreto de los intereses del jefe superior. Como en otras esferas, la industria de la conciencia también conoce la agenda oculta con mayores probabilidades de éxito si no se la percibe como tal. Sería erróneo, no obstante, asumir que el objetivo y la mentalidad de todos los ejecutivos del arte estén o debieran estar en contradicción con aquéllos de los que depende el apoyo de su organización. Hay lealtades naturales y honestas tanto como hay matrimonios a la fuerza y matrimonios de conveniencia. Todos los participantes, sin embargo, procuran habitualmente que se mantenga la fachada serena del templo del arte.
Durante los últimos veinte años, las relaciones de poder entre las instituciones del arte y sus fuentes de financiación se han vuelto más complejas. Los museos tienen que mantenerse bien por organismos públicos —la tradición en Europa— o mediante donaciones de personas individuales y organizaciones filantrópicas, como ha sido el modelo en los Estados Unidos. Cuando el Congreso fundó el National Endowment for the Arts [Fondos Nacionales para las Artes] en 1965, Los museos estadounidenses consiguieron una fuente adicional de financiación. Al aceptar subvenciones públicas, no obstante, se volvieron responsables —incluso si en la práctica sólo lo fueran hasta un cierto límite— ante los organismos gubernamentales.
Algunos museos públicos en Europa siguieron también la vía del apoyo mixto, pero en la dirección opuesta. Los donantes privados irrumpieron en los patronatos con colecciones atractivas. Como ha sido habitual en los museos estadounidenses, no obstante, algunos de dichos donantes reclamaron un papel en la elaboración de las líneas de actuación. Uno de los ejemplos recientes más espectaculares ha sido la toma de posesión de facto de museos (entre otros, museos en Colonia, Viena y Aquisgrán) que recibieron o creyeron iban a recibir donaciones del coleccionista alemán Peter Ludwig. Como es bien sabido en Renania, el intento del Conde Panza di Biumo de abrirse camino en el nuevo museo de Mönchengladbach, aguas más abajo en el Rin respecto a la sede de Ludwig, fue rechazado con éxito por el director, Johannes Cladders, que es al mismo tiempo resoluto y un buen jugador de póquer por derecho propio(1). Hasta qué punto los Saatchi pueden llegar a dominar los Patrons of New Art [Patrocinadores de Arte Moderno] de la Tate Gallery —y de paso las líneas de actuación en arte contemporáneo— se observa actualmente con la misma fascinación y nerviosismo que los movimientos en el Kremlin. Un caso reciente al que se ha prestado mucha atención de la influencia de Saatchi fue la muestra de Schnabel de 1982 en la Tate, que consistió casi enteramente en obras de la colección Saatchi. Además de su cargo en el comité directivo de los Patrocinadores de Arte Moderno de la Tate, Charles Saatchi también es miembro del Patronato de la Whitechapel Gallery(2). Más aún, la agencia de publicidad de los Saatchi acaba de comenzar a llevar la publicidad del Victoria and Albert Museum, la Royal Academy, la National Portrait Gallery, la Serpentine Gallery y el British Crafts Council.
Con certeza, la victoria electoral de la Sra. Thatcher, en la que los Saatchi tuvieron parte como agencia publicitaria del Partido Conservador, no debilitó su posición (y a cambio puede haber proporcionado a los conservadores un poderosos agente dentro de las consagradas salas de la Tate)(3).
Si tales coleccionistas parecer estar actuando ante todo en su propio interés y estar construyendo pirámides para sí mismos cuando intentan imponer su voluntad en instituciones ”elegidas”, sus movimientos son de hecho menos preocupantes a la larga que la desconcertante llegada a la escena del patrocinio corporativo del arte —incluso aunque este último parezca ser más inocuo al principio—(4). Comenzando a gran escala hacia finales de los 60 en los Estados Unidos y aumentando rápidamente desde entonces. El patrocinio corporativo se ha extendido , durante los últimos cinco años a Gran Bretaña y al continente [europeo]. Programas expositivos ambiciosos que no podían financiarse mediante las fuentes tradicionales llevaron a los museos a volverse hacia las grandes empresas en busca de apoyo. Sin embargo, cuanto más grandes y más derrochadoramente equipadas llegaban a estar estas muestras y sus catálogos, más atractivas empezaron a resultar para la audiencia. En una espiral en continua progresión se hizo creer al público que sólo merecían verse las extravagancias estilo Hollywood y que sólo ellas podían dar un sentido acertado del mundo del arte. La presión taquillera resultante hizo a los museos aún más dependientes del patrocinio corporativo. Entonces llegaron las recesiones de los 70 y 80. Muchos donantes particulares no pudieron seguir contribuyendo al nivel acostumbrado, y la inflación erosionó el poder de compra de los fondos. Para solucionar los problemas financieros, muchos gobiernos, enfrentados a enormes déficits —a menudo debido a la considerable expansión de los presupuestos militares— cortaron su apoyo a los servicios sociales al igual que las subvenciones al arte. Nuevamente los museos sintieron que no tenían más elección que dirigirse a las grandes empresas como un salvavidas. Siguiendo sus propias inclinaciones ideológicas y convirtiéndolas en política nacional, el presidente Reagan y la Sra. Thatcher alentaron al así denominado sector privado a tirar del carro del apoyo financiero.
¿Por qué han sido receptivos los ejecutivos de negocios a las súplicas de dinero realizadas por los museos? Durante los agitados sesenta los más astutos comenzaron a entender que la implicación empresarial en el arte es demasiado importante para dejárselo a la esposa del presidente de la empresa. Sin tener en cuenta su propio aprecio o indiferencia hacia el arte, reconocieron que una asociación de la empresa con el arte podía rendir beneficios más allá de cualquier proporción respecto a una específica inversión financiera. Una política tal no sólo podía atraer a personal de elite, sino que también proyectaba una imagen de la empresa como buena persona jurídica y daba publicidad a sus productos, cosas todas que impresionan a los inversores. Los ejecutivos con mayor visión también vieron que la asociación de su empresa (e, implícitamente, de los negocios en general) con el alto prestigio del arte era un medio sutil pero efectivo de hacer lobby en los pasillos del gobierno. Podía abrir puertas, facilitar la aprobación de legislación favorable, y servir de blindaje contra la investigación y crítica de su conducta empresarial.
Los museos, por supuesto, no están ciegos al atractivo que hacer lobby por medio del arte supone para los negocios. Por ejemplo, en un panfleto con el efectivo título "The Business Behind Art Knows the Art of Good Business" [Los negocios que apoyan el arte conocen el arte de los buenos negocios], el Metropolitan Museum de Nueva York cortejaba a posibles patrocinadores empresariales asegurándoles: “Existen muchas oportunidades de relaciones públicas mediante la esponsorización de programas, exposiciones especiales y servicios. A menudo éstos pueden ofrecer una respuesta creativa y eficaz en coste a un objetivo de marketing específico , particularmente allí donde las relaciones internacionales, gubernamentales o con los consumidores puedan constituir una preocupación fundamental”(5).
Un ejecutivo de relaciones públicas de Mobil en Nueva York llamaba acertadamente al patrocinio artístico de su compañía un “buen paraguas”, y su colega de Exxon se refería a ello como un “lubricante social”(6). En particular, a quienes hay que engrasar es a los liberales porque ellos son los críticos más probables y exigentes de las grandes empresas y se encuentran a menudo en puestos influyentes. También resultan estar más interesados en la cultura que otros grupos del espectro político. Luke Rittner, que como director saliente de la British Association of Business Sponsorship of the Arts [Asociación Británica del Patrocinio Empresarial del Arte] debe saberlo, explicaba recientemente: “Hace unos pocos años las empresas pensaban que patrocinar el arte era hacer beneficencia. Ahora se dan cuentan de que también hay otro aspecto, es un instrumento que pueden emplear para la promoción empresarial de una u otra forma”. Rittner, obviamente en tono con su primer ministro, fue nombrado nuevo secretario general del British Arts Council.
Los responsables de relaciones públicas de las grandes empresas saben que los mayores beneficios publicitarios pueden derivarse de acontecimientos con gran visibilidad, exposiciones que atraen multitudes y son cubiertas ampliamente por los medios de comunicación populares; se trata de exposiciones basadas en y que crean mitos: en resumen, blockbusters. Siempre que una institución no tenga remilgos en la implicación empresarial en comunicados de prensa, carteles, anuncios y catálogo de exposición, es probable que su solicitud de subvención para tales extravagancias se examine con simpatía. Algunas empresas están contentas de respaldar la publicidad para el evento (que habitualmente incluye el logo de la empresa) en una cuantía casi equiparable a los fondos que ponen a disposición para la exposición misma. Generalmente tales empresas buscan eventos que sean “excitantes” una palabra que aparece en los comunicados de prensa de los museos y prólogos de catálogo más a menudo que ninguna otra.
Los gestores de museos han aprendido , por supuesto, qué tipo de muestras son susceptibles de atraer financiación empresarial. Y también saben que han de mantener a sus instituciones en el candelero. La mayoría de las muestras en grandes museos de Nueva York ya están siendo patrocinadas por corporaciones. Las instituciones en Londres pronto estarán a su nivel. El Museo Whitney incluso ha ido un paso más allá. Ha creado sucursales —casi literalmente una fusión— en los locales de dos empresas(7). Es correcto asumir que las propuestas expositivas que no cumplen los criterios necesarios para el patrocinio empresarial se arriesgan a no ser consideradas, y nunca sabremos de ellas. Ciertamente, l as exposiciones que pudieran estimular un conocimiento crítico, presentar productos de la conciencia dialécticamente y en relación con el mundo social, o poner en cuestión relaciones de poder, tienen remota posibilidad de ser aprobadas; no sólo porque no es probable que atraigan financiación empresarial, sino también porque podrían estropear las relaciones con patrocinadores potenciales para otras muestras. En consecuencia, la autocensura está al orden del día(8). Sin ejercer ninguna presión directa, las corporaciones han conseguido efectivamente un veto en los museos, incluso a pesar de que su aportación financiera a menudo sólo cubra una fracción de los costes de una exposición. Dependiendo de las circunstancias, esas aportaciones son deducibles de los impuestos como costes empresariales o una aportación benéfica. Los contribuyentes ordinarios, por lo tanto, están pagando parte de la cuenta. En efecto, sin darse cuenta son patrocinadores inconscientes de políticas empresariales privadas, que, en muchos casos, van en detrimento de su salud y seguridad, el bienestar general, y se hallan en conflicto con su ética personal.
Puesto que la manta empresarial es tan cálida, escasos los ejemplos manifiestos de interferencia directa, y es difícil de seguir la pista al creciente dominio de las oficinas de desarrollo de los museos, el cambio de clima es difícilmente perceptible y tampoco se toma como una amenaza. Decir que este cambio podría tener consecuencias más allá de los confines de la institución y que afecta al tipo de arte que se produce y se producirá, por tanto, puede sonar a sobredramatización. Por ingenuidad, necesidad, o adicción a la financiación empresarial, los museos se encuentran en el resbaladizo camino de convertirse en agentes de relaciones públicas para los intereses de grandes negocios y sus aliados ideológicos. Los ajustes que los museos hacen en la selección y promoción de obras para exposición y en la forma en que las presentan crea un clima que apoya las distribuciones de poder y capital imperantes y persuade a la población de que el status quo es el orden natural y mejor de las cosas. Más que patrocinar conocimiento crítico, inteligente, los museos tienden, de ese modo, a fomentar el apaciguamiento.
Aquéllos ocupados en la colaboración con los responsables de relaciones públicas de las empresas raramente se ven a sí mismos como promotores de consenso. Por el contrario, habitualmente están convencidos de que sus actividades se realizan por el mejor interés del arte. Tal ilusión bien intencionada puede sobrevivir sólo en tanto el arte es percibido como una entidad mítica por encima del interés mundano y el conflicto ideológico. Y es, por supuesto, esta mala interpretación del rol que juegan los productos de la industria de la conciencia lo que constituye la base indispensable para todas las estrategias empresariales de persuasión .
Tanto si los museos contienden con gobiernos, como con las carreras de poder de determinados individuos, o con la apisonadora empresarial, están en el negocio de conformar y encauzar la conciencia. Incluso aunque pueden no estar de acuerdo con el sistema de creencias dominante en ese momento, sus opciones de no subscribirlas y de promover en su lugar una conciencia alternativa son limitadas. La supervivencia de la institución y las carreras personales están a menudo en juego. Pero en sociedades no dictatoriales, los medios para la producción de conciencia no están todos en una sola mano. La especialización requerida para promover una interpretación particular del mundo también está potencialmente disponible para cuestionar esa misma interpretación y para ofrecer otras versiones. Como la necesidad de gastar enormes sumas en relaciones públicas y propaganda gubernamental indica, las cosas no están inmóviles. Las constelaciones políticas se cambian y existen zonas no incorporadas en número suficiente para perturbar la corriente principal.
Nunca fue fácil para los museos preservar o recuperar un grado de maniobrabilidad e integridad intelectual. Se precisa cautela, inteligencia, determinación —y algo de suerte—. Pero una sociedad democrática no demanda nada menos que eso.
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NOTAS
* N. de T.: Bewußtseins-Industrie , primera parte de Einzelheiten (Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1962). Trad. en castellano: La Industria de la Conciencia (en: Detalles , Anagrama, Barcelona 1969). Enzensberger diferencia este concepto del de Kulturindustrie (industria cultural) de Adorno.
** N. de T.: gentrification , aburguesamiento de barrios populares al ponerse de moda o por operaciones especulativas, con el consecuente desplazamiento de la población trabajadora oriunda por el encarecimiento inmobiliario.
(1) Dr. Cladders, quien también estuvo a cargo del pabellón alemán de la Bienal de Venecia, se retiró posteriormente del cargo de director del museo de Mönchengladbach y el Conde Panza di Biumo ha vendido una parte relevante de su colección al Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles.
(2) Una amplia muestra de la obra de Julian Schnabel se expuso en la Whitechapel Gallery en otoño de 1986.
(3) El vicepresidente de Saatchi & Saatchi, Michael Dobbs, es jefe del equipo del presidente del Partido Conservador, Norman Tebbit. Para información más ampliada sobre los Saatchi y Ludwig, ver los textos en Taking Stock (unfinished) , Der Pralinenmeister y Weite und Vielfalt der Brigade Ludwig en el catálogo Hans Haacke: Unfinished Business .
(4) La influencia de los Saatchi ha aumentado considerablemente desde entonces, a la par que la expansión de su imperio publicitario. Como denodados trabajadores experimentados en esa rama de la industria de la conciencia, los Saatchi parecen tener ahora un impacto en el mundo del arte que iguala o incluso supera el de las corporaciones, en particular respecto al arte contemporáneo. Sin embargo, ya que esta influencia surge de personas concretas, puede que no les sobreviva y finalmente tenga tan sólo consecuencias estructurales menores.
(5) Carl Spielvogel, el director de una de las subsidiarias de Saatchi & Saatchi en Nueva York, es el presidente del Comité de Negocios del Museo Metropolitan, Charles Saatchi es vicepresidente del Comité de Negocios Internacionales del Museo.
(6) En un anuncio en la página de opinión del New York Times del 10 octubre de 1985, Mobil explicaba, bajo el titular “Art, for the sake of business” [Arte, por amor al negocio], el razonamiento oculto tras su implicación en el arte en estas palabras: “¿Qué podemos obtener nosotros —o su empresa— de ello? Aumentar —y asegurar— el clima de los negocios”. El director y vicepresidente de relaciones públicas de Mobil, Herb Schmertz, da razones más amplias en “Affinity-of-Purpose Marketing: The Case of Marterpiece Theatre ,” en su libro Good-bye to the Low Profile: The Art of Creative Confrontation (Boston: Little, Brown, and Co., 1986).
(7) La sede de Philip Morris en Nueva York y la sede de Champion International Corporation en Stamford, Connecticut. Una rama adicional se ha abierto posteriormente en la sede de la Equitable Life Assurance Society en Nueva York. Benjamin D. Holloway, presidente de la Equitable Real State Group, una inmobiliaria subsidiaria de la misma empresa de seguros, se ha incorporado al patronato del museo.
(8) Philippe de Montebello, director del Museo Metropolitan, citado en Newsweek (25 de noviembre de 1985): “es una forma inherente, insidiosa, oculta de censura... Pero no nos censuran las corporaciones, nos censuramos nosotros mismos”.
Museums, Managers of Consciousness . Texto publicado en el catálogo de Hans Haacke: Unfinished Business (New Museum of Contemporary Art y MIT Press, Nueva York y Cambridge MA, 1986), páginas 60-73.
La presente es una versión ligeramente modificada de un ensayo presentado originalmente como ponencia en el encuentro anual de la Asociación de Museos de Arte de Australia (Art Museum Association of Australia) en Camberra, el 30 de agosto de 1983, y publicado en Art in America 72, nº 2 (febrero de 1984). Acompañando al texto original aparecían fotografías de volcanes en erupción y deportistas de surf obtenidas de diapositivas compradas por Haacke en Hawaii en ruta hacia su conferencia en Canberra, y que se proyectaron durante dicha charla.
Traducción del inglés de Francisco Felipe.