Hacia 1930, cuando el fascismo empezaba a ser "la esperanza del mundo", algunos jóvenes iatalianos descubrieron en sus libros a Norteamérica, una Norteamérica pensativa y bárbara, feliz y pendenciera, disoluta, fecunda, grávida de todo el pasado del mundo y al propio tiempo joven e inocente. Durante algunos años aquellos jóvenes leyeron , tradujeron y escribieron con un gozo del descubrimiento y la rebeldía que indignó a la cultura oficial, pero el éxito fue tal que obligó al régimen a tolerar para no quedar en ridículo. ¡Vaya una broma ! Éramos el país de la romanidad renacida donde hasta los agrimensores estudiaban en latín, el país de los guerreros y de los santos, el país del Genio por garacia de Dios ¿y aquellos pelafustantes y novatos, aquellos mercaderes coloniales , aquellos palurdos millonarios se atrevían a darnos una lección de gusto haciéndonos leer, discutir, y admirar? El régimen toleró rechinando los dientes y estuvo alerta, siempre dispuesto a aprovecharse de un paso en falso, de una página demasiado cruda o una blasfemia demasiado clara paracogernos in fraganti y atizar el estacazo. Asestó algunos golpes, pero fue en vano. El sabor de escándalo y fácil herejía de los nuevo s libros y sus argumentos, el ansia de rebeldía y sinceridad que hasta los más lelos sentían palpitar en aquellas traducciones, resultaron irresistibles para un público aún no entontecido del todo por el conformismo y la academia. Se puede afirmar que, al menos en el campo de la moda y del gusto, el nuevo capricho contribuyó no poco a perpetuar y alimentar la posición política, bien que genérica y fútil, del público italiano „que leía“. Pra mucha gente el encuentro con Caldwell, Steinbeck, Saroyan, e incluso el viejo Lewis, significó el primer resquicio de libertad, la primeras sospechas de que no toda la cultura del mundo terminaba en los fasci.
Es obvio que para quien supo aprovecharla la verdadera lección fue más profunda. Los que no se limitaron a hojear la docena de libros sorprendentes publicados por aquellos años en los Estados Unidos, los que sacudireon el árbol para que cayeran también los frutos escondidos y escarbaron alrededor para desubrir las raíces, muy pronto se convencieron de que la riqueza expresiva de aquel pueblo nacía no tanto de la llamativa, y en el fondo cómoda, búsqueda de asuntos sociales escandalosos como de la severa ambición, que ya tenía un siglo, de ceñir con la palabra la entera vida cotidiana.. De ahí su esfuerzo continuo para adecurar el lenguaje a la nueva realidad del mundo, para crear en suma un nuevo lenguaje, material y simbólico, que se justificara por sí mismo y no por tradicionales complacencias. Y de este estilo, frecuentemente trivializado, que no obstante seguía sorprendiendo en los libros recién aparecidos por su insólita evidencia, no fue difícil descubrir iniciadores y pioneros en el poeta Walt Whitman y el narrador Mark Twain, en pleno siglo XIX.
En ese momento la cultura norteamericana se convirtió para nosotros en algo muy serio y precioso, en una especie de gran laboratorio donde con distinta libertad y distintos medios los mejores de entre nosotros perseguían el mismo objetivo -quizá con menor inmediatez, pero con la misma obstinación- : la creación de un gusto, un estilo y un mundo modernos. En fin, aquella cultura nos pareció un lugar ideal de trabajo y de búsqueda, de laboriosa y porfiada búsqueda, algo más que la Babel de clamorosa eficiencia y cruel optimismo inspirado por el neón que aturdía y deslumbraba a los ingenuos, Babel que aderezada con alguna hipocresía romana tampoco hubiera disgustado a nuestros provincianos jerarcas. En aquellos años de estudio nos percatamos de que Norteamérica no era otro país ni un nuevo comienzo de la historia; era simplemente, el gigantesco teatro donde con mayor franqueza se recitaba el drama de todos. Y si por un momento nos pareció que valía la pena renegar de nosotros mismos y de nuestro pasado para entregarnos en cuerpo y alma a ese mundo libre, ello se debió a la absurda y tragicómica situación de muerte civil en que nos había arrojado la historia.
Gracias a la cultura norteamericana, en aquellos años vimos como en pantalla gigante el desarrollo de nuestro propio drama. Nos mostró una lucha encarnizada, consciente e incesante por dar sentido, nombre y orden a las nuevas realidades y a los nuevos instintos de la vida individual y asociada, por adecuar a un mundo vertiginosamente transformado los antiguos sentimientos y palabras. Como era natural en tiempos de estancamiento político, nos limitamos entonces a estudiar cómo habían expresado ese drama los intelectuales de ultramar, cómo llegaron a hablar ese lenguaje, a narrar y a cantar esa fábula. No podíamos adherirnos abiertamente al drama, al problema, y así estudiamos la cultura norteamericana casi como se estudian los siglos del pasado, los dramas isabelinos o la poesía del stil nuovo.
Ahora bien los tiempos han cambiado y tod se puede decir; en realidad, de alguno modo ya se ha dicho. Ocurre que pasan los años y de los Estados Unidos llegan más libros que antes, pero hoy los abrimos y cerramos sin ninguna emoción. En otra época, incluso un modesto libro o filme norteamericano nos conmovía y planteaba problemas llenos de vivacidad, nos arrancaba un asentimineto. ¿Estamos envejeciendo o ha bastado esta poca libertad para distanciarnos? Las conquistas expresivas y narrativas que los norteamericanos llevaron a cabo en tres decenios sin duda perdurarán -Lee, Mastera, Anderson, Hemingway, Faulkner ya están en el cielo de los clásicos- , pero ni siquiera el ayuno de los años de guerra puede empujarnos a amar sinceramente las novedades que ahora nos envían. Sucede a veces que leemos un libro vivo que agita nuestra fantasía y toca nuestra conciencia; miramos luego la fecha: anteguerra. En fin, a decir verdad, creemos que la cultura norteamericana ha perdido su magisterio, aquel sagaz e ingenuo furor que la puso en vanguardia de nuestro mundo intelectual. Y salta a la vista que eso ha coincidido con el final, o la interrupción de su lucha antifascista.
Ahora que han desaparecido las imposiciones brutales podemos comprobar que muchos países de Europa y del mundo son hoy laboratorios donde se crean formas y estulos, y no hay nada que impida a un hombre de buena voluntad, aunque viva en un viejo convento, decir una palabra nueva. Pero sin un fascismo al que oponerse, es decir, sin un pensamiento históricamente progresivo que encarnar, ni siquiera Norteamérica , por muchos rascacielos, automóviles y soldados que produzca, podrá estar en vanguardia de cultura alguna. Sin un pensamiento y una lucha progresiva incluso correrá el riesgo de darse también ella al fascismo, y acaso en nombre de sus mejores tradiciones.
LEER
Por Cesare Pavese
Artículo publicado en "L´Unità" de Turín, 20 Junio 1945.
Es verdad que no hay que cansarse de pedir a los escritores claridad, sencillez y solicitud ante las masas que no escriben, pero a veces también llegamos a dudar de que todos sepan leer. Leer es muy fácil, dicen aquellos que en virtud de su largo trato con los libros han perdido el respeto a la palabra escrita; pero aquel que más que con libros trata con hombres y cosas, y sale cada mañana para regresar por la noche encallecido, cuando se le presenta la ocasión de enfrascarse en una página advierte que tiene ante sí algo ingrato y raro, algo evanescente y al mismo tiempo duro que lo agrede y lo desalienta. Huelga decir que este último está más cerca que el otro de la vedadera lectura.
Con los libros ocurre lo mismo que con las personas, han de tomarse en serio. Pero precisamente por ello debemos guardarnos bien de convertirlos en ídolos, es decir, en instrumentos de nuestra pereza. En este aspecto, el hombre que no vive entre libros y acude a ellos con esfuerzo posee un capital de humildad, de inconsciente fuerza - la única que vale – que le permite acercarse a las palabras con el respeto y la ansiedad con que nos acercamos a una persona predilecta. Y esto vale mucho más que la "cultura"; más aún: es la verdadera cultura. Necesidad de comprender a los demás, actitud caritativa con los demás, que es en fin de cuentas la única manera de comprendernos y amarnos a nosotros mismos; la cultura empieza por aquí. Los libros no son los hombres , son los medios para llgar a ellos; quien ama los libros pero no ama a los hombres es un fatuo o un réprobo.
Hay un obstáculo para la lectura (es el mismo en todas las esferas de la vida): la excesiva confianza en uno mismo, la falta de humildad, la negativa a aceptar lo otro, lo diferente. Siempre nos hiere el inaudito descubrimiento de que otro ha mirado, no precisamente más lejos que nosotros, sino de manera diferente. Estamos hechos de mezquina costumbre. Nos gusta asombrarnos, como los niños, pero no demasiado. Cuando el estupor nos exige salir verdaderamente de nosotros mismos, perder el equilibrio para recobrar otro acaso más precario, entonces fruncimos el ceño y pataleamos, volvemos en verdad a ser niños. Pero de éstos nos falta la virginidad, que es la inocencia. Nosotros tenemos ideas, gustos, hemos leído precisamente unos cuantos libros: poseemos algo, y como todos los propietarios tememos por ese algo.
Todos, lamentablemente, hemos leído. Y así como a menudo los más pequeños burgueses se aferran al falso decoro y a los prejuicios de clase mucho más que los desenvueltos aventureros del gran mundo, así el ignorante que ha leído algo se aferra ciegamente al gusto, a la trivialidad, al prejuicio que allí ha sorbido, y a partir de entonces, si le sucede volver a leer, todo lo juzga y condena según aquel rasero. Es muy fácil aceptar la perspectiva más trivial e instalarse en ella, al calor del consenso de la mayoría. Es muy cómodo suponer que se han acabado los esfuerzos y ya conocemos la belleza, la verdad y la justicia. Es cómodo y cobarde. Es como creer que regalando de vez en cuando una moneda al mendigo quedamos desligados de nuestro eterno y temible deber de caridad. Nada haremos aquí sin respeto y humildad: la humildad que abre brecha en nuestra sustancia de orgullo de orgullo y pereza y el respeto que nos persuade de la dignidad del otro, de lo diferente, del prójimo en cuanto tal.
Hablamos de libros. Es sabido que cuanto más franca y llana es la voz de un libro, tanto más dolor y ansiedad le ha costado a su autor. Por lo tanto es inútil confiar en sondearlos sin sufrir las consecuencias. Leer no es fácil. Y quien, como suele decirse, ha estudiado, quien se mueve ágilménte en elmundo del conocimiento y del gusto, quien tiene tiempo y medios para leer, demasiado a menudo carece de alma, está muerto para la caridad, está acorazado y endurecido por el egoísmo de casta. En cambio, aquel que anhela tener acceso al mundo de la fantasía y del pensamiento casi siempre carece de los primeros elementos: le falta el alfabeto de todo lenguaje, no le sobra ni tiempo ni fuerzas, o peor aún, ha sido descarriado por una falta de preparación, por la propaganda que bloquea y desfigura los valores. Quienquiera que se enfrente con un tratado de física, un texto de contabilidad o la gramática de un idioma sabe que existe una preparación específica , una mínima cantidad de nociones indispensables para sacar provecho de la nueva lectura. ¿Cuántos se dan cuenta de que se necesita un análogo bagaje técnico para aproximarse a una novela, una poesía o un ensayo, y que estas nociones técnicas son inconmesurablemente más complejas, sutiles y huidizas que aquellas otras, y que no están en ningún manual ni en ninguna biblia? Todos piensan que un relato o una poesía, por el hecho de no dirigirse al físico, al contable o al especialista, sino al hombre que hay en todos ellos, es naturalmente asequible para la ordinaria atención humana. Pero, por otra parte, eso de que poetas, narradores y filósofos se dirijan al hombre así, en absoluto, al hombre abstracto, al Hombre , es una tonta fantasía. Ellos se dirigen al individuo de una determinada época y situación, al individuo que tiene determinados problemas y que, a su manera, trata de resolverlos, incluso y sobre todo cuando lee novelas. Por consiguiente, para comprender las novelas será necesario situarse en la época y proponerse los problemas; lo cual en este campo, implica en primer liugar aprender los lenguajes, la necesidad de los lenguajes. Convencerse de que si un escritor elige ciertas palabras, ciertas entonaciones y actitudes insólitas, tiene por lo menos el derecho a no ser inmediatamente condenado en nombre de una lectura precedente donde actitudes y palabras estaban más ordenadas, eran más fáciles o tan sólo diferentes. Este asunto del lenguaje es el más llamativo, pero no el más peliagudo. Es cierto que todo es lenguaje en un escritor que lo sea de veras, pero basta justamente haber comprendido esto para encontrarse en un mundo de lo más vivo y complejo, donde el problema de una palabra, de una inflexión o una cadencia se vuelve enseguida un problema de modo de vida, de moralidad. O de política, sin más.
Y que con esto sea suficiente. El arte, como suele decirse, es una cosa seria. Es por lo menos tan seria como la moral o la política. Pero si tenemos el deber de aproximarnos a estas últimas con esa modestia que es búsqueda de claridad – caridad con los demás y dureza con nostros mismos -, no se ve con qué derecho ante una página escrita olvidamos que somos hombres y que un hombre nos habla