Carta a Hitler

Armin T. Wegner
Traducción de María Alonso Gómez

Berlín, lunes de Pascua, 22 de abril de 1933

Señor canciller del Reich:

En el anuncio del veintinueve de marzo del presente año el gobierno del Estado declaró proscritos todos los negocios de ciudadanos judíos. Los escarapates aparecieron cubiertos de mensajes como «¡Traidores! ¡No compren aquí! ¡Muerte al judío!» y señales de dirección donde podía leerse «¡A Jerusalén!». Hombres armados con palos y revólveres montaron guardia en la puerta de los establecimientos, y durante diez horas la capital se convirtió en escenario de la diversión de las masas. Después, contentos con el efecto que causó la escarnecedora medida, se levantó la prohibición del comercio y las calles recuperaron su apariencia habitual. Sin embargo, ¿no es peor lo que ocurre ahora? Expulsan a jueces, fiscales y médicos judíos de los puestos que ostentaban con absoluto merecimiento, impiden que sus hijos asistan a la escuela, retiran las cátedras a los profesores universitarios y los envían de vacaciones -un período de gracia que no despierta sospechas en nadie-, dejan los teatros sin directores, los escenarios sin actores y cantantes, los periódicos sin jefes de redacción, se elaboran largos listados de poetas y escritores judíos para condenar al mutismo a los guardianes del orden moral, cuando no es en los negocios donde descansan los más nobles valores del judaísmo para la comunidad, sino en el ingenio.


2 Dice usted, señor canciller, que se ha calumniado al pueblo alemán, que los vecinos le atribuyen hechos infames que en realidad no ha cometido; pero ¿acaso el desacierto y la difamación no suelen preceder a la capacidad y la gloria? ¿Y no nos han enseñado los judíos a entender esa calumnia como un honor? No es casualidad que vivan tantos judíos en suelo alemán. ¡Es consecuencia de nuestro destino común! A lo largo de siglos de migraciones, España los expulsó y Francia no quiso aceptarlos, pero Alemania lleva más de un milenio ofreciendo cobijo a ese pueblo grande y desafortunado. El judío atendió a la llamada interior que lo guiaba hacia donde su vida estuviera a salvo, donde la excelsitud en el saber cautivó su corazón consagrado a la erudición; Alemania, sin embargo, la Alemania desmembrada por el forcejeo de numerosos enemigos, ofreció refugio al perseguido obedeciendo a la doctrina de la libertad. ¿Deben borrarse ahora y para siempre las obras de todo un milenio? En otras partes del mundo, en los Estados de Occidente, en Sudamérica o en Rusia, siempre hemos dado lo mejor de nuestra fuerza con absoluta entrega a otros pueblos. El eterno viajero errante, el alemán, siempre ha hallado la misión fundamental en el mundo de esa patria suya en crecimiento aunque pobre en tierras de ultramar. Los constructores de puentes, comerciantes y colonos alemanes han aumentado la riqueza y el prestigio de todos los pueblos. ¿Y no nos han afrentado por esos méritos desde décadas anteriores a la Gran Guerra hasta el día de hoy? ¿Cómo podríamos nosotros, después de padecer esa injusticia, someter a otro a un sufrimiento tan poco merecido como el nuestro?


3 La justicia siempre fue un orgullo para el pueblo y, si Alemania ha alcanzado la grandeza en el mundo, en buena parte es gracias a la contribución de los judíos. ¿Acaso no se han mostrado agradecidos en todo momento por nuestra protección? Acuérdese de que Albert Einstein, un judío alemán, fue un agitador del espacio que, como Copérnico, indagó en el universo y regaló al planeta una visión nueva del mundo. ¿Se acuerda de Albert Ballin, judío alemán, que creó la gran línea de barcos hacia el oeste por la que el barco más grande del mundo llegó a la tierra de la libertad? ¿Ballin, que no pudo soportar la vergüenza de que el monarca al que veneraba déjase en la estacada a su país y se quitó la vida? ¡Acuérdese de que fue Emil Rathenau, un judío alemán, el que convirtió la Sociedad General de Producción de la misteriosa corriente de energía y luz en una empresa internacional en países del extranjero! Y también fue un judío, Haber, el que logró extraer nitrógeno del aire en su matraz, y Ehrlich, un sabio médico judío, el que, gracias a su remedio contra la sífilis, conjuró en nuestro pueblo esa insidiosa enfermedad. Incluso esa muchacha de dieciséis años que empuñó la espada con garbo en nombre de Alemania y venció en el torneo de Amsterdam era una joven judía, hija precisamente de uno de los letrados judíos que ahora están a punto de expulsar de nuestros tribunales de justicia. ¿Se acuerda? Oh, podría llenar páginas y más páginas con los nombres de aquellos que pasarán a la historia por su empeño y su inteligencia. Ahora permítame que le pregunte: ¿esos hombres y mujeres alcanzaron dichos logros como judíos o como alemanes? ¿La historia de la literatura que escribieron autores y poetas era judía o alemana? ¿Los actores cultivaban la lengua alemana o alguna otra lengua extranjera? Los grandes heraldos que anunciaban una nueva teoría de la sociedad lanzando la llamada a la cautela que nosotros, para nuestra desgracia, desoímos, ¿lo hicieron en calidad de augures y profetas del pueblo judío o del pueblo alemán? En la guerra aceptamos el sacrificio de sangre de doce mil judíos, pero si todavía nos queda algo de juicio en el corazón, ¿cómo vamos a privar a sus hijos, hermanos, nietos, esposas y hermanas del derecho, adquirido con el paso de las generaciones, a gozar de una patria y un hogar? ¡Qué fatalidad para quienes amaron al país que los acogió más que a sí mismos! Porque ¿no fueron acaso los judíos, tan parecidos a nosotros en su tendencia a la introspección y las cavilaciones, quienes introdujeron la cultura y la lengua alemana hasta las raíces profundas de Rusia? En los barrios judíos de los pueblos polacos siguen oyéndose todavía hoy melodías medievales alemanas, donde los antepasados de los judíos expulsados mil años antes no secuestraron el oro de los países, sino unas canciones que cantadas con su voz siguen conmoviéndonos aunque por desidia las hayamos dejado caer en el olvido. Cuando el alemán necesita ayuda en territorio extranjero, cuando busca una persona con la que poder hablar su lengua, ¿a quién recurre? A la tienda de un boticario judío en el Cáucaso o a una sastrería judía en los pozos del desierto de Arabia. Hay familias judías a las que robaron o encerraron en prisión en Polonia por declararse favorables a los alemanes y ahora que han huido a Alemania el futuro les depara el mismo destino. ¡Qué amor tan desdichado! Porque dudo que usted crea que los judíos son incapaces de amar a nuestro país solo porque tienen un origen extranjero. ¿No convergen también en el pueblo alemán varios orígenes como los francos, los frisones y los wendos? ¿Acaso Napoleón no era corso? Y usted mismo, ¿no proviene de un país vecino? Si hubiese visto, como he visto yo, las lágrimas de las madres judías, los rostros de los padres pálidos por la angustia, la mirada desconsolada de los niños, comprendería esa afección fervorosa que sólo conocen las generaciones que deambulan sin descanso de un país a otro. Para ellos, la unión con la tierra es más fuerte que para quienes nunca la han perdido. «Yo amo Alemania -oí un día que le decían unos muchachos a unos padres que, asustados por las amenazas incesantes, querían abandonar el país para siempre-. ¡Marchaos vosotros! -les respondieron los chiquillos-. Antes preferiríamos morir aquí. ¡No podemos ser felices en un país extranjero!» ¿No le parece que ese sentimiento tan fuerte es admirable?


4 Señor canciller, no se trata únicamente del destino de nuestros hermanos judíos, ¡se trata del destino de Alemania! En nombre del pueblo, por el que no tengo tanto el derecho como la obligación de hablar, me dirijo a usted como alemán de sangre al que no han otorgado el don del habla para caer en la complicidad del silencio cuando siente que la indignación le encoge el corazón, y lo hago para rogarle que ponga fin a esto. El judaísmo ha sobrevivido al cautiverio babilónico, a la esclavitud en Egipto, a la Inquisición española, a las tribulaciones de las cruzadas y a los pogromos que tuvieron lugar en la Rusia del siglo XVI. La resistencia que ha permitido a ese pueblo seguir viviendo le permitirá superar también esta amenaza, pero la afrenta y la ignominia que mancharán Alemania tardarán largo tiempo en olvidarse. ¿Quién recibirá entonces el golpe que ahora se lanza contra los judíos sino nosotros mismos? Si los judíos viven como alemanes y aumentan nuestra riqueza, entonces el hecho de acabar con su existencia implica necesariamente la destrucción de un capital que es alemán. La historia nos ha enseñado que los países que han expulsado a los judíos de sus fronteras han acabado pagándolo con su propia pobreza y han caído en la indigencia y el desprestigio. Si bien concedo que a los judíos ya no se los humilla por la calle como en los primeros días, y que en público se manifiesta respeto por su vida, a escondidas se les dispensa un trato vejatorio. No sé cuántos de los rumores que susurra la gente son ciertos. Barrios enteros de la ciudad han quedado abandonados al saqueo, el resplandor de las llamas ilumina las pintadas en los muros de las casas, el canto de los soldados procedente de camiones adornados con banderines recorre las calles, y todo el mundo observa con horror ese torbellino que amenaza con arrasarlo todo. En periódicos y viñetas se los somete a la situación más espinosa a la que puede enfrentarse un hombre: la humillación y el escarnio. Ahora que han pasado cien años de Goethe, y de Lessing, volvemos a la mayor tribulación de todos los tiempos, a la pasión ciega de la superstición. La inquietud y el peligro aumentan, igual que los trenes atestados de gente con destino al extranjero, los gritos de desesperación, las escenas de pánico y los suicidios. Y mientras una parte del pueblo que, si bien sería incapaz de defender esa postura ante su conciencia, aplaude estos procedimientos con la esperanza de obtener alguna recompensa a cambio y deposita la responsabilidad en el gobierno, éste prosigue con las medidas destinadas a la expulsión a sangre fría, lo cual tal vez sea peor incluso que la matanza, y desde luego menos excusable, porque es el resultado de la premeditación serena y no puede desencadenar sino la destrucción de nuestro pueblo. ¿Cuál será la consecuencia? En lugar del principio moral de la justicia prima la pertenencia a una estirpe. Lo que hasta ahora resultaba decisivo respecto de la vida de las personas para la adjudicación de los puestos públicos no eran sus creencias ni su linaje, sino únicamente sus méritos. Usted mismo ha encomiado el espíritu creativo como la cualidad más valiosa que puede poseer un pueblo, como la fuerza más noble de sus inventores y pensadores. Sin embargo, de ahora en adelante los torpes y los inútiles sin escrúpulos podrán decir que desempeñan un cargo simplemente porque no son judíos, porque les basta su condición de alemanes, una condición que incluso puede servirles de escudo para cometer un acto perverso con impunidad. En el instante en que quienes se sirven de la adulación y el aplauso -con la intención de someterse a los nuevos señores- se postren ante esa doctrina por la que usted y sus amigos arriesgaron la vida y la reputación y que sin embargo es ajena a ellos, éstos ordenarán detenciones por motivos de sangre y enviarán a los individuos más viles para que revuelvan las entrañas de las familias y, si es necesario, las acorralen hasta dar con aquel que se muestre díscolo. ¿Puede considerarse la participación en la guerra un hecho determinante para juzgar la habilidad y el talento de un médico? Si todavía viviese Walter Rathenau, que fue ministro del pueblo alemán en el período más difícil después de la guerra, no le permitirían ejercer como médico o abogado porque no sirvió en el frente, y sin embargo se encargó de evitar que nuestra patria sucumbiera antes de tiempo porque el Estado no fue capaz de implantar una economía de guerra. No era de las trincheras, sino de la emboscada de la paz de donde procedía la bala que le dispararon, y no por eso se descubrió el pecho con menos coraje. Se ha abolido la diferencia entre el bien y el mal, ¿acaso eso no pone en entredicho la relación del propio pueblo? Me responderá que la sangre alemana nos prohíbe cometer actos deshonrosos -ciertamente, el origen y la herencia constituyen una obligación- pero yo creo mucho más en la lucha por los judíos, no contra ellos. Tal vez sea verdad que los judíos no cuentan en los tiempos modernos con muchos héroes de la espada, si se los compara con los guerreros de nuestro pueblo. A cambio no han aportado menos sabios, mártires y santos. También los salvadores del pueblo que ha despertado deben reconocer que no pueden prescindir de los santos, de la misma que manera que no pueden prescindir de aquellos en quienes jamás se acalló la voz de los antiguos profetas y los principios morales más elevados de la tierra. ¿Por qué entonces se los persigue en todo el mundo, por qué se odia a esos curiosos extranjeros? Porque ese pueblo situó la ley y la justicia por encima de todo, porque ha amado y observado la ley como se ama a una futura esposa, y porque quienes desean la sinrazón desprecian con desmesura a quienes reclaman la razón.


5 Señor canciller: los pueblos, como los hombres, no se conocen entre sí, y no existe un mal mayor que ése. ¿Acaso los alemanes han puesto empeño en prestar atención a algo que evitaban como la peste desde niños, un prejuicio que se apoderó incluso de algunos judíos, que comenzaron a avergonzarse de una procedencia que no es sino digna de admiración? En verdad, si confiamos en sus palabras, usted y sus amigos ya no luchan en Alemania contra los judíos, sino contra los renegados, contra personas que se han perdido en la codicia y la voluptuosidad, han desatendido las obligaciones de su fe y a las que sus hermanos judíos no repudian menos que los alemanes. ¿Han actuado acaso mejor los alemanes? ¿No se quejan de los judíos los tesoreros de las grandes fortunas porque en realidad quieren arrebatarles el puesto? ¿Han reducido los ciudadanos alemanes los intereses de sus bienes y propiedades? ¿Puede uno, para castigar las aberraciones de unos cientos que en la antigua batalla de este pueblo entre el pecado y la santidad traicionaron las raíces más profundas de su raza, sacrificar a multitud de inocentes? ¿No hemos dejado a un lado las venganzas sangrientas en beneficio de la responsabilidad del individuo? En sus discursos invoca usted al Todopoderoso, pero ¿no es acaso también un poder omnipotente el que ha mezclado a los dispersados de ese pueblo entre los alemanes como quien reparte la sal en el pan? ¿No son para nosotros, social y moralmente, una necesidad por la capacidad crítica que nos ayuda a distinguir con mayor claridad nuestras debilidades de nuestras virtudes? Usted sostiene que Alemania se encuentra en una situación de necesidad, pero en lugar de dirigir la causa de todos los oprimidos, se apacigua el infortunio de una parte de la población mediante el infortunio de otros, e incluso se admite que la culpa de los judíos es necesaria para la prosperidad de la patria. Pero ¡sin justicia no hay patria! Hay un judío por cada cien alemanes, y ¿resulta que es más fuerte? ¿No se denigra a sí mismo el pueblo poderoso que expone a los indefensos al odio de los desilusionados? Usted habla de los judíos que despertaron hostilidades por su petulancia. Pero eso no ocurre sin nuestra intervención. Es cierto que los judíos contribuyeron a allanar el terreno para el pensamiento subversivo, pero ¿no fue su indignación la consecuencia de nuestro injusto comportamiento hacia ellos? ¿No hemos tratado a los judíos de manera humillante desde jóvenes? Y quienes comparten un destino común, ¿no comparten también la misma ley y la misma culpa? Me resisto a aceptar la idea disparatada de que todas las desgracias del mundo hayan de atribuirse a los judíos, la rebato con el juicio, los testimonios y la voz de los siglos, y si le dirijo estas palabras es porque no encuentro otro modo de hacerme oír. Y no se las dirijo como amigo de los judíos, sino como amigo de los alemanes, como vástago de una familia prusiana cuyas ancestrales raíces se remontan al período de las cruzadas antiguas y por amor a mi propio pueblo. Aunque en estos días todo el mundo prefiera guardar silencio, yo no quiero seguir callando ante los peligros que se ciernen sobre Alemania. La opinión de la masa se vuelve con facilidad en su contra. Pronto se verá condenando lo que ahora reclama con tanto fervor. Por mucho tiempo que pase, al atormentado le llegará su perdón y al infame su castigo. Llegará el día en que el primero de abril de este año no será sino una dolorosa vergüenza en el recuerdo de todos los alemanes, una vez que el juicio de sus propias obras cale en el corazón. Aunque se estuviera calumniando a Alemania, ¿era necesario recurrir a semejantes medidas sólo para defender la buena conciencia? Nos aseguran que en el extranjero la situación se ha calmado por completo. ¿Por qué entonces continuar con estas persecuciones en secreto? ¿No había un modo más sencillo de abordar las calumnias sobre los delitos cometidos que, en lugar de humillar a los judíos, pasara por darles una prueba de amistad? ¿No debe silenciarse de inmediato cualquier difamación ante los actos de comprensión y amor? ¿No es la buena obra la mejor conversión? Señor canciller: le dirijo estas palabras desde el tormento de un corazón desgarrado, y no es mi voz, sino la del destino, la que habla por mi boca: proteja a Alemania protegiendo a los judíos. ¡No se deje engañar por los hombres que están a su lado en la batalla! ¡No están bien aconsejados! Consulte con su conciencia como lo hizo cuando, al regresar a casa de la guerra en medio de un mundo desenfrenado, emprendió el camino de sus luchas. Saber admitir los errores acostumbra a ser prerrogativa de las almas excelsas. Lo que la masa necesita es un gesto visible. Restituya a los expulsados sus antiguos puestos, devuelva los médicos a los hospitales y los jueces a los tribunales, abra las puertas de las escuelas a los niños, sane la angustia que atormenta el corazón de las madres y todo el pueblo se lo agradecerá. Porque aun en el caso de que Alemania fuese capaz de prescindir de los judíos, ¡no puede prescindir de su honor y su virtud!

6 «Sólo hay una fe verdadera -le está gritando el sabio Immanuel Kant desde el sepulcro de su tumba centenaria-, pero puede haber distintas confesiones.» Siga esta máxima, que le revelará el entendimiento de aquellos contra los que combate. ¿Qué sería de Alemania sin verdad, belleza y justicia? Si un día nuestras ciudades quedasen reducidas a cenizas, y las generaciones se desangrasen, si enmudecieran para siempre las palabras de tolerancia, las montañas de nuestra patria seguirían desafiando al cielo y los bosques perpetuos murmurando, pero ya no lo harían envueltos del aire de libertad y de justicia que respiraron nuestros ancestros. Con vergüenza y desprecio hablarán de las generaciones que arriesgaron a la ligera la suerte de la nación y mancharon su memoria para siempre. Cuando exigimos justicia lo que queremos es dignidad. ¡Se lo ruego! Vele por la nobleza, el orgullo y la conciencia, sin las que no podemos vivir, ¡vele por la dignidad del pueblo alemán!

 


 

Armin Theophil Wegner fue un intelectual alemán que consagró su vida a la literatura y el pacifismo. Nacido el 6 de octubre de 1886 en Elberfeld (hoy parte de Wuppertal, en Renania del Norte-Westfalia), su padre era un arquitecto que ocupaba un alto cargo en el ferrocarril prusiano, mientras que su madre, Marie Witt, era una notoria activista por los derechos de la mujer que procedía de la burguesía mercantil de Hamburgo. La primera juventud de Wegner transcurrió entre los estudios de economía y derecho que realizó en Breslau, Zúrich y Berlín, un viaje a Francia y otro a Italia, y una temprana vocación por la poesía. A partir de 1909, mantuvo una estrecha relación con los círculos de la vanguardia berlinesa y formó parte de la constelación pionera del expresionismo, caracterizada la rebeldía contra los valores de la Alemania guillermina y el rechazo a la sociedad burguesa. Entabló amistad con Hugo Ball, Georg Heym, Else Lasker-Schüler, Franz Pfempfert y Herwarth Walden, entre otros, y se sintió atraído por el radicalismo social y literario de Kurt Hiller, a quien conoció en la Facultad de Derecho. En 1914, se doctoró en Derecho con una tesis inusitada para la época, en la que defendía el derecho de huelga. La mayor parte de la obra poética que produjo hasta 1913 apareció en tres recopilaciones: Zwischen zwei Städten (Entre dos ciudades, 1909); Gedichte in Prosa. Ein Skizzenbuch aus Heimat und Wanderschaft Poemas en prosa. Un cuaderno de bocetos desde la tierra natal y la errancia, 1910); y Das Antlitz der Städte (El semblante de la ciudad), publicado tardíamente en 1917 a causa de la guerra y que fue objeto de un procedimiento judicial por inmoralidad. Junto con Georg Heym, Wegner fue uno de los primeros exponentes expresionistas de la llamada Großstadtlyrik, la «lírica de la gran ciudad», y cantó la vida convulsa de Berlín, vista como una moderna Babilonia.

La dramática situación social creada a partir de la crisis de 1929 y el consiguiente ascenso del nazismo lo llevaron a tomar una decidida postura antifascista. En las elecciones de septiembre de 1930, Wegner firmó un manifiesto pidiendo el voto por el Partido Comunista, al que se había vuelto a afiliar el año anterior, pese a que su reciente libro sobre la Unión Soviética contenía, a partes iguales, fascinación por «la nueva Rusia» y decepción por los signos de opresión que advirtió durante su viaje. A principios de 1931, se solidarizó públicamente con Carl von Ossietzky, procesado y encarcelado por «traición y espionaje» como editor de la revista Die Weltbühne, que había denunciado el rearme secreto del ejército alemán violando el tratado de Versalles. Como otros escritores, empezó a recibir virulentos ataques de la prensa conservadora y pronazi calificándolo de kulturbolschewist («bolchevique cultural»). Finalmente, Hitler logró ser nombrado canciller en enero de 1933 y pronto fue evidente el peligro que corría cualquier opositor. El Partido Comunista fue ilegalizado a fines de febrero. A fines de marzo, unas 30.000 personas habían sido ya detenidas o asesinadas.

En abril de 1933, Wegner volvió a manifestar su sentir en una nueva carta abierta, en esta ocasión dirigida al Führer. Dos semanas antes de que redactara la carta se había aprobado la «Ley de plenos poderes», el marco jurídico que Hitler necesitaba para establecer una dictadura. En la misiva, Wegner suplicaba al canciller nazi que abandonara su antisemitismo y le reprochaba los primeros actos de persecución de los judíos: el boicot «nacional» contra los comercios judíos que había tenido lugar el primero de abril y la ley que los excluía de cualquier empleo público. Si bien la carta a Woodrow Wilson de 1919 se había publicado en el Berliner Tageblatt, en esta ocasión ningún periódico se atrevió a publicar el texto, de forma que decidió enviarla directamente a la braunen Haus, la sede del partido en Múnich. La carta llegó hasta Martin Bormann, el jefe de la cancillería, y la Gestapo lo detuvo en agosto de 1933. Para aquel entonces, su nombre ya había sido incluido en la primera lista de escritores prohibidos y en las primeras quemas de libros, junto con los de Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Stefan Zweig, Alfred Döblin, Emil Ludwig, Lion Feuchtwanger, Erich Maria Remarque, Erich Kästner, Kurt Tucholsky y Ernst Toller, entre muchos otros. Lo torturaron en la infame Columbiahaus de Berlín y después lo internaron en varios campos de concentración. A principios de 1934 lo liberaron gracias a la intercesión de un grupo cuáquero británico y pudo huir de Alemania. El gesto de Wegner fue el único intento por parte de un escritor de desafiar el nazismo ridiculizando la idea de pureza racial germánica y defender públicamente a la comunidad judía. La inmensa mayoría de intelectuales opuestos al nazismo, incluidos los que tenían un origen judío, creía entonces que la «cuestión judía» ocupaba un lugar secundario en los planes futuros de Hitler. Por el contrario, Wegner intuyó las posibles (y terribles) consecuencias que podían derivarse del antisemitismo del nuevo régimen: un nuevo genocidio como el armenio. Seis años más tarde, pocos días antes de la invasión de Polonia, parece que Hitler exclamó en una arenga privada al mando militar: «Después de todo, ¿quién se acuerda hoy del exterminio de los armenios?».

Tras refugiarse en Londres, Wegner se exilió en 1936 en Italia. Los campos de concentración y el exilio provocaron que se divorciara de Lola Landau, que había huido primero a Dinamarca con su hija y luego emigró a Jerusalén. Wegner carecía de la identificación con el sionismo de Landau y, aunque viajó a Palestina en 1935, no quiso establecerse allí. En Italia, logró salir indemne de una detención en 1938 y sortear un intento de internamiento en 1941, y sobrevivió a los primeros años de la guerra dando clases de alemán en Padua, probablemente gracias a un pequeña modificación involuntaria en el registro de su nombre. En 1943, cuando el ejército alemán ocupó el norte del país, huyó al sur. Tras la guerra, su nombre quedó relegado al olvido -hasta el punto que se lo dio por muerto en el congreso de escritores alemanes celebrado en Berlín en 1947-, hecho al que contribuyó su propia decisión de permanecer en silencio y alejado de su país natal, que no volvería a visitar hasta 1952. Casado de nuevo con la artista plástica Irene Kowaliska, también de origen judío, con quien tuvo un hijo, recibió algunos premios y homenajes en la década de 1960, aunque apenas volvió a publicar. Falleció en Roma en 1978.