El texto que sigue puede considerarse un apéndice de La religión en los Estados Unidos.
El surgimiento de la nación poscristiana (FCE, 1994), libro escrito por el influyente crítico literario Harold Bloom al final de la primera guerra del Golfo, a la cual consideró ejemplo de la militancia religiosa de su país. Este ensayo se propone hallar algunas claves literarias para comprender el fanatismo bélico de Estados Unidos, y descifrar los alcances de un fascismo que, según el autor de El canon occidental, se disfraza ante el mundo de democracia.
Huey Long, conocido como “el Kingfish”, dominó el estado de Louisiana desde 1928 hasta su asesinato en 1935, a la edad de 42 años. Gobernador de su estado al mismo tiempo que senador de Estados Unidos, el astuto Kingfish acuñó una profecía que me persigue desde las postrimerías del verano de 2005, setenta años después de su violento final: “Claro que tendremos fascismo en Estados Unidos, ¡pero lo llamaremos democracia!”.
Pensé en Huey Long (siempre a través de su retrato como Willie Stark en la novela de Robert Penn Warren All the King's Men) hace poco, mientras oía al presidente Bush dirigirse a los veteranos de las guerras en el extranjero en Salt Lake City, Utah, y gracias por lo tanto al canal de televisión Fox de Rupert Murdoch, voz de la cruzada por la democracia de Bush, muy al estilo del Kingfish. Con todo y que Bush exaltó su aventura iraquí, su gobierno mezcla día con día, y de manera cada vez más apretada, elementos oligárquicos, plutocráticos y teocráticos.
A la edad de 75 años me pregunto si en lo que me resta de vida, el Partido Demócrata podrá asumir de nuevo la Presidencia o el control del Congreso. No soy optimista, pues nuestros gobernantes han demostrado sus hazañas en el acondicionamiento de los trámites electorales tanto en Florida (en dos ocasiones) como en Ohio, y controlan la Suprema Corte. El economista-periodista Paul Krugman recién ha observado que los republicanos no se pueden permitir el lujo de perder el Congreso ni la Casa Blanca, ya que existe la posibilidad seria de que investigaciones subsecuentes pongan a la luz negocios sucios —Krugman no especifica, pero entre los beneficiarios de nuestra cruzada en Irak están las petroleras (tanto la Casa de Bush como la Casa de Saud), Halliburton (el vicepresidente Cheney), Bechtel (un nido de republicanos poderosos) y algunos otros.
Todo esto es más que palmario, y no obstante el pueblo estadounidense parece tan embotado, incapaz de leer, pensar o recordar, que resultan los súbditos perfectos para un Presidente que comparte sus limitaciones. En tanto que viejo demócrata gruñón, les hacía ver a mis amigos que nuestro emperador es en sí mismo el mejor argumento a favor del diseño inteligente, el actual substituto teocrático para lo que se llamaba creacionismo. Sigmund Freud se deprimiría al enterarse que ha caído en el olvido, y que el Satanás de Estados Unidos es ahora Charles Darwin. El presidente Bush, quien dice que Jesús es su “filósofo favorito”, recién decretó con respecto al diseño inteligente y la evolución: “Ambas posiciones deben ser enseñadas de forma apropiada”.
Yo soy maestro de profesión, a punto de comenzar mi quincuagésimo primer año en Yale, donde con frecuencia doy clases de literatura estadounidense. Sin ninguna capacidad especial para la política, reconozco no tener tampoco ninguna visión particular del malestar estadounidense. Pero soy un estudioso de lo que he aprendido a llamar la Religión Estadounidense, que tiene poco en común con la cristiandad europea. Ahora tenemos una parodia de Jesús estadounidense, ese director general republicano que rechaza los impuestos y ha hecho muchísimo más amplio el ojo de la aguja para que los camellos y los ricos entren rápida y cómodamente en el reino de los cielos; contamos asimismo con un Espíritu Santo estadounidense, el consuelo de nuestros multiplicados pobres que no se molestan en votar, y la Trinidad estadounidense se completa de forma pragmática con un Dios guerrero imperial que aplasta, con horror y asombro, cuanto se le pone enfrente.
En estos días he releído a los escritores que mejor definen a Estados Unidos: Emerson, Hawthorne, Whitman, Melville, Mark Twain, Faulkner, entre otros. Al examinarlos, intento hallar lo necesario para explicar lo que parece nuestra autodestructividad nacional. D.H. Lawrence, en sus Studies in Classic American Literature (1923), escribió lo que aún me parece la crítica más iluminadora de Walt Whitman y Herman Melville. De los dos, Melville no provoca ninguna ambivalencia en Lawrence, pero Whitman transformó la poesía de Lawrence y al propio Lawrence a partir de 1917 por lo menos. Al reemplazar a Thomas Hardy como precursor original, Whitman habló directamente al vitalismo e inmediatez de Lawrence y apenas si eludió el homoerotismo. En una escala mucho menor, Whitman había tenido antes un impacto similar sobre Gerard Manley Hopkins. Lawrence, las más de las veces furioso con Whitman —como uno lo estaría con un padre abrumador, un rey Lear de la poesía—, insiste con precisión en que los estadounidenses no merecen a su Whitman. Desde que la democracia jacksoniana, que tanto Whitman como Melville celebraron, yace moribunda en nuestra tierra del crepúsculo, lo merecen menos que nunca.
¿Qué es lo que define a Estados Unidos? “Democracia” es una palabra en ruinas debido a su mal empleo en la retórica política estadounidense de nuestro tiempo. Si Hamlet y El Quijote definen entre sí el yo europeo, entonces el Capitán Ahab y “Walt Whitman” (el personaje, no el hombre) sugieren un yo muy distinto de aquél. Ahab es deudor de Shakespeare, de Milton, incluso de Byron y Shelley, pero su búsqueda monomaniaca es sólo de él y una reacción al yo emersoniano, reacción que comparte con el Melville adorado por Hawthorne. Whitman, un emersoniano más positivo, sostiene lo que el sabio de Concord llamó autosuficiencia, la auténtica religión estadounidense más que sus parodias bushianas. Aunque posee un título de Yale y un doctorado honoris causa, nuestro Presidente es, en el mejor de los casos, un analfabeto funcional. En alguna ocasión presumió de no haber leído un libro en su vida, ni siquiera en Yale. Henry James se sintió afrentado cuando conoció al presidente Theodore Roosevelt; ¿qué habría pensado de George W. Bush?
Justo al acabar de releer The American Scene (1907), de James, me entretuve, más bien tristemente, en imaginar al maestro de la novela estadounidense de gira por el territorio norteamericano durante 2005, 100 años después de su visita de regreso a la patria. Así como T.S. Eliot en la generación siguiente, James se encontraba mucho más en su casa en Londres que en Estados Unidos, y no obstante ambos conservaron un idioma apenas británico. Al final, los dos se convirtieron en súbditos del Reino Unido, Orden del Mérito mediante, pero Whitman continuó acosándolos, con más disimulo en el caso de Eliot. La tierra baldía fue en un principio una elegía a Jean Verdenal, quien había sido para Eliot lo que Rupert Brooke fue para Henry James. “Lilacs”, la elegía a Lincoln de Whitman, se volvió el poema favorito de James y contaminó profundamente La tierra baldía.
No estoy sugiriendo que el yo estético estadounidense sea necesariamente homoerótico; después de todo, Emerson, Hawthorne, Mark Twain, Faulkner, Robert Frost, son tan representativos como lo son Melville, Whitman y Henry James. Ni tampoco que algún yo ficticio estadounidense rivalice con Hamlet en tanto último abismo de la introversión. Y sin embargo, Emerson apuesta la casa estadounidense (como si existiera) por la autosuficiencia, la cual es una doctrina de la soledad. Como persona y como máscara poética, Whitman gusta de sus lilas, que florecen en una singularidad ocupada con intensidad tanto del yo como de los otros; pero la conciencia emersoniana puede florecer, con demasiada frecuencia y tras los pasos de Hamlet, en una individualidad indiferente para con el yo y los otros. A partir de Emerson, Estados Unidos se dividió en lo que él llamó el “partido de la esperanza” y el “partido de la memoria”. Nuestros intelectuales, lo mismo de derecha que de izquierda, reivindican a Emerson como su ancestro.
En el año 2005, ¿qué es autosuficiencia? Puedo distinguir tres estigmas originales en la religión estadounidense: la libertad espiritual es soledad, el encuentro del alma con lo divino (Jesús, el Paracleto, el Padre) es directo y personal y, mucho más decisivo, lo mejor y más antiguo del mocho estadounidense se remonta a un tiempo situado más allá del tiempo, por lo cual forma parte o constituye una partícula de Dios. Cada dos años Gallup hace encuestas sobre la religión en Estados Unidos e informa que 93% de nosotros cree en Dios, mientras 89% está seguro de que Dios los ama (a hombres y mujeres) por motivos individuales. 45% de nosotros insiste en que la Tierra fue creada tal y como lo describe el Génesis y sólo tiene, poco más o menos, nueve mil años de edad —la cifra verdadera es de 4 mil 500 millones de años, algunos fósiles de dinosaurios datan de hace 190 millones de años. Tal vez los diseñadores inteligentes, comandados por George W. Bush, aún nos regalen un Evangelio dinosáurico, aunque tengo mis dudas, pues tanto ellos como el Presidente viven encerrados en una burbuja adonde la educación no puede acceder.
Hoy en día Estados Unidos resulta demasiado peligroso para burlarse de él, así que vuelvo a sus escritores más grandes para ver si seguimos siendo lo suficientemente coherentes para una comprensión imaginativa. Lawrence acertó: en sus mejores momentos Whitman resiste la comparación momentánea con Dante y Shakespeare. La mayor parte de lo que sigue se basará en Whitman, el más estadounidense de los escritores, pero antes vuelvo a Moby Dick, esa epopeya nacional de la autodestrucción que llega a rivalizar con Hojas de hierba, la cual por su parte es demasiado vasta y sutil para ser juzgada en términos de autopreservación o destrucción apocalíptica.
Algunos de entre mis amigos y estudiantes sugieren que Irak es la ballena blanca del presidente Bush, pero nuestro líder se halla descabelladamente lejos de la dignidad estética del capitán Ahab. La comparación válida es con el Pequod; como dice Lawrence: “¡Estados Unidos! Vaya tripulación: renegados, proscritos, caníbales, Ismael, cuáqueros”, y nativos de los mares del Sur, indígenas de Estados Unidos, africanos, parsis, hombres de la isla de Man o lo que a usted se le antoje. Uno piensa en nuestras decenas de millares de mercenarios en Irak, a los que se conoce como “empleados de seguridad” o “contratistas”, mezcla de veteranos de las Fuerzas Especiales con gurkas, boers, croatas, o cualquiera que tenga el entrenamiento adecuado y esté disponible. Lo que les falta es el capitán Ahab, quien podría darles una dimensión metafísica.
Ahab arrastra consigo a toda su tripulación (con excepción de Ismael) a una catástrofe exitosa, mientras Moby Dick escapa, tan indestructible como el Leviatán del Libro de Job. El motivo del obseso capitán es ostensiblemente la venganza, pues con anterioridad la ballena blanca lo dejó lisiado, pero su verdadero deseo es penetrar tras la fachada del universo, para probar que mientras el mundo visible puede aparecer como fruto del amor, las esferas invisibles están hechas de miedo. La pregunta retórica que Dios le hace a Job: “¿Sacarás tú al Leviatán con anzuelo…?”, Ahab la responde en estos términos: “¡Derribaré al Sol, si éste me insulta!”. La fuerza motriz de los bushiano-blairianos es la codicia, pero el sustrato de su aventura iraquí es algo más próximo a la piromanía de Yago. Nuestro líder y el suyo son maniáticos del fuego.
Uno espera, con razón, que Whitman nos explique nuestra tierra del crepúsculo, porque su imaginación es la imaginación de Estados Unidos. Antiesclavista, se opuso a la guerra con México al igual que Emerson. ¿Acaso no se parecen cada vez más nuestras dos invasiones de Irak a los conflictos mexicano e hispano-estadounidense? Donald Rumsfeld habla de bases estadounidenses permanentes en Irak, presuntamente para proteger los pozos petroleros. El índice de aprobación del presidente Bush recién bajó hasta 38%, pero mucho me temo que esta reacción popular tiene más que ver con el alza del precio del petróleo que con ningún ultraje perpetrado por nuestra cruzada iraquí.
¿Qué pasa con la imaginación estadounidense al convertirnos en una parodia del imperio romano? Recuerdo haberme ido temprano a la cama la noche de la elección en noviembre de 2004, a pesar de que los amigos continuaron telefoneando con las noticias esperanzadoras de que parecía haber tres millones de votantes adicionales. Cuando por fin desconecté el teléfono, profeticé, amargo, que aquellos eran tres millones de evangélicos, lo que en verdad fue el caso.
Nuestra política empezó a contaminarse de fanáticos teocráticos con la revelación de Reagan, cuando bautistas, mormones, pentecostales y adventistas sureños irrumpieron en el Partido Republicano. La alianza entre Wall Street y la derecha cristiana es de viejo cuño, pero sólo se hizo explícita en el último cuarto del siglo pasado. Lo que se conoció con el nombre de contracultura a finales de los sesenta y los setenta, provocó la reacción de los ochenta, que aún persiste. Todo esto es bastante obvio, pero se hace más sutil en el contexto de la religiosidad del país, que en verdad nos divide en dos naciones. En ocasiones me sorprendo preguntándome si no será que, a fin de cuentas, el Sur ganó la guerra más de un siglo después de su pretendida derrota. Los líderes del Partido Republicano son sureños; incluso los Bush, a pesar de su tradición de Yale y Connecticut, fueron lo bastante cuidadosos para volverse texanos y floridenses. En Estados Unidos la política tal vez nunca vuelva a poder sacudirse de encima a la religión. Cuando tantos votan contra sus propios intereses económicos evidentes y en lugar de ellos eligen “valores”, ha llegado la hora de comprobar el reemplazo del sueño americano por el malestar estadounidense.
Whitman, aun subvaluado como poeta en relación con su sorprendente poder estético, continúa siendo el profeta de nuestro partido de la esperanza. Lo cual parece irónico de muchos modos, desde el momento en que el hecho crucial en la vida de Whitman fue nuestra guerra civil, en la que un total de 625 mil hombres de ambos bandos perdieron la vida. En Gran Bretaña la “Gran Guerra” es la Primera Guerra mundial, porque casi una generación entera de jóvenes murió en ella. Estados Unidos está obsesionado con la guerra civil, el hecho principal en la vida de la nación desde la declaración de independencia. David S. Reynolds, el más informado de los biógrafos de Whitman, demuestra de manera convincente que la poesía de Whitman, entre 1855 y 1860, fue pensada para ayudar a mantener con vida a la Unión. Luego de la gloria crepuscular de “When Lilacs Last in the Dooryard Bloom'd”, la elegía de 1865 dedicada públicamente a Abraham Lincoln e íntimamente a la identidad poética del propio Whitman, algo se extinguió en el bardo de Hojas de hierba. Día tras día, durante varios años, se extenuó en los hospitales militares de Washington, D.C., vistiendo a los heridos, leyéndoles, escribiendo cartas para los enfermos y los lisiados, y confortando a los moribundos. El vitalismo y la inmediatez extraordinarios salieron de su poesía. Es como si hubiera sacrificado su propia imaginación en el altar de esos mártires que, al igual que Lincoln, murieron por la causa doble de la Unión y la emancipación.
Whitman murió en 1892, una época en la que la política estadounidense era tan corrupta como ahora, si acaso un poco menos vulgar que en estos días de la teocracia bushiana. Pero hubo una curiosa fractura en el poeta de Hojas de hierba, entre lo que llamó el alma y su “yo real” o “yo mismo”, una entidad diferente de su personaje “Walt Whitman, uno de los rudos, un americano”:
Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti,
Y tú no te rebajarás ante él.
[Trad. Jorge Luis Borges.]
Aquí el rudo Walt es el “yo”, creado para mediar entre su carácter o alma y su verdadero yo o personalidad. Me temo que este abismo entre carácter y personalidad es perennemente estadounidense. Sin duda, éste puede ser un fenómeno universal: piénsese en Nietzsche o W.B. Yeats. Y sin embargo, la humillación mutua entre el alma y el yo destruye la coherencia de cualquier individuo. Mis conciudadanos que decidieron votar por “valores” en contra de sus propias necesidades, manifiestan algo del mismo dilema.
Mientras el personaje “Walt Whitman” desaparece derretido en la caldera de la desdicha nacional durante la guerra civil, es reemplazado por un personaje menos apto, “el Buen Poeta Gris”. Ningún renacimiento moral impulsó a Estados Unidos en la postguerra; en cambio, Whitman atestiguó la corrupción inaudita del gobierno del presidente U.S. Grant, paradigma imitado por innumerables presidencias republicanas, incluida la que padecemos en este momento.
El propio Whitman se volvió menos coherente en su largo declive, de 1866 a 1892. No se congeló como el último Wordsworth, pero su actitud profética decayó. Extraviado, dejó de ser un emersoniano y de manera más bien extravagante ¡intentó convertirse en un hegeliano! En “The Evening Land”, un poema extraordinario de comienzos de 1922, D.H. Lawrence anticipó su largamente aplazada estancia en Estados Unidos, que comenzó hasta septiembre del mismo año cuando llegó a Taos, en Nuevo México. Había tenido esperanzas de hacer el viaje en febrero de 17, pero Inglaterra le negó el pasaporte. El poema de Lawrence es una especie de himno amoroso whitmaniano a Estados Unidos, pero resulta aún más ambivalente que el capítulo sobre Whitman en Studies in Classic American Literature.
“¿Eres el sepulcro de nuestro día?”, pregunta Lawrence, y le ruega a Estados Unidos que reciba su alma, no sin dejar de admitir el miedo que le provoca la tierra del crepúsculo:
Tu idealismo más que europeo,
Como un blanco esqueleto suspendido en su aura
Con su jaula de costillas en el paraíso social, benévolo.
Esta visión, más bien desagradable, no resulta inadecuada para el momento que vivimos, como tampoco lo es la amarga conclusión de Lawrence:
“¡Estos Estados!”, como dijo Whitman,
Sin importar lo que haya querido decir.
Lo que Whitman quiso decir (como lo sabía Lawrence) era que en sí mismo Estados Unidos estaba destinado a ser el más grande de los poemas. Pero esta afirmación desmesurada me abruma tanto con una incómoda sensación de ironía, que detengo estas reflexiones. Shelley usaba un anillo que tenía grabada la frase siguiente: “El buen tiempo llegará”. He leído que en septiembre, la secretaria de Estado estadounidense, Condoleeza Rice, pronunció la frase siguiente en la iglesia Zion de Whistler, Alabama: “Nuestro Señor Jesucristo llegará a tiempo, con que sólo esperemos”.
Bloom (NY, 1930). Autor de Jesús y Yahvé. Los nombres divinos (Taurus, 2006).