Concepción del mundo e ideas políticas en la obra de Dostoyevski

Enrique Tierno Galván
Publicado en la Revista de estudios políticos, Nº 70, 1953, pags. 83-106

I

De las muchas preguntas con que pudiéramos iniciar el acceso al mundo dostoyevskiano quizá corresponda la primacía, por ser la de mayor generalidad y comprensión, a aquella que inquiere acerca de cuál sea el tema común a toda la obra de Dostoyevski.
¿El dinero? ¿El amor? ¿La curiosidad? No hay duda que el tema implícito o explícito de la mayoría de las obras de Balzac es el dinero, mientras que para Dickens, por ejemplo, la antipatía o simpatía, el afecto o desafecto, amor u odio, constituyen el constante subsuelo de sus obras, desde Picwick hasta el Diario del viaje por América.
En la obra de Melville, sin embargo, la nota continua e inexcusable la da la curiosidad, que no se presenta como afán de saber, sino como irreprimible inclinación a enterarse. Pero repitamos: ¿cuál es en la obra de Dostoyevski el tema principal que sirve de base y medida para los otros? A mi juicio, sin duda, la preocupación.
Todos los personajes centrales de Dostoyevski están preocupados y sus novelas son relatos de una o muchas preocupaciones.
Es cierto, y con esto me anticipo a desvanecer una posible objeción, que también las criaturas de Dickens, Balzac o cualquier otro novelista lo están; pero no con la intensidad,y universalidad que los seres dostoyevskianos ni tampoco —y esto es lo más importante— suelen ser producto de la propia preocupación, sino que por las peripecias del argumento llegan incidentalmente a ella. Es el temor de quedarse sin dinero o el impulso de gastarlo o el vivo deseo de encontrar a la amada lo que preocupa a los personajes de la mayoría de los novelistas, en tanto que en Dostoyevski ocurre exactamente lo contrario. La preocupación por el dinero priva de buscarlo y la preocupación por el amor impide amar. Quiere esto decir que para .el^ novelista ruso el ser humano, por el solo hecho de serlo, está constitutivamente preocupado; aún mejor, que es preocupación. Si a Dostoyevski se le hubiera preguntado alguna vez, desde el plano de una inquietud preferentemente filosófica, qué es el hombre, supongo que hubiera contestado sin vacilar:preocupación.
Esta nota fundamental que caracteriza tanto al autor como a sus personajes retrotrae la cuestión a un plano anterior a cualquier inquietud vital o intelectual, pues que la preocupación esencial es algo cuya primigenia universalidad permite que recaiga sobre todos y cada uno de los elementos que integran la realidad e incluso sobre la realidad misma en cuanto tal. No ocurre lo propio con las demás notas de aparente universalidad atribuíbles a la persona humana. La ambición, por ejemplo; no tiene sentido que yo ambicionase tener el cosmos. El cosmos excede en tal medida a mis posibilidades de tenerlo, dando al verbo tener el sentido de poseer por completo, que la ambición pierde autenticidad y se diluye en la imagen retórica o en el anhelo impreciso. Incluso respecto del amor, es la preocupación más general y lógicamente anterior, pues de no identificar ambos conceptos resulta que cuando el amor ama una preocupación se convierte en preocupación, en tanto que puede el amor preocuparnos sin que sea amoroso nuestro preocupar.
Y es así, entre otras razones, porque el amor tiende a identificarse con su objeto, mientras que la preocupación cuanto más lo es más se diferencia de lo que preocupa.
Permítaseme aclarar antes de proseguir que no pretendo llegar al análisis fenomenológico de la angustia, del temple, del talante o de otras vivencias de las que ha partido el existencialismo. Mi intento es mucho más modesto; trato simplemente de reafirmar la indiscutible presencia en nuestro tiempo de dos clases de personas, a las que cabe la mayor generalidad e importancia: preocupados y ocupados. Ya he dicho que la preocupación era un modo de ser esencial que aparecía en cuanto tal en unas u otras personas.
En cuanto a los ocupados son aquellos cuyo espíritu se acomoda de tal manera a la realidad que permanece cómodamente instalado en ella. Los primeros se mantienen extrañados ante lo que es, de modo que a toda ocupación posible ha de preceder una previa inadecuación a la realidad, cuya presencia es ya de suyo comprensible sólo en la medida en que resulta imperfectamente asequible. A esta peculiar situación espiritual llamamos preocupación.
Ahora bien, la preocupación radical afecta ante todo a la razón, de manera que los conceptos de intelectual y preocupado son en cierta medida intercambiables, en cuanto el intelectual auténtico está constitutivamente preocupado, y al revés, la preocupación radical intelectualiza incluso al hombre originariamente más tosco y descuidado. La inmensa admiración de Dostoyevski hacia Shakespeare se funda en que no hay personaje importante de este último que no esté afectado por la preocupación esencial. Hamlet, particularmente, lo está con tal exceso que se ha convertido en el arquetipo del intelectual indescifrable. Dostoyevski podía haber exclamado como Nédjdanov, el personaje de la novela Tierras vírgenes, de Turguenev: «¡ Oh, Hamlet, Hamlet, príncipe danés! ¿Cómo salir de tu sombra? ¿Cómo acabar de imitarte en todo, e incluso en esta vergonzosa alegría de flagelarse uno a sí mismo?».
Que el estar preocupado ataña sobre todo a la razón tiene importancia suma, en cuanto explica por qué el intelectual no puede llegar nunca a la tranquilidad si no es desmintiéndose, es decir, despreocupándose en la medida, por ejemplo, en que San Agustín se despreocupa cuando descansa en la fe. Por eso en cuanto la fe es, en aquello que afecta al estrato más profundo del alma, despreocupación, Dostoyevski no la tuvo. Estuvo siempre preocupado.
Aquella frase famosa suya: «La existencia de Dios me ha preocupado toda la vida» (1) denota hasta qué punto estaba intranquilo respecto de la autenticidad de su fe. Tanto Dostoyevski como sus personajes centrales, y con esto resumimos nuestra tesis, son intelectuales preocupados; es decir, intelectuales rigurosamente hablando.
A las personas preocupadas podríamos oponer, de acuerdo con una feliz terminología orteguiana las personas ocupadas. A Dostoyevski y sus personajes, Balzac y los suyos. Para quienes se dan sobre todo a las preocupaciones en ellas agotan el contenido de ese afijo «pre» que se desvanece, perdiendo su sentido. Una cierta felicidad, incluso una moral eudemónica, nace de la sincera y continua preocupación acerca del mundo y de las cosas. La felicidad del coleccionista de sellos, o por reiterar los ejemplos del espectador habitual e interesado de los partidos de fútbol, se aviene con la pretensión de moralidad implicada en las ocupaciones, en cuanto éstas requieren una cierta seguridad en un proceso ordenado.
Cuando Dostoyevski presenta a personas ocupadas ofrece casos extremos para patentizar más cierto carácter omnímodo de la ocupación, según el cual nada hay que no pueda ser configurado como quehacer que se concluye y completa en el quehacer mismo.
Al quehacer del hombre profundamente ocupado solemos llamar tarea y atarearse a la entrega intensa a tal quehacer. Pues bien, cuando Dostoyevski imagina un personaje atareado le vincula a aquello que parece a primera vista menos susceptible de convertirse en tarea, el placer sensual. Al Don Juan por preocupación a la española, como el burlador de Tirso, se opone el Don Juan meramente ocupado que ven Kierkegaard, Byron y el propio Dostoyevski.
Resulta casi increíble que la tarea sensual, siendo la mayor y exclusiva en la dedicación de una persona, no trascienda por necesidad a sí propia, inherente, el estado de tarea y dé en el de preocupación. Sin embargo, si se admite que así no ocurre sucede que el sensual, concretamente el viejo libertino Karamásov, se constituye en caso extremo y arquetipo de ocupado. La contraposición del viejo Karamásov respecto de Iván, uno de sus hijos, señala la separación entre las dos categorías básicas desde las cuales Dostoyevski clasificaba su mundo.
Se puede pasar de la una a la otra categoría por una brusca mutación que arrastre desde la tarea habitual a la desazón de la inteligencia que se devora a sí misma, en el estrato inicial e irreducible de la preocupación. Se trata de un salto inexplicable que se da en cierto momento y que coloca a quien salta ante la irrepetibilidad.
El salto no puede repetir ni cualitativa ni cuantitativamente, es único. La irrepetibilidad del salto y su irremediabilidad ponen al saltador ante lo inevitable, y, por consiguiente, ante lo absoluto. Sólo hay, según Dostoyevski, un solo medio para salir de semejante prisión: el suicidio. Sólo por el suicidio puede salirse voluntariamente de la cárcel de la preocupación.
Con la mayoría de los personajes de Dostoyevski ocurre que viviendo tranquilos o intranquilos, pero despreocupados en el ejercicio de sus quehaceres, se encontraron cierto instante de cierto día traspuestos a un nuevo mundo, como el protagonista de El doble, el señor Goliadkin, que despertó una mañana de un largo sueño dando las ocho, hora habitual de iniciar su jornada cotidiana, para escaparse para siempre del mundo ordinario, en un extraño viaje hacia un nuevo y oscuro mundo de torturante inquietud intelectual.
En este sentido es algo más que la imitación genial de una novela anterior; es un libro presciente que anuncia el salto habitual de los personajes dostoyevskianos de la una a la otra de las dos grandes categorías. El pobre señor Goliadkin acabó en el manicomio.
No escapó como en los casos de suicidio, sino que se quedó en la inalterable permanencia de lo mismo.
Tampoco es una salida voluntaria la de Raskólnikov, ni la de Mitia Karamásov. Es un acontecimiento ajeno a la decisión conscíente quien los saca de la prisión. Es como si hubieran taumatúrgicamente desaparecido los muros de la cárcel, encontrándose repentinamente ante la libertad. La paz se presenta como un puro hallazgo. Raskólnikov la encuentra en Siberia, se convierte en otro, henchido de resignación y esperanza. Lo mismo ocurre con Mitia Karamásov camino de América, país nuevo para hombres nuevos, acompasado de Grunchesca. Nada explica satisfactoriamente el advenimiento de tal felicidad, ni siquiera la expiación, tampoco el arrepentimiento. «Expía tus culpas y serás feliz», «Arrepiéntete y serás feliz», no son juicios que digan acerca del origen de la felicidad, sino tan sólo acerca de 'cómo la puedes conseguir. El procedimiento consiste en la expiación y en el arrepentimiento, pero la raíz queda mucho más abajo. Expiar y arrepentirse dicen que serás feliz porque has encontrado a Dios. La única motivación suficiente para la expiación y el arrepentimiento, y, por lo tanto, para salir de la preocupación, consiste en el- encuentro con la Divinidad; es decir, con la fe. Resulta, por consiguiente, que sólo hay un modo voluntario de escapar de semejante cárcel: el suicidio, y dos involuntarios de salir de ella: la locura y el hallazgo de Dios.
El arrepentimiento, cuando es auténtico y se acompaña de una expiación sin inquietudes, en otras palabras, cuando implica la felicidad, es despreocupación, y en la medida en que lo es resulta tangencial al mundo dostoyevskiano. Con el suicido, sin embargo, no hay traspaso a la despreocupación ni permanencia en el preocuparse. La preocupación se agota en el suicidio; con él concluye, pero no se transforma. Los grandes personajes de Dostoyevski debieran haberse suicidado sin excepciones. Imaginaos con un inevitable sentimiento de desdén a Mitzia Karamásov gozando de Gruschenka en una ciudad americana, asistiendo alegre a un trabajo rutinario. De la verdad de este sentimiento de desdén se induce el concepto que Dostoyevski tenía de la novela. Para él la novela es la expresión literaria del salto desde la ocupación a la preocupación.
Los que por una razón y otra saltan más, o no saltan, tienen un interés secundario. Pero aun en el campo de aquello que tiene menos valor cabe distinguir entre los que se han perdido en las nieblas de la felicidad contidiana y los que agarrados a la tarea se torturan de maneras diferentes en un conato de salto que no acaban de dar. Son personajes sumamente interesantes y numerosísimos en las obras de Dostoyevski. Situados al mismo tiempo en el impulso y la retracción son y no son, siendo pura miseria y agonía. A los simplemente ocupados podemos también llamarlos con justicia «los oficinistas», no merecen siquiera una mirada; los otros, agonizantes en el conato, muestran tipos de tan enorme interés psicológico como Ivolguin, el presunto novio de Aglaya y presunto marido de Nastasia Filippovna, cuya intimidad y conducta explicó Dostoyevski, desarrollando las siguientes ideas, que vienen a justificar plenamente nuestro esquema para una antropología de los personajes dostoyevskianos: «Hay principalmente tres clases de hombres: los vulgares, que no son más inteligentes que la masa anodina del término medio; los vulgares muy inteligentes y los extraordinarios. La segunda categoría es mucho más desdichada que la primera, porque es la cosa que el hombre vulgar inteligente, aunque se haya tenido alguna vez (y aun toda su vida) por un hombre genial y originalísimo, conserva en su corazón el gusanillo de la duda, que le conduce al extremo de concluir algunas veces por caer en la desesperación absoluta)» (2).
Son éstos a los que hemos llamado preocupados en conato. Son los que nutren las huestes de los resentidos y los que se regocijan con el mal aunque anhelan el bien. Son los que no pueden reprimir una sonrisa, que ni ellos mismos entienden, cuando oyen que ha muerto un amigo; pero que se desviven por atender a la viuda y a los huérfanos. Dostoyevski ha descrito genialmente esta clase de gente. El tipo básico, a mi juicio, es Hipólito, el jovenzuelo tuberculoso de El idiota, que quiere suicidarse en público después de leer un largo escrito en el que justifica su conducta; El eterno marido, el propio Stefan Trofimovich, el locuaz anciano de Demontos.
A veces cierto acontecimiento saca a los hombres vulgares que no se resignan a serlo del conato y los mete en la preocupación.
Generalmente los motivos son o una mujer o una idea. Preferentemente, sin salimos nunca del mundo de Dostoyevski. esto último. Los resultados son siempre iguales. Cuando el hombre atareado se recoge, sumiéndose en la hondura de la preocupación, el para qué del quehacer y el quehacer mismo disminuyen tanto su importancia que apenas son sino la sombra que sigue a aquel estado de conciencia. La mujer, la idea, sólo importan en la medida en que la importancia es epifenómeno de otra realidad anterior.
Pero sería simplificar "demasiado reducir a estos arquetipos el nutridísimo conjunto de tipos dostoyevskianos. Faltan aún tres muy importantes: los desocupados, los santos y los inocentes. Los desocupados dostoyevskianos son la gente más occidental que Dostoyevski ha descrito. Propietarios acomodados, funcionarios de principal categoría, viven en la felicidad y placidez que nacen de una organización perfecta y superior de la vida. La carencia de dificultades materiales es correlato de la ausencia de problemas espirituales.
Viven bien desde todos los puntos de vista, y uno de ellos, quizá el más importante, es la limitación. Limitación conseguida sin esfuerzo, por lo que no implica ascetismo o austeridad, sino ausencia de visión y falta de panorama. El ocio no es en este caso nada más que posibilidad, ya que realmente se ofrece como lleno de contenido gracias a la limitación. No son gente que se dé a un quehacer y lo satisfaga. No tienen ocupación, y no la echan de menos. En ellos el ocuparse se ha convertido en distraerse. Son felices hasta tanto que algo abre la limitación y les pone ante lo
ilimitado. Ante el amor, por ejemplo. Pasan cuando así ocurre de la ociosidad feliz a la preocupación. El caso es muy frecuente, por lo que aparecen como las personas más propicias para percatarse de los tipos extraordinarios, seguirlos e incluso imitarlos. En el mundo dostoyevskiano un desocupado está siempre al borde de preocuparse. Quizá quiera esto decir que no comprendió nunca el ocio al modo griego, es decir, como supuesto necesario e inexcusable para la actividad intelectual profunda.
Quedan, por último, los santos y los inocentes. Por lo pronto, a cualquiera al que podamos atribuir una de las dos condiciones, la santidad o la inocencia, es raro, y la rareza equivale al signo que señala la excepcionalidad. Ahoscha, el staret Zósima, el príncipe Mischkin, son raros, concurriendo en ellos las distintas acepciones que la palabra rareza tiene en español. En principio no son como los demás, por lo que resulta cuantitativamente y cualitativamente una minoría escasísima. En segundo lugar aparecen siempre como llegando de una extraña región a la que los demás no tienen acceso. Sin embargo, su condición de raros no les hace intratables; intervienen, por el contrario, en la vida de los otros, aunque desde la peculiar dimensión que conviene a su rareza.
Cuando un santo o un inocente interfieren en la vida habitual de los que no lo son, ésta se altera, perdiendo la suficiencia. De súbito la gente que trata al santo o al inocente se da cuenta de su insuficiencia propia y de la insuficiencia de su cotidiano vivir. Ante los niños, mejor ante la inocencia que los niños expresan, el adulto se nota insuficiente en dos sentidos: en cuanto no puede llegar a una conformidad plena con el niño y en cuanto se nota ante él bajo el peso de la ausencia de algo que recuerde y percibe como un estado del alma pleno; es decir, suficiente. Inocencia y suficiencia son concepto intercambiables. Ahora bien, ¿por qué la inocencia es suficiente y en qué sentido lo es? No se trata aquí de la inocencia en un sentido absoluto, sino de aquella que a veces parcialmente se da entre nosotros los humanos, en quien sabiendo de lo bueno y de lo malo no pone en su conducta la carga intencional necesaria para que la acción no sólo sea objetivamente mala, sino subjetivamente mala; es decirt maligna. En términos generales no se puede afirmar que malo auténtico ha de ser para Dostoyevski en todos los casos malignidad. Dostoyevski, que se fijaba mucho en los niños, nos ha presentado algunos crueles e incluso sabedores de la maldad implícita en su crueldad, y, sin embargo, inocentes, porque no ponen mala intención en el mal que hacen, y de aquí su inocencia. Quizá sea este el punto de partida para explicarse la propensión del pueblo ruso, y del español, no lo olvidemos, a calificar de inocentes a los retrasados mentales, a esos tontos del lugar a los que protege el vecindario por ser unos «pobres inocentes». El «tonto», tomando la palabra en este sentido, hace el mal sin malignidad. Cuando la malignidad cae sobre la inocencia, despertándola a lo maligno, la inocencia se pierde.
Dostoyevski ha explicado esto narrando cómo fue corrompida Smerdiáschaya, la tonta del lugar, «criatura idiota y divina», por el viejo Karamásov. El propio Dostoyevski estuvo obsesionado por el tema de la inocencia, e incluso se le ha acusado de la corrupción de una niña, afirmando que el episodio análogo de la «confesión de Stavogurin» es autobiográfico, por lo menos en lo fundamental. Es muy probable que tenga razón su segunda mujer cuando sostiene que la acusación es absolutamente infundada, y que su marido, el mejor hombre dei mundo, no era capaz de tal acción. No obstante, el lector que se esfuerza por intepretar la intimidad de Dostoyevski no ve tan claro el asunto como Anna Grigorievna (3).
No se trata aquí ahora de si cometió el hecho o de si no lo cometió, sino hasta qué punto, dada su peculiar psicología, lo concibió como por sí propio realizable e incluso se sintió impulsado a realizarlo. Al párrafo dostoyevskiano que habla de «esos arrebatos de cruel lascivia que hacen presa en casi todos los hombres de esta tierra nuestra, en todos sin exceptuar a ninguno, y que constituye el único origen de casi todos los pecados de nuestra humanidad», hay que otorgarle el valor que merece una afirmación absoluta escrita en los últimos años de su vida, y de la que deliberadamente el escritor no ha pretendido excluirse. No sólo Dostoyevski ha soñado los sádicos delitos de sus protagonistas, aunque no los haya cometido, como opina Henry Troyat (4), sino que a mi juicio quizá cometiera alguno de ellos, con cuya comisión perfeccionó el sentido de su natural tortuoso e incapaz de resistir a la tendencia implícita en toda idea a realizarse en hechos. Y una idea que en toda inteligencia desarrollada, o mejor dicho, que en todo intelectual está arraigada con enorme fuerza, es la de pervertir la inocencia. No se trata de ningún oscuro impulso; es algo connatural con la inteligencia llevada a cierto extremo y actuando en determinadas circunstancias. Sólo los santos son bondadosos y sólo los oficinistas se comportan con relativa bondad frente a la inocencia. Hamlet jugó con la ¡nocente Ofelia, en la medida en que Ofelia era inocente, con particular malicia, y esto cuando mayor era su preocupación, viendo representar la farsa que había de hacer patente la culpabilidad de su tío y la maldad de su madre.

Lady'schall I lie in your leap?

La inocencia ha de servirnos de piedra de toque para renovar la condición y caracteres de los distintos arquetipos antropológicos de Dostoyevski, que reaccionan ante ella de distinta manera.
Los ocupados que corrompen lo hacen por puro placer sensual, sin acabar de prever la total perversidad de su acción. Tal es el caso del viejo Karamásov, que abusa de la inocente del lugar después de una noche de orgía, y del desocupado Afanasii Ivánovich Totskii, seductor de Nastasia Filippovna, que pesaroso de su acción no se encuentra, sin embargo, tan culpable y cree que un matrimonio de conveniencia arreglaría a satisfacción de todos el asunto.
Las personas vulgares inteligentes, preocupados en conato, no toleran la inocencia; algo hay en ella que mina su aparente superioridad.
No la resisten y quizá por esta razón la odian con un odio profundo e inextinguible. El mejor ejemplo es el del seminarista Rakitin ante Alioscha Karamásov. El propio príncipe idiota se concitaba, a pesar de su bondad, la aversión de todas las brillantes medianías con que tropezaba. El propio Ivolguin, que hemos citado como ejemplo de ocupado inquieto en su ocupación, a quien Dostoyevski califica de hombre inteligente, aunque en el fondo vulgar, abofeteó al príncipe. Una acción cuyos motivos quedan oscuros incluso para el propio autor.
La bondad provoca de suyo en el mundo dostoyevskiano incoercible sentimiento de animosidad en la generalidad de las gentes. Ahora bien, en los casos en que la bondad procede de la inocencia el sentimiento de aversión es más hondo. En las personas menos intelectualizadas fomenta el deseo de destruir por los sentidos, ya que ven primaria y obsesivamente la inocencia física.
En los tipos como el del agresor del príncipe el odio trasciende al cuerpo y llega hasta el alma. Lo que estas gentes preocupadas en conato no toleran es la presencia del inocente. El inocente, por el mero hecho de serlo, se alza ante ellos como una ofensa intolerable.
No hay duda de que el sentimiento de insuficiencia ante el inocente procede de su extraña condición, que le permite vaciar de sentido nuestra malignidad. El maligno, ante los niños y los seres como Alioscha, queda impotente, sumido en la peor de las insuficiencias, en aquella que procede de la falta de sentido objetivo en lo que está subjetivamente Heno de él; ante un niño no tiene sentido la malignidad. La consecuencia psicológica de este fallo ante la inocencia es la rabia, lo que solemos llamar rabia sorda, rabia contenida, rabia impotente.
Si en el hombre simplemente ocupado la insuficiencia de la malignidad sólo provoca el disgusto, en aquel que está en conato de preocuparse origina la rabia rencorosa, que tan perfectamente encarna el seminarista Rakitin. En ocasiones la rabia estalla en hechos, y se castiga físicamente a los inocentes; pero no es ésta la reacción propia del hombre semipreocupado, que prefiere corromperlos para que sean colaboradores y víctimas de la malignidad.
A esta clase corresponde la corrupción política de la inocencia.
Los tipos políticos que presenta Dostoyevski son corruptores de almas. La propia política, en cuanto sistema para alcanzar la felicidad de los hombres, corrompe. El tipo máximo de corruptor es para Dostoyevski el político. A su vez el político, en el sentido de organizador del cuerpo social exclusivamente desde el poder, es un seudopreocupado, un demonio. Verjovenskii, el personaje de Demonios, no sabe en realidad lo que quiere. Desea tener fe en alguien, confiarse en alguien, rendir culto a alguien; un salto y sustituirá la extraña devoción a Stavroguin por una actitud más
profunda, y, por consiguiente, no política. Se es político propiamente hablando en el mundo dostoyevskiano en la medida en que se es seudopreocupado, puro conato hacia la preocupación.
A Dostoyevski siempre le atrajo el tema preferentemente roussoniano de la inocencia social. Rousseau admite un estado natural, trasunto sin duda del estado hipotético de naturaleza pura, discutido por los teólogos, en el que hay una espontánea adecuación de los que conviven en tal estado. Cuando esta espontaneidad se pierde aparece la con-formidad. Conformarse, estar conforme no sólo en cuanto implica resignación, sino también en el sentido de adecuar y encajar las distintas formas, modos o actitudes. La adecuación espontánea aparece como irreflexiva, condición que se denuncia en el amable fondo de optimista inconsciencia connatural con los dichosos y dorados siglos arcádicos. La conformidad, por el contrario, es reflexiva e interesada, y en la medida en que lo es, propende a alejarse de la inocencia. Detrás de la conformidad se adivina lo maligno. De manera semejante puede interpretarse la situación social descrita por Hobbes como momento previo al Estado.
La violencia, la guerra de todos contra todos, son inocentes, malas si se quiere, pero inocentes. Cuando se piensa acerca de la posibilidad de garantizar lo propio frente a la violencia ajena, nace el pacto político por una enajenación; la enajenación de la libertad.
Pero no en vano una tradición religiosa milenaria identifica en cierto sentido inocencia con libertad. Se induce de todo esto que política es lo contrario a la inocencia; en cierta manera es, por decirlo así, la consecuencia de la pérdida de la inocencia. Corrompida ésta, la política se hace inexcusable. Ante un mundo de inocentes, la política no tendría auténtico sentido. Ahora se comprende por qué son los pseudo-preocupados los que muestran una incontenible proclividad hacia la acción política. No toleran la inocencia en el orden moral ni en el orden social. La profunda insuficiencia de uno de estos preocupados en conato ante un orden político-social ordenado y acorde, se convierte en furibundo afán de corromper.
Para esta clase de políticos, y a mi juicio Dostoyevski los consideraba como los más frecuentes y activos, la acción política se agota quizá en la mera corrupción, alteración y desorden. He aquí por qué les llamó «demonios».
Por otra parte, los inocentes políticos se sienten extrañamente atraídos por esta clase de seducción. En un grupo político activo siempre hay algunos que siguen al conjunto sin saber exactamente por qué, con una profunda adhesión espontánea, cuyas raíces se esconden en lo desconocido. Dostoyevski se percató de esto con su habitual clarividencia. Comentando su obra Demonios, escribe:
«En mi novela Demonios he intentado, entre otras cosas, exponer esos múltiples y diversos motivos con ayuda de los cuales puede inducirse incluso a los hombres más sencillos y puros a cometer tan monstruoso crimen. Y allí puede verse también todo ese horror de que se pueda cometer la acción más vergonzosa y tremenda sin ser muchas veces un mal hombre. Y eso no sólo entre nosotros, sino en los períodos de transición, en todas partes, siempre y desde hace miles de años, en los tiempos de conmociones de la vida del hombre, en las épocas de duda y negación, de escepticismo y titubeo en punto a las ideas sociales básicas. Pero entre nosotros es eso todavía más posible que en parte alguna, y hoy precisamente sigue siendo ese el más morboso y triste rasgo de estos tiempos.
En la posibilidad de no tenerse por un mal hombre y hasta de no serlo en realidad muchas veces, y cometer, sin embargo, un crimen manifiesto indiscutible... En esa posibilidad, para que vean ustedes, se cifra nuestra actual desgracia» (5).
Si los pseudo-preocupados indínanse a la corrupción política, los preocupados a la perversión de las almas. La alegoría en la que Dostoyevski nos ha explicado de manera más precisa la extraña acción disolvente de Jos preocupados es El sueño de un hombre ridículo. Escrito en las postrimerías de su vida, denuncia la máxima madurez espiritual. Se ha dicho que en esta fantástica historia estaba presente la obra de Fedorov, y en general su personalidad, que tan profundo impacto produjo en Dostoyevski (6).
No obstante, a mi juicio, lo que hay en el fondo es el recuerdo de Rousseau y el estado de inocencia. Ya se sabe que \a. tesis roussoniana había causado gran impresión en los pensadores rusos y aparece por doquier las más de las veces implícita, mejor que explícita, en la obra de Dostoyevski. Todos conocemos el argumento, por así decirlo. Una frase de esta aventura alegórica ha servido a Rcinhart para titular su obra sistemática sobre Dostoyevski Yo he visto la verdad (7). El protagonista clasificable evidentemente entre los preocupados cae en un profundo sueño y se siente transportado a otro planeta, donde reina la más absoluta inocencia. En el seno de estos inocentes el hombre preocupado, sin quererlo, sin proponérselo, -provoca una profunda perversión. No tardan en aparecer los odios, los crímenes, los robos. Debemos preguntarnos qué significa tal alegoría, ya que, y a mi juicio, no se trata de un simple relato fantástico, sino alegórico, en el que hay supuestos que exceden del simple divagar fantástico. El estado de inocencia de Dostoyevski describe, -puede atribuirse a todo humano, admitiendo que en el hondo del alma, en el que radica en el hombre la chispa divina, hay inocencia. Pero una corrupción provocada, por la razón que busca hallar en sí misma solución a su macable cavilar, ha llevado la inocencia a la perversión. En el orden psicológico y en el orden moral lo más urgente es devolver la inocencia, hacernos más o menos como el príncipe idiota, es decir, hacernos niños, aunque tengamos ciertas condiciones de adultos.
Un sueño evangélico que se pudiera, en términos generales, titular: «La reconquista de la inocencia». En el orden político el preocupado apenas actúa una vez que ha realizado la tremenda corrupción espiritual; quien la aprovecha, la dirige y encamina es el otro, el pseudo-preocupado, cuya rabia propende a saciarse en la destrucción del orden social. En todo caso la política, cuando deja de ser pura y simplemente administración de lo colectivo y se transforma en litigio en torno al poder, es antagónica con la inocencia. El deseo máximo de los pseudo-preocupados es que los preocupados auténticos hagan política; tal es el problema abierto entre Stavroguin y Verjovenski, el principal demonio de los demonios que Dostoyevski describe. Particularmente aquel relato, uno de los más profundos e impresionantes que ha escrito Dostoyevski, en el que recoge el diálogo entre el hombre vulgar inteligente y el hombre superior preocupado, con la sumisión, adulación e incluso la devoción del primero hacia el segundo, y el desprecio violento de este último (8).
Quédanos para concluir este esbozo de antropología dostoyevskiana hablar de los santos. El santo se caracteriza en todo caso, para Dostoyevski, como personalidad rara, próxima y ajena a los demás. Hay en los santos dostoyevskianos un elemento sobrenatural que renueva y transforma lo humano convirtiéndolo en auténtica imagen de Cristo. Tipos toscos, incluso grotescos, pero tocados de la gracia, ofrecen ese don místico de la santidad. Frente al hombre carnal, incluso frente al espiritual e inteligente, Dostoyevski opone, como en la teología pauliana, el «pneumátikos», quien merced al don sobrenatural aparece enteramente renovado.
Estos santos dostoyevskianos pertenecen por lo común al pueblo, suelen ser gentes simples, y quizás por esta simpleza o simplicidad de alma agraciados. La gracia les obliga a llevar una vida santa, y, a su vez, la vida santa les obliga a una vida amorosa. El resto de los mortales va a ellos buscando consolación y consejo. El consuelo y la respuesta es siempre la misma: «purifícate por la inocencia ». Ante este consejo tan acabadamente cristiano, lo que hay de insuficiente en el hombre común ante la plenitud de los inocentes, o bien se rebela aumentando la perplejidad de la preocupación, como en Ivan Karamazov, o bien es rencor, como en el ateo vulgar que Dostoyevski ha descrito en Demonios, o bien procura razonadamente adecuarse al consejo, sin dejar de dar el tributo al mundo. Solución trivial para gentes triviales; solución de los ocupados, de los oficinistas, a la que Dostoyevski procura ni siquiera aludir.
Disponemos ya de una somera clasificación antropológica de los personajes de Dostoyevski: los desocupados, los que están insatisfechos de la trivialidad de la ocupación y pugnan por desasirse de ella, los preocupados y, por último, santos e inocentes.
De todos ellos son los que viven en la preocupación quienes se identifican con el propio Dostoyevski y los que constituyen los personajes esenciales de su obra. Los restantes son puntos de referencia respecto de los cuales contrastamos las diversas maneras de aparecer ese primario estado del alma al que llamamos preocupación.
Hacia el centro de la preocupación giran unos, y del centro de la preocupación escapan otros; pero lo que está siempre amenazando desde el fondo del ser del hombre es ese singular estado de desequilibrio e inquietud. Y esto justifica, a mi juicio, el enorme mérito de Dostoyevski y su indiscutible condición de precursor.
Fue el primero que expuso en el orden literario el nuevo estado espiritual de Europa, la preocupación. Es el adelantado de una Europa agobiada por la carga de la preocupación. El y Kierkegaard son los primeros que enuncian que las minorías cultas de Occidente han saltado del ocuparse al preocuparse. El salto de Raskolnikov o del comerciante Rogochin adquieren el valor de una categoría histórica. Tal es el significado espiritual del pensador ruso para nuestro tiempo. Leyéndole nos encontramos a nosotros mismos, coincidiendo en aquello que más nos afecta e intranquiliza; una cierta, profunda insatisfacción, que es también radical insuficiencia y cuyo origen y sentido desconocemos. Sólo nuestro tiempo ha producido una metafísica de la preocupación en cuanto tal, haciendo de la insatisfacción y de la insuficiencia categorías ontológicas.
La historia de Europa camina a saltos. Son bruscas mutaciones, al menos para el observador, las que definen momentos culturales distintos. Si en el orden de los hechos no hay solución de continuidad, en el del espíritu un inexplicable salto separa un Cristo medieval de una imagen de Fray Angélico, Habría que aplicar al proceso histórico-cultural una constante que explicase cualitativamente las mutaciones del proceso de la cultura. Uno de esos saltos es el que señala el paso de la primacía de la ocupación a la primacía de al preocupación, iniciado en el siglo XIX por ciertos precursores, y madurado hoy en la conciencia de todo europeo culto.
Tales precursores son, repito, principalmente, Kierkegaard y Dostoyevski, a quienes, con evidente razón, opone Verdiaev a Hegel. La distancia que hay de Hegel a Kierkegaard, de Hegel a Dostoyevski, mide el salto a que nos referimos. Hegel parece despreocupado. Su filosofía supone en la dimensión antropológica optimismo y suficiencia. «Todo lo racional es real». He aquí una fórmula de la que se desprende inacabable consuelo.
Con el filosofo danés y el novelista ruso, la preocupación, seguida de un desconsuelo incurable, aparece como la situación espiritual propia de nuestro tiempo. La fórmula hegeliana se transmuta en esta otra: «El pensamiento adultera la existencia». En el fondo de esta proposición subyace una inquietud esencial. Los hombres pensantes, no simplemente que piensan, sino pensantes, han descubierto que la razón traiciona al ser porque se les ha cargado el alma de una inquietud sin sentido en cuanto es precisamente pura inquietud. Hoy estamos preocupados, y esto confiere a Dostoyevski y su obra una irresistible seducción y el valor de símbolo y paradigma. Es en cierto modo el clásico de nuestra angustia y agobio. Por otra parte, que lo que él expresa en la estructura argumental de una novela valga para una cierta alteración del transcurrir histórico da a su pensamiento una insospechada generalidad.
Paul Natorp, en un folleto cuyo lectura hoy, después de transcurridos veintisiete años, mueve a la humildad (9), ha sostenido una tesis respecto a la significación de Dostoyevski en la actual crisis de la cultura que merece recordarse. Dostoyevski —dice Natorp— no habla a los rusos, sino al hombre en cuanto tal, Der etf»- ge Mensch, y lo que busca es la infraccionable totalidad del ser humano, Das unzerstückte Gánze des Menschseins, desde la cual sea posible la restauración del hombre y, por consiguiente, de la cultura.
El fundamento originario que constituye la irrompible totalidad que Dostoyevski busca es el modo divino del ser del hombre. La lección de Dostoyevski consiste en haber demostrado desde su relativa lejanía la crisis de hoy como crisis de la modalidad divina de lo humano.
A esta opinión de Natorp se puede añadir la de Joseph Mati (10), expuesta recientemente, quien admite, siguiendo a Thurnysen, que Dostoyevski, con su incomparable sensibilidad para todo aquello que estaba en el ambiente, aunque mexpresado, había «pintado Ja leyenda de este nuestro tiempo europeo». La tesis de Natorp es una interpretación filosófica de la obra del escritor ruso. El punto de vista de Mati, el adecuado a un historiador de la literatura.
Ahora bien: he elegido uno y otro para ejemplificar desde ellos cuál es la perspectiva en que me sitúo. No se trata de interpretar la obra de Dostoyevski, ni de definirla históricamente, sino de encontrar aquel hecho que, evidenciado como indudable, nos una a Dostoyevski desde la proximidad de una misma situación vital.
Repito que, a mi juicio, este hecho es la preocupación.
Debo insistir en que la preocupación, en el sentido en que aquí empleo tal concepto, acompaña a una inteligencia insatisfecha. La palabra insatisfacción no alude ahora, y creo que esto aparece evidente, a un estado psicológico, sino tan sólo al modo de estar de algo que no tiene lo que desde su propio sentido reclama. Empleando la terminología más divulgada, diríamos que se trata de una insatisfacción que afecta a la inteligencia en cuanto tal. Ahora bien: ¿cómo puede estar insatisfecha, en este sentido radical, una inteligencia? Resulta difícil de determinar. Por lo pronto desde el punto de vista gnoseológico esto no es concebible, pues el mero hecho de ser inteligencia la define como satisfecha en cuanto conoce.
Desde una perspectiva epistemológica, en otras palabras, desde las categorías que acreditan la certeza del conocimiento de lo conocido, una inteligencia insatisfecha sería una inteligencia curiosa si la curiosidad presupusiera insatisfacción, pero no es así. El simple hecho de tener curiosidad concede a la inteligencia satisfacción total. Si la curiosidad no se satisface, la insatisfecha no es la inteligencia, sino la curiosidad. La insatisfacción total de la inteligencia procede de no entender. Conoce, comprende, pero no entiende.
En efecto, entender quiere decir algo más profundo que la mera comprensión. En castellano decimos: «Yo no entiendo a esa persona», y empleamos el verbo entender en el sentido de llegar o no llegar a la aprehensión de su significado total. No se trata aquí de comprender metafísicamente su esencia o de conocer su realidad psico-física, sino de entender el sentido total de la personalidad de una persona. Ahora bien: conocer de esta manera «entender» sólo es posible cuando hay una absoluta compenetración intuitiva con lo entendido. En castellano solemos decir de dos personas: «están muy compenetradas» y «que se entienden muy bien» ; de la misma manera por el entender nos ponemos en contacto con lo esencial de distintas épocas históricas. Se puede entender la civilización egipcia sin conocerla a fondo, y es frecuente que después de lustros de fatigosa erudición el entendimiento de una cultura sobrevenga por una monografía, uno de esos ensayos geniales, como el de Montesquieu respecto de la Historia de Roma.
El conocimiento de la significación del sentido total de algo se llama entender, y sólo puede realizarse entendiendo. Pero ¿dónde descansa tal entendimiento?; si no es propiamente gnoseológico. epistemológico ni psicológico, en otras palabras, si una inteligericia insatisfecha es la que no entiende, y, por consiguiente, entender es una satisfacción intelectual que no radica en ninguno de los tres supuestos indicados, ¿en qué se apoya? ¿Cuál es la razón por la que entendemos o no entendemos algo?
El «entendimiento», en la acepción en que aquí empleo esta palabra, es el resultado de la adecuación social de la inteligencia.
Entender es la facultad de la inteligencia que acredita la condición social de la misma. En el fondo del «yo no entiendo a los ingleses», del frecuente y sencillo «no te entiendo» se desprende la convicción de que uno mismo no tiene afinidad alguna con el comportamiento de otro y con significación de tal comportamiento.
La inteligencia se hace a sí misma, según un proceso de adaptación discontinua al sentido total de las cosas. Cada uno de los momentos de este proceso es una plenitud de entendimiento. Entenderse implica una común y análoga instalación en la realidad social, desde cuya comunidad y analogía es posible el entendimiento total con otro.
Son innumerables los niveles que permiten el entendimiento con algo; pero el caso más amplio y general es aquel que se refiere a nuestro entendernos con el tiempo en que vivimos. Podemos conocer y comprender nuestro tiempo, y, sin embargo, no entendernos con él. El genio es sincrónico respecto de su época, caso de Balzac, o ucrónico, caso de Dostoyevski. La ucronía puede tener por fundamento la tendencia a vivir otra época, o simplemente el desacuerdo profundo, el no entenderse. En este último caso la personalidad desalojada o desacorde tiende a transponerse a un mundo fingido. La genialidad literaria es, en la mayoría de los casos, falta de entendimiento. Dostoyevski es un ejemplo excepcional de esta clase de inadaptación. No se entendía con los europeos ni, en el fondo, con los rusos, aunque él creyera otra cosa. El hecho es sumamente curioso, porque Dostoyevski conocía las principales corrientes del pensamiento europeo, y había convivido con todos los estamentos de la nación rusa. Sin embargo, basta leer los comentarios a la política internacional del Diario de un escritor para percatarse de cuan ajeno estaba al espíritu e intención de las Potencias de Europa. Incluso desde el punto de vista doctrinal, el hecho de que no concediera importancia a Marx, y sí a Proudhón y al socialismo francés, es ya un buen indicio. Por esta misma razón no se pueden estudiar las doctrinas políticas de Dostoyevski partiendo del orden facticio con que aparecen en el Diario de un escritor. Exactamente al contrario de lo que opina Yamorlinski, para quien esta obra es «The mouthpiece of his socio-political views» (11): las ideas políticas dostoyevskianas hay que entresacarlas de los fundamentos de su concepción del mundo, y, por consiguiente, de sus obras literarias.
Que Dostoyevski no se entendiera con su tiempo se explica, en cierto modo, por la peculiar relación de su país respecto de la historia de Occidente. Que el ruso culto moderno —y en esto tiene un acentuado parecido con el español culto moderno— estuviera irracionalmente sujeto a unos fundamentos antagónicos con los de Europa, y, sin embargo, fuera, en cuanto intelectual, un europeo.
e incluso un europeo brillante, determinó que un número crecido de pensadores no se entendieran con Europa, tampoco con Rusia y, en cierto modo, ni consigo mismos. De la agonía y contradicción podía salirse, en apariencia, volcándose al lado de los eslavófilos o de los occidentalistas, pero en el fondo la contradicción subsistía.
De aquí el ucronismo y la falta de una adecuada educación social de la inteligencia que hiciera posible el entendimiento.
Dimitri Mereschkowski ha reconocido esto negando que Dostoyevski aspirase en el fondo a los tres grandes supuestos aparentes de su doctrina política: Ortodoxia, Autocracia, Nacionalidad.
Hay una máscara y un rostro en la ideología de Dostoyevski, dice Mereschkowski. La máscara: Ortodoxia, Autocracia, Nacionalidad. El rostro: superación de la Nacionalidad en la Humanidad total. De la Autocracia en la Teotracia, de la Ortodoxia en la religión del Espíritu Santo... Dostoyevski creía o quería creer que su religión era la Ortodoxia; pero no lo era, ni tampoco el cristianismo en absoluto. Su verdadera religión era la del Apocalipsis, la del Tercer Testamento, la Religión del Espíritu Santo (12).
La transposición a una solución universal, cuyos fundamentos son subjetivos antes que objetivos, es característica de la «inteliguenzia rusa, perceptible en casi todos sus miembros desde Tchaadaev (13).
En Dostoyevski, el no entenderse con su tiempo se plantea en torno a tres cuestiones principales:
1.º La existencia de Dios y el sentido de la criatura humana.
2.º El problema del mal.
3.º Las relaciones entre persona y sociedad.
Estos tres problemas asaltan a todo intelectual auténtico, antes o después, inexorablemente. Cuando el intelectual se entiende con su tiempo encuentra hechas las soluciones, positivas o negativas. En los casos de desacuerdo busca él mismo las respuestas, y, esto ocurre también inexorablemente, no las encuentra. Nadie puede resolver satisfactoriamente los problemas básicos si no comparte, entendiéndose con él, el sentido total de la cultura de su tiempo. Para que se dé tal entendimiento es necesario que la inteligencia tenga una adecuación social con la época en que vive.
He dado a la preocupación, en cuanto fenómeno, en cuanto aparece así, y no de otro modo, un carácter pre-social. El preocupado define a lo social, y sólo de manera secundaria es definido por ello. Sin embargo, el «no entenderse» y la preocupación se buscan y coinciden cuando el desentendimiento tiene el carácter general e histórico que le hemos atribuido. Ocurre como si la preocupación de los preocupados estuviere en la opacidad hasta dar con el medio« transparente del desentendimiento, en cuyo caso se transluce, apareciendo. De aquí que en las épocas de desajuste ideológico el número de preocupados sea mayor. Sólo en casos excepcionales, como el de Dostoyevski, en épocas de coincidencia, o de relativa coincidencia, entre el hecho ideológico y el comportamiento y valoración social nacen los precursores, cuya preocupación y no entenderse es presagio y actualidad para el futuro. Es cierto que a Dostoyevski le ayudó el extraño destino de su país.
Pero ¿quién, incluso entre los suyos, supo ver tan hondo?

* * *

Asistiremos en la última parte de este trabajo a la actitud de los grandes preocupados dostoyevskianos, y su cortejo de ocupados inocentes, tantos y desocupados, ante los tres grandes temas que hemos citado antes. Pero es menester, previamente, aclarar una cuestión, suscitada por una frase del libro, superficial y famoso, de André Gide sobre Dostoyevski: «Des que Dostojewski théorise, il nous decoit». En el fondo la frase plantea la cuestión de la posibilidad de la literatura para expresar el pensamiento filosófico, dando a esta última palabra un significado general, y en cierta medida impreciso, que apunte a la reflexión sobre los supuestos últimos del ser humano y del mundo. Dostoyevski imaginizó un complejo universo intelectual (14), que es parte esencial de su obra literaria. Podemos decir de Dostoyevski lo mismo que él dijo de Pusckin: ¿ Habría tenido la importancia que tiene si su obra fuera meramente estética? ¿En qué medida la cargazón de temas, cuyo alcance rebosa, incluso intencionalmente, lo literario, caracteriza como obra artística excepcional la producción literaria de Dostoyevski? .¿En qué medida es y no es Dostoyevski un literato? ¿Aquién se corresponde, a Goethe o a Tolstoi, al espíritu plástico o al crítico, o es menester crear para él una tercera categoría? (15).
Todas y cada una de estas preguntas exigen, antes de su propia respuesta, el esclarecimiento de esta otra cuestión: ¿Qué es literatura? Ilustrarla permitirá —repito— iluminar, incluso, el problema fundamental del propio Dostoyevski en cuanto persona, aquél que Solovjev planteó el primero en la introducción a sus Tres discursos en memoria de Dostoyevski: «En estos discursos sobre Dostoyevski no me ocuparé ni de su vida, ni de la crítica literaria de su obra. Tengo ante mis ojos una sola cuestión: ¿A qué ha servido Dostoyevski? ¿Cuál es la idea que ha inspirado toda su actividad?» (16).
Volviendo al tema inicial, es decir, a la averiguación de qué sea literatura, intentemos saber qué hace el literato comparando su actividad creadora con la del científico, el filósofo y el hombre de la calle... El científico explica, ofrece un sistema de relaciones causales para comprender con rigor las relaciones de los fenómenos del mundo natural. Llamamos a esto explicar. Quien oye a un científico, quien lee su explicación comprende: el correlato del explicar es el comprender.
El filósofo razona, saca a luz una serie de temas y relaciones desconocidos, o esclarece los conocidos desde un punto de vista distinto al científico. Este sigue a la experiencia; aquél raciocinia, buscando preferentemente la luz que ilumina desde la aprioridad de la especulación pura. El correlato del razonar del filósofo es el convencer. Una filosofía nos convence o no nos convence, aunque la comprendamos o no la comprendamos.
El hombre de la calle —todos somos, en uno o en otro momento, hombres de la calle— dice: Decir es simplemente relatar, referir, presentar u ofrecer unos ciertos hechos sin interponer nada, por lo menos nada decisivo entre lo relatado y el relato. Esto es decir, y el correlato al decir el enterarse.
Ahora bien: ¿qué es lo que hace el literato? Si el científico explica, el filósofo razona y el hombre de la calle dice, ¿qué hace el literato? Lo mismo que en los casos anteriores, el lenguaje, en cuanto espontaneidad social, nos da la respuesta. El literato cuenta.
Se cuenta cuando es escribe una novela, cuando se escribe un cuento, e incluso cuando en el vivir cotidiano nos ponemos a contar a otra persona un sucedido cualesquiera. El problema se retrotrae a esta otra cuestión : ¿Qué es contar? Si el literato lo que hace es contar, ¿qué es contar? La doble acepción, que al parecer se repite en varios idiomas, entre el contar en el sentido de hacer cuentas, y contar en este otro sentido, abre el camino a una serie de caracteres accesorios. Así, contar es ordenar, contar es llegar a un cierto final desde un cierto principio, etc.. Pero aparte de estas características, que se descubren comparando las dos acepciones, tiene que haber y hay algo más profundo y sustancial que diga con brevedad y exactitud lo que contar sea. Podemos hacernos la pregunta desde la persona que cuenta. Si se quiere desde el literato en cuanto tal o desde el hombre de la calle que se ha puesto a contar algo. ¿Qué pretendemos y que hace que orientemos todas las partes constituyentes del relato dándole un cierto sentido, cuando contamos cómo fue la boda de un amigo o el atropello que acabamos de ver? Ponernos a contar es, a mi juicio, ponernos a seducir-, contar es seducir, y la literatura es seducir contando o seducción contada. No hay, quizás, una intencionalidad patente en !a seducción consustancial al literato, es decir, al contar; pero si miramos con mayor cuidado, es evidente que ponerse a escribir una novela es ponerse a seducir a los demás, a robarle la atención, y con esta intención se cuenta. Hemos llegado a una definición, a saber: que literatura es contar seduciendo. Pero no nos basta esto, porque seducir es un concepto muy amplio: seducen las mujeres, seduce un cuadro, seduce una novela ; por consiguiente, es menester diferenciar del seducir en general el seducir propio del contar.
A mi juicio, la situación literaria consiste en meter a los otros en la situación que contamos, de tal manera que vivan su dinámica y su tensión. Digamos que obligar a los demás a que compartan las inquietudes que provoca una cierta situación, narrándola simplemente es sedear contando. Esta seducción es tanto más perfecta cuanto más se aleja el inventor de la situación, de la situación misma. Por eso el auténtico contar seducente es el que se realiza por el libro, por !a palabra escrita, y no con la presencia física inmediata de la persona inventora de situaciones. El literato es un narrador de situaciones y del conjunto de elementos que le integran, con intención de seducir. Hay aquí una multitud de aspectos a analizar; se puede preguntar en qué medida el literato, además de seductor, es seducido, es decir, además de contar es lector de lo que él mismo cuenta. Este y una serie de caminos más podrían recorrerse con gusto; pero siguiendo el que comenzamos, distingamos al literato cuya seducción tiene como medio preferente el modo como cuenta las situaciones de aquel otro cuya principal fuerza consiste en el contenido de la situación que cuenta. Habrá literatos del modo y literatos del argumento, según prevalezca una u otra vía. Lo mejor es la coincidencia perfecta. Coincidencia tan difícil de hallar que sólo se da en algún caso sumamente raro; en España quizás sólo Cervantes. Dostoyevski seduce, sobre todo, por el contenido de !a situación; no es que cuente mal. pero lo que en él prima no es el modo. En esto le pasa lo que a Balzac, aunque hay una diferencia muy profunda. Que en Balzac las situaciones tienden a permanecer y solidificarse cerno tales; en tanto que en Dostoyevski tienden a disolverse en los estados de conciencia, en la pura intimidad.
Ahora, con estos supuestos, podremos averiguar qué relaciones hay entre literatura y filosofía, y no será menester insistir, para que quede claro, cómo quien coge temas filosóficos y los cuenta, es decir, los integra en situaciones para seducir a los demás, es exactamente un literato filosófico. Aquí empiezan y aquí acaban las relaciones entre filósofo y literato. Si Leibnizt o Kant, en lugar de intentar convencernos, hubieran intentado seducirnos hubieran sido, antes que filósofos, literatos. El caso típico lo encontramos en los grandes escritores políticos contrarrevolucionarios, en De Mestrc.
Donoso Cortés, por ejemplo. No hay duda que tienen un cierto fondo filosófico; pero muchas veces lo que prevalecía en ellos es el contar, y, por consiguiente, hacen en muchos casos literatura. Lo que ocurre es que siendo el equilibrio tan perfecto en su obra, en la mayoría de los casos, entre el razonar y el contar el lector vacila, sin saber con exactitud a qué atenerse. En el fondo ocurre lo mismo con el ensayo filosófico-literario. En términos generales, con lo que llamamos ensayo, que también es el resultado del equilibrio entre el razonar y el contar. Con relación a la política ocurre lo propio. Es, por consiguiente, por este camino por el que nos hemos de encontrar, en un próximo ensayo, con Dostoyevski, filósofo y teórico-político, partiendo de la literatura.


NOTAS
(1) La frase la puso en boca de Kirilov, personaje de Demonios, y en la de Lebédev, en Eí idiota; peto la dijo en cierta ocasión refiriéndose a si mismo. Cf. H. DE LUBAC, Eí drama del humanismo ateo, pág. 334 ed. española,
Madrid, 1949.
(2) E¡ idiota, ob. comp., t. II, págs. 796-797, 4.a ed.; Editorial Aguilar, Madrid, traducción de R. Cansinos Asséns.
(3) Erinnerungen der Anna Gngorijevma Dostoyewski, pág. 462 y siguientes; Meine Antwort an Strachoff, München, 1948.
(4) V. Henry TROYAT. Dostoyevski, 1940, cap. último, Post mortem.
(5) Diario de un escritor, ed. cit., t. 111, pág. 819.
(6) V. el cap. IV de la introducción de NI. HERMÁN a la obra de Solovjev, Crise de la philosophie occidenlak, París, 1947. K. PFLEGER, Geister.áie um Christus fingen {Dostoyevski, el hombre del subsuelo), 1946, cuarta edición. B. Schult¿e. Russische Denker, Viena, 1950, pág. 149 y sigs.
(7) Reinhard LAUTH: lch habe die Warheit gesehen. Die Philosophie Dostojewskis, München, 1950. Se trata de la obra más importante publicada sobre Dostoyevski después de la guerra.
(8) Demonios, ed. cit., pág. 1268 y sigs.
(9) Paul NATORP, Fjedor Dostoyevski, Bedeutung für die gegenwartigc Kulturkrisis, Jena, 1923.
(10) J. MATL, Dostoyevski y la crisis de nuestro tiempo, REV. DE ESTUDIOS POLÍTICOS, Madrid, 1951, vol. XXXVII, pág. 43.
(n) Avrahm YARMOLINSKY, Dostoyevski, New York, 1921, pág. 7.
(12) .Dimitri Mereschkowski: Zur Einfürung», págs. XII-XVIII, en D. Dostoyevski's politísche Schriften, 13 Bd., Sámtl. Werke, München nn(! Leipzig, R. Piper und Co., 1907.
(13) Alexandre KOYRÉ, Études sur l'histoire de ¡a pensée philosophique en Russie, París. 1950: en especial cap. IV.
(14) V. el estudio de R. LAUTH acerca de los procedimientos literarios por los que Dostoyevski une pensamiento y ficción, titulado «Der methodische Zugang Dostoyevskijs philosophischer Weltanschauung», en Orientalia Christiana Periódica, 18 (1952).
(15) V. Thomas MANN, Goethe et Tolstoi, trad. del alemán de A. Vialatte, París, 1947, 43.
(16) Tre discorsi in memoria di Dostoyevsjktj, Roma, 1923, trad. De Lo Gatto