Arte y Ciudad

Jean Luc Nancy
Disturbis. Número 9 Primavera 2011
Este texto es la base de una conferencia dada por el autor en el  Museo de Arte Contemporéneo de Barcelona  en colaboración con el màster  Gramáticas del Arte Contemporáneo  en marzo de 2011.
Traducción de Jèssica Jaques 

¿Acaso pertenece el arte a la ciudad? La respuesta es "no", y este "no" ha de ser tanto más rotundo cuanto más prevalezca la confusión respecto a esta cuestión. Ciertamente, el hecho de que la pregunta sea osada otorga una oportunidad a todas las respuestas, e incluso tenemos el derecho de suponer que la pregunta se formula para oponerse a la confusión. En este caso, hay que comprender la pregunta bajo el siguiente tono: "¿Verdaderamente, podemos pensar que el arte pertenece a la ciudad? Se repite por doquier que el arte es político y que debe serlo, pero esto ¿es cierto? ¿En verdad lo pensáis?".

No hay nada que me parezca más pernicioso que esta confusión. Al afirmar que el arte es político lo subordinamos a un fin o a un orden de fines y lo privamos de la perspectiva de la "finalidad sin fin" que es la que más propiamente lo caracteriza. O, en todo caso, habría que explicar cómo la finalidad sin fin llega a la política. Pero en realidad no sabrá entrar sino para salir: el "sin fin" excede necesariamente al orden de los fines al cual pertenece la política. Es decir, al orden de las técnicas. Las técnicas son -en el sentido más amplio del  término- todos los procedimientos que permiten conseguir un fin que no está dado previamente en un proceso natural. El arte es la técnica de un fin que desborda el concepto de fin, puesto que no se puede proponer a éste un concepto que haga converger los medios requeridos hacia su realización. Este fin desbordante lo llamamos "belleza" o "sublimidad". La política no tiene necesidad de estas categorías. 

Efectivamente, la política es la técnica -también el "arte", en el sentido antiguo del término, y específicamente el "arte de gobernar"- cuyo fin consiste en la disposición, el equilibrio, la estabilidad  de la existencia común de un grupo del cual no se halla principio o fundamento de su ser común. Cuando sí se encuentra un fundamento, como en una teocracia o en una sociedad en la cual las jerarquías, las funciones, las relaciones son fijadas por un peso suficiente de la tradición (sin duda, siempre mitológica en un análisis último), no podemos hablar rigurosamente de "político" ni, consecuentemente, de "ciudad". 

 La ciudad o bien se apuntala en una religión civil o bien se pone una y otra vez en cuestión. Las religiones civiles no han sido ni muy numerosas ni muy duraderas en la historia occidental: Atenas y, sobretodo, Roma, representan la totalidad de nuestra experiencia en la materia. Tras el fin de Roma, sólo se puede señalar la casi-religión civil de los Estados Unidos -país explícitamente fundado sobre una afirmación religiosa pero que, sin embargo, no ha instalado el sistema de observancia que requiere una religión. Para el resto del mundo occidental, incluida Inglaterra, donde la nacionalización de la religión no ha dado lugar a la separación de poderes, la ciudad y la religión han permanecido distintas esencialmente, a pesar de todas las confusiones, captaciones e instrumentalizaciones. El caso del Islam ha sido diferente, por más que en el período principal de la civilización iniciado por la conquista arabo-musulmana, la distinción no ha dejado de ser efectiva. Ni los diferentes califatos o reinos, ni el imperio otomano fueron teocracias. (De manera muy diferente, parece posible decir lo mismo de la China Imperial, pero haría falta para ello detenerse mucho más cuidadosamente en la historia de Oriente). 

¿Qué pasa con el arte? Recordemos en primer lugar que el "arte" como tal -la idea del arte, si no en su concepto moderno al menos en tanto que técnica de un estatus particular, distinto del de todas las técnicas instrumentales, prácticas, cognitivas y. políticas- sólo aparece con la ciudad. Esto no deja de tener sus razones y consecuencias. 

El arte aparece como tal a partir del momento en que la existencia común debe inventarse un orden propio de justificaciones, de fines y de técnicas, por encontrarse desligada de órdenes teológicos, cósmicos y jerárquicos en el sentido fuerte de la palabra. Para decirlo de modo vasto: a partir del momento en el que lo común, en tanto que tal, sólo tiene como fundamento la asociación de intereses, desprovista de una verdadera proveniencia y destino comunes. Es entonces que el derecho acude a articular las relaciones -la ciudad es, antes que nada, un orden impuesto por derecho-, mientras que ciertas técnicas y competencias son requeridas para hacer funcionar la asociación (aquí, dos técnicas resultan esenciales: la primera, la más antigua, es la de la moneda, la segunda la de la argumentación y la deliberación, el dia-logos. El destino común permanece figurado ( figuré ) por la religión civil, a la cual pertenece, por otra parte, esta forma de arte tan particular que es el teatro -tragedia y comedia, las dos provenientes del culto- que, hasta la actualidad, no ha dejado de mantener relaciones específicas con la política. Sin embargo, tal como ya he recordado, la religión civil no se sostiene, no llega a conseguir la estabilidad y la permanencia que conocieron las formaciones arcaicas de las tribus y / o de los imperios. 

    La técnica del arte -o, mejor dicho, las técnicas de las artes- consiguen la autonomía en el momento en que la figuración del destino común devino frágil, incierto, es decir, imposible. Puede decirse que la tragedia cumplía en Atenas una función casi-cultual, por más que estuviera desligada de los cultos propiamente dichos, fueran cívicos o vinculados a los "misterios". El destino común que expone ya no es propiamente el de la comunidad, sino que tiende a convertirse en el de los hombres en general o en el de los individuos apartados de la ciudad. Quedaría por contemplar, si es que puedo hablar de este modo, la poesía trágica. (Y aquello que, ante ella -señalo aquí simplemente esta otra vertiente de la historia- reivindica el papel de la más alta y más auténtica poesía, que sería la filosofía; ésta, por consiguiente, se verá en la tesitura de dar cuentas del fenómeno llamado "arte".)

 Podríamos decir lo mismo de todas las formas del arte, que, más o menos y por otra parte, están siempre presentes entorno al teatro. Para cada una de estas formas sería posible decir: permanece -la pintura, permanece- la danza, permanece- la música, etc. El arte sería entonces lo que se desliga de la celebración religiosa cuando ésta ya no está íntimamente imbricada en la ordenación de la vida común. Podría considerarse desde este punto de vista que las religiones nuevas que están a punto de nacer, y que ya no son "religiones" en el mismo sentido que antaño, serán antes que nada religiones de la comunidad, de una comunidad el ser-común de la cual es, de alguna manera, él mismo el corazón de la religión, o aquello que se pone en juego en ella, y no un conjunto de relaciones con potencias divinas y demoníacas. Y, de aquí, que estas religiones nacen en un intervalo sensible al arte: por más que no esté repudiado formalmente, sin embargo se rechaza lo que pueda comprenderse como técnica de figuración del destino común, o de la comunidad en sí misma. Para ser exactos, hay que decir que es únicamente en estas condiciones que puede aparecer la idea de "figuración". El arte egipcio o el arte babilónico no figuraba a sus dioses, sino que modelaba su  apariencia. 

Así pues, tendríamos que llegar a la siguiente conclusión: el arte es lo que no recae totalmente fuera de la ciudad, sino que colinda con ella y, más precisamente, que colinda con la religión, disociada ésta misma de la ciudad. Entonces, la única cuestión que se suscita es ésta: lo que se dispone de este modo, ¿es un residuo, es decir, se trata de los restos de la celebración cultural, o bien de la adquisición de autonomía por parte de un elemento o de una función ya presente con anterioridad?

A mi entender, la segunda respuesta es la única posible. El arte no puede ser únicamente un depósito de formas y procedimientos vaciados de su potencia cultural -colores, materias, ritmos, timbres, etc. Dos razones muy simples se oponen a una tal hipótesis: la primera es que, si así fuera, el arte no hubiera adquirido autonomía tal como lo ha hecho, y hubiera cedido enteramente a lo que lo separó tanto de las religiones civiles (la más efectiva, la de Roma, muestra hasta qué punto la observancia toma el lugar de la figuración) como a lo que lo separó a continuación de las religiones de la comunidad (llamadas "monoteístas"). Resulta del todo improbable que el fenómeno que deriva en la total adquisición de autonomía -y de problematización- de la cosa que hoy se llama "arte" proceda de algo que sobrevivió pobremente. Un espíritu "monoteísta" muy estricto podrá decir que el arte perpetua la idolatría , cuyo vicio infecta el corazón de los hombres. Ahora bien, si resulta exacto que el arte, desde su nacimiento griego e, incluso, podría llegar a decir, antes de este nacimiento, ha favorecido algún aspecto de la idolatría, es decir, de la veneración de presencias falsas, de apariencias privadas de cualquier aparecer de lo divino, y si resulta exacto también que esta idolatría del arte, en el arte y por el arte -con fetichismo, cultos, exaltaciones, etc- tiene a buen seguro que ver con toda la historia que estoy evocando aquí, resulta todavía por otra parte más remarcable que el arte, en toda su historia, no deja de repudiar esta idolatría. Ciertamente, el arte siempre se ocupa de otra cosa que de hacer aparecer presencias ilusorias; indica siempre que no tiene ninguna especie de divinidad a hacer surgir, sino que, al contrario, lo que llama "belleza" o "sublimidad" se distingue, se separa y se desprende de cualquier función divina (si entendemos por esto una forma de salud, de providencia o de destino sobrenatural). 

La segunda razón ha de tomarse en el arte antes del arte: es decir, en el hecho de que las técnicas de figuración, de celebración, de veneración, de consagración jamás, en ninguna cultura, están simplemente exentas del momento o del aspecto de la técnica sin fin o de la técnica "del" sin fin. Se ha discutido mucho sobre la legitimidad de los juicios estéticos aplicados al arte africano o oceánico, por ejemplo. Las observaciones etnológicas más recientes muestran que la apreciación estética no está ausente ni en los "artistas" de estas culturas ni en sus "públicos", incluso si resulta delicado imponerles una categoría tan particular, reciente y discutible como la de "estética", puesto que procede de una distinción de lo "sensible" que corre el riesgo de resultar ajena a estas culturas. 

Ahora bien, más acá o más allá de la etnología, nuestra propia relación con las "obras" consideradas resulta suficiente para proporcionar la prueba: no somos nosotros los que hemos impuesto al arte africano una percepción y un juicio ajenos a los principios culturales que lo regían (y que, por lo demás, no eran siempre exclusivamente culturales, desde el momento en que se trataba, por ejemplo, de objetos domésticos). Al contrario, son estas obras las que se han hecho reconocer por lo que son: objetos de culto, sin lugar a dudas, pero a los que se vincula y de los que se desprende, al mismo tiempo, la independencia de un gesto, el deseo de una forma -sea visual, sonora, de danza-. Si bien es cierto que retirar estas obras de sus contextos de origen las priva de su aura, no es menos cierto que el aura artística es de otra naturaleza, desvinculada del contexto, de la obediencia y de la observancia, y se vuelve hacia el enigma de lo que llamamos "bello" o "sublime" y que ni mucho menos se deja llevar a ningún servicio de celebración o de consagración, incluso si ella misma se mantiene como enigma y, quizá, precisamente por ello. 

Así pues, mostramos que el arte coexiste, por decirlo de algún modo, como compañero independiente de la celebración cultural, así como de la organización de lo común, estén las dos confundidas, entramadas o separadas. El arte, por su parte, ocupa siempre un lugar distinto, incluso si tal o cual cultura no lo designa. 

* * *

Por supuesto, esto no quiere decir que el arte no tenga nada que ver con la existencia común. Pero lo que tiene que ver con ella no revela aspectos ni de la religión, ni de la política, ni tampoco de la economía, ni del sistema de parentesco, del derecho o de todas las técnicas aferentes. Es fuertemente dependiente de los dispositivos materiales, simbólicos y afectivos que determinan un momento de cultura: toma de ahí sus ocasiones, sus móviles, sus pretextos; allí encuentra también formas, esquemas, gestos, tonalidades. Pero lo que hace en la existencia común no consiste en organizar o en modelar su destino, ni en darle ninguna especie de razón primera o última. Antes bien, la retira a estas esferas o a estos órdenes para volverla hacia ella misma: en tanto que lo "común" no es sólo lo que asociaría individuos, ni lo que fundaría una comunidad, sino lo que nos hace relacionarnos los unos a los otros independientemente de las relaciones de fuerzas, de intereses y de creencias. Aquello que nos relaciona unos con otros es que podemos intercambiar signos de una finalidad sin fin, puesto que, únicamente  una finalidad como ésta, que no está sometida a ninguna esperanza de cumplimiento ni de destino -sea histórico o sobrenatural- responde a nuestra existencia y, muy precisamente, al hecho de que esta existencia es en común, de que es esencialmente "ser-con" o es esencialmente compartir ( partage ). Compartir las voces, los signos, los gestos, de las formas -compartir la preocupación de tratar de compartir, que no es sólo la preocupación de comunicar sino también de la proximidad del "con". Porque, en esta proximidad, y sólo en ella, se pone en juego lo que tiene que ver con el sentido: no el sentido formado, instituido y con un destino, sino del sentido, si puedo formularlo así, en estado puro, es decir, en estado naciente, en estado de signo o señal sensible que indica algo distinto a un uso, a una función o a una legitimación. 

¿Qué es lo que pasa cuando algunos pintan animales sobre las paredes de grutas, mientras otros hacen vibrar cadenciosamente cuerdas tensadas o soplos  de aire en cañas, y, todavía más, mientras otros explican historias en una lengua especialmente trabajada, reinventada? Lo que pasa es que se generan proposiciones de sentido, lo que pasa es que, al menos algunos, sienten que comprenden o que comprueban que estas proposiciones son, ciertamente, las suyas, y que no lo hubieran sabido si no les hubieran sido enunciadas. Que este compartir (partage) sea antes, ostensiblemente, el de un pequeño número, no impide que por contagios imperceptibles y por desplazamientos, transposiciones -a través también de esferas diferentes de actividad artística, puesto que las artes "populares" participan del mismo movimiento -alguna cosa de lo común, es decir, del sentido, tenga lugar. Y esto es sin fin. 

Así pues, el arte pertenece a lo común, no a la ciudad. Ello no impide que la ciudad tenga respecto a él el deber mayor de permitir su ejercicio. Se sigue de aquí toda una serie de condiciones que la política debe tener en cuenta en tanto que ella debe prohibirse a sí misma otorgar fines al arte. Pero éste no es el lugar para desarrollar estas condiciones. 

Acabaré simplemente citando una entrevista reciente del músico Mikis Theodorakis. Militante político muy comprometido, y por esta razón preso en el pasado durante un tiempo, declaró: "Por suerte, no me he identificado nunca con la política. Incluso durante los períodos en los que estuve preso por razones políticas, funcionaba interiormente como un artista absolutamente libre, consagrado a su obra principal, la música" [1].

 

NOTAS

[1] Declaraciones recogidas por Yorgos Archimandritis, Le Monde, suplemento M al número 20233, fechado el jueves 11 de febrero de 2010, p. 13.

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