El moderno Populismo tiene una fecha de nacimiento: 1895. Es el año en que Gustave Le Bon publica La psicología de las masas y los hermanos Lumiére muestran al público los primeros filmes. Ante las tentativas de los nuevos “bárbaros”, de las muchedumbres ignorantes y violentas, de las ligas y partidos socialistas, y frente a la incapacidad de las élites liberales de poner freno a su ruinosa decadencia, Le Bon sugiere un modelo de política centrado en la figura del menuer de foules. Algunas décadas luego, la expresión será rentable en varias lenguas con los términos Duce, Furher, Caudillo, Conductor, etc. No obstante, si bien Mussolini alardeaba de haber leído varias veces su obra, no se puede reducir a Le Bon a un simple precursor del fascismo. También el presidente de los Estados Unidos, Theodoro Roosevelt, la admiraba. En la base de la teoría de Le Bon está la convicción de que, en los estados modernos, la inmensa mayoría de los hombres es incapaz de dirigir autónomamente su propia vida. En efecto, una vez resquebrajada la fe en los dogmas de la Iglesia y el Estado, ninguna autoridad logra ya imponerse y ningún razonamiento personal tiene por sí sólo la fuerza de orientar el pensamiento y las acciones. El meneur des foules debe pues restaurar artificialmente la capacidad de las masas de creer en una autoridad indiscutible, que se vuelva a ellas con discursos que sean el eco reforzado de la vox populi, la traducción eficaz de lo que cada uno quiere oír. A tal objeto, construye mitos inverificables, inventa slogan, se hace escribir artículos y libros y deja que le levanten estatuas para consolidar la fe en su fuerza e infalibilidad. Traslada así el eje de la política del parlamento y de la discusión pública hacia la plaza y el monólogo.
EL ARTE SUTIL DE AGITAR A LAS MASAS
La figura del político que se sirve de la persuasión racional para alcanzar sus fines remite a aquella del artista que plasma un material humano a su imagen y semejanza, o al hipnotizador capaz de someter a los despiertos a un sueño común, insertando sus emociones e ideas dentro del esquema, propio de las ideologías dominantes, de una lógica de lo inverosímil y de lo irreal que sustituye la lógica de la realidad misma. Ayudado por un tropel de expertos (o lo que es lo mismo, por un Ministerio de Propaganda), el demagogo, agitador de masas, se transforma en psicagogo, particularmente hábil para penetrar el alma y las motivaciones del “pueblo” a fin de convertirlo en una comparsa que se cree protagonista. ¿Cómo es el populismo hoy?
Para comprenderlo, es necesario partir de un evento del cual ya casi no nos acordamos. De la caída del muro del Berlín se ha hablado mucho; poco o nada de la caída de las paredes domésticas, erigidas por la televisión, que ha hecho entrar la política en casa resquebranjando aquel diafragma que –real y simbólicamente– separaba el espacio público del privado. El umbral de la casa no constituye ya una frontera infranqueable entre dos mundos separados, límite ante el cual se detenía hasta el poder absoluto del soberano de Hobbes. Se produce una nueva forma de politización, que involucra progresivamente figuras por tradición más ligadas a la dimensión cóncava de la familia que a la dimensión conversa de la política. A través de la radio los “regímenes totalitarios de masa” –como ocurrió en Italia con el fascismo- habían ya comenzado a “desanidar” a las mujeres, los niños y a ciertas capas que nunca se interesaron por la vida pública, transformándolos en “amos rurales”, “jóvenes italianos”, “hijos de la loba” o “balilla”.
Ahora tales metamorfosis tienen lugar de un modo más eficaz pero menos visible, por medio de la televisión, que genera un consenso “forzado”, no porque sea arrancado con la violencia, sino mediante una cierta presión mantenida, al modo en que se induce a las hortalizas a un crecimiento acelerado en las huertas. Tal experimento, en el cual el consenso viene populísticamente drogado, lo representa hoy la casa. De manera que los niños, los ancianos, y la clase “abuelas, madres y tías” son los más expuestos a los efectos de la televisión, aunque, obviamente, no sólo ellas. Constituyen no solamente una reserva de votos sino también la punta emergente de una numerosa cantidad de cuidadanos que a menudo han perdido aquella relación doméstica, interpersonal y política, a la cual una vez se enlazaba la existencia individual: la familia extensa, donde varias generaciones convivían bajo el mismo techo, la comunidad de vecinos o de fábricas, las reuniones en parroquias, los encuentros en las casas del pueblo o en las secciones del partido. Se trata de sujetos que no tienen, por lo general, una relación con la política militante, que absorben o valoran la vida política sobre todo a través de las imágenes y discursos de la televisión. Y se trata, por lo general, de una política de participación a bajo costo que se puede elaborar en butacas y que no requiere de fatigosas reuniones, desfiles y mítines. Decenas de millones de ciudadanos adultos y activos, hombres y mujeres, resultan igualmente atrapados por una política domesticada, en el doble sentido de una política introducida en la casa y de una política adaptada al estilo y a la modalidad de las conductas, expectativas, miedos y litigios domésticos. Por esto los protagonistas de la lucha política se encargan de la valencia (de simpatía o de antipatía, de afición pro y contra) que circunda a los distintos héroes de la pantalla, desde los conductores de talk shows y de adivinanzas a los actores del cine y los personajes de las telenovelas. ¿Debemos hipotetizar que tales formas de populismo evolucionan hacia eventuales regímenes videocráticos sofl? Si bien las democracias están dotadas de robustos anticuerpos, un riesgo remoto no es de excluir. El poder asumido por la televisión es, sin embargo, más el efecto de un malestar social que una causa de peligro. La democracia parece, en efecto, siempre más amenazada por la escasez de recursos de redistribución, sean lo mismo materiales que simbólicos. Su agotamiento –en un horizonte de expectativas sociales decreciente– resulta frenado por un pathos hipercompensativo de participación mimética respecto a la vida pública, de una inflación de escenificaciones, psicodramas y mensajes políticos sobre las reglas.
Arriesgaría por tanto la hipótesis según la cual los elementos espectaculares tienden, en este caso, a crecer en proporción directa al aumento de las dificultades a superar. Por ello los ingredientes de teatralidad, puramente emotivos, pueden ser considerados en parte como sustitutos de acciones eficaces y, en parte, como ceremoniales públicos propiciatorios. Cierto, ninguna política se reduce a teatralidad, en tanto no se la logra convertir en menos. El populismo es nefasto justo porque la política de uso externo prevalece sobre la solución enérgica de los problemas. Pero ¿qué político está dispuesto a prescindir de un consenso de tan fácil adquisición?