cartas de Alberto Moravia a Nicola Chiaromonte

Alberto Moravia
Las tres cartas que presentamos a continuación forman parte de esos documentos excepcionales que develan las claves de una ética y una poética. En ellas, el gran novelista romano Alberto Moravia (1907-1990) comunicó a Nicola Chiaromonte , con quien tuvo una profunda amistad y sutiles diferencias filosóficas, sus visiones del incipiente nazismo y de la responsabilidad que acompaña siempre a un escritor. 

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ms. [3/1933]

Papel membretado del Hotel Excelsior, Berlín

Querido Nicola:

Estoy hospedado en un enorme hotel tipo Grand-Hotel de pésima memoria cinematográfica —todavía no he visto Berlín y, en el fondo, me importa un carajo— lo poco que he visto es horrible, dependerá si logro ver lo que queda de cierta cosa, si no, me voy de aquí mañana en el avión. ¡Tan bajo está el turismo y las bellezas! Incluso cuando me encuentro a una distancia de cientos de kilómetros, solamente quisiera tener intereses y relaciones humanas como los que mantengo en Via Donizetti—; y como en Roma, cuando realizo una visita, no me pongo a recorrer y a admirar la calle donde vive la persona en cuestión, así, ya que vine desde tan lejos solamente para ver a alguien, si no lo encuentro, me iré sin más. Metáforas aparte, lo que cuenta son los sentimientos, y aquellos que privilegian otras cosas, quiere decir que tiene pocos y necesitan atiborrarse el alma semivacía con las impresiones externas. Esto quiere decir que cada vez me convenzo más de la gran inutilidad de viajar por viajar, y no se vaya a concluir por esto que yo me siento mal o que, de alguna manera, me siento descontento. No, es una sencilla constatación. Llegando a lo práctico, te diré que el viaje es uno de los más largos y aburridos que existen. Sentía que no llegaría nunca. Alemania es tan obtusa, tonta, uniforme. Todos los paisajes se asemejan a los que se pueden ver en las estampas de las batallas napoleónicas: Wagram, Erfurt, Leipzig, etcétera. Vista desde el tren, Alemania parece por doquier un lugar de batalla campal de los primeros tiempos románticos.

Acerca del hitlerismo tengo pocas impresiones. El hotel está lleno de camisas pardas (es más, amarillas) que corren por aquí y por allá como mensajeros en tiempo de guerra, parece que tienen mucho que hacer y parecen muy serios. Sobre todo, se percibe el sentimiento de lo nuevo, confuso, bullente de entusiasmo.

Hablé con algunos alemanes en el tren, todos eran unos nazis convencidos, por ahora he llegado a la convicción de que las semejanzas con el fascismo son superficiales, y esto por los siguientes motivos:

1) Que en esta vicisitud alemana existe una dosis casi increíble de ingenuidad sentimental impolítica.

2) Que, curiosamente, todos parecen estar ya convencidos de que Hitler conservará la legalidad, es decir, que no abolirá a los partidos adversarios (con excepción del comunismo, que ya está proscrito) ni a la prensa enemiga, y como conquistó el poder a través de medios legales (votos), lo consolidará de la misma manera.

3) Que la estructura económica y moral de Alemania está a las antípodas de la italiana; en Italia, siempre, todos se han ocupado de política y todavía se ocupan de ella. En Alemania no existe ningún sentido político, ningún interés, ninguna curiosidad; la política es asunto de príncipes o de profesionistas.

Pero por hoy es suficiente, lo que quede por decir te lo escribiré, o bien, en caso de que se me escapase algo, te lo diré de viva voz.

Muchos saludos a todos.

Con muchísimo afecto de tu

Alberto Moravia

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2

ms. [¿1944?]

Tu familia te manda decir que está bien, que recibieron las cartas y las fotografías y te desean muchas felicidades por las Fiestas, al igual que yo.

Querido Nicola:

Debí escribirte antes, pero tuve innumerables quebraderos de cabeza y hasta esta noche me decidí a hacerlo.

Ya son muchos años que no nos vemos, pero yo he conservado intacta la amistad que nos ligaba; es más, he tenido a menudo noticias tuyas, primero a través de F, y luego por otras fuentes, así he podido, más o menos, seguir todas tus peregrinaciones.

Probablemente querrás saber lo que he hecho durante todos estos años. Y te lo diré enseguida. He trabajado mucho (luego de las Ambiciones erradas, publiqué seis libros más); realicé algunos viajes (Estados Unidos, China, Grecia); finalmente me casé —no tengo hijos—, también mi esposa escribe.

En cuanto a las últimas vicisitudes políticas que han trastornado la vida de todos, naturalmente también la mía las ha resentido. Después del 25 de julio me puse a escribir artículos antifascistas, de tal suerte que, el 8 de septiembre, tuve que escapar. Escapé a una montaña salvaje de Ciociaria, donde viví durante nueve meses junto con mi esposa en un establo sin puertas y sin ventanas, junto a campesinos increíblemente primitivos. Fui liberado por la avanzada norteamericana de Cassino; durante esos nueve meses pude ver cosas bastante insólitas.

Hoy ya me encuentro nuevamente en mi casa; y ahora, si quieres, te diré algunas cosas sobre Italia. Italia ha sido asesinada, tanto por los propios italianos como por los otros, nadie que viva en el extranjero y, sobre todo, en Estados Unidos, puede darse cuenta de la terrible situación moral y física en la que ha caído este país; no hay trenes, no hay automóviles, muchas ciudades y pueblos están completamente destruidos y los habitantes carecen de vestido, de utensilios, de casa, de todo, viven en chozas o en campos de concentración. Las ciudades que más o menos han quedado intactas, como Roma y Nápoles, están llenas de prostitutas, de ladrones, de torvos traficantes, de limpiabotas, y de toda suerte de mierda. En el campo hemos regresado al bandidaje. A todo esto agrégale la guerra, que continúa, y que ha reducido a ruinas la mejor parte de Italia. De los lugares donde se han ido retirando, los alemanes han destruido cuidadosamente toda industria, incluso la más pequeña, los bombardeos han realizado el resto.

Entre Nápoles y Roma, las ciudades y los pueblos están completamente destruidos. Casi todos los castillos romanos ya no existen. Terracina, Cisterna, Fondi, Itri, Formia Valmontone, etcétera, ya no existen. Los alemanes inundaron toda la zona de Littoria, de tal suerte que regresó la malaria, como hace un siglo. En la ciudad, el hambre y los trabajos pesados han propagado la tuberculosis de una manera extraordinaria; hasta ahora, para todos estos males, no se han encontrado los remedios.

Es muy difícil, después de haber hablado del aspecto negativo de la situación, delinear lo positivo. Evidentemente existirá alguno, porque el pueblo italiano todavía existe, pero ahora, por lo menos, no se ve. Ciertamente, existe una fuerte actividad política, pero, por ahora, con la guerra e Italia controlada por los aliados y dividida en dos, está como sostenida en el aire. Se publican muchos periódicos, se escriben innumerables artículos, se recitan muchos discursos. Tengo la impresión que la gran mayoría del pueblo italiano, ante todo, piensa en conservarse, cosa ya bastante difícil. En realidad, la derrota no ha revelado ninguna nueva clase política, sino solamente un cierto número de individuos preparados, no mucho, a decir verdad; el resto, es decir, las nueve décimas de la población, tiene las ideas muy confusas y no sabe de qué lado ponerse. Los partidos de izquierda, sobre todo los comunistas, dan muchas señales, pero esto, a mi parecer, todavía no es un signo de madurez política. El fascismo ha dejado una inmensa y desastrosa herencia de ignorancia y de materialismo, y se necesitará tiempo antes de que la gente se acostumbre a pensar por sí misma y a pensar de una manera desinteresada.

Como puedes ver, el cuadro es más bien negro; esto no quita que sea legítimo pensar que las cosas podrían mejorar algún día, pero no muy pronto.

Esta carta podría ser diez veces más larga, pero el jugo sería el mismo. Esperemos que en Estados Unidos se den cuenta que este desventurado país está agonizando y que necesita urgentemente de ayuda. Evidentemente, la culpa de todo esto se remonta a los propios italianos, pero los problemas en el mundo no se resuelven intentando buscar al culpable; además, no sólo los italianos son culpables.

Adiós querido Nicola, me enteré que te casaste de nuevo, te deseo lo mejor para ti y para tu esposa.

Tuyo

Alberto Moravia

Escríbeme, mándame noticias tuyas y de los amigos.

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3

mecanoscrito. [1947]

Querido Nicola:

Respondo a tu carta. En realidad, como tú dices, yo soy, sobre todo, un novelista; y cuando escribo novelas siento que logro decir todo sin tomar partido, y ser, a la vez, completo y justo. Con esto intento decir que cuando se quiere hablar de una tragedia, entonces es necesario escribir la tragedia y no salirse de la tangente con una sentencia. Y que lo propio de la tragedia es que todos los personajes, a la vez, se equivoquen y acierten. Tú dices que es necesario escribir lo que se piensa. Es justo, pero entonces debería abandonar la literatura y entregarme al oficio de publicista político. En otras palabras, yo no puedo decir, como un obrero o un burgués cualquiera: yo soy por el comunismo; debo decir estas cosas como intelectual, como novelista, es decir, escribir un ensayo político, como lo hacen Sartre, Koestler y otros. La sencillez es, en mi caso, pobreza y estupidez. Para el intelectual no pueden existir posiciones sencillas: si así fuere, entonces no se es un intelectual. Solamente que yo no soy capaz de escribir este ensayo, al menos por el momento, ni tengo ganas de hacerlo. Pero si no lo escribo y me limito a una sencilla toma de posición, será fácil, según el caso, que tanto los comunistas como los anticomunistas me crean uno de ellos. Ahora yo no me pertenezco más que a mí mismo. En otras palabras, mi testimonio debe ser lo suficientemente imponente para no parecer una sencilla adhesión a partes preestablecidas y formidables. Evidentemente yo estoy por una tercera cosa o por una cuarta (dado que existe la tercera fuerza) que no tiene mucho que ver con la política; pero de esta cosa, por ahora, por lo menos, no siento deseos de hablar. Quizá soy inmaduro.

Además, la función de los intelectuales está circunscrita. En vísperas de las grandes revoluciones sociales (como la revolución francesa), cuando los gusanos todavía estaban bajo la nieve, los intelectuales toman, como de costumbre, una posición política, y es justo que la tomen. A menudo, toman una posición mucho antes que los políticos, y con mayor decisión. Los intelectuales están cercanos a las cosas que deben nacer y son, a menudo, excelentes profetas. Pero cuando las diversas causas encuentran a poderosas naciones que las defienden, partidos fuertes que las proclaman, bombas atómicas y ejércitos invencibles que intentan imponerlas; entonces, es de creerse que esas causas ya no deberían interesarle a los intelectuales. Que, en el mejor de los casos, cumplen el papel de burócratas y propagandistas, y en el peor de moscas-guía. Cuando no, cumplen el papel de traidores respecto a las cosas escondidas e ignotas de las que ellos y solamente ellos deberían advertir su existencia. En resumen, comunismo y anticomunismo no son interesantes porque ya traspasaron el límite de los valores puros y libres; y, desde hace tiempo, se encuentran sobre el terreno impuro y atado de la práctica. El comunismo no es la justicia y el anticomunismo no es la libertad. Estos dos movimientos ya están enganchados a intereses nacionales y quien crea que sirve solamente a ellos, en sustancia no sirve solamente a ellos, sino también a personas y cosas que, conscientemente o no, poco tienen que ver con ellos.

Naturalmente, el intelectual debe tomar una posición. Pero será o una posición tan compleja que le disgustará a Dios y a sus enemigos, o bien la sencillísima toma de posición del hombre que se siente amenazado en su vida, en su honor, en su libertad física. En el último caso, ya dejó de ser un intelectual para transformarse en un hombre cualquiera y resolverá los problemas como un hombre cualquiera. Resolverlos como intelectual (es decir, resolver el problema de la libertad con los sicarios que tocan a la puerta o el de la justicia con quinientas calorías al día) sería más que ineficaz, ridículo. Libertad y justicia, para el intelectual, son cosas casi imposibles de definirse; para el hombre cualquiera, son cosas incluso pacíficas. El problema es si los intelectuales, al encontrarse en las condiciones del hombre cualquiera, pretenden conservar las soluciones, o los intentos de soluciones a los que están habituados.

Debo decirte, en este punto, una cosa que acaso te parecerá inmoral: de mis desaventuras políticas, de mi fuga a las montañas, de mi vida entre los campesinos aterrorizados del frente de Garigliano, he extraído la profunda convicción de que, así como están las cosas, hay muy poco qué hacer y será mucho si logramos salvar el pellejo. En otros términos, será necesario hacer de la necesidad virtud y ya que los intelectuales no son fuertes, deben ser astutos, so pena la vida. Éste es un mundo de locos sanguinarios e innobles que evalúan al intelectual como propagandista; o bien, como un cuerpo que debe ponerse al lado de los otros, listo para ser masacrado a la primera oportunidad. Éste es un mundo en el que las cosas son las que guían el pensamiento y no el pensamiento las cosas. Éste es un mundo donde todos son maquiavélicos, desde las naciones hasta los santos, y el intelectual, si quiere salvar lo que lleva consigo, también debe ser, compatiblemente con sus premisas, maquiavélico. ¿Qué pretendo con esto? Lo que trato de decir es que, en un mundo como éste, es correcto ser villanos. Desde el momento en el que alguien me apunta un revolver en la nuca, yo estoy autorizado a utilizar con él todos los medios, incluidos los más desleales y más feroces. En otras palabras, este alguien, que además es el mundo de hoy, ya no me interesa, está perdido para mí.

Hablando de otras cosas, yo estaré en Anacapri hasta el 10 de febrero. Luego me iré a Roma y de allí, el 29, partiré hacia Londres. Desde Londres iré a París. Estaré de regreso, si me lo permiten las guerras, hacia mediados de abril.

Aquí se habla de la guerra y, de todas maneras, se tiene la impresión de que la paz no existe. Las cosas van mal, existe miseria en abundancia y los grupos de izquierda no se dan cuenta que las huelgas políticas deben realizarse desde la revolución, de otro modo, dañan la causa. De cualquier manera, la inseguridad es profunda.

Muchos saludos cordiales a tu esposa.

Amigablemente tuyo

Alberto Moravia

Traducción de María Teresa Meneses .

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El filósofo y el novelista
Por MARÍA TERESA MENESES

Hoy, solamente a una cofradía casi secreta de lectores les sonará el nombre de Nicola Chiaromonte. Y es una lástima porque fue uno de los pensadores italianos más brillantes de la primera mitad del siglo XX. Iluminado liberal, siempre enfrascado en la reflexión dialéctica y en la cita culta, Chiaromonte imponía el respeto que se le guarda al filósofo de gran destino. Él y Alberto Moravia trabaron amistad durante los primeros años de la década de los treinta, a través de Mario Pannunzio, director del Mondo. Su nexo amistoso se mantuvo a través de un contacto epistolar durante la estancia de Chiaromonte en París, la cual, al poco tiempo, en 1934, se volvería exilio forzado a causa de una orden de arresto en su contra. Unos años después, al estallar la Guerra Civil Española, Chiaromonte abandonará la trinchera de su gabinete de escritor para participar como piloto en la brigada aérea internacionalista que comandaba André Malraux, de la que, por cierto, formaba parte un piloto mexicano. Cuando los nazis invaden Francia, Chiaromonte huye en un rocambolesco periplo a través de África del Norte hacia Estados Unidos, donde continuará con su actividad de propaganda antifascista y deviene alma y motor de la famosa revista internacional Partisan Review. Nicola Chiaromonte retorna definitivamente a Italia en 1953 y funda, junto con Ignazio Silone, la revista Tempo presente (en la que publicó colaboraciones Moravia); y colabora como crítico teatral para el Mondo y L'Espresso.

Entre la correspondencia de Chiaromonte que se conserva en la Beinecke Rare Book and Manuscript Library de la Universidad de Yale, en Estados Unidos, se encuentra un abanico de 14 cartas que el novelista Alberto Moravia le escribiera a su amigo el filósofo Nicola Chiaromonte. Dichas misivas cubren un arco de cuarenta años, la primera fechada en 1932, y la última en 1971. Las cartas de Alberto Moravia toman la forma de discusiones y reflexiones sobre temas estéticos y filosóficos; son el testamento espiritual de un hombre situado en la vorágine de acontecimientos políticos y sociales que transformarán su destino individual y el de todo un continente: Europa. Así, por ejemplo, Moravia le escribe a su amigo desde Berlín, en 1933, y le traza una rápida radiografía del naciente nazismo. Al término de la guerra, Chiaromonte le pide a Moravia una “Carta desde Roma” para Partisan Review, pero la colaboración es rechazada por el editor norteamericano por no ajustarse a los criterios de lo politically correct. Moravia, entonces, le escribe una carta en la que reflexiona sobre el justo papel que le toca cumplir en la sociedad al novelista y al intelectual, con lo que va delimitando, poco a poco, sus profundas diferencias filosóficas con Chiaromonte. En las cartas escritas durante la Segunda Guerra Mundial, es manifiesta la angustia de Moravia ante la desastrosa situación política y social a la que ha sido reducida Italia que, para él, sólo puede entender quien en ese momento la está viviendo y padeciendo. El filósofo y el novelista discuten pues, sobre el concepto de realidad, que interpretan de diferente manera. La guerra al final minaría la ardiente amistad de dos espíritus que, un tiempo, se habían encontrado afines. Nicola Chiaromonte y Alberto Moravia fueron dos amigos que separó una guerra.

Meneses. Traductora y ensayista.

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Moravia y lo inauténtico
por MARICARMEN ELIZALDE

El escritor y periodista italiano Alberto Moravia, seudónimo de Alberto Pincharle, nació en Roma en 1907. Su primera novela, Los indiferentes, fue publicada cuando tenía veintidós años. El libro cuenta la historia de una familia acomodada, en la que los personajes no saben hacer otra cosa que lo que siempre han hecho: dejarse llevar por lo cotidiano, aburrirse eternamente. Desde su primera novela hasta la última, La mujer leopardo, la temática siempre fue la misma: lo inauténtico de la vida, pero especialmente lo inauténtico de las relaciones humanas.

Moravia escribe tratando de desenmascarar la realidad. Algunos de sus personajes principales denuncian lo irreal del mundo; cansados de mentirse, se van de viaje, regresan porque incluso el viaje es un engaño o una prolongación de lo falso, una repetición más de lo que ya se vivía antes de “huir”. Falsedad en la convivencia, en el trato diario, en la vida sexual. Cansados de buscar y de encontrar sólo mentiras y convenciones de lo que “debería ser”, realizan siempre sin esperanza una nueva investigación en sus vidas para descubrir sólo falsificaciones. Ninguna clase social se salva, incluso los personajes pobres que dejan de serlo, regresan de nuevo a su estrato original, donde también hay mentiras, quizá no enmascaradas, pero igualmente mentiras.

Lo que demuestra Moravia es que aunque sus personajes viajen por el mundo, se vayan a África, se casen y lleguen a convivir en un estrato social distinto, “elevado”, su esencia será siempre la misma, y llevarán consigo siempre la falsedad, las convenciones, como una maldición.

Su obsesión es encontrar algo “real”, verdadero. En una de sus mejores novelas, La atención, el personaje principal, que se aleja de su familia por encontrarla inauténtica, regresa después de diez años a tratar de ordenar sus sentimientos, solamente para corroborar que no hay nada que ordenar, que nombrar, porque lo falso, lo inauténtico, permanece:

Por lo tanto, al parecer, lo inauténtico estaba en la acción misma en el momento en que no actuaba, y también en el corazón mismo de las cosas, en su composición, es decir, en la materia misma de que estaba hecha la realidad.

La vida es una continua repetición, un aletargamiento. Es interesante el desarrollo de Baba, otro de los personajes de La atención, y en el nombre lleva la tragedia: ser un líquido, no un ser humano. Después de que la madre la prostituye, Baba no se reconoce, prefiere hablar de ella como otra a la que no le ha sucedido nada desagradable y así puede seguir su vida.

—No me ocurrió a mí.

—¿Qué quieres decir? ¿Acaso no eras tú la que Cora llevó a aquella casa suya?

—No, no era yo.

—¿Y entonces quién era?

—Otra Baba.

—¿Otra Baba?

—Sí, otra Baba con la que no tengo nada que ver.

Nadie enfrenta su realidad, ni los burgueses a quienes tanto critica Moravia ni los marginados; es mejor no responsabilizarse de algo que siempre ha estado mal, en este caso las convenciones de la sociedad.

Al final de sus novelas La campesina, La romana, El conformista, El desprecio, El aburrimiento, El hombre que mira, no hay salida posible, no hay un final feliz, todo permanece igual, como si al inicio de la novela se abriera la lente de una cámara que permitiera conocer estas historias particulares, para al final cerrar como al inicio: de la misma forma, con las mismas calumnias, quizá con conciencia de ellas, pero sin la voluntad de hacer nada para cambiar, para moverse de lugar; el papel que desarrollan en sus vidas no requiere ninguna confrontación, ninguna resistencia, ninguna verdad, porque la trama se inicia en la mentira y allí se queda, sin que haya una solución.

Los personajes de Moravia recuerdan un poco aquel mito griego en el que Sísifo recibe un castigo de los dioses: sacar siempre una piedra del fondo del mar para, al llegar a la superficie, dejarla caer, y así al infinito. Aquí, los personajes nacen con las convenciones como un peso que les impide moverse, rebelarse, y lo que vieran en la superficie como una especie de salvación, al final del recorrido, se les aparece como una ilusión, y entonces se dejan caer nuevamente hasta el fondo del mar, para recomenzar como todos los días el mismo destino.

En la última novela escrita por Moravia la trama gira en torno de cuatro personajes. El principal, Lorenzo, presenta a los otros a manera de espejo, los va describiendo detalladamente y también se va descifrando a sí mismo. Al final todo queda en suspenso, los dos personajes femeninos de la novela carecen de fuerza, de personalidad. Son mujeres que saben que no aman y que tampoco se sienten a gusto en ningún lugar; saben que las cosas no funcionan e imaginan una solución feliz, un matrimonio, una separación, pero al final nada resuelven, como si esperaran que el tiempo mismo solucionara el sinsentido de sus vidas. Los personajes no se resignan a morir solos, se persiguen entre sí porque creen que la felicidad la podrían encontrar en sus mujeres, en sus convenciones; ninguno de ellos se define ni le puede dar sentido a su existencia.

Una de las imágenes interesantes que logra Moravia en esta novela es comparar el supermercado con la iglesia: sus personajes en el momento más vacilante e indeciso de sus vidas entran al supermercado, como quien entra a una iglesia, esperando que Dios resuelva su problema, que haga justicia, que les desenrede el alma y que los libere de la confusión de sus sentimientos, y si la iglesia promete una vida mejor en el más allá, el consumo se encarga de prometer bienestar inmediato, todo es cuestión de fe ciega. De ningún modo llega el alivio, todos lo saben, pero eso tampoco importa porque los personajes están sumergidos en una indecisión infinita.

El otro personaje masculino de esta novela, Colli, es un empresario que todo lo toma a la ligera. Se sabe inmerso en un mundo en el que los valores de una sociedad determinada, en este caso la burguesía, no cambian. Todos conocen las reglas del juego y sólo hay que dejarse llevar. Hasta los intelectuales, los críticos de la sociedad, gozan de la libertad que les ofrece el propio sistema, para que todo marche, y así, en esta economía bien definida, también las relaciones humanas se adecuan para que todo siga igual, aun a costa del malestar y las crisis existenciales, que se mantienen hasta que la naturaleza aparece para poner fin al aletargamiento.

El empresario muere ahogado en un viaje que hacen los cuatro a África. Casi una burla: no sabía nadar. Lorenzo dijo con rabia repentina: “No me pasa nada. Ha sido la muerte que merecía ese hombre tan seguro de sí mismo y de su necio sentido común”. Tal como ellos, aunque interiormente no sepan quiénes son, ni qué quieren. Se podría decir que están muertos, aplastados por sus fantasías, por su moral, por su indiferencia. Fragmentos de persona, para quienes la búsqueda y las interrogantes que ellos mismos se plantean tan sólo sirven para alargar una historia interminable en la que nada se mueve. Todos llevan una vida cómoda en la que está permitido decir todo menos la verdad.

En 1930 Moravia trabajó como corresponsal extranjero para La Stampa y La Gazetta del Popolo, viajó por Estados Unidos, China, Polonia, México y otros países. Sus obras fueron censuradas por Benito Mussolini y quedaron registradas en el Index de los libros prohibidos del Vaticano. Alberto Moravia murió en Roma en 1990