El pensamiento de la amistad: creo que sabemos cuándo la amistad acaba (incluso si aún perdura), por un desacuerdo que un fenomenólogo llamaría existencial, un drama, un acto desafortunado. Pero ¿sabemos cuándo comienza? No hay flechazo de la amistad, sino más bien un hacerse paso a paso, una lenta labor del tiempo. Éramos amigos y no lo sabíamos.
Conocí a Dionys Mascolo en la editorial Gallimard. Le veía de lejos, me parecía muy joven. Yo estaba entonces mucho más unido (ya antes de la guerra) por una parte a Raymond Queneau y por otra a Jean Paulhan, ambos bastante distanciados, sin embargo, el uno del otro.
Un día (durante la guerra...), Dionys me dijo que Gaston Gallimard deseaba publicar en un volumen las crónicas literarias (o algunas de ellas) que yo enviaba a la zona libre a través de filiales especiales. «Pero —dije— yo no las tengo, no las conservo (por pereza o quizás por prudencia.)» Sin embargo, la editorial las había conseguido, todas o en su mayor parte. Estoy convencido de que ese trabajo de recopilación y conservación únicamente podría haber sido llevado a cabo y garantizado por Mascolo.
No es éste el lugar para decir el impacto que sentí, no exento de cierta contrariedad. Yo trabajaba —si eso era un trabajo— a fondo perdido, sin expectativa y en la incertidumbre. Y he aquí que me encontré de frente conmigo mismo y con una decisión que tomar (la escritura es quizás testamentaria, la botella tirada al mar regresa siempre).
No diré más. Sólo quería precisar que si el libro Faux pas existe, se lo debo a Dionys Mascolo —y por supuesto, a Gaston Gallimard que tomó la iniciativa o bien la asumió— no sin dificultades. La censura prohibió dos veces la publicación del manuscrito. «Tendrá usted problemas» me había dicho Raymond Queneau. Creo (nunca se puede estar seguro) que mi comentario de Falaises de marbre donde hice notar un rasgo sombrío en el personaje del «Gran Guardabosques», tan cercano a ese otro siniestro personaje que no se nombraba, y, en efecto, aquel comentario espantó a los escribientes de la censura. Ernst Jünger estaba protegido por la más alta condecoración que se podía atribuir a un «héroe», sin embargo, sobre otros sí podían vengarse.
Recalco que la amistad no empezó entonces; una efusión del corazón y del espíritu. Sin duda una cierta connivencia y también un pesar, puesto que yo consideraba que Falsos pasos era verdaderamente un paso en falso. Por aquel entonces yo estaba unido a Jean Paulhan, que me aconsejaba. Recuerdo que, durante un viaje en metro, se acercó a mí y me dijo al oído: «desconfíe de éste, desconfíe de aquélla.» Nada más. Yo no necesitaba explicaciones y me abstenía de pedirlas. Época de silencio, periodo de confianza muda. Sólo contaré brevemente la responsabilidad de la que estuve a punto de ser investido, si hubiera aceptado la jefatura de la redacción de la Nouvelle Revue Française, de la que Drieu venía encargándose, pero de la que estaba hastiado.
¿Por qué esta propuesta? Antes de la guerra y con motivo de una crónica literaria sobre Rêveuse bourgeoisie (Soñadora burguesía), me encontré con él. Más tarde lo volví a encontrar, al inicio de la ocupación, cuando me retiré de «Joven Francia» dimitiendo con algunos camaradas. Corrió entonces un rumor: él sabrá resistir, se dijo Drieu a sí mismo. Pero ¿por qué esta dimisión? La situación era demasiado equívoca. «Joven Francia», que había sido fundada por unos músicos desconocidos pero llamados a ser ilustres, estaba subvencionada por el Régimen de Vichy y nuestro ingenuo proyecto de utilizar esta asociación contra el Régimen (recuerdo la presencia de Jean Vilar que, por aquel entonces, escribía bastante más que actuaba) fracasó por esa contradicción. Paul Flamand encontraba también nuestra concepción de la «cultura» demasiado altiva.
Veamos la propuesta de Drieu: «Me quedaré —me dijo— como director de cara a los alemanes, pero usted tendrá toda libertad, a condición de rechazar cualquier texto político.» Enseguida me di cuenta de la trampa que a Drieu quizás se le escapaba. Le hice notar que, siendo un escritor desconocido, yo no constituía una barrera suficiente contra los ocupantes y que era preciso formar un comité directivo con escritores demasiado importantes para que pudiese obviárseles. Drieu no se negó. Jean Paulhan me dio su consentimiento y, mejor aún, volvió a ponerse manos a la obra e hizo él mismo todo el trabajo, consiguiendo el acuerdo de Gide, Valéry, Claudel (la observación muy acertada de Claudel: Pero, quién es Blanchot, ese desconocido) y Schlumberger. Sin embargo, sabíamos que todos esos escritores (incluido Paulhan, por supuesto) nos protegerían (no se les podría hacer desaparecer silenciosamente), pero que también se comprometerían aceptando ser los garantes de una tarea dudosa, incluso imposible.
Fue entonces cuando a Paulhan, con ingeniosa sutileza, se le ocurrió la pantomima de traer a François Mauriac: una breve entrevista en la que todo fue dicho en voz baja y con medias palabras. Sabía que Mauriac sería inaceptable para Drieu que, cuando le presenté la lista de los nombres llamados a constituir el Comité directivo, entró en la más encendida cólera («Mauriac jamás perteneció a la N.R.F y no pertenecerá jamás»). Y volvió a su primera propuesta de confiarme solamente a mí la dirección de una revista neutral, de simple literatura. No tuve más remedio que responderle (esto pasó en un café de los Campos Elíseos): «Seamos francos. No puedo solicitar textos para una revista en la que yo no aceptaría que se me publicara.»
Así acabó la tragicomedia. Uno de los más antiguos fundadores de la primera N.R.F. -no era Gide- había seguido insistiendo, aun sin darse cuenta del carácter incalificable de su propuesta: «Si B. acepta comprometerse, más tarde le recompensaremos.» «Pero eso es repugnante», le dije a J.P. «Sí, -dijoestamos hundidos en la ignominia, y es necesario poner fin a todo esto. Ya lo
verá, el propio Drieu no se librará de todo esto más que suicidándose.»
Yo no había tenido trato con Gaston Gallimard. Él deseaba más bien que la revista prosiguiera, y la sacrificaría para poder salvar la editorial.
Al inicio de la ocupación, quiso abandonarlo todo a riesgo de abandonar a tantos escritores que habían depositado su confianza en él. Y además tenía cierto aprecio por Drieu, amigo de Malraux.
Me estoy dando cuenta, que lo escrito aquí (quizás acabe borrándolo) no es un relato cronológico. El intento y el fracaso de la N.R.F. al igual que la participación en la «Joven Francia» tuvieron lugar al inicio de 1941. Los ocupantes querían que pareciera que nos dejaban una cierta libertad, pero nosotros sabíamos que no era más que aparente. Thomas l’obscur había sido publicado y calificado como obra de la decadencia judía. Y Faux pas apareció uno o dos años más tarde, cuando la guerra con Rusia empezaba a devolvernos la esperanza (1943).
Interrumpo este relato. No sé qué clase de malestar me ha mantenido siempre alejado de cualquier relato supuestamente histórico, como si lo que nosotros consideramos verdadero fuera también una reconstrucción falaz según los juegos de la memoria y el olvido. Sé que D.M. está presente y lo está de una forma indefinida (entra en Gallimard en 1942) y no lo veo claramente. Está muy unido, creo, con Brice Parain a quien todos respetan y cuyas tesis sobre el lenguaje inauguran magistralmente una nueva época.
Es preciso dejar pasar el tiempo: el tiempo en que nos encontramos también con la muerte que nos espera a cada uno y de la que nos libramos por muy poco. Yo vi mucho más allá. El «yo» ahora es incongruente e inconveniente. No creo haber intercambiado entonces muchas cartas con D.M. (pensándolo bien, ninguna, hasta la publicación del 14 juillet). Estoy silenciosamente ausente. La responsabilidad y la exigencia política son las que me hacen, de alguna forma, regresar y recurrir a Dionys del que tenía la certeza (o el presentimiento) que sería mi auxilio. Cuando recibí Le 14 juillet, entendí el llamamiento y respondí a él con mi acuerdo firme. En lo sucesivo -“entre nosotros” - habrá unión en lo que rechacemos, mediante un rechazo que se expresa con razones, pero que será más firme y más riguroso que lo que podría llamarse razonable. El segundo número del 14 de julio publicaba un texto bastante amplio titulado La Perversión essentielle (La perversión esencial). René Char me dará a conocer su conformidad.
Pero quisiera decir que fue sin duda entonces cuando encontré a Robert Antelme. Recuerdo las circunstancias. Yo estaba sentado en el despacho de D.M. (en la editorial Gallimard). La puerta se abrió lentamente y apareció un hombre alto que dudaba en entrar, por cortesía, sin duda, para no interrumpir nuestra entrevista. Era algo tímido, pero más bien era intimidante. Era la simplicidad misma, pero también tenía reserva hasta en la palabra que le daba firmeza y confería autoridad. No puedo decir que supiera yo entonces hasta que punto su amistad me sería preciosa. Resultaría romántico. Las consideraciones de Montaigne sobre su amistad repentina con La Boëtie: «Porque era él ... porque era yo», siempre me han parecido menos emotivas que chocantes. Fue más tarde, a medida que el tiempo pasaba, cuando el mismo Montaigne renunció a introducir en sus escritos Le Discours sur la servitude volontaire (Discurso sobre la servidumbre voluntaria) (que debió ser el punto central), cuando vuelve hacia los sentimientos más equilibrados, menos exaltados, dejándonos apreciar la complejidad de la amistad y de la discreción que ésta requiere, cuando se habla de ella.
¿Por qué estaba yo allí? No pudiendo soportar lo que había de insoportable en los acontecimientos (la guerra de Argelia), llamé por teléfono a D.M.:
— «Hay que hacer algo.»
— «Pues, precisamente, en algo estamos trabajando.»
De ahí surgieron innumerables encuentros, casi cotidianos, y la elaboración de lo que llegaría a ser, con el concurso de todos la “Declaración sobre el derecho a la insumisión en la guerra de Argelia”.
Nunca tuve la intención, ni Dionys tampoco, ni Maurice Nadeau, ni los surrealistas, ni tantos otros, de transformar en una historia el trabajo de un texto que creó el acontecimiento. Lo que se hizo entonces (requirió unos meses) pertenece a todos, y como dijo Victor Hugo del sentimiento maternal: “Cada uno tiene su parte, y todos lo tienen entero”. La responsabilidad era común, e incluso aquellos que rechazaron firmar lo hicieron por razones importantes, meditadas, transcritas en largas cartas. Aquello era a veces muy pesado. Por lo tanto, excluyo los nombres así como las anécdotas. Diré únicamente –es una excepción precisa- que si Georges Bataille no firmó (contra su voluntad), fue porque así se lo requerí: estaba ya muy enfermo y sabíamos que habríamos de enfrentarnos a duras pruebas. Pero el motivo esencial no fue ése. Lo que volvió su «caso» particularmente desigual fue que su hija Laurence estaba ya en prisión: sin duda había «llevado maletas» (como decían nuestros adversarios con desprecio). Más tarde, una vez liberada, me lo explicó todo, pero su padre, que no participaba del secreto, habría estado
mezclado en una intriga terrible de la que nuestro deber era mantenerlo apartado.
Lo que sigue es conocido. En cuanto se publicó la Declaración de los 121 (en dos revistas solamente, Les lettres nouvelles de Nadeau, Les temps modernes de Sartre, también suspendidas, censuradas, silenciadas; valdría más decir que la Declaración fue publicada pero que jamás apareció), y como ningún periódico, incluyendo los más importantes, reprodujo el menor pasaje (el riesgo era demasiado grande), nosotros fuimos perseguidos, acusados, inculpados, sin saber porqué. Aprendí a conocer entonces lo que era un juez de instrucción, sus privilegios, su esmero en imponernos su ley, en lugar de ser el representante de ésta. Juez, no obstante, prestigioso y molesto. Sobre dos puntos chocamos fuertemente. Cuando le hice notar que el Primer Ministro de entonces, Michel Debré, en un discurso dado dos o tres días antes en Estrasburgo anunciando que seríamos severamente castigados, había ya pronunciado la sentencia y volvía su tarea inútil, puesto que nosotros estábamos de antemano condenados, él entró en viva cólera y recuerdo una de sus frases:
«Hay cosas que no se pueden decir aquí.»
— «¿Su despacho es un espacio sagrado en el que no se puede uno expresar libremente, aunque sea respetuosamente? Podría ser un poco como el roble donde un rey impartía justicia. Al menos allí se estaba al aire libre.»
—«No olvide que por palabras como esas puedo meterle en la cárcel. »
—«No pido otra cosa.»
Se dirigió entonces a mi abogado (el amigo de Trotski) y murmuró entre dientes: «Qué inútiles estas gentes de arriba. »
Nuestro otro motivo de desacuerdo era más grave, poniendo en cuestión una costumbre que no ha sido nunca abolida, incluso cuando nadie la impone y todo debería impedirla. Habiendo terminado mi declaración, el juez quiso dictársela al funcionario del archivo. «Ah, no —le dije—usted no sustituirá sus palabras por las mías. No pongo en duda su buena fe, pero lo ha dicho de una forma que no puedo aceptar.» Él insistió.
«No firmaré.»
— «Prescindiremos de su firma y la instrucción empezará en otro lugar».
Finalmente, cedió y dejó que yo repitiera rigurosamente las palabras que había pronunciado.
No traigo a colación aquí esta anécdota por capricho. Hay un punto gravemente débil en esta intriga que consiste en el debate interior de un hombre de un gran saber jurídico y de otro que quizás tiene pocas palabras y ni siquiera conoce el valor soberano de la palabra, de su palabra. Por qué el juez tiene el derecho de ser solamente él, el amo del lenguaje, dictando (eso es ya un diktat) las palabras según su conveniencia, reproduciéndolas, no tal y como fueron dichas, balbucidas, pobres e inciertas, sino reforzadas, por ser más bellas, más conformes a un ideal clásico y, sobre todo, más definitivas. El abogado puede intervenir, pero a veces, no hay abogado o bien no quiere indisponer al juez, ni romper la connivencia que, como Kafka ha mostrado bien, vuelve inseparables en el mundo de la justicia a magistrados, abogados, defensores y acusados.
Quisiera que leyéramos y meditáramos sobre el relato de Jean-Denis Bredin titulado Un coupable (Un culpable). Jean-Denis Bredin, profesor de derecho, abogado, escritor de prestigio, nos conmueve y nos instruye. Él no se queda con la parte bonita. Su culpable-inocente está bien formado, puesto que es estudiante de primer año de derecho. Su crimen: haber participado, por invitación de un camarada, en una manifestación pacifista que acabó mal: botellas de cerveza contra porras. No hizo nada, pero estaba allí. Esa fue su falta, de lo que no pudo convencerse a sí mismo. Francés, nacido de padre bretón (inspector de hacienda) y de madre argelina; el padre murió, la madre volvió a Argelia, trabajaba allí en la administración y le enviaba dinero. La madre no debía estar al corriente de aquello. La justicia siguió su curso, con sus prejuicios y sus hábitos. La certeza de su inocencia le impidió defenderse, su abogado le defendió demasiado bien, con esta elocuencia de pretor que no hizo sino entorpecer su causa. Condenado, aunque menos que los otros, pero no soportando la perdida de su inocencia, se mataría con los cristales rotos de una botella de cerveza con la que se le acusaba falsamente de haberse servido contra las fuerzas del orden.
Jean-Denis Brendin nos hace comprender que la culpabilidad de Ali le era en alguna forma interior y que la justicia no hizo más que declararla, al tiempo que le impedía defenderse debido a la perversión y la rectitud de la maquinaria judicial. Es otra versión de El proceso de Kafka. Quizás le faltó a Ali la fuerza que dan las convicciones políticas, la convicción de inocencia no es suficiente.
Sigo con la historia de los 121. Sartre, que estaba de viaje, volvió y se declaró a su vez tan responsable como nosotros. Él no fue perseguido ¿Por qué? Era demasiado célebre. Conocíamos el veredicto pronunciado, según el rumor, por De Gaulle: «No se encarcela a Voltaire». Qué extraña asimilación y qué lamentable exculpación. De Gaulle olvidó –¿fue desdén o desfallecimiento cultural momentáneo?- que Voltaire, precisamente, estuvo encarcelado en la Bastilla, durante casi un año por los versos satíricos contra el Regente, que bien los merecía.
Por consiguiente, nosotros fuimos inculpados, no juzgados, no condenados, quizás olvidados o amnistiados.
El desorden de la justicia, lo evoco sin satisfacción. No temamos el ridículo si recuerdo para esta pequeña causa (no hay quizás ninguna causa pequeña) la muerte de Sócrates, que quiso morir obedeciendo una sentencia inicua y con el fin de restaurar la justicia, la esencia de la justicia, aceptando como justo lo que era lo más injusto. Todo pasó ante sus ojos como si la ciudad no debiera jamás estar equivocada, incluso si no tiene razón. Muerte que no es trágica y no debe ser llorada, puesto que es una muerte irónica, del mismo modo que su proceso es quizás el primer proceso estalinista (ah, había habido otros, como habrá otros, cada vez que la comunidad aspira a lo absoluto).
Me apresuro hacia el fin. La Declaración de los 121 fue pronto más conocida en el extranjero que en Francia. El querido amigo –amigo muy reciente para mí, amigo de siempre para nuestro grupo- Elio Vittorini estaba allí para sostenernos e incluso arrastrarnos. Qué felicidad, qué buena suerte oírle, verle y, con él, a Italo Calvino. Más tarde a Leonetti. De Alemania llegaron valiosos mensajes, primero de Hans-Magnus Enzensberg, después Günter Grass, Ingerborg Bachmann, Uwe Jonson. ¿Quién fue el primero al que se le ocurrió la idea de una revista internacional? Creo que fue Vittorini, el más apasionado, el más experimentado. Pero, recientemente, la revista Lignes ha publicado, gracias a Dionys Mascolo que los había conservado, algunos de los documentos concernientes a esta tentativa que no fue vana, incluso aunque fracasara.
Del lado francés, Louis-René des Forêts –y aquello fue lo más valioso- nos había aportado algo más que su colaboración, puesto que había aceptado ser el secretario de la revista por venir, garantía de vigilancia y de reserva respecto de tantas pasiones. Maurice Nadeau nos aportó su experiencia y Roland Barthes su fama. Aquél trabajó mucho, y fue tan sensible al fracaso que nos propuso buscar las causas y establecer las responsabilidades. Hubiera querido erigir una tumba y que nuestra decepción se convirtiese en motor. Si nos negamos, fue a la vez para preservar el futuro y no culpar a unos más que a los otros, escapando así a las desgracias de los grupos que sobreviven gracias al estallido de sus disputas.
Llegó muy rápido, me parece, el movimiento más inesperado, experimentado, sin embargo, como el menos eludible. Aquello tenía que ocurrir. Movimiento del 22 de marzo, revolución de mayo de 1968. La iniciativa no provino de nosotros, ciertamente, pero ni siquiera de aquellos que generaron el impulso y parecieron encabezarlo. Reguero de fuego, efervescencia en la que nos vimos arrastrados y en la que no dejamos de estar juntos, sin embargo, juntos de una manera nueva. No volveré a contar lo que ha sido contado tantas veces, me contentaré con evocar las dificultades de las que apenas fuimos conscientes y que, sin dividirnos, hubieran podido afectarnos. Sé haberlo experimentado: nos habíamos vuelto un grupo de amigos unidos hasta en nuestros desacuerdos (¿Qué desacuerdos? Los he olvidado). Ahora bien, en los Comités de acción de mayo de 1968, tanto como en las manifestaciones, no había amigos, sino camaradas que se tuteaban enseguida y que no admitían ni diferencia de edad ni reconocimiento de una notoriedad previa (Sartre se dio cuenta de ello rápidamente). Entre las prohibiciones escritas en las paredes, había una que nos recordaba a veces (y sobre la que ignorábamos que provenía del Talmud): está prohibido envejecer (ver Le libre brûlé). Durante ese tiempo, estuve más cerca de Robert y de Monique Antelme, dejando a Dionys pasar sus días y sus noches en luchas tan simbólicas como reales. Recuerdo la jornada pasada en Flins con Marguerite Duras, cuando teníamos la intuición que algo decisivo iba a ocurrir (hubo un muerto). Con Robert y Monique acudí al estadio Charléty para oír a Mendès-France, que sólo estaba allí para afirmar su solidaridad, avalar un movimiento que no era más que movimiento, y sin duda, para proteger a los manifestantes que no querían serlo y a los que nada podía amenazar, salvo el hastío, la ausencia de objetivo, la revuelta interminable. A pesar de nuestras precauciones, en los Comités de acción y en otros lugares, seguimos suscitando reservas, porque la amistad no deja espacio a la camaradería. Tuteábamos a los camaradas, pero, en tanto que amigos, nosotros no nos tuteábamos. Llego a veces a quitarle la razón a Dionys para desolidarizarme de la amistad. Cuánto me cuesta; pero, un poco más tarde, con su generosidad sin igual, me dice: «Le comprendo muy bien.» La última manifestación, la que estudiantes, escritores y trabajadores, habíamos organizado. Manifestación prohibida (recibí esa mañana misma en mi domicilio un documento oficial de la Prefectura: ¿Cómo podían los funcionarios conocernos tan bien?), que me deja el recuerdo de Michel Leiris: Caminamos, cogidos del brazo, con Marguerite entre los dos, para protegernos los unos a los otros, y es Claude Roy quien tiene el honor de ser detenido y arrojado al furgón en el que la policía necesita colocar a sus victimas para que el orden no sea escarnecido en exceso.
La amistad, la camaradería, querido Dionys, me hubiera gustado preguntarme desde la lejanía con usted que está tan presente, como con aquellos que lo están incluso más, porque, desaparecidos, no pueden respondernos más que mediante su desaparición: los muertos que hemos dejado ausentarse y quienes nos han puesto en entredicho, puesto que no somos nunca inocentes de su muerte. En nosotros se deja sentir la certidumbre de ser culpables por no haberles retenido y por no haberles acompañado hasta el fin. Yo había concebido el ingenuo proyecto de discutir con Aristóteles, con Montaigne, de su concepción de la amistad. ¿Pero para qué? La tristeza me permite solamente reproducir aquellos versos que podrían ser tanto de Apollinaire como de Villon y que hablan del tiempo de la amistad, en lo que tiene ésta de fugaz hasta en su duración más allá del fin.
¿Qué ha sido de mis amigos?[...]
Veo que están demasiado esparcidos
No fueron bien sembrados
Y se han malogrado
Son amigos que se lleva el viento
Versos emotivos, pero mendaces. Aquí contradigo mi comienzo. Fidelidad, constancia, resistencia, acaso perennidad, éstos son los rasgos de la amistad o, al menos, los dones que a mí me ha concedido.
La Philia griega es reciprocidad, intercambio de lo Mismo con lo Mismo, pero nunca apertura a lo Otro, descubrimiento del Otro en tanto que se es responsable de él, reconocimiento de su pre-excelencia, vigilancia y despabilo por eso Otro que no me deja nunca en paz, goce (sin concupiscencia, como dice Pascal) de su Altura, de eso que le pone siempre mucho más cerca del Bien de lo que pueda estarlo «yo».
He aquí cómo saludo a Emmanuel Lévinas, el único amigo -¡Ah, amigo lejano!- a quien tuteo y que me tutea a su vez; ha sucedido, pero no porque fuéramos jóvenes, sino por una decisión deliberada, un pacto que espero no quebrantar jamás.