De La Soledad

Michel Eyquem de Montaigne
 Traducción: Juan G. de Luaces 

Prescindamos de la muy prolija comparación de la vida solitaria con la activa. En cuanto a la elevada frase que encubre la ambición y la avaricia, y que reza: "No hemos nacido para nosotros mismos, sino para los demás", miremos resueltamente a algunos de los que están en la danza y veamos si, por el contrario, los oficios, cargos y demás agitaciones del mundo no se buscan más bien por provecho particular. Los malos medios que hoy se usan para medrar muestra bien que el fin no es respetable. Vayamos, pues, a la ambición. Ella es la que nos hace amar la soledad, pues ¿qué rehuye tanto como a la sociedad? ¿Qué busca tanto como sus fracasos los dioses? En todas las cosas puede hallarse bien y mal. No obstante, si aciertan Bías diciendo que "Lo peor es lo que más abunda", y la Santa Escritura afirmando que "Entre mil no se halla uno bueno"

Escasos son los buenos; difícilmente se hallarían tantos como la puertas de Tebas o las bocas del Nilo (1).

  El contagio, estando entre la multitud, es por demás peligroso. Menester es, si se vive entre la gente, odiar a los viciosos o imitarlos. Ambas cosas son arriesgadas: imitarlos, por lo muy viciosos que son, y odiarlos, porque todos no son iguales. Los mercaderes que se embarcan hacen bien en procurar que sus compañeros de viaje no sean disolutos, blasfemos y malvados, y no yerran juzgando aciaga semejante sociedad. Bías dijo jocosamente, cuando, en un gran peligro y temporal, quienes iban con él impetraron ayuda a los dioses: "Callad, no vaya a ser que se sepa en el cielo que vais aquí conmigo". Alburquerque, virrey de Manuel de Portugal en la India, hallándose en el mar en un extremo peligroso, puso sobre sus hombros a un muchachito para que, en el riesgo, le sirviese la inocencia del rapaz para salvaguardia y recomendación ante el favor divino. El sabio puede vivir contento, e incluso solo, aun si está en la turbamulta de un palacio; mas si ha de elegir huirá, como la doctrina aconseja, hasta de ver palacio alguno. No sólo debe deshacerse de los vicios, sino rechazar los de otros. Carondas castigaba como malos a los que frecuentaban malas compañías. Nada haya la vez tan disociable y tan sociable como el hombre, y de ello lo primero se debe a vicios y lo otro a la naturaleza. No creo que Antístenes acertara contestando así a quien le reprochaba su trato con los perversos: "Los médicos viven bien entre los enfermos". Verdad es que los médicos sirven para la salud de los dolientes, pero ellos se perjudican con el contagio, vista continua y práctica de las enfermedades.

Yo creo que el fin de todos es vivir descansadamente y a gusto, pero entiendo que no siempre buscamos bien el camino. A menudo se piensa haber abandonado los negocios cuando no se ha hecho más que cambiarlos, porque no hay a veces menos tormento en el gobierno de una familia que en el de un Estado entero. No por ser las ocupaciones domésticas menos importantes dejan de ser igualmente importunas. Y por ende, con deshacernos de la Corte y sus tratos no nos deshacemos de las principales torturas de nuestra vida.

La razón y la prudencia y no esos bellos lugares,

Que los mares dominan, son los que curan nuestro disgusto. (2)

  La ambición, la avaricia, la irresolución, el miedo y las concupiscencias no nos abandonan porque cambiemos de país:

A nuestra grupa cabalga nuestro pesar. (3)

En efecto: esos males nos siguen con frecuencia incluso hasta el claustro y las escuelas de filosofía; y ni desiertos, ni cavadas rocas, ni ayunos nos libran de ellos.

Queda el dardo mortal prendido al flanco. (4)

  Díjose a Sócrates que cierta persona no se había enmendado en un viaje que hiciera. "Lo creo -repuso el filósofo -. ¿Acaso no se había llevado a sí mismo consigo?"

¿Por qué buscar ajenas tierras caldeadas por otro sol? ¿Basta exilarse de la patria para huir de uno mismo? (5)

Si primero no se descarga el alma del peso que la oprime, el traslado no hará más que empeorar las molestias que el peso causa, de igual modo que en un barco estorba menos la carga cuando está bien acomodada y fija. Empeórase al enfermo si se le hace cambiar de postura; lo malo es peor removerlo; y los palos clavados en tierra se hunden y afirman más a mayor zarandeo y golpeamiento. No basta alejarse de las gentes ni cambiar de lugar, sino que hay que quitarse las condiciones vulgares que tenemos en nosotros, secuestrándonos, por decirlo así, a nosotros mismos para encontrarnos de nuevo.

Dices que has roto tus vínculos. Mas el perro que tras largos forcejeos se suelta, arrastra consigo parte de su larga cadena.(6)

  Siempre llevamos nuestros hierros con nosotros mismos. Nunca hallamos libertad entera, porque volvemos la vista a lo que hemos dejado, de ello tenemos el ánimo lleno:

Si no tenemos purificado el ánimo, ¿cuántos combates internos no hemos de sostener, y cuántos peligros no hemos de vencer? ¿Qué cuidados. temores e inquietudes no desgarran al hombre que es presa de sus pasiones? ¿Qué estragos no producen en el alma el orgullo, la disolución, el arrebato, el lujo, la desidia? (7)

  Nuestro mal está en el alma y no puede evadirse de ella.

In culpa est animus' qui se non effugit unquam (8)

Por eso hemos de recogernos en nuestra alma; que tal es la verdadera soledad y la que cabe gozar incluso en medio de las ciudades y las Cortes regias, si bien en el aislamiento se goza mejor. Mas, si resolvemos vivir solos y sin compañía, hagamos que nuestro contento dependa de nosotros mismos, desatemos los lazos que nos unen a los demás y adquiramos el poder de vivir conscientemente solos y a nuestra manera.

Escapó Estilpón de la ruina de su ciudad, donde perdió mujer, hijos y fortuna; y viéndole en tan grande aflicción de su patria, y sin traza alguna de horror, le preguntó Demetrio Poliorcetes si no había sufrido daños, a lo que contestó el otro que, gracias a Dios, nada que fuera suyo había perdido. Por lo mismo decía jocosamente el filósofo Antístenes que el hombre debiera proveerse de mercancías que flotasen en el agua y se salvaran con él en caso de naufragio. En verdad la persona de entendimiento, no ha perdido nada mientras no se pierde a sí mismo. Cuando los bárbaros arruinaron la ciudad de Nola, Paulino, obispo de la misma, habiéndolo perdido todo y estando cautivo, oró así a Dios: "Guárdame, Señor, de sentir esta perdida, porque bien sabes que nada mío ha sido afectado". Y, en efecto, los tesoros que le enriquecían y los bienes que le hacían bueno seguían en su persona. Por eso conviene elegir riquezas que puedan librarse de daño y ocultarlas en lugares donde nadie las descubra y por nadie sino por nosotros mismos puedan ser delatadas. Quien pueda debe tener mujer, hijos y bienes, pero sin aficionarse tanto a ellos que su felicidad de ellos sólo dependa. Siempre conviene tener una estancia, secreta y propia, en la que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestra principal soledad y retiro. Allí es donde debemos ordinariamente platicar con nosotros mismos, haciendo ese lugar tan privado que ningún conocimiento ni amistad extraña penetre. Y allí hemos de discurrir y regocijarnos, sin mujer, sin hijos, sin bienes, sin pompas, sin criados; y de ese modo, cuando perdamos todo eso no nos será novedad pasarnos sin ello. Tenemos un alma que puede replegarse sobre sí misma y a sí propia hacerse compañía, poseyendo medios propios de asaltar y defenderse, de recibir y de dar. En semejante soledad no debemos temer sufrir una ociosidad enojosa:

Sé en la soledad tu propio mundo (9)

  La virtud se contenta consigo sola, sin disciplinas, palabras ni afectos. De nuestras acciones acostumbradas no hay entre mil una que nos concierna. Aquel que vemos, con la cara contraída, escalando las ruinas de una muralla, furioso y fuera de sí, frente a tantos arcabuzazos; y aquel otro cubierto de cicatrices, frío y hambre, ¿acaso se hallan en esa extremidad por sí mismos? No, sino por alguien a quien quizá no conocieron nunca y que no se inquieta de nada de lo que ellos hacen, estando sumido entre tanto en ocio y deleites. Y ese que divisamos, todo legañoso y mugriento, salir a medianoche de sus estudios, ¿pensaís que estudia para hacerse hombre de bien y para vivir con más sabiduría y satisfacción? Nada de eso. Antes se ocupa en enseñar a la posteridad la medida de los versos de Plauto o la verdadera ortografía de un vocablo latino, así le cueste la vida. ¿Quién no cambia con gusto la salud, el reposo y la vida por la reputación y la gloria, que es la más inútil, vana y falsa moneda que usamos? Por si nuestra muerte no nos asusta bastante, aun nos cargamos con el miedo de las de nuestra mujer, hijos y sirvientes; y por si nuestros asuntos no nos dan bastantes enojos, todavía nos metemos en los de nuestros amigos.

¿Es posible que el hombre entre en ánimo de amar a otras cosas más que a sí mismo? (10)

Paréceme la soledad. más propia para aquellos que dieron al mundo sus años más activos y floridos, a ejemplo de Tales. Luego de vivir bastante para los demás, vivamos para nosotros y a nosotros refiramos, cómodamente, nuestros pensamientos e intenciones. No es cosa liviana el mero hecho de retirarse, que esto de por sí harto nos afana sin necesidad de a ello mezclar otros empeños. Pues Dios nos da lugar de disponer nuestro retiro, preparémonos a él, hagamos el equipaje, despidámonos pronto y apartémonos de las violentas turbaciones que nos ligan por todas partes y nos alejan de nosotros mismos.

Es preciso desvinculamos de esas tan fuertes obligaciones y, aunque amando tal o cual cosa, no debemos comprometernos más que con nosotros mismos. Bien está que haya otros seres afectos a nuestras personas, pero no tanto que no podamos desprendernos de ellos sin arrancarnos la piel. La cosa mejor del mundo consiste en saber ser uno mismo lo que es. Cuando nada podemos aportar a la sociedad es hora de apartarnos de ella. Quien no pueda prestar, no pida prestado. Si nos faltan las fuerzas, retirémonos de refriegas y encerrémonos en nosotros mismos. Quien pueda confundir en sí los oficios de la amistad y la compañía, que lo haga. Quien se torne inútil, pesado e importuno a los otros, procure no ser lo mismo consigo mismo. Haláguese, y sobre todo domínese, respetando y temiendo su razón y conciencia, de tal modo que pueda, sin vergüenza, presentarse ante ella. Es cosa rara encontrar quien se respete suficientemente a sí mismo(Quintiliano, X, 7). Sócrates dice que los jóvenes deben hacerse instruir; los hombres ejercitarse en obrar bien; los viejos retirarse de toda ocupación civil y militar, viviendo a su discreción, sin obligación a ningún deber cierto. Hay caracteres más propios que otros para esos preceptos del retiro. Los de inteligencia blanda y floja y afección y voluntad delicadas (y yo, por natural condición y discurso, soy de éstos), se someten mejor a tal consejo que las almas activas y ocupadas que lo abarcan todo, se empeñan en todo, se apasionan de todo, se ofrecen, se presentan y se dan en todas las ocasiones. Hemos de servirnos de las ventajas accidentales y externas a nosotros mientras nos son gratas, pero sin convertirlas en nuestro principal fundamento, porque esto ni la razón ni la naturaleza lo quieren. ¿Por qué, contra razón y natura, hemos de trabajar de continuo en bien de la potencia ajena? Por otra parte, anticipar los accidentes de la fortuna y privarse de las comodidades que tenemos a mano, como algunos han hecho por devoción y ciertos filósofos por discurso; servirse uno mismo; acostarse en el suelo; sacarse los ojos; arrojar las propias riquezas al río; buscar el dolor; y todo ello a fin de, con el tormento de esta vida, adquirir la bienaventuranza en otra (lo que viene a ser como ponerse en el más bajo peldaño de la escalera, por temor a mayor caída), es efecto de un exceso de virtud. Las naturalezas más recias y fuertes saben hacer su modestia gloriosa y ejemplar:

Cuando no puedo tener cosa mejor,

sé contentarme con poco y alabo la apacible mediocridad:

y si mi suerte próspera,

digo que no son sabios y felices

sino aquellos cuyas rentas se fundan en buenas tierras. (11)

Con esto bástame, sin ir más allá. Tengo suficiente, durante el favor de la fortuna, con prepararme a su disfavor; y con representarme, cuando estoy bien, un porvenir malo, y aun tan malo como pueda idearlo la imaginación. De igual modo, en plena paz, fingimos y nos habituamos a la guerra en torneos y justas. No estimo más a Arcesilao, el menos austero de los filósofos, porque hubiera usado vajillas de plata y oro, pues que la condición de su fortuna se lo permitía; pero, viéndole usarlas moderada y liberalmente, aprecióle más que si no las hubiese tenido. Veo hasta qué límites va la necesidad natural, y cuando miro que el mendigo que pide a mi puerta está a veces más alegre y sano que yo, póngame en su lugar y trato de ajustar mi alma a su medida. Por tanto, aunque piense tener la enfermedad, la pobreza, el desprecio y la muerte a mis talones, resuelvo no espantarme de aquello de lo que uno menos que yo no se espanta, y no su pongo que la pequeñez del entendimiento pueda más que el vigor del mismo, o que los efectos del discurso no logren igualar a los de la costumbre. y sabiendo cuán poco importan las accesorias comodidades, no dejo de rogar a Dios, con todo mi ahínco, que me haga contento de mí mismo y de los bienes dimanados de mí. Conozco jóvenes gallardos que guardan en sus cofres píldoras con que precaverse del futuro reuma, al que temen menos desde que piensan poseer el remedio a mano. Así debe hacerse, y también, si a peor dolencia se está sometido, acaparar medicamentos que adormezcan y calmen la parte afectada.

La ocupación que en una vida de retiro debe elegirse no ha de ser trabajosa ni enojosa, pues de lo contrario nulo sería ir a buscar en ella descanso. Lo que se escoja dependerá del gusto particular de cada uno. El mío no se acomoda a cosas manuales, mas quienes las amen deben practicarlas con moderación:

Procuren dominar las cosas y no ser dominados por ellas (12)

No siendo así, los oficios manuales degeneran en serviles, como dice Salustio. Hay actividades, entre esas, más excusables, como la jardinería, que Jenofonte atribuye a Ciro. Cabe encontrar un medio entre el cuidado mecánico, bajo y vil, a que algunos hombres se entregan, y la profunda y extrema indiferencia, que todo lo deja caer en abandono, que en otros se ve.

Acudían los corderos a comer las mieses de Demócrii tras el ánimo de éste, desprendiéndose de su cuerpo, flotaba en el espacio. (13)

Oigamos el consejo que Plinio el Joven da a Cornelio Rufo, su amigo, a propósito de la soledad: "Te aconsejo que en ese ubérrimo y fecundo retiro en que estás cedas a tus gentes el bajo y abyecto cuidado de las cosas manuales y te dediques al estudio de las letras, para obtener algo que sea enteramente tuyo". Así entendía él la fama, y semejante al suyo es el sentir de Cicerón, que dice querer emplear su soledad y descanso de la cosa pública para adquirir con sus escritos vida inmortal.

Vuestro saber

no es nada si se ignora que lo tenéis (14)

  Parece razonable, ya que se trata de retirarse del mundo, que uno mire fuera de él. Mas los otros primeros que dije sólo lo hacen a medias; éstos arreglan bien los casos para cuando no estarán ya en él; el fruto de su designio pretenden aún, ausentes, sacarlo del mundo, incurriendo así en una ridícula contradicción.

Más sana es la idea de quienes, por devoción, buscan la soledad y llenan su ánimo de la certeza de las promesas divinas en la otra vida. Éstos buscan a Dios, objeto infinito en bondad y potencia. El alma tiene así con qué saciar sus deseos en plena libertad. Las aflicciones y dolores les aprovechan y los emplean en adquirir una salud y goce eternos; la muerte es el paso a un estado perfecto; la aspereza de sus reglas se suaviza, con la costumbre; y los apetitos carnales se embotan y adormecen al no ser satisfechos, ya que nada los estimula más que el uso y ejercicio. Este fin de una vida dichosa e inmortal merece en verdad el abandono de las comodidades y dulzuras de esta vida nuestra; y quien puede envolver su alma en el ardor de esa viva fe y esperanza, de modo real y constante, se forma en la soledad una existencia voluptuosa y deliciosa que rebasa toda otra clase de vida. Mas, fuera de esto, digo que ni el fin ni el medio del consejo que trato me contentan, porque seguirlo es siempre caer de fiebre en calentura. La ocupación literaria es tan penosa como otra cualquiera y por lo tanto enemiga de la salud, a la que debe darse principal consideración. y no hay que dejarse engañar del placer que el escribir procura, porque es el mismo placer que pierde al avariento, al voluptuoso y al ambicioso. Los sabios nos enseñan a guardarnos de la traición de nuestros apetitos, ya discernir los placeres verdaderos y enteros de los que están mezclados de dolor. Porque dicen que los placeres, en su mayor parte, nos halagan y besan para estrangularnos, como los ladrones que los egipcios llamaban filetas. Si el dolor de cabeza viniese antes de beber, no nos embriagaríamos, pero la voluptuosidad, para burlarnos, se adelanta a sus consecuencias. Gratos son los libros, mas si nos cuestan la salud y la alegría, que son las cosas que más valen, dejémoslos, pues yo soy de los que opinan que el fruto de las letras no contrapesa esa pérdida. Así como quienes llevan largo tiempo adolecidos de alguna indisposición se ajustan al régimen que les marca el médico, así quien se retira, disgustado de la vida común, debe formar su retiro según las reglas de la razón, ordenándolo y disponiéndolo con premeditación y discurso. Ha de despedirse de todo trabajo, so cualquier aspecto que se le presente, huir de las pasiones que quitan la tranquilidad corporal y elegir el camino más apropiado a sus inclinaciones, o sea:

Unusquísque sua noverít íre vía (15)

En las tareas manuales, en el estudio, la caza y cualquier otro ejercicio, ha de llegarse a los límites extremos del placer y no pasar más adelante en cuanto empiece a mezclarse pena al agrado. No hemos de atarearnos y ocuparnos más que lo preciso para mantenernos y para garantizarnos de los inconvenientes que produce una ociosidad laxa y embotada. Hay ciencias estériles y espinosas, forjadas en su mayor parte para el vulgo; y éstas deben dejarse a quienes están al servicio del mundo. Por mi parte sólo gusto de los libros placenteros y fáciles, que me halagan, o de los que me consuelan y me dan reglas para mi vida y mi muerte.

Mientras silencioso paseo por los bosques,

Ocupándome de cuanto es digno del bueno (16)

  Pueden los sabios crearse un reposo espiritual completo, pues que poseen un alma fuerte y vigorosa; mas yo, que la tepgo común, debo ayudarme con las comodidades corporales. Como la edad me ha quitado las que más alegraban mi fantasía, he aguzado mi apetito, acostumbrándolo a las que son más adecuadas a mis años presentes. Debemos conservar, con uñas y dientes, el uso de los placeres de la vida, que los años nos arrancan uno tras otro.

Gocemos, que sólo nuestros son los días que nos consagramos al placer.

Pronto serás ceniza, sombra y recuerdo. (17)

  El fin de la gloria que Plinio y Cicerón nos proponen está muy lejos de mis cálculos. La ambición es lo más opuesto al retiro, porque la gloria y el reposo no caben en el mismo lugar. Así, veo que quienes de tal modo hablan, sólo tienen los miembros fuera de la multitud, mientras su alma e intención continúan en ella, y más que nunca

¿No trabajas, viejo sin seso, más que para divertir los ajenos ocios?

  Sólo han retrocedido para saltar mejor y, con más vivo movimiento, hacer más brechas en la turba. Si queréis verlo, comparemos los criterios de dos filósofos, de sectas muy diferentes, cuando escribían a sus respectivos amigos Ido meneo y Lucilio, persuadiéndoles de que dejasen los asuntos públicos y se retiraran a soledad. Éstas eran sus palabras: Habéis vivido hasta ahora flotando y nadando: venid a morir a puerto. Disteis lo demás de vuestra vida a la luz: dad esta parte a la sombra. Imposible es dejar las ocupaciones si no dejáis su fruto: y por lo tanto deshaceros de toda preocupación de nombre y gloria, no vaya a ser que el fulgor de vuestras pasadas acciones os alumbre en exceso y os siga hasta vuestro retiro. Dejad con las otras voluptuosidades la que dimana de la aprobación ajena, y no os inquietéis de vuestra capacidad y ciencia, que no perderá su efecto porque la uséis mejor. Acordaos de aquel a quien preguntaron por qué se afanaba tanto en un arte que sólo podía llegar a conocimiento de pocas gentes, y respondió: "Me basta con pocas, con una y hasta con ninguna". Tenía razón. Cada uno con un compañero halla bastante espectáculo mutuo, y aun uno solo se basta si es compañero para sí. Por tanto, que el pueblo os sea uno, y vosotros solos el pueblo. Vana ambición es querer sacar gloria del retiro y la holganza, y mejor sería hacer como los animales, que borran sus huellas a la entrada de su cubil. Ya no habéis de buscar que el mundo hable de vosotros, sino ver cómo os conviene hablaros a vosotros mismos. Retiraos en vuestro interior, mas preparaos primero a recibiros, porque sería locura que a vosotros mismos os fiaseis si no os supieseis gobernar. Cabe fracasar en la soledad como en la compañía. Hasta que no hayáis avanzado tanto que no oséis claudicar, y hasta que no tengáis respeto y vergüenza de vosotros mismos, llenaos el ánimo de imágenes honestas (Cic., Tusc. Q., II, 22) y guardad en la memoria a Catón, Focio y Arístides. Porque en presencia de éstos, hasta los locos ocultarían sus faltas. Hacedles, pues, reguladores de todas vuestras intenciones. Si éstas se desvían, el respeto de aquellos hombres os pondrá en vereda y os hará contentaros con vosotros mismos, no pedir cosa alguna más que a vosotros, y afincar y detener vuestra alma, en ciertas y limitadas meditaciones apropiadas para complacerla. Y en comprendiendo los verdaderos bienes, que se gozan a medida que se entienden, contentaos con ellos, sin deseo de prolongar vuestra vida y nombre.

Tal es el consejo de la auténtica y sincera filosofía, no de una filosofía ostentosa y parlera, como la de los dos primeros que cité.


(*) Michel Eyquem de Montaigne nace en 1533 en el castillo de Montaigne, Périgord, y muere en Burdeos en 1592. Hijo de unos ricos comerciantes que, gracias a su dinero, se habían convertido en nobles, recibió una educación humanista -hablaba latín a muy temprana edad- y estudió derecho, entrando posteriormente en la magistratura. Fue consejero del Parlamento de Perigueux y el de Burdeos, cargo este último al que renunció en 1570 para dedicarse al estudio y a la escritura, aunque continuaría con actividades de índole política, como, por ejemplo, la alcaldía de Burdeos (1581 y 1583). Su obra maestra son sus ensayos, comenzados en 1571 y cuya edición definitiva en tres volúmenes, preparada por Mlle. De Gournay y Pierre de Brach, data de 1595. Sin plan ni método, oscilando entre cierto epicureismo y escepticismo que le era propio, Montaigne lleva a cabo en esta obra una serie de lúcidas reflexiones acerca de cuanto lee u observa, empezando por sus propias motivaciones, que han tenido una enorme influencia en el pensamiento universal y que le confirieron un lugar de honor en la historia de las letras por su contribución fundamental al género ensayístico. A través de sus ensayos va decantando un ideal de vida conforme a la naturaleza que implica la eliminación de la inquietud producida por la ambición. Estas normas constituyen el ideal moral de Montaigne y no tienen otro sentido que el de contribuir a la felicidad individual, que es la única felicidad efectiva y concreta frente a las pretendidas grandezas y engañosas abstracciones. En su obra se reflejan los caracteres del subjetivismo y del humanismo renacentista del s. XVI, unidos a un escepticismo que nace del descubrimiento de la insignificancia de los seres humanos, que se estiman superiores al resto de las cosas y olvidan los vínculos que les unen a la naturaleza. Escribió también un Diario de Viaje que no vio la luz hasta 1774.


Notas

(1) Juvenal, XIII, 24
(2) Horacio, Epístola, I, II, 25
(3) Horacio, Od., III, I, 40
(4) Virgilio, Eneida, IV, 73
(5) Horacio, Od., II, 16, 18
(6) Persio, Sat.,V, 158
(7) Lucrecio, V, 44
(8) Horacio, Epístola, I, 14, 15. El párrafo que lo antecede es la justa traducción.
(9) Tíbulo, IV, 13, 18
(10) Terencio. Adelph., acto I, esc. I, v. 13
(11) Horacio, Epist., I, 15, 42
(12) Horacio, Epíst., I, I, 19
(13) Horacio, Epíst. I, 12, 18
(14) Persio, Sal., I. 23
(15) Propecio, II, 25, 38
(16) Horacio, Epíst., I, 4
(17) Persio, Sat., V, 151