El primer siglo de la era de la máquina va a concluir entre ansiedades y temores. Su fabuloso éxito material obedeció a la espontánea y entusiasta subordinación del hombre a las exigencias de la máquina. En efecto, el capitalismo liberal fue la respuesta inicia del hombre al reto de la revolución industrial. A fin de usar maquinarias complejas y potentes, transformamos la economía humana en un sistema de mercados autorregulados y permitimos que esta extraña innovación modelara nuestros pensamientos y nuestros valores.
Hemos empezado a dudar de la veracidad de algunos de esos pensamientos y de la validez de algunos de esos valores. Es dudoso que aún exista el capitalismo liberal, incluso en los Estados Unidos. Volvemos a enfrentar el problema de organizar la vida humana en la sociedad de las máquinas. Bajo el desgastado tejido del capitalismo competitivo se adivina el prodigio de una civilización industrial, con su paralizante división del trabajo, la nivelación de la vida, la primacía del mecanismo sobre el organismo y de la organización sobre la espontaneidad. En la misma ciencia acecha la locura. Esta es nuestra constante preocupación.
La simple negación de los ideales del siglo pasado no puede señalar el camino. Debemos desafiar el futuro, aunque esto nos lleve a modificar la posición de la industria en la sociedad para que sea posible asimilar la extraña realidad de la máquina. La búsqueda de la democracia industrial no es solamente la búsqueda de una solución para los problemas del capitalismo, como imagina la mayoría de las personas. Es la búsqueda de una respuesta a la misma industria. Este es el problema concreto de nuestra civilización.
La creación de un nuevo orden requiere una libertad interior para la que estamos mal preparados. Hemos sido reducidos a la impotencia por la herencia de una economía de mercado que transmite concepciones simplistas sobre la función y el papel del sistema económico en la sociedad. Para superar la crisis debemos recobrar una visión más realista del mundo humano y moldear nuestro intento común a la luz de ese conocimiento.
El industrialismo es un injerto precario sobre la milenaria existencia humana. El resultado de tal experimento está sobre la balanza. Pero el hombre no es un ser simple y puede morir de muchos modos. El tema de la libertad individual, planteado con tanta pasión por nuestra generación, no es más que un aspecto de ese angustioso problema. En realidad, hace parte de una necesidad más vasta y profunda, la necesidad de una nueva respuesta al reto global de la máquina.
Nuestra situación actual puede resumirse así: la civilización industrial puede destruir al hombre. Pero como no se puede, no se quiere y no se debería descartar voluntariamente la eventualidad de un ambiente cada vez más artificial, para que el hombre siga viviendo sobre la tierra debe resolverse el problema de adaptar la vida a las exigencias de la existencia humana en dicho contexto. Nadie puede saber por anticipado si esa adaptación es posible o si el hombre perecerá en el intento. Por eso nuestra preocupación asume tintes melancólicos. Mientras tanto ha culminado la primera fase de la era de la máquina. Esta trajo como consecuencia una organización de la sociedad que tomó su nombre de su institución básica: el mercado. Ese sistema está en decadencia. No obstante, nuestra filosofía práctica ha sido profundamente modelada por ese episodio excepcional. Sus nuevas nociones acerca del hombre y de la sociedad se volvieron comunes y alcanzaron el estatus de axiomas. Con respecto al hombre, fue obligatorio aceptar la herejía de que sus motivaciones pueden ser "materiales" o "ideales" y que los incentivos alrededor de los cuales organiza su vida material son "materiales". El liberalismo utilitarista y el marxismo popular comparten esta concepción. Con respecto a la sociedad, se propuso la doctrina análoga de que las instituciones están determinadas por el sistema económico. Esta opinión era más popular entre los marxistas que entre los liberales. Es obvio que en una economía de mercado ambas afirmaciones eran verdaderas. Pero sólo en una economía de ese tipo. Con respecto al pasado, una concepción semejante no es más que un anacronismo. Con respecto al futuro, un mero prejuicio. No obstante, bajo la influencia de las escuelas de pensamiento contemporáneas, reforzada por la autoridad de la ciencia y de la religión, de la política y de los negocios, esos fenómenos rigurosamente delimitados en el tiempo terminaron considerándose eternos, trascendentes a la época del mercado. Para superar tales doctrinas, que nublan nuestra mente y nuestro espíritu, y hacen aún más difícil la rectificación necesaria para preservar la vida, es necesario reformar nuestra conciencia.
LA SOCIEDAD DE MERCADO
El surgimiento del laissez faire fue un trauma para la visión que el hombre civilizado tenía de sí mismo y jamás se ha recobrado por completo de sus efectos. Sólo poco a poco vamos comprendiendo qué nos ocurrió hace apenas un siglo.
La economía liberal, esa reacción inicial del hombre a su enfrentamiento con la máquina, fue una ruptura violenta con las condiciones precedentes. Comenzó una reacción en cadena, aquellos que antes no eran más que mercados aislados se transformaron en un sistema de mercados autorregulados. Y con la nueva economía, nació una nueva sociedad. El paso esencial fue el siguiente: el trabajo y la tierra fueron transformados en mercancías, es decir, fueron tratados como si hubiesen sido producidos para ser vendidos. Es obvio que no eran mercancías porque no habían sido totalmente producidos (como la tierra) o, en el caso contrario, no habían sido producidos para ser vendidos (como el trabajo). No obstante, se trató de la ficción más eficaz jamás imaginada. Adquiriendo y vendiendo libremente el trabajo y la tierra, se logró aplicarles el mecanismo del mercado. Ahora había oferta y demanda de trabajo, oferta y demanda de tierra. En consecuencia, había un precio de mercado, llamado salario, para el uso de la fuerza de trabajo y un precio de mercado, llamado renta, para el uso de la tierra. El trabajo y la tierra tenían mercados propios, en forma análoga a las verdaderas mercancías, que se producían con su contribución. Se puede entender todo el alcance de ese paso si se recuerda que "trabajo" no es más que un sinónimo de "hombre" y "tierra" no es más que un sinónimo de "naturaleza". La ficción de la mercancía ha sometido el destino del hombre y de la naturaleza al juego de un autómata que se mueve por sus propias normas y se rige por sus propias leyes.
Hasta entonces jamás se había visto algo semejante. En el régimen mercantilista defendía abiertamente la creación de los mercados pero se operaba bajo el principio opuesto. El trabajo y la tierra no estaban sometidos al mercado, eran parte de la estructura orgánica de la sociedad. Allí donde la tierra era comerciable, por regla general las partes sólo determinaban el precio; allí donde el trabajo era objeto de contrato, la autoridad pública usualmente fijaba los salarios. La tierra estaba sujeta a las reglas consuetudinarias del feudo, del monasterio y de la aldea, así como a las limitaciones que el derecho común imponía al uso de bienes inmuebles; el trabajo estaba regulado por leyes contra la mendicidad y la vagancia, por estatutos de trabajadores y artesanos, por leyes de pobres, por edictos municipales y por corporaciones de oficios. En efecto, todas las sociedades conocidas por los antropólogos y por los historiadores restringían los mercados a las mercancías en sentido estricto.
La economía de mercado creó entonces un nuevo tipo de sociedad. El sistema económico o productivo quedó sometido a un mecanismo que operaba en forma autónoma. Un mecanismo institucional controlaba a los seres humanos en el desarrollo de sus actividades cotidianas, igual que a los recursos humanos. Este instrumento del bienestar material sólo era controlado por los incentivos del hambre y de la ganancia o, más precisamente, por el temor a carecer de los medios indispensables para la existencia y por las expectativas de beneficio. Mientras que todos aquellos que carecían de propiedad fueran obligados a vender su trabajo para satisfacer su necesidad de alimento, y mientras que todos aquellos que tenían propiedades fueran libres de comprar en los mercados más baratos y vender en los más caros, la ciega máquina seguiría arrojando cantidades siempre mayores de mercancías en beneficio de la raza humana. El temor de los trabajadores a la miseria y la avidez de los empleadores por lograr beneficios mantendrían en pie ese enorme aparato.
Este fue el origen de una "esfera económica" nítidamente delimitada de las demás instituciones de la sociedad. Puesto que ningún grupo humano puede sobrevivir sin un aparato productivo, su incorporación en una esfera distinta y separada llevó a que el "resto" de la sociedad dependiera de esta esfera. Esta zona autónoma era regulada por un mecanismo que controlaba su funcionamiento. Así, el mecanismo de mercado se volvió determinante para la vida del cuerpo social. No debe extrañar que la organización humana resultante fuese una sociedad "económica" hasta un punto jamás imaginado. Las "motivaciones económicas" reinaron soberanos en un mundo que les era propio, y los individuos se vieron obligados a aceptarlos para no ser abatidos por el monstruo del mercado. Esa conversión forzada a una concepción utilitarista deformó fatalmente la percepción que el hombre occidental tenía de sí mismo.
Este nuevo mundo de "motivaciones económicas" se basó en un engaño. En sí mismos, el hambre y la ganancia no son más "económicos" que el amor y el odio, que el orgullo o el prejuicio. Ninguna motivación económica es económica en sí misma. No existe una experiencia económica sui generis, en el sentido en que el hombre puede tener una experiencia religiosa, estética o sexual. Estas últimas crean motivaciones que usualmente suscitan experiencias análogas. Con respecto a la producción material, el término "motivación económica" carece de significado inmediato.
El factor económico, que está en la base de toda vida social, no genera ningún incentivo definido, como tampoco lo genera la ley igualmente universal de la gravitación. Si no comemos morimos, es cierto; también moriríamos si nos aplasta una roca. Pero los mordiscos del hambre no se traducen automáticamente en un incentivo para producir.
La producción no es un acto individual sino colectivo. El hecho de que un individuo tenga hambre no determina cómo actúa; presa de la desesperación, podría saquear o robar, pero es difícil calificar a estas actividades como productivas. Para el hombre, el animal político, todo está dado por las circunstancias sociales, no por las circunstancias naturales. Lo que en el siglo diecinueve llevó a concebir el hambre y la ganancia como "económicos" fue simplemente la organización de la producción en una economía de mercado.
El hambre y la ganancia están ligados a la producción por la exigencia de "obtener un ingreso". En efecto, para que en un sistema de este tipo el hombre mantenga su vida, está obligado a conseguir los bienes en el mercado con un ingresos derivados de la venta de otros bienes en el mercado. El nombre de estos ingresos -salario, renta, interésdifiere según lo que se venda: el uso de la fuerza de trabajo, de la tierra o del dinero; el ingreso que se denomina beneficio -la remuneración del empresario- proviene de la venta de bienes que obtienen un precio mayor que los bienes que sirven para producirlos. Por tanto, todos los ingresos provienen de las ventas, y todas las ventas contribuyen directa o indirectamente a la producción. Esta última, en realidad, es accidental con respecto a la obtención de ingresos. Cuando un individuo "obtiene un ingreso", contribuye automáticamente a la producción. Obviamente, el sistema sólo funciona cuando los individuos tienen un motivo para dedicarse a la actividad de obtener ingresos. Los impulsos del hambre y de la ganancia -por separado y en conjunto- le proporcionan este motivo. Estas dos motivaciones son, así, integradas al mecanismo de la producción y, en consecuencia, se consideran "económicas". La apariencia lleva a pensar que el hambre y la ganancia son los incentivos en que debe basarse cualquier sistema económico. Pero esto carece de todo fundamento. Cuando se recorre la historia de las sociedades humanas se constata que el hambre y la ganancia no se utilizan como incentivos para la producción y que, cuando lo son, están entrelazadas a otras fuertes motivaciones.
Aristóteles tenía razón: el hombre es un ser social, no un ser económico. Adquiere posesiones materiales no tanto para satisfacer su interés individual como para lograr reconocimiento, estatus y ventajas sociales. Valora la posesión de bienes en tanto medio para lograr esos fines. Sus incentivos tienen esa naturaleza "mixta" que asociamos al esfuerzo por lograr la aprobación social, las actividades productivas son accidentales con respecto a este fin. La economía del hombre, por regla general, está inmersa en sus relaciones sociales. El paso a una sociedad que estaba inmersa en el sistema económico constituyó una evolución completamente novedosa.
Comprendo que en este punto se deben presentar pruebas basadas en los hechos. En primer lugar, están los descubrimientos de las economías primitivas. Dos nombres sobresalen entre otros: Bronislaw Malinowski y Richard Thurnwald. Ellos y algunos otros investigadores revolucionaron nuestras concepciones en este campo y, con esto, fundaron una nueva disciplina. El mito del salvaje individualista fue derribado hace mucho tiempo. No existe ninguna prueba del egoísmo primitivo, ni de la apócrifa propensión al trueque, al intercambio o al comercio, ni tampoco de la tendencia a abastecerse a sí mismo. También quedó desacreditada la leyenda de la psicología comunista del salvaje, de su presunta indiferencia a sus intereses personales. (En esencia, el hombre ha sido idéntico en todas las épocas. Si se consideran sus instituciones no aisladamente sino en su interrelación, se constata que el hombre se comportaba en una forma completamente comprensible para nosotros). Lo que parecía "comunismo" era el hecho de que el sistema productivo o económico estaba organizado en tal forma que ningún individuo quedaba expuesto a la amenaza de la indigencia. Cada quien tenía asegurado su lugar alrededor de la lumbre y su cuota de recursos comunes, cualquiera que hubiese sido su contribución a la caza, al pastoreo, al cultivo de la tierra o a la horticultura. Veamos algunos ejemplos: en el sistema kraal del Kaffir, "la privación es imposible; quien necesita ayuda la recibe en forma automática" [Mair, L. P. An African People in the Twentieth Century]. Ningún kwakiutl "ha corrido jamás el riesgo de padecer hambre" [Loeb, E. M. The Distribution and Function of Money in Early Society].
"En las sociedades que viven al margen de la subsistencia no existe el hambre" [Herskovits, J. M. The Economic Life of Primitive Peoples]. En efecto, el individuo no corre el riesgo de padecer hambre, excepto cuando la comunidad en su conjunto se encuentra en esa situación. Esta ausencia de miseria individual en la sociedad primitiva en cierto sentido la hace más humana y, al mismo tiempo, menos "económica" que la del siglo diecinueve.
Esto es válido también para el incentivo de la ganancia individual. Nos apoyaremos en otras citas: "El rasgo característico de las economías primitivas es la ausencia de cualquier deseo de obtener beneficios en la producción y en el intercambio" [Thurnwald, Economics in Primitive Communities]. "La ganancia, que en las comunidades más civilizadas constituye a menudo el estímulo para el trabajo, jamás es un estímulo para el trabajo en las condiciones indígenas originales" [Malinowski, Los argonautas del Pacífico Occidental]. Si los llamados móviles económicos fuesen connaturales al hombre, deberíamos considerar totalmente innaturales a todas las sociedad primitivas.
En segundo lugar, desde esta perspectiva no hay ninguna diferencia entre la sociedad primitiva y la civilizada. Tomemos la antigua ciudad estado, el imperio despótico, el feudalismo, la vida urbana del siglo trece, el régimen mercantil del siglo catorce o el sistema reglamentista del siglo dieciocho: constataremos invariablemente que el sistema económico se funde con el social. Los incentivos provienen de causas diversas: la costumbre y la tradición, los deberes públicos y los compromisos privados, los preceptos religiosos y la obediencia política, las obligaciones jurídicas y los reglamentos administrativos establecidos por el príncipe, por la autoridad municipal o por la corporación de oficios. El rango y el estatus, la coacción de la ley y la amenaza del castigo, el elogio público y la reputación privada sí hacen que el individuo contribuya a la producción. El temor a la privación o el amor al beneficio no necesariamente están ausentes. Los mercados aparecen en todo tipo de sociedad humana y la figura del mercader es familiar a muchas civilizaciones. Pero los mercados aislados no se sueldan en un sistema económico. La ganancia motivaba a los mercaderes, como el valor a los caballeros, la piedad a los sacerdotes y el amor propio a los artesanos. La idea de universalizar el móvil de la ganancia jamás pasó por la cabeza de nuestros antepasados.
Antes del segundo cuarto del siglo diecinueve, los mercados jamás fueron más que un elemento subordinado de la sociedad.
En tercer lugar, vemos la perturbadora rapidez de la transformación. El predominio de los mercados se manifestó no en el plano de la cantidad sino en el de la calidad. Los mercados que permitían que los núcleos de la economía familiar -de otra parte autosuficientes- vendieran sus excedentes no orientaban la producción ni proporcionaban un beneficio al productor.1 La economía de mercado es el único caso en que todos los ingresos provienen de las ventas y las mercancías se obtienen exclusivamente mediante la compra. En Inglaterra surgió un mercado libre de trabajo sólo apenas hace un siglo. La célebre reforma de la Ley de Pobres (1834) abolió las disposiciones sumarias que los gobiernos patriarcales habían establecido en favor de los pobres. Los hospicios para los pobres fueron transformados de refugios para los indigentes en lugares de infamia y de tortura psicológica, peores incluso que el hambre y la miseria. A los pobres sólo les quedaba una alternativa: la indigencia o el trabajo. Así fue como se creó un mercado nacional competitivo para la mano de obra. Un decenio después, la Bank Act (1844) estableció el principio del sistema monetario basado en el oro, la creación de moneda fue substraída al gobierno sin tener en cuenta las repercusiones sobre el nivel de empleo. Simultáneamente, las reforma de las leyes de tierras movilizó a los propietarios y la revocatoria de las leyes sobre cereales (1846) creó un pool mundial del grano, que dejó a los cultivadores del continente, privados de protección, en manos del mercado. Así fueron establecidos los tres dogmas del liberalismo económico, principio organizador de la economía de mercado: el trabajo debía encontrar su propio precio en el mercado; el dinero debía ser proporcionado por un mecanismo autorregulado; las mercancías debían ser libres para circular de un país a otro sin tener en cuenta las consecuencias; en suma, el mercado de trabajo, el patrón oro y el libre cambio. Se indujo un proceso que se autoalimentaba, por efecto del cuál la inocua estructura de mercado se expandió hasta convertirse en una monstruosidad desde el punto de vista sociológico.
Estos hechos esbozan brevemente la genealogía de una sociedad "económica". En tales condiciones, el mundo humano parece estar determinado por motivaciones "económicas". Es fácil comprender el porqué. Se toma una motivación cualquiera y la producción se organiza de tal modo que esta motivación es el incentivo individual para producir; se obtendrá un cuadro del hombre completamente absorbido por esta motivación particular. Supongamos que la motivación sea religiosa, política o estética; supongamos que sea el orgullo, el prejuicio, el amor o la envidia; y el hombre parecerá ser esencialmente religioso, político, estético, orgulloso, prejuiciado, lleno de amor o repleto de envidia. Cualquier motivación diferente, por el contrario, parecerá remota y abstracta, puesto que no jugará ningún papel en la actividad productiva. La motivación particular que se escogió de antemano representará al hombre "real".
En la realidad, sin embargo, los seres humanos trabajarán por las razones más diversas, siempre que las cosas se dispongan del modo apropiado. Los monjes comerciaban por razones ligadas a la religión y los monasterios se convirtieron en los principales centros comerciales europeos. El comercio kula de las islas Trobriand, una de las más complicadas formas de trueque que se conozcan, es ante todo una ocupación estética.
La economía feudal se regía por criterios consuetudinarios. Parece que en los kwakiutl, el objetivo principal de la industria es respetar las cuestiones de honor. Bajo el despotismo mercantil, la industria se ponía a menudo al servicio del poder y de la gloria.
En consecuencia, tendemos a pensar que los monjes o los vasallos, los habitantes de la Melanesia Occidental, los kwakiutl o los estadistas del siglo diecisiete eran motivados por la religión, por la estética, por la costumbre, por el honor o por la política.
En el régimen capitalista, todo individuo debe obtener un ingreso. Si es un trabajador, debe vender su trabajo a los precios corrientes; si es un propietario, debe obtener el máximo beneficio posible, pues su posición social depende de su nivel de ingresos. El hambre y la ganancia -así sea como meros formalismos- impulsan a los individuos a arar y a sembrar, a hilar y a tejer, a extraer carbón de las minas y a pilotear aviones. Por lo tanto, los miembros de dicha sociedad creen estar dirigidos por estas dos motivaciones.
En realidad, el hombre jamás fue tan egoísta como querría esta teoría; aunque el mecanismo de mercado haya traído a escena su dependencia de los bienes materiales, sus móviles "económicos" jamás han constituido su único incentivo para trabajar. Los economistas y los moralistas utilitaristas lo han exhortado en vano a eliminar de sus asuntos toda motivación distinta de las "materiales". Pero una observación más atenta revela que el hombre actúa por motivaciones "mixtas", sin excluir las que tienen que ver con el deber para consigo mismo y con los otros, y quizá también disfrutando secretamente del trabajo.
A pesar de ello, nos ocupamos no de las motivaciones efectivas sino de las motivaciones supuestas, no de la psicología sino de la ideología de la actividad económica. Las concepciones de la naturaleza humana se basan en las últimas, no en las primeras. En efecto, tan pronto como la sociedad espera un comportamiento específico de sus miembros y las instituciones prevalecientes son más o menos capaces de imponer ese comportamiento, las opiniones sobre la naturaleza humana tenderán a hipostasiar ese ideal, se asemeje o no a la realidad. Por ello, el hambre y la ganancia se definieron como motivaciones económicas y se supuso que estimulaban la actividad humana en la vida cotidiana, mientras que las demás se consideraron etéreas y desligadas de la base material de la existencia. El honor o el orgullo, los deberes cívicos y las obligaciones morales, el respeto a sí mismo y el sentido del pudor se juzgaron irrelevantes para la producción y, significativamente, se los tachó de "idealistas". Se pensó entonces que el hombre está constituido por dos componentes, uno afín al hambre y a la ganancia; el otro, al honor y al poder. Uno "material", el otro "ideal"; uno "económico", el otro "no económico"; uno "racional", el otro "no racional". Los utilitaristas llegaron incluso al punto de hacer coincidir los dos conjuntos de términos, confiriendo así a la parte económica de la naturaleza humana el sello de la racionalidad. Por esto, quien se rehusara a imaginar que tan sólo actuaba para obtener un ingreso era considerado inmoral y también loco.
EL DETERMINISMO ECONÓMICO
Además, el mecanismo de mercado indujo erróneamente a creer que el determinismo económico es una ley general válida para todas las sociedades humanas. Naturalmente, en una economía de mercado esta ley es válida. En efecto, aquí el funcionamiento del mercado no sólo influye sobre el resto de la sociedad sino que lo determina; como en un triángulo, los lados no sólo influyen sobre los ángulos sino que los determinan.
Consideremos la estratificación de clases. La oferta y la demanda en el mercado de trabajo eran respectivamente idénticas a las clases de los trabajadores y de los empleadores. Las clases sociales de los capitalistas, de los propietarios de tierras, de los arrendatarios, de los intermediarios, de los mercaderes, de los profesionales, y así sucesivamente, estaban delimitadas por los mercados de la tierra, del dinero, del capital y de sus usos, o por los mercados de los diferentes servicios. El ingreso de estas clases sociales era fijado por el mercado; su rango y posición, por su ingreso. Se trató de una alteración total de la práctica secular. En la famosa frase de Maine, el "contrato" sustituyó al "estatus" o, según la expresión que prefería Tönnies, la "sociedad" remplazó a la "comunidad"; o, en los términos de este escrito, en vez de que el sistema económico esté incorporado en las relaciones sociales, son éstas las que ahora están incorporadas en el sistema económico.
Mientras que las clases sociales eran determinadas directamente por el mercado, otras instituciones lo eran de modo indirecto. El Estado y el gobierno, el matrimonio y el sostenimiento de la progenie, la organización de la ciencia y de la enseñanza, de la religión y de las artes, la elección de profesión, las formas de convivencia, la configuración urbana, la misma estética de la vida privada, todo, debía adaptarse al esquema utilitarista o, al menos, no interferir con el mecanismo de mercado. Pero puesto que muy pocas actividades humanas pueden desarrollarse en el vacío, porque hasta el santo ermitaño tiene necesidad de su columna, el efecto indirecto del sistema de mercado terminó por determinar prácticamente la sociedad entera. Fue casi imposible evitar la conclusión errónea de que, así como el hombre "económico" era el hombre "real", así el sistema económico era "realmente" la sociedad.
No obstante, sería más justo afirmar que las instituciones humanas fundamentales reprueban las motivaciones aisladas. Así como el cuidado del individuo y de su familia usualmente no se basa en el impulso del hambre, la institución de la familia tampoco se basa en el impulso sexual. El sexo, como el hambre, es uno de los incentivos más poderosos cuando escapa al control de las demás motivaciones. Quizá esta sea la razón para que en el centro de la familia, en todas sus formas, jamás sea posible encontrar el instinto sexual, con su discontinuidad y sus caprichos, sino la combinación de una serie de motivaciones efectivas que impiden que el sexo destruya una institución de la que depende gran parte de la felicidad humana. El sexo en sí mismo jamás producirá nada mejor que un burdel y también en ese caso puede ser necesario recibir algún incentivo del mecanismo de mercado. Un sistema económico cuya motivación esencial efectivamente fuese el hambre sería tan perverso como un sistema familiar basado en el mero impulso sexual.
El intento de aplicar el determinismo económico a todas las sociedades humanas linda con la fantasía. Para el estudioso de la antropología social nada es más obvio que la variedad de instituciones que resultan ser compatibles con medios de producción prácticamente idénticos. La creatividad institucional del hombre ha venido a menos sólo porque se ha permitido que el mercado triture el material humano reduciéndolo a la chata uniformidad de un paisaje lunar. No debe sorprender que la imaginación social del hombre muestre signos de estancamiento. Podría llegarse al punto de perder definitivamente la elasticidad, la riqueza y la fuerza imaginativa de la que estaba dotado en el estado salvaje.
Por más que proteste no podré evitar que sea tachado de "idealista". En efecto, parece que quien resta importancia a las motivaciones materiales debe confiar en la fortaleza de las motivaciones "ideales". Sin embargo, no podría incurrirse en un equívoco peor. No hay nada específicamente "material" en el hambre y en la ganancia. Por otra parte, el orgullo, el honor y el poder no son necesariamente motivaciones "más elevadas" que el hambre y la ganancia.
Afirmo que esa dicotomía es arbitraria. Utilicemos una vez más la analogía del sexo, donde podemos encontrar una distinción significativa entre motivaciones "superiores" y motivaciones "inferiores". No obstante, trátese del hambre o del sexo, es peligroso institucionalizar la separación entre componentes "materiales" e "ideales" del ser humano. Con respecto al sexo, esta verdad -tan importante para la integridad esencial del hombre- siempre se ha reconocido; es el fundamento de la institución del matrimonio. Si embargo, se ha negado en el campo igualmente importante de la economía. Este último campo ha sido "separado" de la sociedad, como el dominio exclusivo del hambre y de la ganancia. Nuestra dependencia animal del alimento ha sido despojada de cualquier oropel y se ha dado libre curso al temor desnudo del hambre.
Nuestro humillante servilismo hacia lo "material", que toda cultura humana ha intentado mitigar, deliberadamente se hizo más severo. Esta es la raíz de aquella "enfermedad de la sociedad adquisitiva" contra la que Tawney nos ha puesto en guardia. Y el genio de Robert Owen dio lo mejor de sí cuando, hace un siglo, describió el móvil del beneficio como "un principio absolutamente desfavorable para la felicidad del individuo y de la colectividad".
LA REALIDAD DE LA SOCIEDAD
Soy favorable al retorno a esa unidad de motivaciones que deberían informar al hombre en su actividad cotidiana de productor, a la reabsorción del sistema económico en la sociedad, a la adaptación creativa de nuestros modos de vida al ambiente industrial.
En todos estos aspectos cae a pedazos la filosofía del laissez faire, con su corolario de la sociedad de mercado. Esta escinde la esencial unidad humana: en el hombre "real", inclinado a los valores materiales, y en su parte "ideal", algo mejor. Paraliza nuestra imaginación social reforzando más o menos inconscientemente el prejuicio del determinismo económico. Fue útil en la fase de la civilización industrial que pertenece a nuestro pasado: a costa de empobrecer al individuo, enriqueció a la sociedad. Hoy debemos afrontar la tarea fundamental de restituir la plenitud de la vida a la persona, aunque esto signifique una sociedad menos eficiente desde el punto de vista tecnológico. En diversas formas algunos países rechazan el liberalismo clásico. Desde la derecha, desde la izquierda y desde el centro se exploran nuevos caminos. Los socialdemócratas ingleses, los seguidores del New Deal americano, igual que los fascistas y los contradictores americanos del New Deal, en sus diversas tendencias "empresariales", rechazan la utopía liberal. Y el actual alineamiento político, que induce a rechazar todo lo que es ruso, no debería hacernos perder de vista los resultados conseguidos por los rusos en la adaptación creativa a algunos aspectos fundamentales del ambiente industrial.
En un plano general, creo que la expectativa comunista de la "extinción del Estado" combina elementos del utopismo liberal con una indiferencia práctica por las libertades institucionales. Con respecto a la extinción del Estado, es imposible negar que la sociedad industrial es compleja, y ninguna sociedad compleja puede existir sin un poder central organizado. No obstante, repito, este hecho no justifica que los comunistas desdeñen la cuestión de las libertades institucionales concretas. La cuestión de la libertad individual debe afrontarse en este nivel de realismo. No es posible una sociedad humana en la que estén ausentes el poder y la coacción, tampoco un mundo en que la fuerza no tenga alguna función. La filosofía liberal, que prometía realizar estas expectativas intrínsecamente utópicas, dio una falsa orientación a nuestros ideales.
Pero en el sistema de mercado la sociedad en su conjunto permanecía invisible. Cada quien podía imaginar que no tenía responsabilidad por las acciones coactivas del Estado que él personalmente rechazaba o por las situaciones de desempleo y privación que no le producían una ventaja personal. Personalmente no estaba infectado por los males del poder y del valor económico. Podía negar de buena fe la realidad existente en nombre de su libertad imaginaria. En efecto, el poder y el valor económico son expresiones de la realidad social; ni el uno ni el otro son fruto de la volición humana y con respecto a estos la no cooperación es imposible. El poder tiene la función de asegurar el grado de consenso necesario para la supervivencia del grupo: como señaló David Hume, su origen en último análisis es la opinión y ¿quién carece de opiniones, sean del tipo que sean? En cualquier sociedad el valor económico garantiza la utilidad de los bienes producidos; es el sello impuesto por la división del trabajo. Se origina en las necesidades humanas y ¿cómo podría esperarse que no se prefiera una cosa a otra? Cualquier opinión o deseo, cualquiera que sea la sociedad en que vivamos, nos hará partícipes en la creación del poder y en la constitución del valor. No es concebible que tengamos la libertad de elegir un camino distinto. Un ideal que destierre de la sociedad al poder y a la coacción carece intrínsecamente de validez. Al ignorar este límite de los deseos humanos sensatos, la concepción de la sociedad basada en el mercado revela su inmadurez esencial.
LA LIBERTAD EN LA SOCIEDAD INDUSTRIAL
El colapso de la economía de mercado pone en peligro dos tipos de libertades: unas que son convenientes y otras que son dañinas.
Sería todo un logro que, junto con el mercado, desaparecieran la libertad de explotar a los semejantes, la libertad de realizar ganancias exorbitantes sin ofrecer servicios equivalentes a la comunidad, la libertad de impedir que las invenciones tecnológicas se usen en favor del público o la libertad de beneficiarse de las calamidades públicas manipulándolas secretamente para lucro privado. Pero la economía de mercado en que estas libertades han prosperado también ha producido libertades a las que atribuimos un valor elevado. En sí y por sí mismas apreciamos la libertad de conciencia, la libertad de palabra, la libertad de reunión, de asociación, de elegir el empleo. No obstante, en gran medida éstas son un subproducto de la misma economía que produjo aquellas libertades nocivas.
La existencia de una esfera económica separada de la sociedad ha creado, por decirlo así, una separación entre la política y la economía, entre el gobierno y la industria, cuya naturaleza es la de una tierra de nadie. Así como la división de la soberanía entre el papa y el emperador llevó a que los principios medievales consintieran una libertad que a veces desembocaba en la anarquía, así la división de la soberanía entre el gobierno y la industria en el siglo diecinueve consintió también que los pobres gozaran de libertades que compensaban su estatus miserable; y éste es el fundamento del actual escepticismo sobre las posibilidades futuras de la libertad. Hay quienes afirman, como Hayek, que así como las instituciones libres fueron producidas por la economía de mercado, éstas serán sustituidas por la esclavitud una vez desaparezca este sistema económico. Otros, como Burnham, plantean la inevitabilidad de una nueva forma de esclavitud, denominada "gobierno de los directores".
Argumentos semejantes sólo demuestran hasta qué punto está vivo el prejuicio economicista. En efecto, como hemos visto, este prejuicio no es más que otra expresión para designar al sistema de mercado. Es ilógico deducir los efectos de su desaparición de la fuerza de una necesidad económica derivada de su existencia y, ciertamente, es contrario a la experiencia anglosajona. Ni los sindicatos ni el reclutamiento obligatorio destruyeron las libertades esenciales del pueblo americano, como puede atestiguar cualquier que haya vivido allí entre 1940 y 1943. Durante la guerra, la Gran Bretaña introdujo una planeación económica integral y eliminó la separación entre gobierno e industria de la que surgió la libertad del siglo diecinueve; no obstante, las libertades públicas nunca se preservaron tanto como en el momento culminante de esa crítica situación. En verdad, tendremos toda la libertad que deseemos crear y proteger. En la sociedad humana no hay un determinante único. Las garantías institucionales de la libertad personal son compatibles con cualquier sistema económico. Sólo en la sociedad de mercado el mecanismo económico configuró las leyes.
Lo que para nuestra generación aparece como el problema del capitalismo es en realidad el problema más amplio de una civilización industrial. El partidario de la economía liberal no ve este hecho. Al defender el capitalismo como sistema económico, ignora el desafío de la era de la máquina. No obstante, los peligros que hoy estremecen a los más valientes trascienden la economía. Las idílicas preocupaciones causadas por la explosión del fenómeno de los monopolios y de la taylorización han sido superadas por Hiroshima. La barbarización científica nos acecha. Los alemanes intentaron diseñar un sistema para volver mortíferos a los rayos solares. En la práctica, nosotros fuimos los que desencadenaron una explosión de rayos mortales que oscurecieron el sol. Y eso que los alemanes profesaban una filosofía perversa, mientras que nosotros defendíamos una filosofía humana. Es aquí donde deberíamos ver los síntoma del peligro que nos acecha.
Se pueden identificar dos tendencias entre quienes son conscientes de la dimensión del problema en los Estados Unidos. Unos creen en las elites y en las aristocracias, en el directorio y en la gran empresa; opinan que la sociedad en su conjunto debería adaptarse más estrechamente al sistema económico, el cual querrían conservar sin alteraciones. Este es el ideal del Nuevo Mundo Feliz, donde el individuo está condicionado para sostener un orden diseñado para él por quienes son más sabios que él.
Otros, por el contrario, piensan que en una sociedad verdaderamente democrática el problema de la industria debería resolverse mediante la intervención organizada de los mismos productores y consumidores. En efecto, esta acción consciente y responsable es una de las formas como la libertad se concreta en una sociedad compleja. Pero, como sugiere este artículo, un intento de esa clase no puede tener éxito si no se enmarca dentro de una concepción más compleja e integral del hombre y de la sociedad, muy diferente de la que heredamos de la economía de mercado.
1) Sobre el funcionamiento de estos mercados periféricos en Africa, ver Bohannan, P. y Dalton, G. "Introducción", Markets in Africa, Nueva York 1965.