Después del importante desarrollo que la filosofía del lenguaje y la semántica han tenido en nuestro siglo, hemos empezado felizmente a erder el respeto a ios conceptos y a preocuparnos, más bien, por las condiciones de posibilidad en que tales conceptos emergen. Pero sobre todo comenzamos a dudar de su eficacia, si muchos de ellos, surgidos de un fecundo enfrentamiento entre mente y mundo, entre subjetividad y objetividad, acaban redondeando sus perfiles y adquiriendo un rostro distante y solemne. Algo de esto podría pasarle al concepto de razón, de razón vital.
Ortega hizo surgir este concepto, y la intuición que en él se encierra, de una confrontación con la historia más reciente y, por supuesto, con la tradición filosófica occidental. En esta tradición se expresan dos concepciones epistemológicas diferentes: el racionalismo y el relativismo. Ambas, según Ortega, manifiestan dos posturas antagónicas. El racionalismo parece que tiene que ver con la verdad, el relativismo con la vida.
Efectivamente, el concepto de razón, de dilatada historia, necesita como contraste un concepto paralelo: la verdad. Tal vez, desde Platón, la verdad supone una cierta inmutabilidad, un carácter ideal desligado de las mutaciones y variabilidades del mundo. Es cierto que el concepto griego de verdad, frente a la verdad como confianza de la tradición hebrea, aunque ha sido entendido como «aquello que es antes de haber sido», va indisolublemente unido al Logos. Por ello, en Aristóteles la verdad llegará a ser una propiedad de ciertos enunciados y no necesariamente de aquellos que tienen significación (Aristóteles, De Interpretatione 17 a 1). Esta variante ofrece a la verdad un engarce riguroso, y una clave importante a toda proposición expresada: la posibilidad de verificarse. A pesar de las diversas interpretaciones de razón, esta simple función del lenguaje humano, que se articula en proposiciones verdaderas o falsas, ofrece al concepto de verdad un claro sustento. Verdad es lo que se dice; pero no todo lo que se dice es verdadero. El Logos es pues una posibilidad. Una posibilidad que sólo se realiza, como verdadera, cuando es verificable. Esta ambigua constitución del Logos lo sitúa en un dominio histórico, en una inevitable atadura a aquel que habla y por el que el Logos tiene sentido y consistencia. Todo enunciado está por consiguiente supeditado a un segundo momento que permite determinarlo como verdadero o falso.
Sin embargo la verdad o la falsedad puede diluirse en una perspectiva absoluta, por aquellos imperativos de consistencia que obligan. Para adquirir categoría de ciencia, a convertir sus afirmaciones en necesarias y universales. Pero, al parecer, esta pretensión tiene en el fondo un marcado tinte platónico. al desplazar el problema de la verdad hacia un territorio eidético en el que las afirmaciones posean el contraste supremo e inmutable. La verdad parece entonces convertirse en «emunah», en confianza, y a través de ésta, en plenitud. La razón goza aquí de una suprema característica. Se inserta en un universo en el que reina la idea clara y distinta, el ordo geometricus o la reine Vernunft.
La búsqueda de esta inmutabilidad y seguridad en el Logos del hombre no deja, sin embargo, de convertirse en una utopía, en un lugar sin lugar, o sea en un lugar sin tiempo y sin historia. El relativismo irrumpe, pues, por este resquicio utópico, por esta dificultad que brota más bien de la realidad que del deseo. Porque podemos soñar Verdades inmutables; perfectos sistemas de contrastes para nuestras afirmaciones; pero la realidad es histórica. Evidentemente todo Logos es semántico, significativo; pero 110 todo Logos es apofántíco, no todo Logos puede reducirse a un juicio en el que sea posible determinar su verdad o su falsedad. «Una súplica es un Logos; pero no es ni verdadera ni falsa.. . su examen es más propio de la retórica o de la poética» (Aristóteles, De Interpretatzone, 17 a 4-6).
No sólo en el hombre que usa el Logos ceñido a una circunstancia concreta, instado por el sistema de referencias sociales, sino que ya en la misma estructura del Logos se escapa una buena parte de El a la rigurosa presión apofántica. Por consiguiente el relativismo no viene al Logos. A la supuesta razón como una alternativa a la coherencia de lo inmutable, de lo siempre así. Sino que todo Logos, toda razón, es en su misma raíz relativa, o sea incontrastable para la segura férula de la verdad o falsedad. El racionalismo o el relativismo no dejan, pues, de convertírsenos en dos famosas ingenuidades terminológicas. Según el conocido texto de Aristóteles el hombre lo es por tener Logos (Política, 1, 2, 1253 a lo), por tener lenguaje, o como una inexacta traducción ha patentado, por ser racional. No sería una hipótesis demasiado atrevida la que nos llevase a afirmar que una parte de esa ingenuidad terminológica proviene de esa parcial interpretación. El hombre es un animal que tiene Logos, pero no tiene Razón. La Razón es una forma subsidiaria parcial del Logos, como el juicio es una forma parcial (apofántica) de la plenitud semántica del Logos (Aristóteles, De Inteqretatione, 16 b 26 SS). «Ni el absolutismo racionalista -que salva la razón y nulifica la vida-, ni el relativismo que salva la vida evaporando la razón. La sensibilidad de la época que ahora comienza se caracteriza por su insumisión a este dilema. No podemos satisfactoriamente instalarnos en ninguno de sus términos ». (Ortega, El tema de nuestro tiempo, en Obras, Madrid-Barcelona, Espasa Calpe 1932, p. 754). Efectivamente Ortega ve, en la época en que escribe estas palabras, la dificultad de aceptar esa polarización entre esos extremos, sancionados por una tradición que los ha manejado y utilizado.
Pero el dilema que conforma esta dificultad es un dilema inconsistente. Para que esta tajante alternativa pudiera tener el carácter de un problema filosófico, tendría efectivamente que serlo.
De la misma manera que no hay una razón pura, no hay tampoco un relativismo puro. Toda razón es impura, todo relativismo está incrustado en una forma de razón y en la plenitud del Logos. La instalación en uno de estos extremos, además de un ejercicio metalingüístico, de un absoluto juego teórico, es una exageración. Establecida en la frontera de un deseo, el sueño de la pura razón, de la inasible fluencia, queda relegado al espacio contemplativo construido desde una teoría, desde una mirada insuficiente. Porque en la misma página en la que Aristóteles nos dice, en la Política, que el hombre es un animal que tiene Logos, nos dice también que es un animal político, o sea un animal que vive en comunidad, que siente su individualidad como solidaridad y que esta retícula social se tiende principalmente porque el hombre habla y en esta comunicación que el lenguaje permite radica su carácter político.
En este momento el Logos adquiere un sentido instrumental. La moderna razón instrumental que busca, en el diálogo y en la racionalización de los medios, una nueva y moderna forma de interacción, encuentra el eslabón perdido en el texto aristotélico. «Cuando utilizamos la expresión racional, establecemos una estrecha relación entre racionalidad y saber. Nuestro saber tiene una estructura proposicional: las opiniones se explicitan bajo la forma de proposiciones. Este concepto de saber es al que hay que presuponer sin más explicaciones, y tiene menos que ver con conocimientos y con la obtención de saber que con el modo como sujetos capaces de hablar y de obrar utilizan ese saber. (J. Habermas, Theoria des Rommzlnkative Handels, 1, Frankfurt, Suhrkamp 1981, p. 25.) Por consiguiente, «la racionalidad... no es una facultad sino un método». U. Mosterín, Racionalidad y acción humana, Madrid, Alianza Editorial, 1978, p. 17.) Precisamente ese abreviado concepto de razón con que se ha esclerotizado el Logos griego, nos enseña sólo un aspecto de esta doble ciudadanía que caracteriza al hombre, y en la que cabe un Logos que abarca tanto el juicio que se reclina en la verdad que lo contrasta, como toda una serie de proposiciones que sólo encontraría cobijo en la Retórica o en la Poética. «El racionalismo es un gigantesco ensayo de ironizar la vida espontánea mirándola desde el punto de vista de la razón pura.» (Ortega, ob. cit. p. 766.) Pero la razón pura no existe. Forma parte de una de esas ingenuidades que, desde siglos, han acompañado a la larga marcha de la filosofía. (Hans G. Gadamer, Die philosophzichen Grzrndlagen des zwanzigsten Jabrbunderts, en Kleine Schnften I, Phtiósopbie, Hermeneutjk. Tübingen, Mohr, 1967, p. 140 SS.) Existe, sobre todo, un Logos, un lenguaje proferido, utilizado, recreado por hombres. La Polis convierte en método este Lagos, o sea en forma determinada de alcanzar una comunicación y, con ella, de establecer los vínculos ideales para que la retícula social se configure.
«El tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo.. . La misión del tiempo nuevo es precisamente convertir la relación y mostrar que es la cultura, la razón? el arte, la ética quienes han de servir a la vida.» (Ortega, ob. cit. p. 767.) Ortega descubre aquí una importante perspectiva. La localización de la razón en la vida es, a mi juicio, una forma anticipada de simbolizar ese amplio espacio de la razón como Logos, como lenguaje que, al estar necesariamente instalado en la Polis, tiene que ser, al mismo tiempo, un método para constituirla.
La moderna sociología sigue luchando con este concepto de razón, que hay que descubrir, según Ortega, en un horizonte más amplio que aquelque cubre la ingenuidad terminológica de la racionalidad, y que se enfrenta a un relativismo que ofrece, como alternativa, la espontaneidad de la vida. En el panorama contemporáneo, la reflexión de Ortega se recoge en otro espejo. No en la razón vital, sino en una razón social, en una razón colectiva que tensa su entramado en una suma de informaciones y niveles que articula el lenguaje y que distribuye y agrupa el poder.
Sin embargo el nuevo concepto de razón, o la reflexión sobre ese método para entender el mundo, asimilarlo y comunicarlo, no nos lleva tanto a establecer otra terminología cuanto a analizar, en medio de circunstancias muy concretas, sus condiciones de posibilidad. Indudablemente una parte fundamental del pensamiento de Ortega, su riqueza de temas, algunas de sus perspectivas son esfuerzos ejemplares por llegar a esas condiciones. Los nervios que conmueven el organismo de su obra están construidos sobre elementos dispares, sobre intuiciones de distintas trasparencias. Todo ello busca, sin embargo, dejarse llevar por la «fluencia vital» y alcanzar, así, un mundo teórico que, al tiempo de ser imagen de lo real, sea también instrumento de modificación y de organización.
El planteamiento que hoy Ortega habría desplegado no es, con todo, aquel que se construye con una serie de fórmulas estereotipadas, aunque emblematicen algunas de sus más potentes intuiciones: la relación de un Yo que recoge en su mismidad la circunstancia, en lo inmanente de la conciencia lo trascendente de la realidad cosificada, de la alteridad. Uno de los temas importantes de la razón vital, lo constituye según se ha escrito, la fórmula de no saber a qué atenerse, analizada por Marías (Introducción a la Filosofa en Obras 11, Madrid, Revista de Occidente 1958, p. 79 SS). En ella se encierra un proyecto de conocimiento, ante la incertidumbre que teje tantas veces la trama de la vida humana. Pero el problema que hoy se debate y que el Ortega de nuestro tiempo no podría soslayar son más bien los ingredientes que, constituyendo ese saber, hacen rellenar las fisuras con que la realidad se nos presenta. Las preguntas que surgen ante ese habitual paisaje terminológico son el mejor estímulo para seguir convirtiendo las terminologías en palabras. En definitiva, para pensar. Cómo podemos saber? ¿Está el hombre educado para saber? ¿Quién es el que puede saber? ¿Para qué saber? ¿De qué se hace el saber? En un mundo como el nuestro en el que la información y los mensajes se administran, controlan e ideologizan, jtiene sentido el planteamiento de un concepto como el de saber sin, al mismo tiempo, convertir una posible razón vital en un instrumento que arranque, del conglomerado de ofuscaciones, la patencia de una teoría y la eficacia de unos instrumentos mentales que la hagan incidir en las cosas?
En una palabra, y aún a riesgo de establecer una hipótesis inviable, el tema de nuestro tiempo nos lleva hoy a preguntarnos por la constitución de la racionalidad. Razón no es un concepto hierático. No es un término. En el momento que articulamos este término en contextos descubrimos los elementos de la realidad y de la historia que contribuyen a su formación. La razón, precisamente porque es histórica, porque está siempre supeditada a un individuo que la articula y la hace palabra, es, en cierto sentido, producto de una ambigüedad. De esa ambigüedad que permite que el viejo y sonoro término descubra la debilidad de estar hoy, más que nunca, sometido a quien puede manipularlo.