Europa no está destruida. Pero sí dañada en su funcionamiento y paralizada en su proyecto. Sin Constitución, sin presupuesto, sin política exterior común, sin apoyo ciudadano y en un ambiente de fin de reino en Alemania, Italia y Francia, la construcción europea va a la deriva. Blair, que asume la presidencia ahora, tiene un proyecto coherente de reforma de las instituciones europeas en torno a lo que el Reino Unido siempre quiso: un mercado común sin moneda común y una comunidad política sin política comunitaria. Su problema es que no tiene suficiente apoyo político en el conjunto de la Unión Europea y además reduce considerablemente la ambición de la construcción europea. Pero las iniciativas británicas pueden obligar a debatir en serio las reformas necesarias para salir del marasmo actual. ¿Cuáles son los materiales con los que se puede operar la reconstrucción europea, cualesquiera que sean sus actores políticos?
En primer lugar, volver a los fundamentos: la economía. Si los ciudadanos han aceptado el proceso gradual de unificación desde hace décadas y si los países hacen cola para entrar en la Unión es sobre todo por los beneficios económicos que Europa les ha reportado. Pero en estos momentos, hay una divergencia creciente de las economías que no puede ser corregida por la rigidez monetaria y presupuestaria que los gobiernos se han impuesto a sí mismo. Europa no está acostumbrada a competir sin devaluar. Y como no se puede volver atrás en el euro (aunque Reino Unido y Suecia se felicitan ahora de haberlo rechazado) hay que encontrar fórmulas de estímulo a la competitividad basadas en el incremento de la productividad más que en la política monetaria y crediticia. Innovación tecnológica, desarrollo de recursos humanos, investigación aplicada, financiación a los emprendedores, flexibilidad de los mercados de capital y trabajo, o sea los temas clave de la agenda de Lisboa del 2000, vuelven a ponerse en primer plano, porque los retrasos constatados en ese momento continúan ahora, según la evaluación reciente que hicimos algunos de los expertos que en el 2000 nos reunimos en Lisboa para preparar dicha agenda.
Junto a las políticas nacionales en esa dirección, la Unión Europea podría diseñar y financiar en una primera fase proyectos modernizadores que señalaran la estrategia a seguir. Pero ello requeriría un presupuesto más amplio y una reconversión de sus partidas. Reduciendo gradualmente los esteriles subsidios agrícolas y transformando los fondos de cohesión de compensaciones por subdesarrollo en financiación del desarrollo. Una estrategia en la que coinciden, por cierto, Blair y Zapatero, aunque luego sacan conclusiones prácticas distintas. Si la Unión Europea consigue situarse al nivel de dinamismo de las economías escandinavas, irlandesa o británica (la española es una anomalía porque el crecimiento tiene bases frágiles y temporales), los problemas de la integración se plantearán en un marco más relajado y los recursos generados por el crecimiento podrían permitir el mantenimiento de un Estado del bienestar modernizado cuyo recorte temen los ciudadanos hoy por hoy. Y con una convergencia europea hacia ese modelo de crecimiento competitivo el euro puede mantenerse como moneda de referencia.
Pero una economía saneada no resuelve el problema político. Si el proyecto europeo es más que un mercado común, hacen falta instituciones. Y las actuales ni son democráticas ni son eficientes. Es fácil criticar lo existente y difícil encontrar alternativas. Por eso, el proceso de construcción política es más importante que la definición del modelo que se busca. El error de la Constitución fue empezar la casa por el tejado. Hasta que alguien se acordó de los ciudadanos y se sometieron a su veredicto, con los resultados conocidos. Por tanto, la reconstrucción de Europa pasa por abandonar el proyecto de Constitución, al menos en su versión actual, y reconocerlo abiertamente, en lugar de ocultar el fracaso con eufemismos y aplazamientos sin fecha. Sería un ejercicio de democracia y transparencia el reconocer el error y retomar el paciente camino de construcción institucional que se había llevado hasta hace poco. Reforzando el poder del parlamento europeo sobre la comisión; agilizando la toma de decisiones en el Consejo Europeo, pero manteniendo el poder en los gobiernos nacionales; ampliando la política común y de defensa y dándole poder institucional en nombre de la Unión; incorporando regiones y ciudades al proceso de decisión comunitaria en temas de su competencia; abriendo canales a la participación de la sociedad civil. O sea, más participación de más actores en la decisión comunitaria y, al tiempo, más agilidad en la toma de decisiones cuando las orientaciones de la política hayan sido suficientemente debatidas. Un proceso más lento, pero en último término más eficaz, porque lo que se decida tendrá respaldo popular.
Hay fórmulas imaginativas que ya se han elaborado en varios círculos, pero nunca ha habido voluntad política de aplicarlas. Por eso la crisis es también una oportunidad para un cambio de modelo político, adaptado a la complejidad de una red de estados y sociedades que no puede expresarse en las formas antiguas del Estado federal. Claro que también hay la tentación de excluir a los ciudadanos de todo el proceso, de anular referendos, servir la Constitución recalentada y tirar adelante con lo que decidan las élites políticas. Oyendo a muchos responsables de las instituciones europeas es evidente qué es lo que les pide el cuerpo. El resultado sería catastrófico. Porque aunque anulen los referendos por populistas,no pueden anular las elecciones nacionales. Y si los ciudadanos no encuentran otras formas de expresar su rechazo, acabarán apoyando a opciones alternativas hoy minoritarias, de izquierda o derecha, capaces de capitalizar la desconfianza ciudadana en la clase política tradicional. De modo que Europa tiene que elegir entre reforma o revolución. Y ya se sabe como suelen acabar las revoluciones.
A largo plazo, sin embargo, parece difícil que se consolide una unión política europea sin alguna forma de identidad europea. Identidad que no existe y en la que se reconocen menos del 15% de los ciudadanos. Y como no hay identidad común (superpuesta a la nacional y local, no sustitutoria de las mismas) es difícil sentir un proyecto común que vaya más allá de los intereses económicos inmediatos. ¿Pero cómo se construye una identidad europea? Fue un tema tratado en las reuniones de expertos de la agenda de Lisboa en el año 2000. Pero el documento resultante pasó desapercibido ante el tema estrella del momento: el desarrollo de la nueva economía en Europa. Lo que allí planteábamos partía de la idea que una identidad común no se construye mediante propaganda, mitología o ideología, sino a partir de procesos materiales de convivencia. De programas de educación común; de aprendizaje de las lenguas de los otros países y del conocimiento de una lengua común; de medios de comunicación compartidos; de mercado de trabajo abiertos; de diplomas y títulos aceptados en toda Europa; de movilidad residencial en el espacio europeo, facilitada por una cobertura social y sanitaria común; mediante actividades culturales itinerantes; a través de derechos ciudadanos garantizados en toda la Unión; apoyándose en redes de comunicación electrónica compartidas en lenguaje comunicable; y beneficiándose de la colaboración horizontal entre municipios, regiones y nacionalidades subestatales. O sea, trasladar a la sociedad lo que ya se vive en el ámbito del deporte: se siente lo local y se sueña con estar (y ganar) en Europa.
Muchos de estos procesos están en marcha, sobre todo entre los jóvenes. Y acabarán creando un caldo de cultivo para una nueva identidad europea que hará posible compartir proyectos y por tanto instituciones. Pero ese proceso complejo, lento pero seguro de construcción de Europa en las mentes y en la práctica social, se está poniendo en peligro por proyectos mesiánicos y mecanismos tecnocráticos de dirigentes que quieren pasar a la historia antes de salir de escena. Y tal vez lo consigan. Pero como enterradores de un sueño en medio del guirigay de la olla de grillos en la que han convertido las cumbres europeas. .