Uno, 121, millones de intelectuales

Anne Querrien
Artículo aparecido en el nº 66 de la revista ARCHIPIELAGO, 2005 

La cuestión del papel de los intelectuales se plantea hoy con la nostalgia de aquellos dos momentos eminentes que fueron el caso Dreyfus y el Manifiesto de los 121. Dos momentos en los que los intelectuales se mostraron capaces de cambiar el curso de la historia o de desplazar su valoración, capaces de desempeñar un papel decisivo. Resulta paradójico preguntarse si los intelectuales tienen un papel decisivo justo cuando el lugar que ocupan en la producción es, cuantitativamente, cada vez más importante. Pero ese lugar está sometido. De ahí a creer que los intelectuales han muerto y que al último de ellos no le queda más que erigirles una tumba, como ya hiciera Jean François Lyotard, cantor de la postmodernidad, en 1984, no hay más que un paso. Un paso que se ha negado a dar y contra el cual se ha alzado Maurice Blanchot en un pequeño ensayo: Les intellectuels en question. Ébauche d'une reflexion (París, Fourbis, 1996)1.

El intelectual, a riesgo del afuera

Maurice Blanchot es una de las figuras preeminentes de la intelectualidad francesa posterior a la Segunda Guerra Mundial. Es uno de los firmantes del Llamamiento de los 121 y ésta es la experiencia que le hace recusar la postura de Jean François Lyotard. No es el trabajo profesional como escritor, erudito o artista lo que le llevó a firmar ese llamamiento, sino “una parte de nosotros mismos que no sólo nos desvía momentáneamente de nuestra tarea, sino que nos devuelve hacia lo que se hace en el mundo para juzgar o apreciar lo que en él se hace” (p. 12). La revuelta no es la función del intelectual en la sociedad, sino el devenir libre de la aplicación al mundo que su función exige: un exceso. El intelectual es el obstinado, el tenaz, lo que le da el valor del pensamiento si, llegado el momento, éste se presenta como un acontecimiento que obliga al intelectual a salir de su quicio, a pensar fuera de su especialidad, una especialidad que de ordinario no abandona, a servir a un universal. ¿Cómo explicar, si no, que los firmantes más destacados de la Declaración de los 121 sean matemáticos, poetas o historiadores de la Antigüedad? En el espacio público, los intelectuales arriesgan prestigios adquiridos en la oscuridad acerca de cuestiones ajenas a sus competencias, de cuestiones comunes a todos los ciudadanos: “Lo extraño de su intervención es que fue colectiva, cuando su exigencia exaltaba la singularidad, de tal suerte que nació un universalismo individualista que mantiene, bajo otros nombres, su potencia de atracción” (p. 18).

El escritor se convierte en intelectual cuando se decide; sólo lo es de forma momentánea y por una causa determinada, aquella por la cual decide devenir circunstancialmente uno más, un luchador, con sus propias armas, uno más “con la esperanza (por vana que sea) de perderse en la oscuridad de todos y de regresar a un anonimato que es incluso, como escritor o artista, su aspiración profunda y siempre desmentida” (p. 59). Para Maurice Blanchot, esta posición ética “impide a los intelectuales la esperanza de una desaparición que les libraría definitivamente de hacerse preguntas y de ser interpelados” (p. 60 y final del ensayo). La política prosigue el trabajo intelectual por otros medios, más colectivos y más potentes; no sustituye al punto de fuga que lo motiva.

Los intelectuales que se sustraen transitoriamente de sus tareas literarias, artísticas o científicas para sostener un movimiento se ven brutalmente confrontados con la necesidad de agenciar, aunque no sea más que en su agenda, diferentes regímenes de intelectualidad, cada uno de los cuales presenta sus propias exigencias. Como demostrara Nietzsche en la Genealogía de la moral , el descubrimiento de nuevos regímenes de intelectualidad o de afectividad no suprime a los precedentes y obliga, por el contrario, al hombre moderno a componerse entre los diferentes regímenes, conforme cada vez a un agenciamiento específico que hará que unos se inclinen más hacia la reacción y el mantenimiento del orden y otros hacia la exploración de nuevos territorios. Así es como la innovación en arte y literatura está, en general, vinculada a la innovación en política.

Tres regímenes de intelectualidad en liza

A mi juicio, en la actualidad y en el pasado que nos ha traído hasta ella cabría distinguir tres regímenes de intelectualidad que, aunque ligados en el momento de su establecimiento a las modalidades técnicas de reproducción del pensamiento, se siguen manteniendo después, pero con nuevas significaciones:

— El régimen de la intelectualidad repetitiva o representativa, en el que el pensamiento trata de reproducir, repetir, representar, transmitir, desde la creencia, que se trata de una representación de lo real, de la repetición de una realidad originaria. Surten la intelectualidad sacerdotes o eruditos cuya aptitud para la representación está garantizada por una organización jerárquica que verifica su capacidad de repetir o de representar de forma metafórica la organización preestablecida. Cuanto más avanza la historia, más se enfrenta este régimen de intelectualidad a la necesidad de elaborar cosas nuevas, lo que lleva a cabo mediante la formación de intelectuales profesionales capaces de introducir lo nuevo en lo ya conocido.

— El régimen de la intelectualidad afirmativa, que nace en el seno del anterior con la imprenta y los medios de transporte modernos, que permiten la desterritorialización de la obra, su difusión masiva y la aparición del autor como modalidad preferente de la reterritorialización. Un autor al que atañe atenerse a los límites, especializarse en la búsqueda de lo nuevo y en el tratamiento original de los acontecimientos. Éste es el régimen de intelectualidad propicio a la intervención política de los intelectuales, tal y como se entiende ésta por regla general: caso Dreyfus, Manifiesto de los 121.

— El régimen de la intelectualidad operativa, que se desarrolla con la puesta en red del conjunto de las capacidades intelectuales ya sea en el seno de la empresa, de la universidad y, de forma global, gracias a Internet, y que se abre a una capacidad de traducción, de reutilización, de modificación permanente, encaminada hacia el devenir de la producción imaginaria y no ya hacia la representación de la realidad. Un régimen en el que no hemos hecho más que entrar, donde intentamos orientarnos y que tendemos a juzgar conforme a las normas de los regímenes precedentes.

La intelectualidad repetitiva

Este régimen de intelectualidad, que fue el primero en desarrollarse cuando la reproducción de los textos suponía prácticamente tanto tiempo como su escritura, no ha desaparecido con la invención de la imprenta, de la televisión o del ordenador. Por el contrario, sus medios se han multiplicado otro tanto. Los lenguajes que se produjeron en aquel contexto seguirán aprendiéndose con mayor eficacia incluso, habida cuenta de que sus regularidades no dan lugar a más alternativa que la de la reproducción exacta. Así es como la escuela, durante un tiempo sacudida por un deseo de intelectualidad afirmativa, e incluso operativa, se encuentra hoy vehementemente dirigida hacia la intelectualidad repetitiva, que, por añadidura, se aprende mejor, como beneficio secundario, en un medio que maneja la intelectualidad afirmativa y sólo vehicula la repetitiva de forma inconsciente. De ahí la exactitud, estadística, de las observaciones de Pierre Bourdieu sobre la herencia intelectual y el capital simbólico.

La intelectualidad repetitiva se presenta hoy en nuestras sociedades bajo sus antiguos auspicios: los de las religiones del Libro o, más exactamente, de los Libros. Ya no sería preciso aprender de forma individual, como afirma la intelectualidad afirmativa, ni mediante libros y ejercicios, como sostiene la intelectualidad operativa. Se aprendería, en el mejor de los casos, mediante la escucha de la palabra del representante del Profeta, del Hijo de Dios o de cualquier otro predicador. La intelectualidad repetitiva retorna a sus orígenes: un texto sagrado, salmodiado, copiado y vuelto a copiar, del que se espera la solución a todas las situaciones y que en la práctica las esconde, sobre todo bajo analogías pero, también, tras unas imágenes cuyo devenir es a veces sanguinario.

La intelectualidad repetitiva puede adoptar también la imagen del triángulo familiar o de cualquier otro esquema de interpretación machacado por la repetición mediática hasta convertirlo en la única imagen de entrada en la realidad, en una suerte de llave universal captadora de todo lo que pasa e incapaz de tratar el acontecimiento a no ser como confirmación o amenaza. La representación política puede ser modelada por los media hasta tal punto que alcance ese grado de repetición, de déjà vu ; la copresencia en la sociedad de otras formas de intelectualidad puede desencadenar entonces fenómenos, de disociación primero y de afirmación después, que vuelvan a transformar la fisonomía del espacio público.

La intelectualidad afirmativa

El descubrimiento histórico de nuevas herramientas técnicas de reproducción del pensamiento, sin duda alentado por el deseo de facilitar su repetición, dio paso a un espíritu de duda, de confrontación, de verificación, que caracteriza a la modernidad. El primer texto impreso es la Biblia: las familias, los individuos, van a poder leerla solos, sin la mediación de ninguna persona autorizada para transmitírsela y para guiar sus comentarios. El protestantismo siembra el individualismo en el mundo y hace que la escuela sea obligatoria como lugar de aprendizaje individual de las técnicas de representación y de transformación del mundo. Al escribirse, los espectáculos dejan de repetir caracteres para erigir personajes y, más tarde, los caracteres mismos se convierten en retratos. El movimiento de individualización penetra todo lo representativo, que ya no es sólo repetición sino también creación, desplazamiento, producción de un mundo de imágenes y textos que especulan partiendo de la realidad, a la que también se ha incorporado la producción textual.

La figura del intelectual moderno nace en Francia a comienzos del siglo xvii con la ironía del Discurso de la servidumbre voluntaria, un texto de La Boetie, o la distancia con respecto a la Corte que se manifiesta en obras como la de Montaigne, Descartes o Pascal. El hombre de letras reflexiona sobre la situación presente y su espejo no devuelve en absoluto una representación de la misma, sino, más bien, unas máximas relativas a los caminos que hay que seguir con la esperanza de una dilucidación. Vana esperanza, puesto que esos caminos no son idénticos, sino propios de cada pensador o artista. Es el comienzo de la fragmentación del mundo del espíritu.

La individuación de la escritura, las controversias entre el escritor o el artista y sus semejantes, la necesidad de percibir una remuneración por parte de quienes han hecho de la escritura, de la investigación o de la creación su profesión, hacen felices a las publicaciones, para las que una firma acreditada es por sí sola un acontecimiento. El mercado de la edición o del arte se organiza con su centro y sus periferias, sus escalas de valores, sus rivalidades. La originalidad de las ideas, unida a una pluma de belleza clásica, se convierte en el valor paradójico más seguro. La universidad continúa en manos de la iglesia, pero alejada de esas justas. Es cierto que la época de la Ilustración es la del triunfo del intelectual como autor, pero un triunfo del que Jürgen Habermas ha demostrado cuán deudor es de aquellos espacios de socialización que fueron los salones. El pensamiento escrito, leído y corregido junto a sus lectores alcanza una claridad insólita al margen de esa índole de agenciamientos colectivos. Cabe subrayar al respecto la corta experiencia del Movimiento del 22 de marzo en 1968, cuyas octavillas se escribían, leían y corregían en asamblea general.

Ahora bien, el Manifiesto de los 121 al que se refiere Maurice Blanchot fue escrito precisamente de forma colectiva por el conjunto de sus firmantes, mediante un juego de idas y venidas facilitado por mediaciones, llamadas telefónicas y encuentros en los cafés. El incisivo texto es esculpido por una situación que pone del lado del pensamiento ciudadano y es firmado por un improbable grupo de personas que, aunque se conocían por su renombre, no habían hecho nunca nada juntas y que se fueron agregando poco a poco en aquel momento. Se trata de personas a las cuales la calidad de su trabajo intelectual o artístico había dado cierta notoriedad en su campo, pero cuyo trabajo no las cualificaba en absoluto para hacer causa común con insumisos y desertores, para adherirse a la causa antinacional del momento. Y sin embargo, su trabajo, al encaminarse cotidianamente al infinito, les confiere el derecho de convocar un día a la opinión para que ésta dirija su mirada hacia el futuro. Esta transferencia del infinito de la creación científica o literaria a la contingencia del porvenir histórico y político es la tarea asumida por los intelectuales, cuyas inevitables consecuencias son la oposición al gobierno y el apoyo al movimiento social, que se transforman en palanca o tenazas. El tiempo, el lugar y los medios para fabricar tales herramientas han de ir de la mano, pero la llamada del afuera es rara vez suficiente para que así sea.

Ser intelectual es algo que se hace en colectivo: cuando alguien lo hace en su morada es porque su economía le permite esa ociosidad. En los salones descritos por Habermas sí se hace, naturalmente, sociedad, aunque se precise además de unas reglas sociales y de una anfitriona que ordenen la conversación. En los partidos, así como en la universidad, en todas las esferas públicas, lo colectivo se amolda a la repetición. El intelectual tensa sus cuerdas entre las esferas públicas y privadas.

La intelectualidad operativa

“¿Qué fue de los amigos?”, cantaba ya Rutebeuf en la Edad Media, pensando en los amigos intelectuales que había perdido. Con la terciarización de la sociedad, la informatización de las cadenas de producción industrial, la multiplicación de las cadenas de televisión y la explosión de los entretenimientos basados en imágenes e información, los vientos domesticadores de la intelectualidad se han desatado. El intelectual ha perdido el papel que, según Foucault, le correspondía de conectar a la gente al sistema de información. Todo el mundo está inmerso en él y, en virtud de los programas cada vez más numerosos de telerrealidad, las palabras tienen el mismo valor provengan de quien provengan. Unos sistemas de elección hiperelaborados son permanentemente reconducidos para crear la ilusión de una sociedad de las alternativas: ustedes eligen lo que pasa, ustedes ya estaban antes ahí, llegaron primero, tienen el control, dominan la situación. O bien, si no se lo llegan a creer, sigan unos cursos de zen o de cualquier otra tecnología del espíritu y aprendan a controlar su cuerpo, lo cual les llevará a la posibilidad de controlar su mente.

Respiren. En este levantamiento de la opinión pública no ha lugar para la conspiración, para las respiraciones convergentes que anunciaba Radio Alice, la radio libre italiana, en 1976. Las individualidades se yerguen las unas junto a las otras, ni contra, ni hacia, paralelas, sin intelectualidad aparente, sin transversalidad , que diría Félix Guattari.

Y, sin embargo, este levantamiento moviliza nuevos agenciamientos maquínicos de comunicación, capaces de multiplicar al infinito las posibilidades de agenciar mensajes, de combinarlos, de traducirlos, de repetirlos, por supuesto, pero también de conjugarlos en la resolución de nuevos problemas, en la destrucción de nuevas fronteras. Las viejas imágenes y los viejos métodos se apresuran en convertir este nuevo medio de comunicación en una repetición de los anteriores, en un instrumento de bloqueo, en un laboratorio de nuevas cocinas ideológicas. Cuando la intelectualidad recibe los acontecimientos del afuera, muta en intelectualidad operativa para aferrarse a los demás, muta en intelectualidad común, difusa, activa, multiplicadora, abierta. La ideología y su virtud repetitiva luchan de forma encarnizada, sea cual fuere el cauce histórico, contra la innovadora búsqueda de la operatividad, contra la instalación en el tiempo de la interconexión con el afuera lograda durante un cierto tiempo por la intelectualidad afirmativa, por los profesionales del pensamiento desviados de su trabajo. El intelecto ha sido y continúa siendo un campo de batalla.

Traducción del francés de Marisa Pérez Colina

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* De Anne Querrien en español pueden leerse su prólogo al libro de Felix Guattari Plan sobre el planeta: revoluciones moleculares y capitalismo mundial integrado (Madrid, Traficantes de Sueños, 2004) y el libro Trabajos elementales sobre la Educación Primaria (Madrid, La Piqueta, 1994).
Para más información consúltese: multitudes.samizdat.net

NOTAS

1. M. Blanchot, Los intelectuales en cuestión: esbozo de una reflexión, Madrid, Tecnos, 2003. [N. de la T.]

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Anne Querrien es socióloga y filósofa. Trabajó en el Cerfi (Centre d'études et de recherches et de formation institutionnelle) con Félix Guattari, Gilles Deleuze y Michel Foucault y la revista ligada a éste, Recherches. En la actualidad es directora de redacción de la revista Les annales de la recherche urbaine, así como miembro de las redacciones de Multitudes y Chimères. Ha publicado en castellano Trabajos elementales sobre la escuela primaria, Madrid, Endymion.