Más allá de las virtudes intrínsecas de la obra, que son, o nos parecen, indubitables, la gloria del Shakespeare cuyo cuarto centenario celebran hoy el Oriente y el Occidente se debe, en buena parte, a la vasta libertad de su espíritu o, para decirlo con más rigor, a su venturosa y acaso no deliberada infracción de las tres unidades aristotélicas. En el continente, Voltaire y Lessing lo descubrieron; la escuela romántica, que surgió en el siglo XVIII en Inglaterra y Alemania y luego en las naciones latinas, acabó de canonizarlo. No es casual que Coleridge aplicara a su examen y exaltación el vocabulario que Spinoza aplicó a su infinita divinidad, ni que Hugo, desde la isla de su destierro, le consagrara un libro casi idolátrico. Las ulteriores diatribas de Bernard Shaw que, a favor de Ibsen, se arrogaría luego el papel de abogado del Diablo, no han comprometido esa gloria, hoy aceptada y venerada de todos. Shaw, por lo demás, no dejó nunca de exaltar la wordmusic, la música verbal, de aquel hombre cuyas ideas, muchas veces, juzgó triviales. Consideremos el debatido tema famoso de las unidades dramáticas. Los tratadistas exigían una sola acción, un solo lugar y, para mayor verosimilitud, el plazo máximo de un día y su noche. Boileau, representante oficial del bon sens francais, había declarado lo absurdo de que el espectador se creyera durante el primer acto en Atenas y durante el segundo en Egipto; Johnson, con mejor buen sentido, replicó que los espectadores no estaban locos y no se creían en Atenas o en Egipto sino en el teatro. (En Leipzig, Juan Cristóbal Gottsched pudo estampar que la acción de una pieza no debe pasar de doce horas, y ésas del día, "porque de noche hay que dormir".) Ahondemos en el tema de la polémica. Coleridge, refiriéndose a nuestra fe en la verdad del drama o de la novela, certeramente habló de una "voluntaria suspensión de la duda"; Shakespeare parece haber intuido mejor que nadie la ambigüedad o ambivalencia de la ficción del arte. De ahí que en su obra abunden los anacronismos y anatropismos. Las brujas o parcas de Macbeth están en Escocia, a mediados del siglo XI, pero también en la Inglaterra de principios del siglo XVII, ya que una de ellas hablaba del Tyger, velero que acababa de zarpar del puerto de Londres; los sepultureros daneses de Hamlet, que ocurre en tiempo de los Vikings, sacian su sed en una taberna que se halla a la vuelta del teatro. Tales ejemplos, que sería harto fácil multiplicar, prueban o tienden a probar que Shakespeare sentía que el hecho estético es momentáneo y no está en las letras de un libro sino en el comercio del libro con el lector o del espectador con la escena.
El empresario William Shakespeare sabía que el arte dramático, y acaso cualquier arte, es un juego, una suerte de make-believe, y no hubiera entendido las ansiedades arqueológicas de Flaubert. Con inocencia y distracción escribió las obras maestras; las escribió, o dejó que su mano las escribiera, bajo el influjo de ese oscuro poder que Schopenhauer llamó la voluntad, y las antiguas mitologías la musa o el Espíritu Santo, y la de nuestros días la subconciencia.