A diferencia de los capítulos precedentes, éste es, y quiere serlo, una toma de posición normativa basada en la convicción de que, del conocimiento de la lógica del funcionamiento de los campos de producción cultural, es posible extraer un programa realista para una acción colectiva de los intelectuales.
Semejante programa se impone con particular urgencia en estos tiempos de restauración: bajo el efecto de todo un conjunto de factores convergentes, las mäs preciosas conquistas colectivas de los intelectuales, empezando por las disposiciones críticas que eran a la vez el producto y la garantía de su autonomía, se ven amenazadas. Está de moda proclamar por todas partes, con mucha bulla, la muerte de los intelectuales, es decir, el fin de uno de los últimos contrapoderes críticos capaces de oponerse a las fuerzas del orden económico y político. Y los profetas que anuncian la desgracia son reclutados, evidentemente, entre los que sólo ganarían con esa desaparición: esos plumíferos a los que «su impaciencia por verse impresos, interpretados, conocidos, ensalzados», como decía Flaubert, los empuja a toda clase de transacciones con los poderes del momento — periodísticos, económicos o políticos—, quisieran desembarazarse de los que se obstinan en defender o en encarnar las virtudes y los valores amenazados, pero todavía amenazantes para su inexistencia. Resulta significativo que uno de los más representativos de esos «filósofos periodistas», como los llamaba Wittgenstein, haya incriminado expresamente a Baudelaire, antes de hacer, para la televisión, una historia de los intelectuales en la cual —a la manera de aquel personaje de Walter de la Mare que sólo veía la parte inferior del mundo, los rodapiés, los pies, los zapatos— él refiere de esa inmensa aventura sólo lo que él puede aprovechar de ella, las cobardías, las traiciones, las bajezas, las mezquindades.
Me dirijo aquí a todos los que conciben la cultura no como un patrimonio, cultura muerta a la que se le rinde el culto obligado de una piedad ritual, ni como un instrumento de dominación y de distinción, cultura bastión y Bastilla, que se les opone a los Bárbaros de adentro y de afuera —a menudo los mismos, hoy día, para los nuevos defensores del Occidente— , sino como instrumento de libertad que supone la libertad, como modus operandi que permite la superación permanente del opus operatum, de la cultura cosa, y cerrada [chose, et close]. Ésos me concederán, espero, el derecho que me concedo aquí de apelar a esa encarnación moderna del
poder crítico de los intelectuales que podría ser un intelectual colectivo capaz de pronunciar un discurso de libertad, que no conozca ningún otro límite que las constricciones y los controles que cada artista, cada escritor y cada científico, armado de todo el saber adquirido por sus predecesores, haga pesar sobre sí mismo y sobre todos los otros.
El intelectual es un ser paradójico, que sólo puede ser concebido como tal cuando se lo aprehende a través de la alternativa obligada de la autonomía y el compromiso [engagement], de la cultura pura y la política. Y es así porque él se ha constituido, históricamente, en y por la superación de esa oposición: los escritores, los artistas y los científicos se afirmaron por primera vez como intelectuales cuando, en el momento del caso Dreyfus, intervinieron en la vida política en calidad de tales, es decir, con una autoridad específica basada en la pertenencia al mundo relativamente autónomo del arte, de la ciencia y de la literatura, y en todos los valores asociados a esa autonomía —desinterés, competencia, etc.
El intelectual es un personaje bidimensional que sólo existe y subsiste como tal si (y solamente si) es investido de una autoridad específica, conferida por un mundo intelectual autónomo (es decir, independiente de los poderes religiosos, políticos, económicos) cuyas leyes específicas él respeta, y si (y solamente si) implica esa autoridad específica en luchas políticas.
Lejos de existir, como se cree comúnmente, una antinomia entre la búsqueda de la autonomía (que caracteriza al arte, la ciencia o la literatura calificados de «puros») y la búsqueda de la eficacia política, es aumentando su autonomía (y con ello, entre otras cosas, su libertad de crítica con respecto de los poderes) como los intelectuales pueden aumentar la eficacia de una acción política cuyos fines y medios hallan su principio en la lógica específica de los campos de producción cultural.
Es preciso y suficiente repudiar la vieja alternativa entre el arte puro y el arte comprometido que todos tenemos en la mente, y que resurge periódicamente en los debates literarios, para estar en condiciones de definir lo que podrían ser las grandes orientaciones de una acción colectiva de los intelectuales. Pero esa especie de expulsión de las formas de pensamiento que nos aplicamos a nosotros mismos cuando nos tomamos por objeto de pensamiento es tremendamente difícil. Es por eso que, antes de enunciar esas orientaciones y para poder hacerlo, hay que tratar de explicitar tan completamente como sea posible el inconsciente que la historia misma cuyo producto son los intelectuales ha depositado en cada intelectual. Contra la amnesia de la génesis, que está en el principio de todas las formas de la ilusión trascendental, no hay antídoto más eficaz que la reconstrucción de la historia olvidada o censurada [refoulée] que se perpetúa en esas formas de pensamiento aparentemente ahistóricas que estructuran nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.
Historia extraordinariamente repetitiva, porque el cambio constante reviste en ella la forma de un movimiento de péndulo entre las dos actitudes posibles hacia la política, el compromiso y el alejamiento (eso al menos hasta la superación de la oposición con Zola y los partidarios de Dreyfus).
El «compromiso» de los «filósofos» que Voltaire, en el artículo del Dictionnaire philosophique titulado «El hombre de letras», opone, en 1765, al oscurantismo escolástico de las universidades decadentes y de las Academias, «donde se dicen las cosas a medias», halla su prolongación en la participación de los «hombres de letras» en la Revolución Francesa — aunque, como ha mostrado Robert Darnton, la «bohemia literaria» aproveche en los «desórdenes» revolucionarios la ocasión de una revancha contra los más consagrados continuadores de los «filósofos». En el período de restauración postrevolucionaria, los «hombres de letras», por ser considerados responsables no sólo del movimiento de las ideas revolucionarias —a través del papel de opinion makers que les había conferido la multiplicación de los periódicos en la primera fase de la Revolución—, sino también de los excesos del Terror, son rodeados de desconfianza, y hasta de desprecio, por la joven generación de los años 1820 —y muy especialmente por los románticos que, en la primera fase del movimiento, recusan y rechazan la pretensión del «filósofo» de intervenir en la vida política y de proponer una visión racional del devenir histórico. Pero, hallándose amenazada la autonomía del campo intelectual por la política reaccionaria de la Restauración, los poetas románticos, que se habían visto llevados a afirmar su deseo de autonomía en una rehabilitación de la sensibilidad y el sentimiento religiosos contra la Razón y la crítica de los dogmas, no tardan en reivindicar, como Michelet y Saint-Simon, la libertad para el escritor y el científico y en asumir, de hecho, la función profética que era la del filósofo del siglo XVIII.
Pero, nuevo movimiento de péndulo, el romanticismo populista que parece haberse apoderado de la casi totalidad de los escritores en el período que precede a la revolución de 1848 no sobrevive al fracaso del movimiento y a la instauración del Segundo Imperio: el derrumbe de las ilusiones, que llamaré a propósito cuarentiocheras (para evocar la analogía con las ilusiones sesentiocheras [soixante-huitardes] cuyo desplome todavía obsesiona a nuestro presente), conduce a ese extraordinario desencanto, tan vigorosamente evocado por Flaubert en La educación sentimental, que proporciona un terreno favorable a una nueva afirmación de la autonomía, radicalmente elitista esta vez, de los intelectuales. Los defensores del arte por el arte, como Flaubert o Théophile Gautier, afirman la autonomía del artista oponiéndose tanto al «arte social» y a la «bohemia literaria» como al arte burgués, subordinado en materia de arte, y también de arte de vivir, a las normas de la clientela burguesa. Se oponen a ese nuevo poder naciente que es la industria cultural rechazando los yugos de la «literatura industrial» (salvo a título de sustituto alimentario de la renta, como en Gautier o Nerval). No admitiendo otro juicio que el de sus iguales, afirman el cierre del campo literario sobre sí mismo, pero también la renuncia del escritor a salir de su torre de marfil para ejercer cualquier forma de poder (rompiendo en eso con el poeta vates à la Hugo o el científico profeta à la Michelet).
Por una aparente paradoja, sólo al final del siglo, en el momento en que el campo literario, el campo artístico y el campo científico alcanzan la autonomía, es que los agentes más autónomos de esos campos autónomos pueden intervenir en el campo político en calidad de intelectuales —y no en calidad de productores culturales convertidos en hombres políticos, a la manera de Guizot o de Lamartine—, es decir, con una autoridad basada en la autonomía del campo y todos los valores que a él se asocian —pureza ética, competencia específica, etc. Concretamente, la autoridad propiamente artística o científica se afirma en actos políticos como el «Yo acuso » de Zola y las peticiones destinadas a apoyarlo. Esas intervenciones de un nuevo tipo tienden a darles el más alto valor a las dos dimensiones constitutivas de la identidad del intelectual que se inventa a través de ellas, la «pureza» y el «compromiso», dando nacimiento a una política de la pureza que es la antítesis perfecta de la razón de Estado. Ellas implican, en efecto, la afirmación del derecho de transgredir los valores más sagrados de la colectividad —los del patriotismo, por ejemplo, con el apoyo dado al artículo difamatorio de Zola contra el ejército o, mucho más tarde, durante la guerra de Argelia, el llamado a apoyar al enemigo—, en nombre de los valores que trascienden los del Estado [cité] o, si se prefiere, en nombre de una forma particular de universalismo ético y científico que puede servir de fundamento no sólo a una especie de magisterio moral, sino también a una movilización colectiva para un combate destinado a promover esos valores.
Habría bastado con añadirle a esa rápida evocación de las grandes etapas de la génesis de la figura del intelectual algunas indicaciones sobre la política cultural de la República de 1848 o la de la Comuna para tener un cuadro casi completo de las relaciones posibles entre los productores culturales y los poderes tal como podemos observarlas, sea en la historia de un solo país, sea en el espacio político actual de los Estados europeos. La historia aporta una enseñanza importante: estamos en un juego en el que todas las jugadas que se hacen hoy, aquí o allá, ya han sido hechas — desde el rechazo de lo político y el regreso a lo religioso hasta la resistencia a la acción de un poder político hostil a las cosas intelectuales, pasando por la rebelión contra la dominación de lo que algunos llaman hoy los media o el abandono desilusionado de las utopías revolucionarias.
Pero el hecho de hallarse así en un «final de partida» no conduce necesariamente al desencanto. Está claro, en efecto, que el intelectual (o, mejor dicho, los campos autónomos que lo hacen posible) no se instituyó de una vez por todas y para siempre con Zola y que los poseedores de capital cultural siempre pueden sufrir una «regresión», al término de una descomposición de esa especie de combinación inestable que define al intelectual, hacia una u otra de las posiciones aparentemente excluyentes, es decir, hacia el papel del escritor, del artista o del científico «puros» o hacia el papel de actor político —periodista, hombre político, experto. Además, contrariamente a lo que podría hacer creer la visión ingenuamente hegeliana de la historia intelectual, la reivindicación de la autonomía que está inscrita en la existencia misma de un campo de producción cultural debe tener en cuenta obstáculos y poderes incesantemente renovados, trátese de los poderes externos, como los de la Iglesia, del Estado o de las grandes empresas económicas, o de los poderes internos, y en particular los que da el control de los instrumentos de producción y de difusión específicos (prensa, edición, radio, televisión).
Ésa es una de las razones —con las diferencias según las historias nacionales— que hacen que las variaciones, según los países, del estado de las relaciones presentes y pasadas entre el campo intelectual y los poderes políticos oculten a la vista las invariantes, sin embargo más importantes, que son el fundamento real de la unidad posible de los intelectuales de todos los países. La misma intención de autonomía puede, en efecto, expresarse en tomas de posición opuestas (laicas en un caso, religiosas en otro) según la estructura y la historia de los poderes contra los cuales ella debe afirmarse. Los intelectuales de los diferentes países deben ser plenamente conscientes de ese mecanismo si quieren evitar dejarse dividir por oposiciones coyunturales y fenoménicas que tienen por principio el hecho de que la misma voluntad de emancipación choque contra obstáculos diferentes.
Yo podría tomar aquí el ejemplo de los filósofos franceses y los filósofos alemanes más relevantes que, por el hecho de que oponen el mismo afán de autonomía a tradiciones históricas opuestas, se oponen aparentemente en relaciones aparentemente invertidas con la verdad y con la razón.
Pero podría tomar asimismo el ejemplo de un problema como el de los sondeos de opinión, que algunos, en Occidente, pueden considerar como un instrumento particularmente sutil de dominación, mientras que puede parecerle a otros, en los países del Este de Europa, una conquista de la libertad.
Para comprender y dominar las oposiciones que pueden dividirlos, los intelectuales de los diferentes países europeos deben tener siempre en mente la estructura y la historia de los poderes contra los cuales deben afirmarse para existir como intelectuales; deben, por ejemplo, aprender a reconocer en las palabras de tal o cual de sus cofrades extranjeros (y, en particular, en lo que esas palabras pueden tener de desconcertante o de chocante) el efecto de la distancia histórica y geográfica respecto de experiencias de despotismo político como el nazismo o el stalinismo, o respecto de movimientos políticos ambiguos como las revueltas estudiantiles de 1968, o, en Por un corporativismo de lo universal el orden de los poderes internos, el efecto de la experiencia presente y pasada de mundos intelectuales muy desigualmente sometidos a la censura abierta o larvada de la política o de la economía, de la universidad o de la academia, etc.
Cuando hablamos en calidad de intelectuales, es decir, con la ambición de lo universal, es, en todo momento, el inconsciente histórico inscrito en la experiencia de un campo intelectual singular el que habla por nuestra boca. Creo que no tenemos ninguna posibilidad de llegar a una verdadera comunicación sino a condición de objetivar y dominar los inconscientes históricos que nos separan, es decir, las historias específicas de los universos intelectuales de los que nuestras categorías de percepción y de pensamiento son un producto.
Quiero pasar ahora a la exposición de las razones particulares que imponen hoy, con una urgencia especial, una movilización de los intelectuales y la creación de una verdadera Internacional de los intelectuales dedicada a defender la autonomía de los universos de producción cultural o, para parodiar un lenguaje hoy día poco apreciado, la propiedad de los productores culturales sobre sus instrumentos de producción y de circulación (por ende, de evaluación y de consagración). No creo someterme a una visión apocalíptica del estado del campo de producción cultural en los diferentes países europeos al decir que esta autonomía está muy amenazada o, para ser más preciso, que amenazas de una especie completamente nueva pesan hoy día sobre su funcionamiento; y que los artistas, los escritores y los científicos están excluidos de una manera cada vez más completa del debate p úblico, porque son menos propensos a intervenir en él y, a la vez, porque se les ofrece cada vez menos la posibilidad de intervenir eficazmente en él.
Las amenazas que gravitan sobre la autonomía resultan de la interpenetración cada vez mayor entre el mundo del arte y el mundo del dinero.
Pienso en las nuevas formas de mecenazgo, y en las nuevas alianzas que se instauran entre ciertas empresas económicas, a menudo las más modernistas —como, en Alemania, Daimler-Benz o los bancos—, y los productores culturales; pienso también en la apelación cada vez más frecuente de la investigación universitaria a patrocinadores o en la creación de centros de enseñanza directamente subordinados a la empresa (como, en Alemania, los Technologiezentren o, en Francia, las escuelas de comercio).
Pero la dominación o el imperio de la economía sobre la investigación artística o científica se ejerce también en el interior mismo del campo a Pierre Bourdieu través del control de los medios de producción y de difusión cultural, y hasta de las instancias de consagración. Los productores ligados a grandes burocracias culturales (periódicos, radio, televisión) se ven cada vez más forzados a aceptar y adoptar normas y obligaciones ligadas a las exigencias del mercado y, especialmente, a las presiones más o menos fuertes y directas de los anunciantes; y tienden más o menos inconscientemente a constituir en medida universal de la realización intelectual las formas de la actividad intelectual a las que sus condiciones de trabajo los condenan (pienso, por ejemplo, en el fast writing y el fast reading que son a menudo la ley de la producción y la crítica periodísticas). Podemos preguntarnos si la división en dos mercados, que es característica de los campos de producción cultural desde mediados del siglo XIX, con, de un lado, el campo restringido de los productores para productores, y, del otro, el campo de la gran producción y la «literatura industrial», no está amenazada de desaparición, al tender cada vez más la lógica de la producción comercial a imponerse a la producción de vanguardia (especialmente, en el caso de la literatura, a través de las constricciones que pesan sobre el mercado de los libros).Y habría que analizar las nuevas formas de dominación y de dependencia, como las que instaura el mecenazgo, y contra las cuales los «beneficiarios» no han desarrollado aún sistemas de defensa apropiados, por no haber tomado conciencia de todos los efectos de las mismas; habría que analizar también las constricciones que el mecenazgo de estado, aunque permita escapar aparentemente a las presiones directas del mercado, impone, sea a través del reconocimiento que él concede espontáneamente a los que lo reconocen porque tienen necesidad de él para obtener una forma de reconocimiento que no pueden conseguir con su obra misma, sea, más sutilmente, a través del mecanismo de las comisiones y de los comités, lugares de una cooptación negativa que desemboca con la mayor frecuencia en una verdadera standardización de la investigación, sea científica o artística.
La exclusión del debate público de los artistas, los escritores y los científicos es el resultado de la acción conjugada de varios factores: algunos dependen de la evolución interna de la producción cultural —como la especialización cada vez más avanzada que lleva a los investigadores a prohibirse las vastas ambiciones del intelectual a la antigua—, mientras que otros son el resultado de la dominación cada vez mayor de una tecnocracia que, con la complicidad a menudo inconsciente de los periodistas, atrapados también en el juego de sus competencias, pone a los ciudadanos de vacaciones favoreciendo la «irresponsabilidad organizada», según la expresión de Ulrich Beck, y que halla una complicidad inmediata en una
tecnocracia de la comunicación, cada vez más presente, a través de los
media, en el universo mismo de la producción cultural. Habría que desarrollar,
por ejemplo, el análisis de la producción y de la reproducción del
poder tecnocrático o, mejor dicho, epistemocrático, para comprender la
delegación casi incondicional, basada en la autoridad social de la institución
escolar, que la gran mayoría de los ciudadanos le concede, respecto de las
cuestiones más vitales, a la nobleza de Estado (y cuyo mejor ejemplo es la
confianza casi ilimitada de que disfrutan, especialmente en Francia, los que
han sido llamados los «nucleócratas»).
Teniendo tanto menos cosas que comunicar (de hecho y de derecho)
cuanto más amplio es su éxito, medido con arreglo a la amplitud del público
al cual se dirigen, los que controlan el acceso a los instrumentos de
comunicación tienden a instaurar el vacío de la monotonía mediática en el
centro del aparato de comunicación y a imponer cada vez más los problemas
superficiales y artificiales generados exclusivamente por la competencia
por el más vasto auditorio hasta en el campo político y los campos de
producción cultural. Las más profundas fuerzas de la inercia del mundo
social —por no hablar siquiera de las potencias económicas que, especialmente
a través de la publicidad, ejercen un dominio directo sobre la prensa
escrita y hablada— pueden así imponer una dominación tanto más invisible
cuanto que sólo se realiza a través de las complejas redes de dependencia
recíproca, a la manera de la censura que se ejerce a través de los
controles cruzados de la competencia y de los controles interiorizados de la
autocensura.
Esos nuevos maestros en pensar sin pensar monopolizan el debate público en detrimento de los profesionales de la política (parlamentarios, sindicalistas, etc.); y también de los intelectuales, que son sometidos, hasta en su universo propio, a especies de coerciones específicas, como las encuestas tendentes a producir clasificaciones manipuladas, o las listas de laureados que los periódicos publican en ocasión de los aniversarios, etc., o también las verdaderas campañas de prensa tendentes a desacreditar las producciones destinadas al mercado restringido (y de ciclo largo) en provecho de los productos de circulación amplia y de ciclo corto, que los nuevos productores lanzan al mercado.
Se ha podido demostrar que la manifestación política exitosa es la que ha llegado a hacerse visible en los periódicos y sobre todo en la televisión, y, por ende, a imponerles a los periodistas la idea de que es exitosa —al tiempo que las formas más sofisticadas de manifestación son concebidas y producidas, a veces con la ayuda de consejeros en comunicación, hacia y para los periodistas que deben rendir cuenta de ellas. De la misma manera, una parte cada vez más importante de la producción cultural —cuando no proviene de gente que, trabajando en los media, están seguros de tener el apoyo de los media— es definida en su fecha de aparición, su título, su formato, su volumen, su contenido y su estilo de manera que colme las expectativas de los periodistas que la harán existir hablando de ella.
No es de hoy el hecho de que existe una literatura comercial y de que las necesidades del comercio se imponen en el seno del campo cultural.
Pero la dominación de los poseedores del poder sobre los instrumentos de circulación —y de consagración—, sin duda, nunca ha sido tan amplia y tan profunda; y nunca tan confusa la frontera entre la obra de búsqueda y el best-seller. Esa confusión de las fronteras a la que los productores llamados «mediáticos» son espontáneamente propensos (como de ello testimonia el hecho de que las listas periodísticas de laureados yuxtaponen siempre los productores más autónomos y los más heterónomos) constituye, sin duda, la peor amenaza para la autonomía de la producción cultural.
El productor heterónomo, el que los italianos denominan de manera magnífica
tuttologo, es, sin duda, el caballo de Troya a través del cual todas las formas de dominación social —la del mercado, la de la moda, la del estado, la de la política, la del periodismo— llegan a ejercerse en el campo de producción cultural. La condena que se puede emitir contra esos doxósofos, como los llamaba Platón, está implicada en la idea de que la fuerza específica
del intelectual, incluso en política, sólo puede descansar en la autonomía que da la capacidad de responder a las exigencias internas del campo.
El zhdanovismo, que florece siempre entre los escritores o los artistas mediocres o fracasados, no es más que un testimonio, entre otros, de que la
heteronomía se realiza siempre en un determinado campo a través de los productores menos capaces de tener éxito según las normas que ese campo
impone.
El orden anárquico que reina en un campo intelectual que ha llegado a un alto grado de autonomía, siempre es frágil y está amenazado, en la medida en que constituye un desafío a las leyes del mundo económico habitual, y a las reglas del sentido común. Y no puede descansar sin peligro solamente en el heroísmo de unos cuantos. No es la virtud la que puede fundar un orden intelectual libre; es un orden intelectual libre el que puede fundar la virtud intelectual. La naturaleza paradójica, aparentemente contradictoria, del intelectual, hace que toda acción política tendente a reforzar la eficacia política de sus empresas esté condenada a darse consignas de apariencia contradictoria: de un lado, reforzar la autonomía, especialmente reforzando su tajante separación de los intelectuales heterónomos, y luchando para asegurarles a los productores culturales las condiciones económicas y sociales de la autonomía con respecto a todos los poderes, sin excluir el de las burocracias de Estado (y, ante todo, en materia de publicación y de evaluación de los productos de la actividad intelectual); de otro lado, arrancar a los productores culturales a la tentación de la torre de marfil, animándolos a luchar al menos para conseguir el poder sobre los instrumentos de producción y de consagración y a entrar en la vida del mundo para afirmar en ella los valores asociados a su autonomía.
Esa lucha debe ser colectiva, porque la eficacia de los poderes que se ejercen sobre ellos resulta, en gran parte, del hecho de que los intelectuales
los afrontan en formación dispersa, y en medio de la competencia. Y también
porque las tentativas de movilización siempre serán sospechosas, y estarán condenadas al fracaso, mientras se pueda sospechar que están puestas al servicio de las luchas por el liderazgo de un intelectual o de un grupo de intelectuales. Los productores culturales sólo hallarán en el mundo social el puesto que les corresponde si, sacrificando de una vez para siempre el mito del «intelectual orgánico», sin caer en la mitología complementaria, la del mandarín retirado de todo, aceptan trabajar colectivamente en defensa de sus intereses propios: lo que debería conducirlos a afirmarse como un poder internacional de crítica y de vigilancia, y hasta de proposición, frente a los tecnócratas, o, por una ambición a la vez más elevada y más realista — y, por ende, limitada a su esfera propia—, a implicarse en una acción racional de defensa de las condiciones económicas y sociales de la autonomía de esos universos sociales privilegiados donde se producen y se reproducen los instrumentos materiales e intelectuales de lo que llamamos la Razón. Esa Realpolitik de la razón estará, sin duda alguna, expuesta a la sospecha de corporativismo. Pero le corresponderá mostrar, mediante los fines al servicio de los cuales ella pondrá los medios, duramente conquistados, de su autonomía, que se trata de un corporativismo de lo universal.
Traducción del francés: Desiderio Navarro.