La primera guerra mundial me libró de mis prejuicios y me hizo pensar de nuevo en algunas cuestiones fundamentales. Me proporcionó también una nueva clase de actividad, ante la cual no sentía la desgana que me asaltaba cada vez que intentaba volver a la lógica matemática. Por lo tanto, he adquirido la costumbre de pensar que soy un Fausto no sobrenatural con quien la primera guerra mundial hizo de Mefistófeles.
Aunque no abandoné por completo la lógica y la filosofía abstracta, me absorbí cada vez más en las cuestiones sociales y, especialmente, en las causas de la guerra y en las posibles maneras de evitarla. Considero que mi trabajo en tales materias ha sido mucho más difícil y mucho menos fructífero que mi trabajo anterior en la lógica matemática. Es difícil, porque su utilidad depende de la persuasión, y mi preparación y experiencia previas para nada me habían servido en lo que se refiere a la persuasión.
Siempre me había interesado por las cuestiones sociales y había sentido un especial horror ante la crueldad, lo que hizo que sintiera repugnancia ante la guerra. Hubo un tiempo, en la década de 1890, en el que, bajo la influencia de los Webb, había sido más o menos imperialista, y al principio apoyé la guerra contra los bóers. Pero, al comienzo de 1901, tuve una experiencia parecida a lo que las personas religiosas llaman «conversión». De un modo repentino y vivido me di cuenta de la soledad en que vive la mayoría de la gente y llegué a estar apasionadamente deseoso de encontrar algunas forma de disminuir ese aislamiento trágico. En el transcurso de unos minutos, cambié de opinión sobre la guerra contra los bóers, sobre la rigidez en la educación y en el derecho penal y sobre la hostilidad en las relaciones privadas. He expresado el resultado de esta experiencia en «The Free Man's Worship». Pero me absorbí, con mi amigo Whitehead, en la hercúlea tarea de escribir los Principia Mathematica , un libro en el que invertimos nuestras mejores energías durante diez años.
La terminación de esta labor me concedió un grado superior de libertad mental y, por lo tanto, me permitió estar dispuesto, tanto intelectual como sentimentalmente, para la nueva orientación que iban a tomar mis pensamientos como resultado de la primera guerra mundial.
Durante los primeros días de la guerra, quedé impresionado por la importancia de la conexión entre la política y la psicología individual. Lo que las masas acuerdan hacer es el resultado de las pasiones que sienten en común, y esas pasiones no son, como me vi obligado repentinamente a comprobar, las que había visto señaladas por los teóricos de la política. En aquella época no sabía nada del psicoanálisis, pero la observación de las muchedumbres dispuestas a la guerra me inspiró pensamientos que eran bastante afines a los de los psicoanalistas, como descubrí más tarde. Comprendí que no se podía edificar un mundo pacífico sobre los cimientos de los pueblos que gozaban combatiendo y matando. Creía comprender también qué clase de frustraciones, íntimas y externas, impulsaban a la gente a la violencia y a la crueldad. Me pareció que no podría establecerse ninguna reforma, si no se modificaban los sentimientos de los individuos. Los sentimientos de los individuos adultos son producidos por muchas causas: experiencias de la infancia; educación; lucha económica y éxito o frustración en sus relaciones personales. Los hombres, por regla general, tendrán sentimientos amables u hostiles en relación con sus semejantes, en la medida en que tengan la impresión de que sus vidas son dichosas o desdichadas. Naturalmente, esto no es cierto en todos los casos. Existen santos que pueden soportar la desgracia sin convertirse en amargados y hay hombres crueles a quienes ningún éxito ablanda. Pero la política descansa principalmente sobre la masa media de la humanidad; y esta masa media será cruel o bondadosa, de acuerdo con las circunstancias. Desde aquellos primeros días de agosto de 1914, siempre he estado firmemente convencido de que las únicas mejoras consistentes que pueden hacerse en los asuntos humanos son las que aumentan los sentimientos benévolos y disminuyen la ferocidad.
Cuando visité Rusia, en 1920, me encontré allí con una filosofía muy diferente de la mía, una filosofía que se basaba en el odio, la fuerza y el poder despótico. Mis concepciones sobre la guerra me aislaron de la opinión al uso; mi profundo horror por lo que se hacía en Rusia, me aisló de la opinión izquierdista. Permanecí en soledad política hasta que, poco a poco, la opinión izquierdista de Occidente se fue dando cuenta de que los comunistas rusos no estaban creando un paraíso.
En la filosofía marxista, tal y como se la interpretaba en Moscú, encontraba dos errores enormes: uno en la teoría y otro en los sentimientos. El error en la teoría consistía en creer que la única forma de poder indeseable sobre los seres humanos es el económico y que éste es consustancial con la propiedad. En esta teoría no se tienen en cuenta otras formas de poder -militar, político y propagandístico-, y se olvida que el poder de una gran organización económica está concentrado en un pequeño Consejo de administración y no repartido entre los propietarios nominales o accionistas. Se supuso, por lo tanto, que la explotación y la opresión debían desaparecer si el Estado se convertía en el único capitalista, y no se tuvo en cuenta que esto otorgaría a los funcionarios del Estado toda la capacidad de opresión, y más aún, que anteriormente poseían los capitalistas individuales. El otro error, que se refiere a los sentimientos, consistía en suponer que puede salir algo bueno de un movimiento cuya fuerza impulsora es el odio. Los que habían sido inspirados, principalmente, por el odio a los capitalistas y a los terratenientes, adquirieron la costumbre de odiar, y, una vez conseguida la victoria, se vieron obligados a buscar nuevos objetos de aborrecimiento. De aquí provinieron, por un mecanismo psicológico natural, las depuraciones, la matanza de kulaks y los campos de trabajos forzados. Estoy persuadido de que Lenin y sus primeros colaboradores actuaron con el deseo de beneficiar a la humanidad, pero, como consecuencia de errores en psicología y en teoría política, crearon un infierno en lugar de un paraíso. Esto constituyó una lección objetiva de gran importancia para mí, que me dije que, si se quería obtener algún resultado positivo en la organización de las relaciones humanas, era necesario pensar correctamente y sentir correctamente también.
Después de mi breve visita a Rusia pasé cerca de un año en China, en donde llegué a darme cuenta, más vividamente que antes, de los amplios problemas que se refieren a Asia. En aquella época, China se encontraba en estado de anarquía; y, mientras que en Rusia había gobierno con exceso, en China no había el suficiente. Encontré, en la tradición china, mucho que admirar, pero era evidente que nada de ello podía sobrevivir a las embestidas de la rapacidad occidental y japonesa. Estaba plenamente convencido de que China se transformaría en un moderno Estado industrial, tan cruel y militarista como las potencias que se veía obligada a resistir. Estaba convencido de que, a su debido tiempo, habría solamente tres grandes potencias en el mundo -América, Rusia y China- y de que la nueva China no poseería ninguna de las virtudes de la vieja. Dichas expectativas están ahora cumpliéndose plenamente.
Nunca he sido capaz de creer sinceramente en ningún remedio universal que pudiera curar todas las enfermedades. Por el contrario, he llegado a pensar que una de las principales causas del trastorno del mundo reside en la creencia dogmática y fanática en alguna doctrina que carece de fundamento adecuado. El nacionalismo, el fascismo, el comunismo y, en la actualidad, el anticomunismo, sin excepción, han dado lugar a celosos fanáticos dispuestos a cometer horrores indecibles en defensa de algún mezquino credo. Todos estos fanatismos tienen, en mayor o menor grado, el defecto que encontré en los marxistas de Moscú: que su fuerza dinámica se debe principalmente al odio.
Durante toda mi vida he deseado, con vehemencia, sentirme identificado con los grandes conjuntos de seres humanos, experimentar lo que experimentan los miembros de las multitudes entusiastas. El deseo ha sido, con frecuencia, tan intenso como para hacer que me engañase a mí mismo. Me he imaginado que era, en cada ocasión, liberal, socialista o pacifista; pero nunca he sido ninguna de esas cosas en un sentido profundo. Siempre el intelecto escéptico me ha susurrado sus dudas, cuando yo más deseaba que se mantuviese en silencio; me ha separado del fácil entusiasmo de los otros y me ha llevado a una soledad desolada. Durante la primera guerra mundial, mientras colaboraba con los cuáqueros, con los partidarios de la no violencia y con los socialistas; mientras aceptaba de buen grado la impopularidad y los inconvenientes que se derivaban de sostener opiniones impopulares, hubiera dicho a los cuáqueros que creía que muchas guerras habían estado justificadas en la historia, y a los socialistas, que temía la tiranía del Estado. Me hubieran mirado de reojo y, a pesar de que habrían continuado aceptando mi ayuda, hubiesen tenido la impresión de que yo no era uno de ellos. Latiendo en todas mis ocupaciones y en todos mis placeres, he sentido, desde muy joven, la pesadumbre de la soledad. Sin embargo, este sentimiento de soledad ha sido mucho menos intenso a partir de 1939, pues durante los últimos quince años he estado ampliamente de acuerdo con la mayoría de mis compatriotas en los asuntos importantes.
El mundo, desde 1914, se ha desarrollado de manera muy diferente a como hubiera yo deseado que lo hiciese. El nacionalismo ha aumentado; el militarismo ha aumentado; la libertad ha disminuido. Extensas partes del mundo son menos civilizadas de lo que eran. La victoria en dos grandes guerras ha disminuido considerablemente las cosas valiosas por las que luchamos. Todos los pensamientos y los sentimientos están ensombrecidos por el miedo a una nueva guerra, peor que cualquiera de las anteriores. No puede verse ningún límite para las posibilidades de la destrucción científica. Pero, a pesar de estos motivos de aprensión, existen razones, aunque menos evidentes, para poder concebir una prudente esperanza. Sería ahora técnicamente posible unificar al mundo y abolir la guerra para siempre. También sería técnicamente posible abolir completamente la pobreza. Todo esto podría llevarse a cabo si los hombres deseasen más su propia felicidad que la miseria de sus enemigos. En el pasado había obstáculos físicos para el bienestar humano. Los únicos que existen ahora están en las almas de los hombres. El odio, la locura y las falsas creencias es lo único que nos separa del milenio. En tanto que persistan, estaremos amenazados por un desastre sin precedentes. Pero es posible que la misma magnitud del peligro puede espantar al mundo y obligarle a tener sentido común.